La embarcación elegida fue una de las barcas de pesca de mayor tamaño, con dos velas cuadradas y una triangular, que bailaba delante de la proa igual que una cometa, ocultando y revelando la insignia de su dueño. Cualquiera que la mirase desde la costa la reconocería: llevaba más de treinta años surcando las aguas de Acacia. El número de tripulantes que se esforzaban en cubierta era algo más numeroso de lo habitual, pero tampoco era extraño que se requiriera el servicio de aprendices para manejar los aparejos en los últimos meses del invierno, antes de que el bonito regresase de los bancos de Talay, seguidos por embarcaciones cuya tripulación había sido reclutada en primavera. La línea de flotación estaba muy por encima del nivel del agua, ya que las bodegas iban vacías. Sin embargo, no era el caso de esta embarcación.
Los hombres que se veía en cubierta y que tenían todo el aspecto de pescadores eran en realidad guardias marah. Sus bodegas no iban llenas del pez de cola amarilla por cuya captura las barcas se hacen a la mar en invierno. En su lugar, iban los cuatro chicos Akaran. Al comenzar el viaje se habían ocultado en la parte más oscura y, sobre todo, maloliente del barco, lo que los obligaba a respirar con la boca abierta. Los cuatro mostraban la misma cara de preocupación, como si compartieran una herencia genética que sólo ahora emergía. Mena necesitaba hablar, compartir sus sentimientos, decir algo capaz de romper la tensión.
Sin embargo, se contenía, sencillamente porque no se le ocurría nada razonable que decir.
Una vez fuera del abrigo de la curva que trazaba el puerto septentrional, la embarcación puso proa al viento abriéndose paso sobre la superficie congelada del agua, entre los gritos de las aves marinas, que, voraces, reclamaban comida. Cuando se hallaron a suficiente distancia de la isla como para que no pudiesen ser vistos, el capitán dijo a los Akaran que subieran a cubierta. Mena observó a los guardias con precaución, desde la popa, mientras disfrutaba del aire salobre. Se preguntó cuántos de los hombres y las pocas mujeres que veía tendrían las manos manchadas de sangre. Algunos de ellos sin duda habían intervenido en la lucha contra los soldados meinish. Los rebeldes habían sido derrotados en apenas una hora; los pocos supervivientes fueron perseguidos por las calles y asesinados. Aliver desapareció misteriosamente en medio del combate. Él nunca hablaba de ello, pero Mena sabía que el tema lo avergonzaba. No era el único insulto a su orgullo.
Se volvió y contempló la estela que dejaba la embarcación. No sabía qué pensar de lo ocurrido ese día. Thaddeus les había explicado que abandonaban la isla temporalmente, durante una semana o así, un mes como máximo. Hasta que la rebelión fuera aplastada y los culpables de matar a su padre castigados, hasta que se acabara con los confabuladores. Navegarían hasta el extremo norte de Kidnaban y allí pasarían una temporada, tranquilamente. Thaddeus prometió que regresarían a Acacia lo antes posible. Por algún motivo, sin embargo, Mena no le creyó. Tras sus palabras, coherentes y razonadas, ocultaba algo, estaba segura, pero no podía imaginar el qué.
Aliver no pareció dudar de la sinceridad del hombre, pero se rebeló contra el plan con una furia de la que Mena no lo habría creído capaz. Advirtió a gritos sobre la inminente batalla y su deber de encabezar el ejército. ¡Para algo era el rey! ¡La responsabilidad era suya, aun cuando muriese en el intento! Thaddeus tuvo que echar mano de todas sus dotes de persuasión sólo para que Aliver bajara el tono de voz. Invocó sus prerrogativas como canciller y la responsabilidad que suponía el cargo que ostentaba. Castigó a Aliver, con el argumento de que las órdenes procedían directamente de Leodan, y añadió que atenerse a ellas constituía un honor para ambos. El caso, no obstante, es que no fue la persuasión sino la fuerza lo que consiguió disuadir al príncipe, que fue escoltado, junto con los otros chicos, por los guardias marah, quienes dejaron claro que obedecían las órdenes del rey tal como se las transmitía el canciller. Fue así como Aliver se vio obligado a aceptar su momentáneo exilio, aun cuando lo consideraba insultante.
