26

Hanish despertó de su conversación en sueños con el canciller, dejándole a éste toda una serie de planes que revisar. Su flota navegó por el río Ask hasta que el río los escupió al Mar Interior. Aunque deseaba girar hacia Acacia, sabía que tenía que esperar para eso y hacerlo sólo a su debido tiempo. Reunió sus restantes navíos cerca de la desembocadura del río. La corriente los llevó mientras evaluaban la situación, esperaban a los rezagados y se prestaban unos a otros toda la ayuda que podían. Descubrió que su ejército no estaba en peores condiciones de las que él había imaginado… puede que estuviera incluso mejor porque sus hombres se estaban impacientando en su afán de desembarcar y empezar la carnicería. Eran un pueblo piadoso y ansiaban demostrarlo por medio de la espada.

Hanish los mantuvo a flote mientras seguía recibiendo noticias. Allí se enteró de que la primera gran batalla en la guerra entre Hanish Mein y los Akaran no afectaba ni a las tropas del Mein ni a las de Acacia. El príncipe aushenio Igguldan estaba al frente de un ejército que combatió con los numreks en Aushenguk. Guerreros, campesinos, mercaderes y sacerdotes de todos los rincones del reino se reunieron en el pedregoso campo para defender su nación. Igguldan contaba con un ejército de casi trece mil almas. El enemigo por su parte no disponía de más de seis mil.

Pero en todos los aspectos de su apariencia los numreks eran aterradores. Eran una horda que gritaba hasta enronquecer y evocaba a la humanidad, pero también de una manera grotescamente distinta, absolutamente desconcertante para los aushenios que contemplaban su avance. Sus infames monturas habían sido rasuradas de sus lanudas pieles para adaptarlas al tiempo. Trozos de piel les colgaban en algunas zonas; las cicatrices de las tijeras les dañaban la piel gris en otras áreas. Parecían criaturas enfermas y, sin embargo, a pesar de su abigarrado aspecto, avanzaban con aire altanero, tan completamente musculados que parecían brincar con la flexibilidad y la capacidad de tiro de su fuerza.

Aparte de eso, los numreks utilizaban un arma que hasta entonces no habían revelado: las catapultas. Eran unos torpes artefactos que arrojaban bolas de fuego de altura equivalente a la mitad de un hombre. Cuando los brazos se proyectaban hacia fuera las esferas se disparaban por encima del suelo, brincando en grandes arcos y provocando estrías en la tierra con cada impacto. Su fuerza era tal que abrieron grandes brechas entre las tropas aushenias. Aplastaban a los hombres golpeados con la cabeza, despedazaban cuerpos parcialmente heridos, arrancaban cabezas…

Todo ello pilló desprevenido al joven príncipe, tal como hizo la ardiente órbita que se llevó su torso por delante, envuelto alrededor de la esfera en un violento abrazo. Con él voló el intento de resistencia de su nación, terminado en una sola tarde. Trágico para él sin duda, pero música dulce y perfectamente sincronizada para los oídos de Hanish.

La llegada de Maeander a Candovia fue análogamente eficaz. Tal como estaba previsto, Maeander se echó encima de un clan tras otro, obligándolos a una activa rebelión o bien a someterse. Llevaban años sembrando las semillas de esta invasión, enviando a agentes que descubrieran aliados entre ellos y crearan con sus murmullos un descontento compartido entre la gente. Los candovios eran también, al igual que los meins, unos fieros luchadores, irascibles y orgullosos. Eran también díscolos y fáciles de explotar. Los acacios los habían querido así, optando por favorecer primero a un clan y después a otro, fomentando la discordia entre ellos de tal manera que en sus disputas nunca concentraran su rencor en su verdadero enemigo. Maeander contaba con todas las habilidades de persuasión, marciales y de otro tipo, para aprovecharse de todo ello. Prometió a través de su mensajero llevar toda Candovia consigo por las montañas de Senival, unas fuerzas que triplicarían el número que tenían en el momento de llegar al territorio. Puede que tuvieran que recibir un castigo después de la guerra, pero de momento prefería considerarlos aliados.

