Thaddeus Clegg entró en sus aposentos interiores, cansado de un largo día de luchas con la confusión que tenía dentro mientras actuaba delante de todo el mundo como un eficiente canciller. Su gata Mesha se levantó de su cómoda posición sentada en una silla, alargó una pata y después la otra, lo llamó con un monótono gorjeo. Era de una raza típica del sur de Talay, de color arena, pelo corto por todas partes menos en el vientre y bajo la barbilla. Era la mitad más grande que un gato doméstico normal y, tal como era habitual en su raza, tenía un dedo de más en cada pata, una ventaja que se complacía mucho en aprovechar cuando aplastaba los ratones sobre las baldosas del suelo. También la ayudaba a plantar cara a los monos dorados que desde hacía mucho tiempo habían decidido mantenerse apartados de ella.
Mientras Thaddeus se quitaba la capa y la dejaba en una silla, Mesha saltó al suelo desde la silla y cerró la distancia entre ellos con ágiles pasos. Él alargó la mano y recibió el suave impacto de la cabeza de la gata contra sus dedos. Aunque, por supuesto, jamás lo había revelado a nadie, Thaddeus depositaba buena parte de su deseo de interacción con los demás en la punta de sus dedos y reservaba su contacto más íntimo a Mesha. Eso era lo único que ahora quería o necesitaba como compañía. Era un hombre demasiado orgulloso o consciente de sí mismo como para distraerse con afectos por los demás y no volvería a correr el riesgo de otro amor más grande.
—Mesha, tú eres mi niña querida. Lo sabes, ¿verdad? Hay una locura fuera de esta habitación, pero tú no tienes nada que ver con ella. Qué suerte tienes.
Poco después, Thaddeus se sentó con Mesha acurrucada sobre sus rodillas. Estaba tomando un almibarado licor con sabor a melocotón, procurando crear en su interior una calma que pudiera igualar su aspecto exterior de paz. Fracasó por completo. El tumulto de una tierra golpeada una y otra vez y corriendo ahora a prepararse para la guerra hubiera sido más que suficiente para que le diera vueltas la cabeza. Se había pasado todo el día reunido en consejo con los generales, preparando el enfrentamiento con las fuerzas de Hanish Mein cerca de Alecia, el objetivo que ellos creían que éste atacaría primero. Habían revisado todos los detalles de la reunión del ejército más grande que el Mundo Conocido jamás hubiera visto desde los tiempos de Tinhadin. Una intrépida tarea realizada a toda prisa y sin un verdadero rey que controlara el carácter de la empresa. Sí, Aliver presidía todas las reuniones del consejo, añadiendo lo que podía y manteniéndose valerosamente firme en presencia de todo lo que se les venía encima. Pero era con Thaddeus con quien hablaban realmente los generales. Y era el elemento con el cual esta parte de su vida chocaba con su propio deseo de venganza lo que verdaderamente lo desconcertaba.
No había accedido claramente a ayudar a Hanish Mein, pero, cuando había leído el simple mensaje del caudillo, una parte de sí mismo experimentó el deseo de obedecer. Puede que hubiera estado demasiado tiempo al servicio de un rey como para sentirse cómodo en su papel de amo de sí mismo. O, a lo mejor, era una señal del poder de Hanish, de su capacidad de acortar las distancias y doblegar los corazones de los demás a su propia voluntad. ¿Qué hacer con la exigencia de Hanish? Le había ordenado capturar a los hijos Akaran. Así de sencillo. Si le hiciera este favor, Thaddeus estaría vengado contra los Akaran. Si se lo hiciera, sería recompensado por ello de otras muchas maneras. Thaddeus se preguntó si podría convertirse en servidor de los Mein. ¿Qué le pagarían éstos a cambio? Un cargo de gobernador tal vez. Talay le interesaría, aquella vasta extensión de interminables leguas y más leguas de prados. Era una provincia lo suficientemente grande como para que él se perdiera en ella. Le parecía una idea atractiva.
