Pocas personas que lo hubieran conocido en la flor de la edad habrían reconocido al hombre que subía por el camino de tierra desde la aldea de montaña de Pelos. Caminaba llevando consigo el aroma de las cabras, un intenso olor de sudor de caballo adherido a su ropa, con mugre de pollo incrustada bajo las uñas, y plumas mezcladas con su mata de cabello y su barba. El aliento le apestaba a vino. Cuidaba de los animales de la taberna de la ciudad. Era un trabajo de mendigo o de niño, un trabajo con el que se podía tropezar y que podía atender, haciendo pausas para tragar de una bota de vino que cada día ofrecía confusos sabores de clarete. Poco había en su aspecto que traicionara al hombre que antaño fuera. Ni siquiera utilizaba su nombre. En determinado momento de cada día lo musitaba en voz alta. Necesitaba oírlo flotar en el aire como un débil acto de desafío, pero eso no era para que lo oyeran otros oídos humanos.
Aquel anochecer se detuvo en un afloramiento rocoso justo fuera del camino. Aquí y allá retazos de vapor se deslizaban a través de los valles como fantasmagóricos proyectiles sobre un húmedo suelo de bosque. Un amarillo punto de luz se movía por la lejana ladera de una colina. Debía de haber sido un comerciante con su lámpara encendida a modo de protección contra los espíritus. Aquella gente de la montaña era supersticiosa, temía la noche y las criaturas que patrullaban por ella. El hombre no sentía tales temores. Una parte de él deseaba la muerte bajo las garras de un planeta ficticio o ser llevado en cautiverio por un demonio del bosque. Cualquiera de ambas cosas era un destino, pensó, más trascendente que su existencia diaria. Ya no vivía en absoluto en sus horas conscientes. Si una fuerza brutal de la naturaleza lo olfateara y le arrancara la cabeza de los hombros de un mordisco, sólo lamentaría la pérdida de su vida de sueños.
Estaba a punto de dar media vuelta y subir por el camino hacia la choza que le servía de hogar, llamado por la sorda sensación de hambre que últimamente lo definía. Antes de irse murmuró:
—Leeka Alain. Soy Leeka Alain. No estoy muerto. No me han matado.
Leeka Alain, antes un general de la más rebelde provincia de Acacia. Ahora ya llevaba varios años sin el menor propósito. Todos sus esfuerzos en el helado Norte, su única supervivencia de aquella primera emboscada numrek, su penosa experiencia con la fiebre y aquel solitario viaje que emprendió en busca de las huestes enemigas: todas aquellas cosas ya habían quedado a su espalda. Se habían reducido a nada. La idea de que, a lo mejor, tendría una crucial tarea que cumplir había sido equivocada. Se había apartado tropezando del Borde Methaliano nueve años atrás a lomos de aquella lanuda montura con cuernos, creyéndose portador de una noticia apocalíptica.
Encontró una tierra ya en guerra, ya sufriendo toda una variedad de ataques; su rey muerto, Aushenia aplastada por los numreks, los candovios provocados a la rebelión por Maeander y el poder militar de Acacia desgarrado por una enfermedad que la convertía en blanco fácil para la matanza. En muchos sentidos Hanish se aseguraba la victoria en los Campos Alecios. Leeka no estaba allí aquel día, pero llegó poco después para ver una alfombra de cadáveres putrefactos, salpicados de moscas, buitres y toda suerte de animales carroñeros.
A las semanas siguientes, los Campos vieron una progresiva carnicería que desbordó el campo de batalla y se extendió a todos los senderos y patios, templos y monumentos del país. Parecía que la furia del Mein no acabaría hasta que todos los acacios cayeran sobre ellos con su acero. Otras naciones, temiendo semejante destino, se aliaron cada vez más fielmente con el Mein: los clanes de Candovia jamás habían estado más unidos; Senival opuso una galante y breve lucha antes de posar sus hachas; y el archipiélago de Vumu pidió la paz antes incluso de que cualquier golpe se abatiera sobre ellos. En Aushenia apenas quedó resistencia. Que un imperio que se había mantenido tanto tiempo unido cayera tan rápidamente desconcertó a Leeka. Fue como si todos los años de resistencia no significaran nada. Todas las alabanzas y los homenajes derramados sobre Acacia se desvanecieron en un instante, sustituidos por el fuego de una animosidad largo tiempo conservada.