Hasta Acacia implosionó desde dentro. Hanish no estaba seguro de cómo reaccionarían los soldados del Mein que servían a los acacios lejos de casa a su declaración de guerra. Abrigaba esperanzas, en efecto. ¿Acaso cada soldado del Mein no juraba en secreto responder a la llamada a la guerra de su nación cuando quiera y dondequiera que se recibiera? No obstante, temía que los años transcurridos lejos de la patria pudieran haber debilitado su determinación. Los tunishnevre amas habían dudado. Le aseguraron que su control sobre todos los soldados del Mein era tan firme como siempre. Tenían razón. Los soldados meins se rebelaron en todo el imperio en cuanto les llegó la noticia. Atacaron a los enemigos a los que minutos antes habían llamado compañeros.

En Acacia todos los treinta y tres soldados meins del regimiento y cuatro recién llegados de Alecia desenvainaron sus espadas y redujeron a la mitad a los oficiales acacios en la isla, una tarea muy fácil en los primeros segundos de sorpresa. En Aos una banda de cinco meins se pintaron la cara de rojo con sangre y sembraron su furia en el mercado semanal de la ciudad, matando a todos los que encontraban en su camino. Otros envenenaron las fuentes de agua potable en las localidades de veraneo situadas al este de Alecia. Y un solo soldado estacionado en una de las avanzadas del Continente se convirtió en asesino, matando a sus oficiales superiores y a varios funcionarios locales en sus camas antes de ser capturado. Todos ellos se sacrificaron, pues ninguno de aquellos rebeldes deseaba ser capturado vivo. No cabía duda de que los tunishnevre los alentaban, exigiéndoles que redimieran a través de sus muertes la infamia de haber servido a los Akaran.

Sólo en Talay el levantamiento se aplastó antes de que empezara. Unas órdenes cautelares de Acacia llegaron a Bocoum casi al mismo tiempo que la noticia de la guerra y, de este modo, los soldados meins fueron encadenados antes incluso de haber pensado en tomar las armas. Una desgracia, pero no tuvo importancia. En conjunto, el pueblo de Hanish lo había hecho sentirse orgulloso. Si se tenían que creer los cálculos, las revueltas redujeron el ejército del imperio a casi una cuarta parte: tanto en vidas que tomaron por la espada como en simples retiradas del servicio. Los acacios tropezaron desde el principio, sin que poco tuviera que ver en ello la acción decisiva. ¡Eso fue todo lo que hizo una gran nación! Unas pocas semanas después de que la muerte de Leodan Akaran desencadenara aquella guerra, el caudillo mein no tuvo motivos para pensar que había cometido un error al empezarla. Y aún le quedaba por desatar la mayor de sus armas.

La principal contienda iba a tener lugar en los vastos campos que se extendían al este de Alecia. Los acacios reunieron lo que ellos esperaban que fuera un gran ejército. Sus medios de transporte habían quedado muy reducidos cuando la Liga Naval dejó zarpar sus barcos sin advertencia ni explicación, pero otros acudieron en ayuda del imperio con embarcaciones de pesca y pontones, barcazas y navíos de placer, esquifes y piraguas. En tierra, los mercaderes y comerciantes prestaron sus carros, caballos y mulas. Con estos medios y con el simple servicio de sus pies, los soldados convergieron en Alecia. No estuvo claro bajo qué liderazgo se congregaron todas aquellas fuerzas. Se emitieron unas grandes declaraciones en nombre del príncipe Aliver Akaran, pero el joven cachorro había sido secuestrado y llevado lejos tal como le convenía a Hanish.

—Qué amabilidad por parte de quienquiera que los instruya —dijo Haleeven—, reunir a tantos en un lugar para que los podamos liquidar a todos de golpe. Quizá, como muestra de consideración, deberíamos concederles más tiempo para reunirse.