O quizá no pensaba lo suficientemente a lo grande. Si conservara todavía la ambición que Gridulan había advertido en él años atrás, hubiera encontrado la manera de apoderarse del trono. Ejercía un control efectivo de los asuntos de la isla. Teniendo en cuenta los que ya habían muerto, con la confusión del Continente y los sangrientos enfrentamientos allí mismo en los patios de Acacia, nadie más sujetaba las riendas del poder con tanta seguridad como él. Los hijos reales confiaban en él y él tenía acceso a cada uno de ellos incluso en sus aposentos privados. Podía haber ido de uno a otro y haberlos envenenado: una taza de leche caliente ofrecida un amado día, una tarta con una alcorza especial, un ungüento en su dedo pulgar que él aplicara alrededor de sus ojos como si enjugara unas lágrimas… Conocía muchos métodos para administrar veneno. Hubiera podido colocar una almohada sobre sus bocas dormidas, desangrarlos mediante una herida en el cuello, detener sus corazones con el golpe de la mano plana que había aprendido a asestar justo en el ángulo adecuado para aturdir el órgano y obligarlo a la inmovilidad. Podía acabar con ellos y pagarle de paso a Gridulan su traición.
—Qué patético es todo eso, Mesha —dijo, pasando la mano por el lomo de la gata. El felino lo miró de soslayo con expresión de aburrimiento—. ¡Todo lo he convertido en un desastre! Tendría que inventarme el camino más seguro y seguirlo. Nada puede impedir el siguiente cambio; lo puedo ver tan claramente como el que más. Y estos niños no son tan inocentes como parecen. ¿Acaso la cría de un chacal no se convierte en chacal? ¿No morderá algún día la mano que le da de comer? No puede ser de otro modo. Es una locura actuar como si ellos o yo pudiéramos ser distintos de lo que somos. ¿Lo ves?, lo puedo exponer todo con claridad. Pero los quiero. Eso es lo malo.
Mesha acababa de empezar a moverse otra vez cuando Thaddeus se levantó y la depositó en el suelo. Estaba molesto consigo mismo por haber hablado aunque sólo fuera con un gato. Se acercó a un armario empotrado en la pared cerca de su cama. De allí sacó la pipa de vapor antaño perteneciente al rey. Qué extraño que hubiera llegado tan tarde a aquel vicio. Extraño que hubiera vivido toda una vida antes de comprender el verdadero anhelo del olvido. Sabía que a la mañana siguiente se tendría que volver a enfrentar a unas decisiones tomadas o no tomadas, pero entre entonces y ahora sólo deseaba olvidarlo todo o, por lo menos, alcanzar aquella fase en la cual nada de todo aquello tenía importancia.
Más tarde se despertó de una negra nada, una negligente existencia más profunda de lo que jamás podría ser el sueño. La fuerza que lo sacó de este lugar elegido era desalentadoramente intensa. Parecía que un puño de hierro se hubiera apoderado de una parte de su ser y lo hubiera empujado hacia la consciencia. Se volvió de espaldas pensando que semejante cambio de posición lo ayudaría a volver a dormirse, pues el día aún no había llegado a exigirle el estado de vela. Notó una presión a los pies de la cama y pensó que la culpable debía de ser Mesha. A veces se enroscaba a su pierna y hundía las garras en la carne de alguna presa imaginaria.
Pero entonces una voz dijo:
—Levántate y mírame.
Thaddeus empezó a llamar a gritos a los guardias, pero antes de que la fuerza de voluntad obligara a su boca a hacerlo, todo el resto de su ser obedeció la orden. Se inclinó hacia la derecha y la vista que tenía delante se elevó para acomodarse a su cambio de posición. Sólo que… sólo que su cuerpo efectivo no se movió. Su pecho, sus brazos y su cabeza no lo habían seguido. Se inclinó hacia un lado, pero en cierto modo dejó su cáscara corporal tumbada en la cama. Fue como si se hubiera deslizado fuera de su piel con un suave estirón. Sintió que sus órganos, sus músculos y los huesos abandonaban su espíritu. Su cuerpo lo dejó en libertad y allí estaba él, incorporado en posición sentada, con su parte inferior todavía contenida por las caderas, la ingle y las piernas, y la parte superior convertida en un obediente espíritu cuya atención se reclamaba.
Delante de él a los pies de su cama se distinguía el vago perfil de un hombre. Tenía aproximadamente la forma de un cuerpo, pero Thaddeus podía ver a través del hombre la habitación escasamente iluminada que había a su espalda. El ser creaba su propia iluminación. Sus ojos grises constituían unos puntos de brillo. Eran la parte más visible de él, las dos relucientes órbitas alrededor de las cuales el resto del ser se congregaba. Eran la única parte de él que parecía lo suficientemente sólida como para que se pudiera tocar y, sin embargo, la energía que las iluminaba regresó parpadeando a su espalda en forma de olas. Se apagaba a ratos y después emergía de nuevo como si dentro de ellas se encerrara la luz del mundo interrumpida por un cielo cuajado de nubes. Perfilaban los rasgos de su rostro y conferían cierta solidez a sus hombros y brazos, aunque su cuerpo inferior se desvaneciera en la nada.