Más tarde aquel primer día en el mar apareció ante sus ojos el Cabo Fallon. Era una costa de farallones a punto de desmoronarse, por encima de la cual se extendía un paisaje de suaves ondulaciones cubiertas de hierba y salpicadas aquí y allá con los colores delas flores silvestres invernales. Dariel permanecía sentado al lado de Mena cerca de la popa del barco. Ambos compartían una bandeja de sardinas picantes sobre unas galletas. Dariel las picaba más que las comía, tratando con la punta de un cuchillo de separar las delicadas espinas de la carne y recogiéndolas en un montón que a veces recogía con la hoja y arrojaba por la borda. Algo en todo aquello llenó a su hermana de amor por el muchacho. La sensación intensificó en ella el poder de la nostalgia de algo ya perdido, como si no estuviera sentada a su lado en aquel momento, siendo todavía su hermana en todo, como él era su hermano en todo. Se preguntó por qué lo miraba con una emoción que sugería que ya nada era así.
Aliver se acercó despacio a ellos, llevando bien a la vista la antigua espada de Edifus, la Confianza del Rey. Le estaba demasiado grande, un extraño apéndice más incómodo que útil. Estaba haciendo todo lo posible para sacudirse de encima su enfurruñada cólera y recuperar la apariencia de control. Mena hubiera querido abrazarlo por ello, pero sabía que a él no le habría gustado que lo hiciera.
—Nos estamos acercando a las minas —dijo, señalándolas con un movimiento de la cabeza—. Trabajan en ellas unos criminales como castigo. Hay una todavía más grande en Kidnaban y una cadena de ellas en Senival.
Mena estiró el cuello para mirar por encima de la barandilla. Mientras rodeaban un promontorio, el sol inclinado dejó el paisaje en suficientes sombras y puntos de luz como para que ella tardara un momento en configurar la escena. Las grandes sombras de la tierra eran en realidad toda una serie de enormes pozos. Estaban abiertos al cielo, pero ella no podía adivinar su profundidad, pues sólo podía ver la muralla más lejana que estaba entrecruzada por cortes y líneas. Unos faros brillaban allá arriba, unas hogueras encajonadas en cristal que fracturaba y amplificaba la luz, enviando unos brillantes fragmentos al cielo. Por el aspecto que ofrecían, el trabajo no terminaría al morir el día. Se preguntó cómo era posible que hubiera tantos criminales, tantas personas insensatas capaces de robar o perjudicar a otras. Quizá cuando ella fuera mayor podría hacer algo al respecto. Viajaría en nombre de su padre y exigiría que aprovecharan mejor las oportunidades y no perdieran la prolongada paz de que disfrutaban en acciones mezquinas e insignificantes.
Pasaron la noche al amparo de Kidnaban y el Continente. A la tarde siguiente el navío se acercó al puerto de Crall, en la costa norte de Kidnaban. Por la noche, en la modesta comodidad del recinto del presidente en la colina que miraba a la ciudad de abajo, se reunieron con Crenshal Vadal. No era un hombre muy digno de ver. Por debajo del labio inferior, su rostro terminaba bruscamente. Se deslizaba hacia atrás sobre el cuello en una neta línea diagonal. Hablaba con rígida formalidad, pero al mismo tiempo parecía desear encontrarse en otro lugar completamente distinto, como si todo su cuerpo quisiera retroceder y perderse a la vuelta de una esquina. Mena observó que transcurrían unos cuantos minutos antes de que el hombre expresara sus condolencias por el destino de Leodan, y ella sospechó que uno de sus ayudantes le había recordado que lo hiciera con un gesto de su rostro.
