24

Aliver empezó a soñar por las noches en batirse en duelo con enemigos sin nombre y sin rostro. A diferencia de las caprichosas imágenes del pasado, en que la esgrima era un vistoso enfrentamiento con míticos enemigos, estas visiones eran de una oscura naturaleza, cada momento rebosaba de temor. Pero siempre empezaban de una manera inofensiva: él paseando por las callejuelas de la ciudad inferior, hablando con sus compañeros a la hora del desayuno, buscando en sus aposentos un libro que le constaba haber dejado en algún sitio. Pero en determinado momento los acontecimientos siempre viraban hacia una repentina violencia. Un soldado aparecía al final de un pasadizo con la espada desenvainada, llamándolo por su nombre; la mesa del comedor se volcaba y, cuando su mole desaparecía de su vista, la escena que quedaba detrás se convertía en una escena de varios guerreros enemigos que irrumpían en la sala como mil arañas… que habían penetrado a través de las ventanas y se habían aferrado al techo con las espadas entre los dientes de unas enormes sonrisas metálicas. A menudo experimentaba la sensación de que detrás de él había una informe e hirviente malicia a la cual se tendría que enfrentar.

En aquellos sueños combatía muy bien hasta el momento en que tenía que hundir la espada en su sitio correspondiente. Entonces, al darse cuenta de que estaba a punto de herir a una criatura viva como él, el paso del tiempo aminoraba la marcha. El movimiento se hacía más lento. Sus músculos perdían la fuerza y se convertían en unas inútiles cintas de alquitrán bajo su piel. Jamás veía su hoja cortando la carne de aquellos enemigos de sus sueños. En su lugar, se despertaba jadeando, con el cuerpo tenso y tembloroso como si la pelea acabara de producirse en el mundo real. Sólo entonces el lento hedor de la realidad reptaba hasta él. No se había despertado de una pesadilla a un mundo acogedor; había abierto los ojos una vez más a una pesadilla de tiempo de vela que diariamente rechazaba sus esfuerzos por negarla.

Su padre estaba muerto. Eso significaba mil cosas para Aliver, todas ellas desconcertantes. Ni siquiera su ascenso al trono era directo. Los Akaran eran estrictamente monárquicos, pero la situación general era tan desconcertante que demoraba el acceso de Aliver al lugar que ocupaba su padre. La misma reverencia por el ritual que permitía que la gente aceptara una monarquía exigía también una rígida adherencia a la tradición. Los nuevos reyes sólo se coronaban en otoño, en la misma época en que se dispersaban las cenizas del difunto rey. Aquel mismo día Tinhadin había ascendido por primera vez al trono y se había considerado necesario que todos los demás siguieran su venerable ejemplo. En casi todas las ocasiones de los años sucesivos había habido una pausa entre la muerte de los reyes gobernantes y la coronación del nuevo. Una espera de varios meses no carecía en absoluto de precedentes. La acción improcedente hubiera sido coronar a un rey en otra fecha que no fuera la del solsticio de verano y hacerlo sin la presencia de todo un contingente de gobernadores. Las sacerdotisas de Vada consideraban aquel momento poco propicio para una coronación y se negaban a bendecir cualquier ceremonia. Y la maquinaria del gobierno no parecía interesada en imponer a un adolescente inexperto un papel de tanta importancia. Puede que algún otro príncipe se hubiera apoderado del poder en cualquier caso. Pero no Aliver. A pesar de sí mismo, éste experimentaba una especie de alivio por el hecho de que no le hubieran colocado inmediatamente en la cabeza una corona, aunque no quisiera reconocerlo. De momento, Thaddeus estaba mejor preparado para servir como voz real.

Las malas noticias se sucedían. Apenas podía certificar una tragedia cuando se producía otra. Cathgergen se había perdido por culpa de una horda bárbara, la guarnición de allí había sido destruida, el gobernador y su cortejo habían sido arrojados al frío, llevando un mensaje de inminente condena para el mundo. Nada de todo ello se podía concebir fácilmente. La caída de Cathgergen significaba la derrota de… ¿cuántos? ¿Dos mil soldados? Eso por lo menos. Y no se sabía que ninguno de ellos hubiera escapado para contar la historia o siquiera que algunos hubieran sido hechos prisioneros. ¿Y qué decir de los muchos otros que vivían en la fortaleza: artesanos, comerciantes, cortesanos y jornaleros y sus hijos, las variadas gentes que habían hecho de una aislada avanzada como Cathgergen un lugar apto para vivir? Todos ellos habían simplemente desaparecido, y Aliver aún tenía que oír a alguien que le explicara cómo había sido posible tal cosa.