La forma volvió a hablar. Su voz parecía debilitada por la distancia, hueca como unas palabras pronunciadas a través de un tubo. A pesar de su tono sobrenatural, eran tan sinceras que golpearon a Thaddeus como una mano abierta.
—Thaddeus Clegg, grandísimo perro, tengo unas palabras para ti.
Thaddeus lo miró sorprendido. ¿Cómo era eso posible? Trató de dar a entender, con el arrugado desprecio de sus labios, su desdén por la intrusión del hombre, cualquiera que fuera la brujería con la cual se hubiera alcanzado. Fue una reacción instintiva, pero la expresión era muy dura de resistir porque el brillo de los ojos del hombre era extremadamente hipnótico. ¿Por qué no llamó a gritos a sus guardias? Sabía que sería fácil hacerlo y, sin embargo, algo se lo impidió y lo atrapó con el hechizo de aquellos ojos. Tenía que identificar primero aquel ser. Ésta era la clave, pensó. Sintió que un nombre permanecía en equilibrio en el fondo de su garganta, un nombre ya conocido por él. Sólo necesitaba que se pronunciara para ser real.
—¿Hanish? —preguntó. El otro hombre sonrió, aparentemente complacido de que lo hubieran llamado. La expresión fue suficiente para confirmar que la conjetura había dado en el blanco—. ¿Cómo es eso posible?
—A través de un viaje en sueños —dijo la forma—. Tú estás dormido y no dormido, yo estoy despierto en espíritu y muy lejos de mi cuerpo dormido. Puedo sentir su tirón incluso ahora en que intenta luchar conmigo para que regrese al interior de lo que me es familiar. A nuestros espíritus no les gusta abandonar nuestros cuerpos, Thaddeus. Es una ironía, teniendo en cuenta que desde su maldita ausencia de muerte mi pueblo sólo quiere escapar de estas cargas de la carne, pero es cierto. Estoy tan sorprendido como tú de que estemos hablando. Jamás habíamos estado lo bastante cerca antes y yo tampoco sabía que tuvieras este don. No todo el mundo lo tiene, ¿sabes? Entre mis hermanos y yo sólo hubo silencio. No es posible comprender el orden de las cosas…
Hanish se desvaneció en la oscuridad y después volvió a aparecer al cabo de un momento, brillando con más claridad.
—Me alegro de que me hayas conocido tan rápido, pero no he venido a ti para mantener una conversación intrascendente.
Algo en el tono de voz de Hanish llamó la atención de Thaddeus de tal manera que éste se concentró no sólo en sus palabras sino en cómo las decía. Era difícil leer al hombre a través de las distorsiones de la distancia, pero había un hombre en el otro extremo de aquella conversación y Thaddeus jamás había sido un lector de hombres.
—¿Están a salvo los hijos? —preguntó Hanish.
—¿Los hijos? No tienes que temer por los hijos. No constituyen una verdadera amenaza para…
—Tú no les has hecho daño, ¿verdad?
Mientras el caudillo se apagaba y después parpadeaba un instante, Thaddeus tuvo unos momentos para pensar. Mirando a Hanish a los ojos, pudo ver que el caudillo le ocultaba algo. No mentía exactamente, pero había detrás de sus palabras algo desesperadamente significativo que él no quería que Thaddeus comprendiera.
—Por supuesto que no —contestó en cuanto Hanish se volvió a iluminar para él—. Los he mantenido aquí cerca de mí, a salvo en todos los…
—Es importante que vivan, ¿comprendes? Sus vidas significan mucho para mí. He venido para decirte una vez más que, cuando tú me los entregues, serás recompensado. Hablaremos de ello en momentos más tranquilos y yo te haré justicia. Puedes creerme. Yo no soy un Akaran de lengua de plata. Yo digo la verdad. Mi pueblo siempre lo ha hecho.
Thaddeus sintió el afilado impacto de una comprensión traspasar sus pensamientos. Comprendió lo que Hanish estaba ocultando. Estaba allí, detrás de su afirmación de que su pueblo siempre había dicho la verdad. No era una jactancia. Era una declaración de orgullo nacional. Los meins siempre habían señalado que habían sido desterrados al Norte porque habían hablado con sinceridad de los delitos de los Akaran. Y, creían ellos, no sólo habían sido desterrados sino que, además, también habían sido declarados malditos. Los tunishnevre… Eso es lo que Thaddeus aún no había tomado en consideración. No era más que una leyenda para los acacios, pero tal vez era algo más que eso para los propios meins.