Durante la cena, Crenshal les facilitó más detalles acerca de su destino. Simplemente tendrían que permanecer encerrados en una parte del recinto del presidente. Eso era todo. Estaban allí para esperar. No recibirían visitas porque nadie tendría que saber dónde estaban. Thaddeus les enviaría regularmente mensajes sobre cualquier cambio o evolución que se pudiera producir. No enviarían ni recibirían cualquier otra noticia. Tampoco sería prudente que visitaran la ciudad inferior. Sería una existencia sencilla, lejos de la antigua opulencia de Acacia. Lo único que Crenshal podía ofrecer eran las estancias llenas de corrientes de aire de un edificio destinado al personal de la gestión y administración de las minas, comida sencilla y el placer de su compañía. Esto último lo dijo en broma, pero con un vigor tan incompleto que resultó insípido.
Aliver añadió que deseaba ser mantenido al día de todos los acontecimientos. Hablaba en tono altanero, como si lo hiciera desde una posición de autoridad distinta de la de sus hermanos. Mena miró a su alrededor, preguntándose si los demás se habían dado cuenta de la mal disimulada incertidumbre de Aliver. Éste temía que lo estuvieran echando fuera de los acontecimientos y excluyendo de la toma de decisiones. Se encontraba en un limbo: más que el príncipe que había sido hasta unas pocas semanas atrás pero ciertamente no el rey que esperaba ser. A los ojos de Mena, aún tenía que llegar a un acuerdo con su situación.
Suavizó el tono de su voz al preguntar:
—¿Tenéis caballos que nos podáis prestar? Tendríamos que salir y explorar la isla. Nos sentará bien a todos un poco de aire fresco en los pulmones.
Dariel estaba a punto de apoyar con entusiasmo su sugerencia cuando intervino el presidente:
—Me temo que no podréis hacer un recorrido por la isla. Es… bueno, es vuestra seguridad lo que más importa, príncipe. Los placeres como la equitación se tendrán que olvidar de momento. Seguramente el canciller ya os habrá explicado todo eso.
—¿Y qué me dices de las minas? —preguntó Aliver—. Me gustaría inspeccionarlas. No necesitamos dar un espectáculo ni…
—¿Inspeccionarlas? —Parecía que Crenshal jamás hubiera oído aquella palabra—. Pero… joven príncipe, eso también es imposible. Las minas rebosan de degenerados. Y de todos modos no tienen nada de interés para vos. Encontraremos diversiones para vos dentro del recinto. Vosotros los jóvenes no os aburriréis. Os lo prometo.
Sin embargo, en el transcurso de los pocos días siguientes, todo ello resultó absolutamente falso. Apenas vieron al presidente. Éste cenaba con ellos todas las noches, pero por lo demás permanecía ausente todo el día y dejaba a los chicos con muy pocas ocasiones de distraerse. Los funcionarios y administradores del recinto habían sido colocados en otra residencia, dejando los sencillos corredores y las habitaciones ocupados por los ecos. Mena jamás había visto ni a uno solo de aquellos fantasmas, aunque en su habitación habían quedado los reveladores signos de que alguien había abandonado precipitadamente el lugar; un frasco medio vacío de perfumado aceite junto a una jofaina, un solo calcetín debajo de su cama, una uña de dedo de un pie en el suelo al lado del tocador.
Los juegos de tablero los ayudaron a pasar las primeras tardes. Los libros de la colección del antiguo presidente —Crenshal no sentía el menor interés por la literatura— les ofrecieron un poco de diversión al tercer día en que Dariel convenció a Aliver de que leyera en voz alta al grupo una colección de poemas épicos. El chico estaba entusiasmado, pero Mena no podía evitar pensar en su padre. Corinn puede que experimentara algo similar. Se levantó bruscamente y se retiró sin dar ninguna explicación. Corinn apenas había hablado desde que abandonaran Acacia. Cuando lo hizo, habló en tono plano y prosaico, como si no viera nada insólito en sus circunstancias.