—La cortesía lo exige —dijo Hanish.

Cuando las fuerzas meins desembarcaron a unos cuantos días de marcha del enemigo, no avanzaron de inmediato hacia él. Crearon un gran campamento. Cuando ya estuvieron todo lo preparados que podían estar, se relajaron y se divirtieron. El clima era tan templado que los hombres se despojaron de sus prendas y sintieron el toque del aire en partes de sus cuerpos donde llevaban meses sin sentirlo. Estaban espectralmente pálidos, con costras de piel muerta que rápidamente se volvió rosada bajo el calor de la primavera del Continente. Celebraron juegos de proeza física: carreras a pie y combates de lucha, prácticas de espada y lanza, concursos de arrastre de cuerdas donde la fuerza de dos hombres ocupaba el lugar de una cuerda. Diez o a veces más hombres levantaban cada uno de los hombres elegidos y se echaban hacia atrás mientras sus piernas trataban de retirar al otro equipo antes de que se rompiera la presa. Era en muchos sentidos como uno de los festivales de pleno verano, pues el tiempo era tan suave como el que jamás hubiera existido en Tahalian. Varios hombres danzaron incluso el Maseret. Bebieron vino o cerveza y cordiales obtenidos en las cercanas aldeas. Aunque a veces se ponían borrachos perdidos, siempre se despertaban con la vista más clara y animada que la de los adictos al vapor.

Estos acontecimientos resultaron de lo más útiles para elevar la moral y, cuando marcharon contra el enemigo, los cantos los impulsaban. Hanish, montado en una cabalgadura de poderoso pecho al lado de su tío, jamás se había sentido más decisivo para las obras del mundo. A su espalda, un mar de hombres caminaba sobre la tierra mientras sus leyendas les brotaban de los labios, cada uno de ellos con el cabello rubio pajizo, la mayoría de elevada estatura y forma perfecta, envueltos en unas tensas bandas de cuero que les servían de protección. Tantos yelmos y puntas de lanza brillaban al sol, tantos ojos gris azulados… Llevaban todavía los cascabeles y las campanillas que los tunishnevre habían pedido y cuyo sonido les sonaba en sí mismo a la mejor música. Hanish apenas podía volverse a mirarlos sin sentirse abrumado por la emoción. Al contemplar por primera vez al enemigo, su alivio no fue inferior al que se esperaba.

¡Qué huestes tan impresionantes habían reunido estos acacios! Cuarenta, cincuenta mil sobre una tierra removida como una extraña y recién nacida cosecha. Más que triplicaban su número. Eran de muchos colores, hombres y mujeres, representantes de los amplios y variados súbditos de Acacia. La mirada de Hanish se elevó por encima y más allá de ellos hasta la gran muralla de piedra que se extendía de Norte a Sur desde un extremo del mundo al otro. Alecia se encontraba varias leguas más allá, pero detrás del ejército acacio se levantaba la primera barrera construida años atrás contra los enemigos como él. Poseía una irregular belleza la construcción de la muralla, levantada como si estuviera integrada por bloques de distintos tamaños y colores. O puede que fuera un tosco mosaico sin ningún orden y, sin embargo, había algo en la amplia variedad de colores y en la cualidad de la piedra, el tamaño y la forma de los bloques que atraían el ojo desde un lugar a otro.

Hanish conocía la historia de la creación de la muralla. Edifus había sido el primero en ordenar su construcción, a pesar de que la piedra adecuada era difícil de encontrar por la zona. En respuesta a ello, una nación tras otra de la miríada de pueblos súbitamente subordinados a él le enviaron emisarios que llevaban consigo piedra y albañiles para trabajarla. Se corrió la voz y muy pronto hasta las más lejanas regiones del imperio, incluso las tribus más pequeñas, enviaron un ofrecimiento de piedra y mano de obra para construir la muralla. De tal manera que la vista que tenía ante sus ojos representaba la primera y simbólica aceptación del orden que ahora Hanish luchaba por derribar.