Sólo Talay, con sus amplios recursos, resistió contra el Mein incluso después de que el Continente y Acacia fueran aplastados. No estuvo claro si lo hicieron por la causa de Acacia o porque deseaban forjar su propia independencia. Hubieran podido dejar Acacia —tal como había hecho todo el mundo—, optando por luchar en su propio beneficio. Leeka no lo había pedido y no se había preocupado. Estaban combatiendo contra Hanish Mein y la horda numrek. Eso era lo que importaba. Él había corrido a reunirse con ellos. Había disfrutado de la oportunidad de luchar contra los numreks.
Muchos dedujeron que los numreks no podrían combatir más allá de las regiones norteñas. Ni siquiera parecían apropiados para el suave clima de Acacia. Pero, al llegar al soleado Talay, se despojaron de sus pieles y sus capas y emergieron como unas criaturas grotescamente blancas. Eran más temibles por la longitud de sus extremidades y las estrías de sus músculos y el oculto tamaño de sus manos y sus pies. Expuesta desde el primer día al sol concentrado, la piel se les ampolló y peló como carne sobre las brasas. Durante las primeras batallas parecía que hubieran caminado a través de las llamas. Trozos de piel se les desprendían. Mechones de cabello se les caían del cráneo.
Seguro, pensó Leeka, que no podrían andar por allí tan colorados y rebosantes de vida. Pero lo hicieron. Luchaban como locos. De pie entre la carnicería, su aspecto era peor que el de los cadáveres que los rodeaban, pero jamás cayeron como no fuera a causa de las más graves heridas. En cuestión de unas semanas empezaron a recuperarse.
Su piel adquirió tonalidades más oscuras y se volvió más tensa sobre los músculos. Esta vez se les volvió a pelar, no con tanta fuerza, pero con la siguiente curación maduraron todavía más. No tardaron en caminar con orgullo sobre la tierra, desnudos exceptuando una falda que hombres y mujeres vestían por igual. Para desánimo de los talayos, los numreks jamás habían parecido más sanos y fuertes que en su cobriza desnudez. Al llegar el solsticio de verano, danzaron un homenaje a la longitud del día y a la fuerza del sol. Una nueva conjetura se extendió. Los numreks no eran las criaturas del Norte que todo el mundo creía. Debían de haber sido en otros tiempos una raza tropical. A lo mejor, habían sido empujados al exilio en el norte y sólo ahora regresaban a su clima preferido. Ante su ataque, Talay se rindió pieza tribal a pieza.
La gente decía que Hanish Mein buscaba la absoluta destrucción de cualquier señal de todo lo de Acacia. Decían que, a pesar de lo que eran los tunishnevre, Hanish destruiría cualquier señal de la raza que habían conquistado. Pero, en cuanto se estableció la paz, Hanish se dispuso a asegurar el imperio de una manera tan razonable como sorprendente. No dañó la arquitectura acacia. Conservó todo el esplendor de Alecia, Mail y Aos. No tocó ni una piedra ni una estatua de Acacia excepto las de Tinhadin, que derribó y convirtió en añicos. Mandó cortar y arrancar la piedra negra de Scatevith de la muralla exterior de Acacia y trasladarla al palacio de Acacia, y la colocó como un monumento en el lugar donde antes habían estado los monumentos en homenaje a Edifus y Tinhadin. Pero sobre todo llenó todos los lugares acacios con su propia gente, añadiendo sus reliquias a las que ya estaban allí. Colocó todas las cosas meins encima de las acacias y pareció acoger de buen grado los aspectos del derrotado manto del imperio. En lugar de desmantelar el sistema de gobierno y el comercio acacio, se apoderó de ellos y los adaptó a sus propios objetivos.
Nada de todo eso enfrió el ardor del odio de Leeka, pero al final éste ya no pudo luchar más. Todos sus aliados habían muerto, depuesto las armas o habían huido a esconderse. Su enemigo dejó la conquista a cambio de tareas de reconstrucción, atrincherarse y administrar sus nuevas riquezas. Si Leeka hubiera sabido con toda seguridad lo que sería de su vida, se habría inclinado sobre su espada y se habría sacado las entrañas. Pero no lo sabía. Un día se deslizaba hacia el siguiente con todas sus pequeñas importancias, acrecentadas día a día.