Lo más cerca que estuvieron de mantener una conversación significativa ocurrió la tercera tarde. Corinn entró en la sala común en la que pasaban buena parte del día y miró a su alrededor con ojos de pesados párpados. Mena se sorprendió cuando Corinn se acercó a ella, se dejó caer a su lado en el sofá y exhaló un suspiro de aburrimiento.
—¿Habéis oído? Uno de los soldados ha dicho que dos hombres habían sido sorprendidos cuando intentaban abandonar la aldea. Dijo que iban «bien pertrechados» y los demás se rieron y dijeron que les había estado bien merecido. ¿Qué creéis que eso significa?
—Estoy segura de que significa que los castigaron —dijo Mena.
—¡Pues claro que significa eso! —replicó Corinn en tono cortante—. Siempre dices lo más obvio. Castigados, ¿cómo? Eso es lo que yo preguntaba.
—Yo no digo lo más obvio —dijo Mena, temiendo que aquella inesperada interacción estuviera a punto de agriarse.
Si alguien decía lo más obvio era la propia Corinn.
Corinn emitió un sordo ruido gutural, una especie de quejumbrosa protesta.
—Todo es tan extraño aquí, Mena. Nada es lo que tendría que ser. No puedo soportar la manera que tiene la gente de mirar. Parecen… parecen tontos, como si tuvieran el cerebro de animales y no de personas. Quiero ir a casa. Aborrezco este limbo. Tengo mucho que hacer. Cosas importantes.
—¿Como qué? —preguntó Mena, procurando modular la voz de una manera que no resultara ofensiva.
En cierto modo lo consiguió. Corinn la miró de soslayo.
—No lo entenderías.
Al cuarto día, cuando un criado del presidente les llevó unos dados para jugar a unos ratones que corrían, Mena fingió sinceramente divertirse dentro de las desnudas paredes del edificio. Contaba los días justo con la misma precisión que Aliver, ambos esperando las siguientes noticias de Thaddeus, esperando que éste los llamara a casa. Pero cuando llegó el primer escueto y críptico mensaje del canciller, no se produjo en su vida ningún cambio. La situación era todavía inestable, escribía. Tenían que quedarse donde estaban. Les prometía alertarlos de cualquier cambio, pero no les facilitaba ninguna indicación de lo que había ocurrido desde que ellos se fueran. Ni una sola noticia de la guerra. Ninguna indicación acerca de si la situación era mejor o peor que antes.
Mena observó una tarde una oscura capa en el cielo y temió que su presagio hubiera llegado en cierto modo al mundo en forma física. Había sombras en el aire, formaciones de nubes que se desbordaban y fluían por encima de unas bajas corrientes de aire. Contemplándolas a través de la ventanita de su habitación, se dio cuenta de que siempre habían estado allí. Simplemente no se había parado a estudiarlas antes. El cielo no estaba encapotado tal como había pensado antes. Más allá de la evasiva oscuridad se extendía una pantalla de color azul pálido, clara hasta el cielo. Qué extraño, pensó. En aquella primera mirada no pudo evitar apartar los ojos, aquellas formas del cielo se parecían demasiado a heraldos del mal, demasiado a remolinos y corrientes que podían convertirse en algo más siniestro si ella las mirara demasiado.
Al despertar a la mañana siguiente, se acercó a la ventana antes de hacer cualquier otra cosa. Los oscuros vapores seguían allí, claros y evidentes ahora que ella había aprendido a verlos. Incluso se volvieron más pesados hacia el anochecer. Cuanto más miraba, más era consciente de la presencia de las nubes de una miríada de maneras distintas a su alrededor. Casi siempre se desplazaban con las corrientes que ella no podía percibir, pero en los momentos de quietud unas partículas de ellas caían a su alrededor y se posaban en espacios planos y se acumulaban en los ásperos perfiles de las paredes. Era una forma de polvo, tan liviano que se movía propulsado por soplos de aire. Sintió en sus mejillas y sus párpados el contacto de unos minúsculos cristales que se congregaban en su frente. Los saboreó en sus pulmones, una arenilla que inhalaba con cada acto respiratorio. Estaba en todas partes. Se sorprendió de que hubiera tardado tanto en darse cuenta.