No hubiera podido decir en aquel momento si la muralla era más o menos impresionante de lo que él imaginaba. De repente, le pareció ambas cosas a la vez. Sabía que en algún lugar de ella había una piedra negra, un bloque gigante de basalto arrancado de la base de las montañas cerca de Scatevith. Lo sabría cuando lo viera. El nombre de Hauchmeinish estaba labrado en algún rincón del mismo. Lo investigaría y mandaría canteros para que lo cortaran. No era un ofrecimiento que los meins hubieran hecho libremente alguna vez y él estaría encantado de reclamar la piedra.

Siempre había sido costumbre que los dirigentes se reunieran antes de librar la batalla para hablar cara a cara por si sus diferencias se pudieran resolver incluso a aquella fase tan tardía. Quizá no se hubieran entendido bien. Quizás una parte tenía remordimientos o recelos recientes. Hanish no les negaría a los acacios esta ceremonia cuando ellos le exigieran parlamentar.

Haleeven lo encontró sentado en un taburete en un lugar rodeado por cuatro lienzos de muralla entre enhiestas lanzas en su nuevo campamento. Era suficiente como espacio privado para el caudillo, un recinto para la plegaria y la comunicación con los tunishnevre, aunque, en realidad, Hanish se había sentido muy lejos de sus antepasados desde que navegara rumbo al Sur río Ask abajo. Los percibía como un distante aroma de comida llevado por la brisa hasta un hombre hambriento, pero eso no era nada comparado con la poderosa inmediatez de su presencia en Tahalian. Echaba de menos su palpable certeza, sobre todo ahora que estaba tan cerca de desencadenar el infierno en la Tierra.

Su tío separó la tela con ambas manos y entró.

—¿Estás preparado?

—Lo estoy —contestó Hanish controlando la voz para que no hubiera en ella la menor incertidumbre—. Estaba escuchando simplemente este canto de pájaro. ¿Lo has oído? Canta por la mañana y después por la noche. Su llamada es… como cristal hecho añicos, Con eso quiero decir que posee la pureza, la quebradiza belleza del cristal hecho añicos, pero capturada en el canto de un pájaro y dejada libre en el aire. Jamás he oído nada igual.

—Nuestros pájaros no tienen mucho que cantar —dijo Haleeven.

Hanish iba vestido de una manera muy parecida a la que se utilizaba para el Maseret. Una thalba blanca le envolvía el torso, añadiendo rigidez a su postura. Sus trenzas se habían apartado del rostro y los hombros y estaban entretejidas con una correa de cuero. Llevaba el cuchillo —al igual que Haleeven— envainado horizontalmente al cinto. Pero ninguno de los pensamientos de ambos estaba en la hoja ni en ningún otro instrumento de guerra. Haleeven llevaba consigo el arma del día. La sujetaba entre el pulgar y los dedos, una funda de plata no más ancha que un dedo.

—¿La abro? —preguntó Haleeven. Al no recibir una respuesta negativa, soltó el minúsculo cierre de la funda y lo abrió. La inclinó hacia su sobrino. Dentro, un pequeño trozo de tejido descansaba sobre el metal, cubriendo toda su longitud, doblado una o dos veces. Era un áspero tejido de gruesas fibras, muy parecido a la tela de la prenda de un aristócrata mein. Conservaba las huellas de un estampado, pero unos líquidos lo habían manchado, creando unos diseños propios. Hanish se pasó un buen rato estudiándolos.

—Esta cosa mató a mi abuelo —dijo Hanish.

—Pues que ahora mate a tu enemigo —contestó Haleeven.

Hanish alargó la mano, pellizcó la tela entre los dedos y se la acercó al pecho. La empujó bajo un pliegue de su thalba, en el hueco bajo el músculo de la parte lateral derecha de su pecho.