Varios funcionarios clave de Alecia habían sido asesinados en sus camas. Muchos de ellos habían muerto con sus mujeres, esposos, hijos, criados y esclavos y sus cuerpos habían sido acuchillados mucho más de lo que era necesario para quitarles la vida, como si cada uno hubiera sido víctima de un asesino irracionalmente enloquecido. Dos días más tarde hubo otro ataque contra miembros de la familia real mientras éstos trataban de abandonar Manil, la rocosa ciudad de la ladera del peñasco en la cual se levantaban casi todos los lujosos palacios familiares. Katrina, la hermanastra de Leodan, junto con otras catorce personas que ostentaban el nombre Akaran por nacimiento y otros más por matrimonio, fueron sorprendidos en el muelle una clara mañana, cuando los trabajadores portuarios se les echaron encima en cuanto subieron a bordo de su barco y los hicieron picadillo con las espadas cortas que ocultaban en sus prendas de vestir.

Nadie supo cómo se pudo mantener en secreto y llevar a cabo con tan letal eficiencia una conjura tan amplia. Los susurros colectivos y los murmullos de los rumores dieron lugar a la creencia de que muchos de los asesinos en ambos ataques habían sido criados domésticos, jardineros y trabajadores contratados por la aristocracia, muchos de ellos durante varios años al servicio de sus amos sin haber dado jamás señales de traición. Otro rumor decía que se había visto una flota de navíos de guerra navegando rumbo al Sur desde el gélido Mein. Los habían visto los cazadores de pieles cerca de los helados dedos del río Ask, pero nunca se explicó cómo había sido posible que aquellas gentes desde un lugar tan remoto hubieran transmitido semejante mensaje y tampoco se había podido entender demasiado la idea que proponían. Algunos decían que Rialus Neptos —que había desaparecido después dela matanza de los funcionarios de Alecia—, había desempeñado un papel en el levantamiento. Y otros afirmaban que todo el séquito de los representantes de la Liga había zarpado sin decir una sola palabra.

Aliver deseaba desesperadamente comprender lo que estaba ocurriendo y relacionarlo de tal manera que se pudiera reducir el caos dentro de unos límites manejables, pero pensaba que los momentos de tranquilidad eran pocos e inquietantemente breves. Los días de adiestramiento marah ya habían quedado a su espalda. Sus oficiales hablaban con aquellos que apenas unos días atrás habían sido estudiantes como si, de repente, hubieran adquirido otra estatura a sus ojos. Al parecer, todos habían sido promocionados de golpe. Hablaban de los juicios a los que ahora se enfrentaban con una honradez que Aliver no esperaba y no recibía con agrado. Los hombres que días atrás parecían tan confiados en sus papeles ahora parecían nerviosos, vacilantes y aprensivos cuando impartían órdenes. El futuro que tenían por delante, explicaron, estaba preñado no sólo del dolor físico del adiestramiento o de la humillación de ser derrotados en los combates de exhibición sino también de la deshonra social, antaño la mayor posibilidad de un fallo personal. Se trataba de riesgos con los que todos ellos se habían enfrentado previamente. Ahora tenían que combatir estando su vida en juego. Pronto se esperaría de él que matara. La sola idea modificaba de arriba abajo todo el concepto que él tenía de su adiestramiento. ¿Había asimilado la necesidad de matar? Casi no le parecía posible. ¿Podría ser, pensó, que le fallara a su nación en la primera prueba? Jamás había temido nada tanto como aquella posibilidad.

Y lo peor era que no sabía lo que se esperaba realmente de él. Su posición entre sus iguales era más torpe que nunca. Por una parte, temía que ahora le ahorraran la responsabilidad de la batalla tal como siempre lo habían mantenido apartado de los demás durante el adiestramiento. Por otra, quedaba la verdad de que los oficiales ponían una y otra vez las Formas como ejemplos de valor en la batalla y en la mayoría de ellas había sido un personaje real el que blandía la espada o la lanza o el hacha. ¿Se esperaba de él que calzara aquellos zapatos legendarios y los condujera a la victoria? No lo sabía y nadie, ni siquiera Thaddeus, se había adelantado para informarle.