Mena le preguntó a la sirvienta que le cambiaba la ropa de la cama si ella lo había observado. La chica no pareció alegrarse en absoluto de que le hablaran. Casi retrocedió para abandonar la estancia.
—Princesa, lo que estáis viendo es el polvo que se levanta de las minas. Viene del trabajo, eso es todo.
Mena preguntó si las minas estaban cerca y la joven asintió con la cabeza. Justo más allá de las montañas por encima del recinto, explicó. Pues entonces, ¿dónde estaban los trabajadores?, preguntó Mena. ¿Por qué no había visto ninguna señal de que existieran las minas?
—Habéis visto una señal. La leéis en el aire. Pero para vos hace falta que sea algo más real que eso. ¿Los trabajadores? No lo sé, señora. A lo mejor, no hay trabajadores. No soy yo quien tiene que decirlo.
La joven aprovechó la pausa mientras Mena lo pensaba para retirarse sigilosamente de la estancia. Un comportamiento molesto. Un criado no se tenía que retirar cuando participaba en una conversación. Por otra parte, la audacia de la mujer al retirarse puede que fuera lo que inspiró las propias acciones de Mena unas cuantas horas después.
Abandonó el recinto mucho después del anochecer, protegida por una capa que había encontrado en su armario. Evitó al guardia apostado delante de su puerta, saliendo por la ventana, saltando al patio de abajo y después abriendo la verja de la libertad. No llevaba consigo ninguna luz, pero la luna brillaba en lo alto del cielo y, aunque estaba nerviosa y alerta a cualquier sonido, no tuvo apenas dificultades en seguir los caminos tan blancos como los huesos que se alejaban del recinto.
Tuvo que pasar junto a otro guardia un poco más camino arriba. Intuyó los detalles de su cuerpo, la posición de su cabeza y la probable dirección de su mirada. Se aspiraba incluso un olor a moho en la ráfaga de aire que soplaba hacia ella… el olor del guardia. Siguió caminando, se agachó entre las hierbas, sintiendo con las manos y los pies, y encontró un pliegue en el paisaje que la llevó más allá del soldado.
Oía constantemente sonidos que le aceleraban los latidos del corazón: el crujido de su capa; la manera en que la presión de su propio peso provocaba que los granos de arena se desplazaran y contestaran; la explosión de sonido cuando un roedor, sobresaltado por su cercanía, huyó. En ningún momento dejó de esperar que el hombre le diera el alto. Había oído decir anteriormente que era difícil viajar en silencio de noche y que los guardias marah estaban adiestrados para percibir cualquier irregularidad en los sonidos nocturnos. Ahora se preguntó quién lo había dicho. Pues, a pesar de su rápida respiración, a pesar de la violencia que el más mínimo de los sonidos ejercía en sus oídos, a pesar de que las pantorrillas le dolían a causa del esfuerzo de la extraña postura agachada de su paso, en realidad, su fuga no le resultaba tan difícil. Siguió avanzando y muy pronto se encontró más allá de él, subiendo hacia el camino principal. Sus pies, sus manos, sus dedos y sus músculos parecían saber qué hacer por su propia cuenta. Estaba medio a punto de sentarse en el suelo para meditarlo, pero aún tenía que alcanzar el objetivo que se había propuesto.
Una serie de escaleras se alejaban del recinto. Éste se había construido hundido en la ladera de la montaña de tal manera que ella podría seguir adelante sin temor a que la vieran. La escalera terminaba al llegar a un camino de piedra. Lo cruzó y subió por un terraplén del otro lado, agarrándose a puñados de alta hierba.