Recorrió el imperio. Perdió o abandonó los arreos de sus caballerías, cambió su túnica por comida, la daga por vino, perdió el yelmo por una noche de vapor, su aspecto era el de cualquier otro veterano de guerra. Iba desgreñado, extraviado, tal vez con la mente vacía por dentro, evidentemente inofensivo para los militares meins que ahora controlaban como policías buena parte del Mundo Conocido. Siempre había sido un hombre aficionado al vino. Después de la guerra, ya no disfrutaba de la bebida —en su embriaguez no había ningún regocijo como el que antes había disfrutado—, pero bebía alcohol como si fuera agua para beber. Hubiera podido tener una muerte de borracho y conformarse. Lo salvó la introducción de una nueva adicción.
El vapor abundaba más en todo el Imperio mein que durante todo el reinado Akaran. Estaba por todas partes, constante como el pan o el agua, más barato que el vino candovio. Una noche, cuando no tenía nada que hacer inhaló una pipa. ¡Qué revelaciones! Con el vapor dentro, comprendió que se había equivocado. No era un fracaso. La guerra no había terminado. No, en realidad él no era un solitario apóstol del maldito castigo. Había matado antes a numreks y lo volvería a hacer. Se tumbó y vio las imágenes allí arriba delante de él, arrojadas a la pantalla del cielo nocturno. Caminaba por Aushenia con una espada en cada mano. La tierra no había visto a nadie como él desde hacía siglos. En determinado momento la visión ya no fue tal como él imaginaba. Él vivía dentro de ella. Sintió tierra bajo sus pies y el aire que penetraba en sus pulmones. Recorrió mil leguas y luchó hasta que la cara se le quedó colorada y chorreando sangre de los numreks, con sus puños tan adheridos a sus espadas que el acero era una extensión de su ser. ¡Cuánto daño causó! Qué santa matanza de castigo desató.
La primera mañana se despertó con unos sueños tan angustiosos que se encontró con un cuerpo debilitado que no era el de un héroe. Hubiera podido despreciar la droga y maldecirla, sólo que no pudo evitar el lento latido del vapor que quedó después, con la prometida posibilidad que encerraba su visión. El vapor era muy real. Era íntimo en todos sus detalles, más vivo que la vida. No, era táctil y real como la vida que él llevaba ahora.
Había prohibiciones acerca del uso de la droga durante el día, las horas de trabajo. El hecho de que un soldado del Mein lo encontrara a uno envuelto en la bruma del vapor lo podía encerrar y privar de la sustancia… que era el castigo que todos los devotos temían. Mucho antes Leeka se había comprometido a este acuerdo… Trabajaría de día borracho entre los animales para ganarse las pocas monedas que necesitaba para soñar de noche con el vapor. En eso se convirtió como uno de los muchos millones de individuos del Mundo Conocido. Nunca se dio cuenta de que le estaba ocurriendo, nunca puso en tela de juicio esta faceta de la vida. Jamás pudo decir en qué momento se rindió a ello por completo. El vapor exige una plena devoción; Leeka, que ya no creía en ningún dios, aprendió a adorar en un nuevo altar.
Era en eso en lo que estaba pensando mientras se acercaba a la oscura choza en la que pasaba las noches. A veces un poco más temprano se había sacado del bolsillo un paquete de hilos y había salido a pasear, acariciando las fibras con los dedos. Una vez dentro, sólo habría tardado unos minutos en prepararlo, después inhalaría, inhalaría e inhalaría…
Leeka se detuvo en seco y se quedó inmóvil. Intuyó algo, otra cosa que respiraba muy cerca, pero escondida. Pensó en los depredadores de la montaña nocturna y pensó que si esa cosa fuera uno de ellos, probablemente él ya estaría muerto.
—Perdóname —dijo una voz—. No quería sorprenderte. —Una figura encapuchada se apartó de las sombras junto a la cabaña y salió a la luz de la luna, con los brazos levantados en gesto de inocencia—. De hecho, tú me has sorprendido a mí acercándote con tanto sigilo.
El tono del hombre era amable, pero a Leeka no le gustaba hablar con gente encapuchada, sobre todo si emergían de las sombras de su choza de noche y le cerraban el paso. Trató de comunicarlo con toda la intensidad de su mirada.
—¿Eres Leeka Alain? —preguntó el encapuchado.
La pregunta pilló a Leeka desprevenido. Su primer pensamiento fue que el hombre debía de haber oído hablar de él en el afloramiento, pero eso no era posible de ninguna manera. Se volvió a guardar las fibras de vapor en el bolsillo.