Y faltaban sólo unos días para que los jóvenes soldados averiguaran cuáles serían sus despliegues y se dispusieran a cumplirlos. Thaddeus Clegg se reunió con los oficiales en asamblea para examinar las tropas. El lugar elegido era el estado que llevaba el nombre de la séptima esposa del rey, el Carmelia, situado en un plano saliente de tierra que se proyectaba sobre el océano como un pie medio sumergido por debajo del palacio, pero ligeramente por encima de la ciudad inferior. El Carmelia, un gran cuenco labrado en la piedra podía acoger miles de bancos para albergar a todos los espectadores. La arena era un espacio inmenso al aire libre con el suelo casi tan duro como la piedra, configurado a menudo en diseños circulares que, cuando se los miraba, hacían a menudo malas pasadas a los ojos de los espectadores.

En presencia de las severas figuras de los oficiales y del canciller, los mejores jóvenes soldados que la isla podía ofrecer entraron en el estadio, formando un perfecto batallón de infantería. Se habían movido en respuesta a las llamadas de una flauta de batalla, un extrañamente melancólico instrumento, pero que llegaba a todos sus oídos. A lo largo de la siguiente hora unos cuantos de ellos tuvieron el honor de combatir individualmente para los espectadores. Después, el grueso de los quinientos soldados participaron en una compleja escenificación de la Novena Forma, en cuyo transcurso los Haden y los Leñadores salvaron a la Novia de Tinhadin de la Traición Senivalia. Tras lo cual permanecieron de pie para escuchar a sus jefes dirigiéndoles discursos no sólo acerca de la pasada gloria sino también del conflicto con el que ahora se enfrentaban.

Más tarde el canciller les dirigió la palabra. Thaddeus se frotó la cerdosa barba de la barbilla y se pasó un rato pensando. Sin la belleza de sus ropajes y la banda sobre los hombros que constituía la representación de su cargo apenas se le hubiera reconocido de lo macilento y arrugado que tenía el rostro.

—He sabido algo este mismo día que tengo que compartir con vosotros —dijo—. Prefiero hacerlo de esta manera, aquí abajo entre vosotros, lo bastante cerca como para que nos podamos ver y tocar. —Levantó la mano en la cual Aliver sólo entonces vio un rollo de escritura. El canciller le dio la vuelta en distintos ángulos para mostrárselo a todos los soldados como si éstos pudieran leer su significado desde el lugar donde se encontraban—. Esto es una declaración de guerra de Hanish Mein, hijo de Heberen. En ella manifiesta su odio contra nosotros y se proclama el caudillo del inminente mundo. Ya no hay lugar para las conjeturas. Sabemos con quién luchamos y el porqué. Sabemos que él quiere nuestra completa destrucción. Cree que tiene el poder de triunfar y por esta causa ha lanzado sus cobardes ataques. Tal es la lucha que tenemos por delante. Tal es la vileza que puede contener un delgado documento como éste.

Parecía que Thaddeus estuviera a punto de arrojar el rollo a la brisa. Los soldados permanecieron en silencio como los oficiales, esperando que el canciller tuviera algo más que añadir. El canciller se mantuvo en pie sin apartarse ni seguir adelante, sin que su mirada, a pesar de la gente que lo rodeaba, se posara en los ojos de nadie. Aliver se dio cuenta de que podía oír el rumor de las olas rompiendo contra el muro de contención por debajo del estadio. Contó uno y después un segundo y un tercer impacto, sorprendido de no haber escuchado antes aquel sonido, asombrado por la intimidad con la cual el mar tocaba la tierra. Lo notaba a través de sus pies. Estaba también en el aire, cada reverberación se le transmitía como si una invisible y cristalina lluvia de rocío le cayera sobre el rostro y los hombros. Había todo un mundo más allá de su presente visión y todo él amenazaba con llegar sin previo aviso en cualquier momento.

Thaddeus levantó la cabeza y pareció enfocar los rostros que lo rodeaban. Su mirada los recorrió todos, rozando de paso a Aliver.

—Mi sugerencia —dijo— es que todos aprendamos a amar el caos hoy mismo. Consideremos el tumulto como un rasgo de nuestras vidas. De la misma manera que hay un sol que recorre el cielo, de la misma manera que hay un viento que silba sobre la tierra, de la misma manera que la noche sucede al día y no puede ser de otro modo… Así todos nosotros sufriremos y tampoco podrá ser de otro modo. Abrazad hoy todo esto y estaréis mejor preparados para mañana. Hace un momento habéis demostrado la Novena Forma. Tal como todos vosotros sabéis, sólo hay diez. No hay razón, sin embargo, para que un día no haya una Undécima. Tenedlo en cuenta también mientras nos enfrentamos a la inminente lucha. —Se volvió como para retirarse, pero lo pensó mejor y dijo una última cosa—. Preparaos también para sorprenderos. El mundo es un lugar distinto del que conocéis. Es posible que creáis que no hemos conseguido prepararos para él.