Previamente sólo había pensado en el antiguo odio de los meins por Acacia, en lo mucho que éstos codiciaban aquellas suaves tierras, en lo ricos que se sentirían gobernándolas y en lo satisfechos que se sentirían de ganar finalmente contra sus seculares enemigos. Pero aún no había llegado a comprender todo el alcance de los deseos de Hanish. No había comprendido hasta ahora que aquello no era sólo una guerra por cuestiones terrenales. El Mundo Conocido era el campo de batalla, pero la causa por lo que luchaba Hanish entraba en otros planos de existencia. Debía de creer que sus antepasados estaban atrapados en un interminable purgatorio. Deseaba romper la maldición que les habían arrojado durante el Justo Castigo y liberar a los tunishnevre. Esta hazaña, decía la leyenda, sólo se podría lograr de una manera. Recordándolo, Thaddeus pensó que o Hanish era un loco o el mundo era un lugar más misterioso de lo que él pensaba.
Estos pensamientos pasaron rápidamente a través del canciller y Hanish no pareció darse cuenta del cambio que se había producido en él.
—Reúnelos —dijo—. Guárdamelos. Si algo les ocurriera, haré que tu existencia se convierta en un sufrimiento interminable. Éste es un regalo que te puedo hacer. No dudes de mi generosidad ni de mi cólera.
—No dudo de ninguna de las dos cosas —dijo Thaddeus—. Ten por seguro que yo te espero aquí con los hijos a mi lado.
La luz de los ojos de Hanish se apagó. Su forma cambió y se dispersó como el vapor agitado por una ráfaga de viento. Thaddeus se sintió regresar a su cuerpo. Se sintió regresar a su antigua cáscara, deslizarse al interior de su piel y sentirla de nuevo a su alrededor. No había decidido obedecer, se dijo. No era un criado. Era libre de actuar como quisiera…
Lo dijo una y otra vez mientras sentía el tirón del sueño terrenal instalándose en él, temiendo recordar una parte de la noche y no otra, temiendo despertar y fallar en sus acciones. Se pidió a sí mismo despertar y recordar su revelación, pues lo cambiaba todo y consistía en lo siguiente: Hanish creía que podía acabar con la maldición que pesaba sobre los tunishnevre matando a un heredero de la dinastía Akaran. Sólo unas gotas de la más pura sangre Akaran podía despertar la vida encerrada en sus malditos antepasados. Si Hanish se saliera con la suya, los hijos a los que Thaddeus tanto quería —los cuatro que había codiciado toda su vida, que había deseado que fueran suyos y sobre los cuales había derramado el afecto que hubiera dado a sus propios hijos— se colocarían en un altar sacrificial y se abrirían en canal para que sangraran hasta su lenta muerte. Si resultara que la maldición de Tinhadin era una cosa real en lugar de un mito y se pudiera invertir, veintidós generaciones de guerreros meins serían arrancadas de la muerte. Volverían a caminar por la tierra y sus justos castigos cambiarían el mundo de arriba abajo.
Esta comprensión modificó su mente por él. No podía apoderarse del poder tal como el ogro que llevaba dentro imaginaba. Tampoco podía permitir que Hanish desencadenara un nuevo infierno en la Tierra. Había, sin embargo, alguien cuyo ruego él seguiría. Ya lo hubiera tenido que hacer desde el principio. Eso lo creía con una certeza mucho más completa que cualquier otra creencia dentro de sus conflictivas y entrecruzadas lealtades. Ya había decidido enviar lejos a los hijos. Ahora pondría en práctica el plan que Leodan Akaran había soñado para sus hijos en caso de que le ocurriera alguna calamidad antes de que ellos alcanzaran la madurez. Thaddeus conocía el plan y tenía poder para ponerlo en marcha. Sólo él en todo el mundo vivo lo podía hacer. Ni siquiera los hijos lo soñaban. Tampoco se les podía decir la verdad como preparación. Aliver lo aborrecería por eso. Lo más probable es que lo temiera como el peor de los destinos posibles y lo considerara a él un traidor.
Apropiado, pensó Thaddeus. Horrible y apropiado: una verdad y una mentira.