—Recuerda aplazar dos días la batalla —dijo Haleeven—. No olvides hacerlo así.

Poco después Hanish se situó delante de un semicírculo de acacios de ojos oscuros, cada uno de ellos vestido con las mejores galas de su nación, tonos anaranjados orlados con cenefas rojas, con unas corazas como de escamas de pescado plateadas. Uno de los acacios empezó la reunión de manera ceremoniosa, pidiendo la presencia de la Donante e invocando los nombres de antiguos acacios. Hanish no lo pudo aguantar.

—¿Quién de vosotros habla en nombre de los Akaran? —lo interrumpió.

—Yo —contestó un joven dando un paso al frente. Era un apuesto aristócrata con un poderoso físico y la relajada postura de un espadachín—. Hephron Anthalar.

—¿Anthalar? ¿O sea que no eres un Akaran? Pensaba que podría reunirme hoy mismo con Aliver Akaran. ¿Por qué no está aquí?

Hephron pareció incómodo con la pregunta, molesto con ella. No pudo evitar acariciar con los dedos la empuñadura de su espada.

—Tengo el honor de hablar en nombre… en nombre del rey. Le hemos asegurado que no eres digno de comparecer ante su presencia.

Hanish esperaba al mismo príncipe. Había imaginado verle con sus propios ojos y tocar al joven con sus propios dedos. Miró brevemente a Haleeven en un gesto tan de pasada que nadie hubiera comprendido que ambos se comunicaban de aquella manera. Estaba claro que el tío tenía que actuar según lo previsto. Puede que eso fuera una casualidad en cierto sentido.

Mirando de nuevo a Hephron, Hanish torció los labios en gesto burlón.

—O sea que, en lugar de tu cobarde monarca, ¿tú estás aquí para responder de los crímenes Akaran? Qué pueblo tan extraño sois, dirigido por unos hombres que ni siquiera saben dirigir.

—Yo no respondo de los crímenes Akaran. Estoy aquí para encargarme de que vosotros seáis castigados por los vuestros. ¡No me mires sonriendo! Me encargaré de que esta sonrisa sea cosida con alambre antes de que el día de mañana termine.

Hanish se señaló la cara con los dedos, un gesto inocente que negaba que la expresión de su rostro fuera de alegría.

Otro de los acacios se presentó como Relos, el jefe militar de las fuerzas acacias, con el corto cabello salpicado de gris. Habló por un momento del poderío militar que habían reunido. Hanish era superado ampliamente en número, dijo, e incluso aquellas fuerzas no eran más que una parte del ejército que el imperio tenía a su disposición.

—¿Pues qué tenéis que ofrecer? Nos habéis conducido a este momento. ¿Libramos batalla o estáis dispuestos a ceder y a sufrir las consecuencias?

—¿Ceder? Oh, no me preocupa esta idea.

—Soy Carver, de la familia Dervan —dijo otro acacio—. Dirigí nuestro ejército contra el conflicto candovio hace unos cuantos años. Conozco la batalla y sé cómo actúan nuestras tropas cuando son sometidas a prueba. No podéis soñar con ganar contra nosotros.

Hanish se encogió de hombros.

—Yo valoro la situación de otra manera y vosotros tenéis mi declaración de guerra. Libremos batalla dentro de dos días a partir de éste.

—¿Dos días? —dijo Hephron.

Miró a Relos y a los otros generales que lo rodeaban.

Hanish volvió a encogerse de hombros.

—Sí, pensamos que os parecería bien. No deberíais oponeros puesto que vuestro número aumenta a diario. Yo en este tiempo no recibiré nuevas tropas, pero prepararé a mis hombres con la plegaria. ¿No nos lo vais a negar?

—Que así sea —dijo Hephron—. Será dentro de dos días. —Los demás acacios se volvieron para retirarse, pero Hephron seguía sin moverse. Resistió la mirada de Hanish, pero no estaba dispuesto a permitir que se fuera ni sabía muy bien qué hacer. Al final, dijo—: Leodan era un buen rey. Cometisteis un desastroso error al hacerle daño.