Por la mañana recibirían las instrucciones finales para la guerra. Aliver se reunió con Melio y Hephron en las terrazas superiores. El príncipe los saludó a los dos con una inclinación de la cabeza, sorprendiéndose de recibir con agrado la compañía de Ephron. Había en ello algo consolador. Unos días atrás había despreciado intensamente a Hephron. Lo consideraba un enemigo. Pero nada de todo aquello se le ocurrió ahora. Hephron ya había sufrido más que él. Había perdido a dos hermanas en Manil, un primo y varios criados a los que conocía desde la infancia. Con la muerte de varios otros altos Akaran se había acercado más al trono. En el pasado, Aliver hubiera podido esperar que tal cosa alegrara a Hephron, pero semejantes consideraciones ya no tenían ningún mérito. El rostro de Hephron ya no revelaba nada excepto el agotado cansancio de sus pérdidas y la determinación de enfrentarse a cualquier cosa que tuviera que venir.

—Acabo de recibir mi asignación —dijo Hephron—. Me envían a Alecia. He pedido ser enviado para reforzar a Aushenia. Están seguros de que se enfrentarán a la horda que ha tomado Cathgergen y yo quería estar donde soy más necesario. —Vaciló un momento y dio unos pasos meditando acerca de sus pensamientos. Un grito resonó desde la terraza de abajo, pero ellos se encontraban a cierta distancia y siguieron paseando al mismo ritmo—. Pero… no carece de un cierto honor. Soy el segundo bajo el general Rewlis.

—¿Eres el segundo? —preguntó Aliver, deteniéndose en seco.

—No te sorprendas tanto.

—Yo no… no me sorprendo.

—Todo ha cambiado —dijo Hephron—. Hasta la Liga lo ha reconocido. Han reunido sus tres embarcaciones de transporte y las han hecho zarpar sin una palabra. Nosotros podemos seguir desplazando tropas, pero no con tanta facilidad como hubiéramos querido.

—¿Forman parte de eso? —preguntó Melio—. La Liga, quiero decir. ¿Tú lo sabes, Aliver?

—No con toda seguridad —dijo éste—. Aunque lo dudo. La Liga vive y respira para sacar provecho del comercio. No les importa con quién lo hagan. Son simplemente precavidos y actúan en su propio beneficio.

Hephron sonrió.

—No son los únicos.

—¿Y eso qué significa?

—No es hora de hablar de eso. Quizá más tarde.

—¿Por qué más tarde? —preguntó Aliver—. ¿Por mi causa? ¿Hay algo que no te atreves a decir delante de mí?

Hephron miró a Aliver y después apartó la mirada.

—Siempre me muerdo la lengua en tu compañía. Todo el mundo lo hace. Nadie quiere ofender al futuro rey.

—Tú pareces empeñado en intentarlo —replicó Melio.

—No hubiéramos tenido que discutir antes. Tanto presumir entre nosotros es una insensatez, pero yo sé unas cuantas cosas que el príncipe no sabe y no puedo por menos que pensar en ellas. Mi padre no quería que yo me engañara. Me dijo la verdad acerca de las cosas. Puede que eso también sea una novedad para ti, Melio. Siempre decía que nuestros crímenes un día regresarían a nosotros. Todas las cosas que están ocurriendo… si tú supieras la verdad, nada de ello te sorprendería. Por ejemplo, ¿cómo crees que conservamos nuestra riqueza? No nos enseñan nada acerca de ella. Nos hacen creer que la riqueza perdura. La adquirimos antes y es nuestra para siempre, ¿de acuerdo? Somos un pueblo excelente que se merece el dominio sobre el mundo. A todo el mundo le encanta que así sea. Es lo mejor en realidad. —Miró sonriendo a los otros dos—. ¿A vosotros os parece bien? Pensad en ello. En cuanto reconozcáis que las sumas no se incrementan… venid a verme. Os diré todo lo que sé acerca del corazón podrido de Acacia. Entonces os preguntaréis por qué nadie nos ha atacado antes. Aliver pensó que hubiera tenido que abofetearlo. Soltarle un cachete y desafiarlo a extraer la espada. Nadie hubiera esperado una respuesta inferior a semejante condena de la nación. O quizá debería presentar un informe sobre él. Para que sus oficiales lo interrogaran. ¿Acaso no era éste su deber si Hephron se estuviera preparando para traicionarlos?