En realidad, la subida sólo duró unos minutos, pero, aun así, fue un alivio sentir que el ángulo de la cuesta se suavizaba y ver que no había nada por encima de ella. Se irguió en toda su estatura para ver el paisaje de más allá. Sabía lo que se suponía que había allí, justo lo que había inspirado su curiosidad, la razón —si es que había alguna— de aquel viaje nocturno. Y, sin embargo, no estaba preparada para lo que vio.
Lejos estaba la silenciosa noche al otro lado del cerro a su espalda. La luna no se veía por ninguna parte y tampoco el claro cielo bajo el cual ella había viajado hasta entonces. En su lugar, la tierra parecía contenida bajo una fluida y ondulante corriente cargada de polvo, un hirviente movimiento semejante a una nube. Por debajo de él se abría un pozo de gran tamaño, enorme y provisto de muchas bocas. Ocupaba toda la vista que tenía delante, un cráter de excavada desolación, distinto de cualquier cosa que hubiera visto o imaginado antes, lleno de un pulsante, cacofónico y enfurecido clamor.
Estaba contemplando el borde norte de las minas de Kidnaban. Su contemplación le causó el mismo tipo de horror cuya existencia había olvidado, el mismo temor que había sentido cuando una estúpida criada le había contado la historia de una demoníaca raza de personas que vivían en el interior de una humeante montaña y alimentaban los fuegos que había dentro con niños malos arrancados de sus camas. Como en su imaginación, cientos de hogueras distintas iluminaban el lugar. Planchas de curvado cristal colocadas alrededor de unas calderas de ardiente aceite arrojaban rayos hacia el cielo. A la luz de éstos pudo distinguir la confusión de las líneas entrecruzadas en diagonal que ella había visto en el Cabo Fallon. Pero ahora estaba mucho más cerca. Las líneas se movieron cuando ella miró, desconcertada por una forma de movimiento apenas perceptible. Pensó que debía de ser un efecto de la luz. Tardó un momento en comprender que era algo más que eso.
Las líneas eran escaleras y repisas, anchos caminos para maquinaria, rampas y sistemas de escaleras de mano de varios pisos de altura. Los objetos que se movían no eran engaños de la luz. Eran personas. Cientos de ellas. Tan pequeñas que no se podían percibir como individuos sino que adquirían forma sólo por su movimiento colectivo, tal como una hilera de hormigas parece desde lejos un solo ser. Puede que hubiera varios centenares. Miles era más probable. Decenas de miles. Y hasta eso puede que sólo fuera una pequeña parte del número. No tenía ni idea de lo grandes que eran las minas, cuánta parte de ellas estaba oculta a la vista.
Se acercó un poco más al borde y después se colocó boca abajo para contemplar todo aquello. Cuando estiró el cuello para mirar por encima del borde, se quedó helada al ver que justo debajo de ella, a unos veinte o treinta palmos, discurría una avenida abierta en la piedra. Estaba llena de obreros. Transportaban objetos a su espalda, sacos sobre los hombros, su piel y las prendas que vestían eran del mismo color negro grisáceo que la mina, iluminado por la rojiza luz y perfilado por la sombra.
Hacia el sur se levantaba una torre y más allá de la misma, otra. Se elevaba gruesa y achaparrada, cubierta por un tejado que parecía una seta, adornada con la insignia dorada de la estirpe Akaran. Era el símbolo de su familia, el árbol de Akaran, la silueta de una acacia contra el repentino resplandor amarillo del sol. Era su símbolo. Era una forma que ella había garabateado miles de veces sobre la superficie de mesas y en servilletas.