—¿Yo? —Hanish se acercó un poco más a Hephron—. Deja que te explique una cosa. Mi antepasado Hauchmeinish era un hombre noble. Defendió la justicia cuando vuestro Tinhadin ansiaba con locura el poder. Hauchmeinish habló al oído a Tinhadin, como lo hubiera podido hacer un amigo, un hermano.

Antes de que Hephron pudiera replicar al gesto, Hanish apartó la mano de su pecho y aplicó suavemente la palma sobre los huesos y los músculos del hombro del joven. Hephron retrocedió, como enroscado y preparado. Hanish hizo un gesto con los dedos, frunció los labios y transmitió en cierto modo la idea de que no era una amenaza. Aquella proximidad, dio a entender, era necesaria para que su mensaje se comprendiera.

—Hauchmeinish le dijo a Tinhadin que había sido poseído por los demonios. Le pidió que viera que había matado a sus hermanos y había librado al mundo de la magia y los había vendido a todos como esclavos. Pero vuestro rey no aceptó nada de todo esto. Se volvió contra Hauchmeinish y le arrancó la cabeza de los hombros. Maldijo a su pueblo (mi pueblo) y nos empujó hacia la altiplanicie, donde hemos vivido desde entonces. Lo que te estoy diciendo es la verdad. Hauchmeinish tenía razón. El vuestro es un mal imperio que durante todos estos años ha prosperado gracias al sufrimiento de masas de personas. Vengo para acabar con vuestro reino. Y, puedes creerme, muchos me alabarán por ello. ¿No puedes comprender que todas estas cosas son verdad?

Los músculos y los tendones del cuello de Hephron sobresalían como si todo su cuerpo estuviera sometido a una gran tensión.

—No, yo no sé que son verdad.

Hanish estuvo un momento sin moverse. Estudió al joven con sus melancólicos ojos grises, con la tristeza de alguien que reconoce que la única manera de enfrentarse con la tragedia es el humor.

—Respeto tu enfado. Créeme que sí. Pronto nos enfrentaremos el uno al otro, pero trataré de recordarte tal como te veo ahora.

Apartó la mano de las paletillas de Hephron y se la pasó en una rápida caricia por la mandíbula. Hephron apartó la barbilla, pero no sin que antes los dedos de Hanish le rozaran las comisuras de los labios y él contemplara el esmalte de sus dientes.

Hephron estuvo a punto de desenvainar la espada, pero Hanish ya le había vuelto la espalda.

—¡Yo mismo te mataré! —gritó Hephron—. Búscame en la batalla. ¡Si eres hombre!

«Pobre niño —pensó Hanish mientras se retiraba—. No tiene ni idea de la fuerza de un contacto, ni idea de dónde se ha metido».

Al amanecer de dos mañanas más tarde, Hanish se puso al frente de la punta de lanza de sus tropas. Se movían por un territorio cubierto de bruma. El pálido y azulado vapor se desvaneció rápidamente en cuanto el ojo del sol asomó por encima del horizonte e iluminó el escenario de la inminente matanza. No había ningún ejército alineado para enfrentarse a ellos, tal como Hanish sabía que no lo habría. En su lugar, avanzaron sin oposición por los campos y los surcos de tierra removidos, por unos cuadrados geométricos que tendrían que ser el campo de batalla. Atravesaron todo aquello y siguieron adelante sin detenerse hasta llegar al borde del campamento acacio. Nadie les salió al encuentro, no hubo filas de soldados ni relucientes armaduras, nada del gran ejército que todos habían contemplado dos días atrás.