—Pido disculpas si he ofendido —dijo Hephron sin dar la menor muestra de querer disculparse—. No es contigo con quien estoy enojado. Tú en eso eres un peón tanto como yo. Pero soy yo el que tendrá que arriesgar el cuello por eso. Yo y aquí, Melio, y otros como nosotros. —Empezó a retirarse caminando unos cuantos pasos de espaldas antes de dar la vuelta—. Los hombres adultos, me dijo mi padre, tienen que tener la anchura interior para retener la complejidad dentro. Sólo los necios apoyan los absolutos. Tú no eres necio, Aliver. Eres simplemente ingenuo.

Aliver, caminando una vez más medio paso por detrás de Hephron, repitió mentalmente varias veces aquellas palabras. Sabía que hubiera tenido que estar enojado, que hubiera tenido que maldecirlo por su debilidad, ahora que los estaban amenazando. Pero, en su lugar, siguió caminando como arrastrado por la estela del otro. Comparó las palabras del joven con la críptica confesión del canciller. Todavía estaba pensando en la gravedad de las complicidades cuando llegaron a lo alto de la escalera. Hephron, que había llegado al espectáculo justo antes que él, se quedó petrificado. Durante unos segundos, de pie en lo alto de la escalera y mirando hacia abajo, la escena delante de Aliver no tuvo absolutamente ningún sentido.

La plaza de abajo, a unos cien palmos de distancia, se encontraba en un estado de absoluta confusión. La gente corría gritando en todas direcciones. La primera persona que pudo reconocer fue el general Rewlis. Pero justo en el momento en que distinguía quién era, vio que por detrás le cercenaban la pierna. Reconoció a la persona que blandía la espada y trató de llamarla por su nombre, pero no pudo. Rewlis cayó sobre una sola rodilla, con la cabeza echada hacia atrás en un grito de dolor, silenciada un momento después cuando la misma espada que le había cortado la pierna le desgarró el cuello en un golpe en diagonal dirigido justo por debajo de la oreja. Un segundo después la hoja resbaló fuera. El general se desplomó mientras una fuente de sangre le brotaba del cuello y las piernas manchaban las piedras y se agitaban con los últimos alientos de vida.

—¿Hellel? —musitó Melio.

Hephron comprendió su significado antes que Aliver.

—Miserable. Te hubiera podido matar muchas veces mientras dormías.

El carácter extraño de esta afirmación no sirvió para mejorar la comprensión de lo que estaba ocurriendo allí abajo. ¿Hellel? Era uno del entorno de Hephron, siempre una pálida sombra a su lado, el tipo que casi le terminaba las frases que pronunciaba. Al ver que Aliver seguía mirando, Hephron hizo un gesto con el brazo que no sólo señalaba la escena sino que, además, la rechazaba.

—¡Son meins! Míralos. Hellel, allí junto a la barandilla. Y Havaran. Y Melish en los escalones. ¡Nos han traicionado! Teníamos que haberlo esperado.

Se puso en movimiento en un instante, bajando inclinado los escalones a velocidad de vértigo mientras sus pies daban brincos sobre las piedras en una caída apenas controlada. Trató de desenvainar la espada mientras se movía, pero no fue hasta que se detuvo en la terraza cuando consiguió desenvainar el acero. Se vio instantáneamente atrapado. Dos hombres se le acercaron de inmediato desde lados contrarios. Melio danzó a su espalda un segundo después, con la hoja girando a vertiginosa velocidad.

Aliver intentaría más tarde estar seguro de lo que ocurrió a continuación. Recordaría que desenvainó la espada y le rechinaron los dientes y acababa de bajar enfurecido la escalera para entrar en batalla… Eso es exactamente lo que casi estuvo a punto de hacer. Deseaba hacerlo con toda su alma. Lo hubiera hecho, sólo que, antes de que se pudiera mover, una mano le agarró el antebrazo y lo obligó a volverse.

Era Carver, el capitán marah.

—Príncipe —le dijo éste—, envaina la espada. Tienes que correr a salvarte.

Y al flanco de guerreros situados detrás dio órdenes de que varios de ellos se llevaran a Aliver de allí. Los demás se arremolinaron bajando la escalera detrás de Carver. Eso fue todo lo que ocurrió. Aliver, cuando lo apartaron de allí, jamás pudo ver cómo terminó la escaramuza. Se lo llevaron a «posición segura» mientras Melio y Hephron se convertían en guerreros.