—¿Eres Leeka Alain, el que mandaba el ejército de Leodan en el Mein? ¿Leeka Alain al que algunos llamaban el Jinete de la Bestia?
El acacio del hombre era fluido y estaba hablado como lo hubiera hecho un nativo de la isla. Leeka llevaba mucho tiempo sin oír hablar aquella lengua tan perfectamente. ¿Quién podía hacer aquella pregunta en semejante lengua? Probablemente sólo un hombre que deseara oírle confirmar su identidad antes de matarlo.
—¿Eres tú el que afirma haber sido el primero en matar a un numrek?
—No —contestó Leeka, hablando el dialecto de montaña de aquella zona—. Yo no soy ese hombre.
La figura encapuchada no se movió. Era una estatua que casi se mezclaba con los rasgos de la noche. Por un momento, Leeka se preguntó si estaría alucinando. A lo mejor, la estatua siempre había estado allí, pero él se había olvidado de ella. O, a lo mejor, no era ninguna estatua en absoluto, sino sólo una mala jugada que le estaba haciendo su mente hambrienta de vapor con la luz.
El extraño volvió a hablar, todavía en acacio.
—Esta noticia me duele. Necesitaba los servicios de Leeka Alain. Es cierto que tú no te pareces mucho a él. A lo mejor, estoy equivocado. Siento haberte molestado. Déjame ofrecerte algo para compensarte mi error. Toma…
La mano se levantó y de ella surgió el parpadeo y el brinco del avance de una moneda arrojada, fulgurante cada vez que su cara captaba la luz de la luna. Los ojos de Leeka no pudieron evitar seguirla. Un truco de ladrón y él cayó en él. Debido a ello no pudo decir después que había visto realmente el movimiento del hombre. Pero sintió el impacto de algo que subía lanzado hacia su abdomen con fuerza suficiente para haberlo traspasado. Una sensación como de un alfilerazo en su cuello liberó un destello de dolor que lo chamuscó como un fuego a través de un arbusto seco. Se encendió pero enseguida se apagó. Mientras la pieza avanzaba, él conservó su consciencia.
Abrió los ojos sabiendo que el tiempo había pasado y su situación en el mundo había cambiado. Recordó la figura en las sombras, su voz, la moneda arrojada al aire, el impacto que la levantó hasta él. Permaneció tumbado un momento con todo eso en la mente, observando cómo sus ojos adquirían claridad y se concentraban en la vigas, toscamente labradas de un techo de madera. Estaban iluminadas por el trémulo resplandor del fuego de la chimenea. Conocía bien el techo, todas sus irregularidades, el nudo que desfiguraba una viga, el encaje de las antiguas telarañas que colgaban de otra. Estaba tumbado en su catre, en su choza, mirando al techo. Qué extraño era todo…
La forma de un hombre se inclinó sobre él.
—Me has mentido, Leeka Alain. No pretendo que tú me sorprendas. No es un momento fácil para hablar directamente con desconocidos, pero hubiera pensado que tú serías más convincente.
El hombre acercó una vela a su rostro. Leeka la miró, totalmente confuso. Vio a un anciano con la piel tan arrugada como el tronco de un árbol, el cabello gris y la barba —a pesar de lo rala que era— entretejida en trenzas al estilo senivalio. Si su cuerpo era tan delgado como su rostro, sería un simple jirón de hombre como cualquier mendigo que pudiera pasar sin ser reconocido por la calle. ¿Cómo habría podido aquella envejecida cáscara de hombre siquiera tocarlo alguna vez? ¿Tan bajo había caído de lo que antes había sido?
El anciano pareció leer lo que estaba pensando.
—No estoy tan decrépito como parezco. Y tú tampoco. En un combate justo no tendría ninguna oportunidad contra ti. Esta cosa que ocurrió aquí… no vayamos a herir tu vanidad de soldado. —Hizo momentáneamente una pausa—. Mírame a la cara, Leeka. Dime que me reconoces. Puede que me recuerdes porque coincidimos una vez en otro momento y lugar en lo que parece otro mundo, realmente.
La comprensión de que lo reconocía la adquirió Leeka cuando las palabras brotaron de su boca:
—Tú eres el canciller… Thaddeus Clegg.
El más veterano de ellos sonrió.
—Dios mío —dijo—, aún hay esperanza para ti.