En su lugar, el campamento ardía con los rescoldos de una gran desolación. Las hogueras de la comida de la víspera ya se habían apagado y de ellas se escapaban unos finos zarcillos de humo. Los cuervos, siempre atraídos por el hedor y los desperdicios de tantas personas juntas, se habían posado en gran número en el suelo y sobre las techumbres de las tiendas y otros varios objetos. Más arriba, los buitres sobrevolaban en círculo el lugar, pacientes, lentos y confiados. Todo ofrecía un aspecto sombrío, pero eran las formas humanas las que definían el horror de la escena.

Alrededor de las hogueras y en los pasillos entre las tiendas y en todos los espacios abiertos, los cuerpos se retorcían sobre la tierra. Muchos cuerpos. Soldados, auxiliares del campamento… cualquier persona y toda la miríada de personas que constituían lo que era el ejército acacio. Rodaban por el suelo. Permanecían tumbados en serpeante intimidad con la tierra o levantaban los ojos al cielo, boquiabiertos, con los rostros brillando de sudor y torcidos de angustia, casi todos ellos cubiertos de unas ronchas color carmesí del tamaño y la forma de unos sapos. Hanish se detuvo para examinarlo todo. La quietud sobre el campamento era espectral, pero no era silencio. El aire estaba lleno de sonidos. Lo que ocurría era que tan insólita y sosegada cacofonía resultaba difícil de comprender. Los acacios jadeaban y resollaban. Gemían y lloriqueaban y aspiraban el aire con boquiabiertos óvalos de hambre. Eran víctimas de un profundo sufrimiento que los rodeaba por todas partes. Muy pocos de ellos podían ver más allá de su desdicha para considerar la cercanía del enemigo. Buena parte de ellos no respondió a ella. Hanish comprendía bien su tormento y en aquel momento le hubiera sido difícil decir si se alegraba o se avergonzaba de habérselo causado.

Las tropas del Mein ya no se podían contener. Pasaban por delante de Hanish con las espadas desenvainadas y agitando los brazos que blandían las lanzas. El grueso de los acacios permanecía tumbado como miles de peces arrojados a la tierra e impotentes. Todo eso era demasiado para que lo pudieran resistir. Los soldados meins se movían entre ellos clavándoles las lanzas o echándoles las cabezas hacia atrás para poder cortarles la garganta. Algunos se divertían persiguiendo a los acacios que todavía se encontraban de pie, pero eran pocos. El propio Hanish no derramó sangre. Se paseó simplemente entre la carnicería. Contempló la sed de sangre de sus hombres con sus fríos ojos grises. Expresó su voluntad de encontrar a un acacio determinado que no quería que mataran antes de haber hablado con él. Al final, un soldado le facilitó la información que buscaba. Hanish lo encontró dentro de una compleja tienda acacia de gran tamaño.

Hephron se encontraba a no más de unos pocos pies de su catre. Ni siquiera estaba totalmente vestido. Permanecía tumbado con sus grandes ojos sin parpadear y una humedad que había dejado una miríada de senderos sobre sus mejillas. Su frente estaba cubierta de sudor que formaba unos charcos de tal manera que las moscas que se posaban en él lo hacían con mucho cuidado.

—Oh, Hephron… quisiera sinceramente recordarte tal como eras, no como eres ahora. Tampoco tu cólera. Me inclino ante estas dos cosas y te honro. Por eso te quiero explicar lo que ha ocurrido. No entiendes nada de todo eso, ¿verdad? —Hanish se arrodilló a su lado. Agitó las manos para dispersar los insectos—. ¿Conoces la historia de Elenet y su primer intento de crear con la lengua de la Donante? Cuando la Donante vino por él y lo encontró en el huerto, Elenet estaba inclinado sobre su contrahecha creación. No se hablaba de muerte antes de que Elenet se convirtiera en Portavoz. Pero él temía que, si una vez no había existido, pudiera volver a no existir. Por eso trató de armarse contra la cólera de la Donante. Pero en su intento de convertirse en inmortal, provocó las enfermedades que quitan la vida. Aquel día creó la enfermedad y nosotros lo hemos pagado desde entonces. Tú lo estás pagando ahora. Verás, éste fue el problema de los humanos que hablaban la lengua de la Donante. No eran dioses y jamás lo podrían ser. No tenían la capacidad completa de formar cuidadamente las palabras. Las corrupciones de sus bocas y corazones y su equivocado intento siempre torció la magia hacia algo inmundo. Es eso lo que arde ahora dentro de ti.