Por debajo del tejado había unos balcones ocupados por personas que se movían. Mirando hacia el sur a lo largo del borde de la mina vio otra atalaya, y más allá, alrededor del borde del pozo, muchas otras atalayas. Las figuras eran centinelas, guardias. Muchas de ellas eran arqueros. Podía distinguir su manera de estar allí tranquilamente con sus arcos cerca de su presa, cada uno de ellos con una flecha preparada para ser arrojada. No hubiera tenido que ser una sorpresa. A los criminales había que vigilarlos. Pero eran tantos… Se veían muchas atalayas en la distancia, las más lejanas eran unas simples formas bulbosas en el horizonte. Los diminutos obreros que había debajo de ellas no tenían ninguna posibilidad de escapar, ninguna alternativa más que la de doblar el espinazo a lo que prometía ser un esfuerzo interminable.
Sus ojos, tras haber perdido la voluntad de contemplar aquel inmenso escenario, se desplazaron por su cuenta y se posaron por las líneas de móviles formas que había justo debajo de ella. Su contemplación producía una sensación inquietante. Parecían agotadas. Caminaban con las cabezas agachadas. Ninguna hablaba con otra. Ninguna levantaba los ojos al cielo. Cuanto más ella miraba, tanto más creía poder ver los rasgos individuales y los atributos, las formas de los rostros y la disposición de las clavículas muy poco cubiertas de carne. Debido a aquella creciente intimidad, se dio cuenta de que lo más angustioso de todo no era su tambaleo ni su abatido aspecto ni su reducido tamaño comparado con el proyecto que los unía. Había otra razón por la cual la fila parecía tan irregular a sus ojos. Había niños entre los obreros. Cada tercera o cuarta persona que veía era un niño no mayor que ella, alguno no más alto que Dariel. Aquello era demasiado para soportar.
Otra vez bajo el fresco aire nocturno, Mena bajó unos cuantos pasos hacia el recinto. Se tumbó de espaldas. No podía regresar al recinto con alguna señal de lo que había visto escrita en su rostro. No tenía que haberlo visto. Ninguno de ellos tenía que haberlo visto. Estaba claro que el mundo no era lo que a ella la habían inducido a creer. Pensó en su padre en sus momentos más melancólicos. ¿Era ése el motivo? Aquello era una mina acacia. Era una mina de su padre. Pertenecía a su familia. Aquella gente, aquellos niños… trabajaban para ella. Eran unos seres que arrancaban a sus niños de la cama y los enviaban como combustible de las hogueras del mundo. Trabajaban en su nombre. Se preguntó si aquella errante niñera de años atrás lo sabía. ¿Era por eso por lo que se sentía con derecho a asustarla, a burlarse de ella y a corromper sus sueños?
Regresó al recinto justo a tiempo. Acababa de entrar en su habitación y se había quitado la capa cuando una brusca llamada a su puerta rompió el silencio previo al amanecer. Los iban a trasladar, dijo una voz que ella no reconoció, hablando a través de la puerta. Era muy urgente que la trasladaran.
—Princesa, vuestra seguridad depende de ello.
¿Por qué no reconoció la voz? No era ninguno de los marah que los habían escoltado, ni un criado ni nadie a quien ella recordara del entorno de Crenshal. Y, si embargo, estaba completamente segura de que hablaba con sinceridad. Su seguridad dependía de ello. Recogió su capa y miró a su alrededor, preguntándose si tenía que tomar alguna disposición para que le llevaran sus cosas. Pensó que se lo preguntaría a quienquiera que la hubiera llamado, pero cuando abrió la puerta se sintió extrañamente preparada para cruzarla tal como estaba, todavía arrebolada después de haber estado fuera, con la capa colgada del brazo, preparada. Simplemente preparada.
No sabía que cruzando aquella puerta dejaba una parte de su vida a su espalda para siempre. No sabía que en los años venideros no volvería a posar los ojos en sus hermanos, su hermana o cualquier otra persona que hubiera conocido hasta entonces. No hubiera podido imaginar que cruzar aquel umbral era equivalente a entrar en la oscuridad, desaparecer del mapa, salir de su piel, lejos de su hogar, su país y su nombre, y entrar en otra vida completamente distinta.
Fin del libro primero