Hephron pareció fijarse en él justo en aquel momento. Sus pupilas estaban dilatadas hasta casi el tamaño de sus iris, pero algo en su frenética intensidad mostraba que estaba tratando de concentrarse en Hanish. Ahora su sudor se había teñido de rojo. Hanish encontró un lienzo en una jofaina al lado de la cama y limpió con él la frente de Hephron. Casi inmediatamente la mancha rosada volvió a filtrarse a través de las arrugas de su piel.

—Hace unos años, antes de que yo naciera, pero cuando vivía mi madre, mi pueblo estableció contacto por primera vez con los numreks y a través de ellos con los lothan aklun. Aquellos pioneros sufrieron todos esta enfermedad. El primer grupo que regresó de más allá de los Campos Helados infectó a casi todos los tahalios. Toda la fortaleza fue atormentada tal como tú lo estás siendo ahora. Miles murieron. Pero los que vivieron, supimos que jamás volvieron a contraer la enfermedad. Tampoco nos quedamos en un estado contagioso mucho después de habernos curado. Al principio, mantuvimos la enfermedad en secreto por vergüenza; sólo después, gracias al ingenio de mi padre, comprendimos que era un arma también. Tu pueblo jamás lo supo. Nunca llevamos debidamente la cuenta del número, de todos modos. Después de la fiebre, nos alegramos de ella. Supimos que era posible dar un sabor de la enfermedad pinchándola con una aguja, sólo lo justo para que una persona, una vez pinchada, no sucumbiera a toda su furia. Más tarde descubrimos que el espíritu de la enfermedad puede seguir viviendo mucho después de haber pasado la fiebre. El contacto que te he transmitido, joven Hephron, procede directamente de una muestra de una prenda que llevaba mi abuelo al morir.

Hanish deslizó una mano en el tejido de su thalba tal como había hecho antes de tocar a Hephron dos días atrás, pero esta vez sacó el cuadrado de tejido sujeto entre sus dedos.

—Ésta es la cosa que hoy te ha derrotado. Lleva el contagio atrapado en cierto modo en ella. Imposible de creer, ¿verdad? Yo tampoco lo creería si no hubiera descubierto su verdad a través del sufrimiento. Al final, tú no me has matado, Hephron Anthalar. Esta posibilidad no estuvo nunca a tu alcance. Soy yo quien te ha matado a ti con sólo un contacto. Muchas personas con el tiempo se recuperan de eso, pero no sin varios días de sufrimiento como el que tú sientes ahora, y después con un período de debilidad. O sea que lo que va a ocurrir es lo siguiente: esta fiebre recorrerá tu pueblo como una ola. Y detrás de la ola, vendremos nosotros a recoger la cosecha. Da gracias de que haya terminado tu papel en todo esto. El idilio de los Akaran ha terminado; cuando muera, nacerá una nueva era. Mejor para ti que no vivas para verlo. Dudo mucho que te gustara la forma de las cosas que han de venir.

Cuando Hanish salió de la tienda un momento después, sostenía la espada desenvainada en una mano. Estaba manchada con el diseño jaspeado de la sangre. A su alrededor, su ejército seguía con la carnicería. Levantó los ojos hacia la muralla de Alecia. Tendría que encontrar la piedra de Scatevith antes de avanzar más allá de la muralla. Deseaba con toda su alma tocar la piedra con su piel para que ésta le murmurara que todo era tal como tenía que ser. Todo era justo y adecuado. Había empezado antes que él y terminaría después. Él era simplemente el instrumento de un proyecto más grande.