El alboroto fue como jamás se había oído en aquel congelado espacio de estéril soledad: los gruñidos de las bestias aherrojadas en los campos de labranza; la constante barrera de fuego de los gritos; el tintineo de innumerables cascabeles; el crujido de botas tras botas de marcha y el chirrido incesante de objetos de gran tamaño propulsados a través de una superficie que no podía establecer si su función era ayudar o bien resistir. Era el chirrido del metal y la madera sobre el hielo, el sonido de una flota de noventa navíos de guerra atravesando un mar helado. Los ponían en movimiento tirando de ellos cientos de peludos bueyes, guiados por un ejército de quince mil hombres que caminaban con cascabeles prendidos a sus botas. Los viejos habían advertido a Hanish de que cada hombre debería llevar una campanilla prendida a su cuerpo que les cantara por muy grande que fuera la distancia que recorrieran. Deberían anunciarse al mundo con voces que hablaran en nombre de las muchas generaciones que habían luchado para hacerlos posibles. Los tunishnevre tenían que haberlos oído y sabido en su silenciosa cámara cuánto los habían honrado sus hijos.
Mientras pasaban las leguas, Hanish sintió que los ancianos lo sostenían para que no se les escapara a pesar de que él jamás había estado más seguro de que era digno de su confianza y en cierto modo conseguiría cumplir las cosas que ellos deseaban de él. A causa de él, los rumores que se discutían en los tibios climas de Acacia eran ciertos, ciertos a una escala más allá de las más extravagantes conjeturas. Los pocos navíos que los pescadores habían visto semanas atrás eran sólo una fuerza de reconocimiento enviada para establecer la viabilidad de lo que Hanish había imaginado. Hanish había dado instrucciones al grupo en el sentido de que se dejara ver. Creía que aunque la gente hubiera oído hablar de movimientos en el Norte, jamás lo creería hasta que se enfrentará cara a cara con el futuro que él les llevaba. O sea que, ¿por qué no dejarles hacer conjeturas y preocuparse por los fantasmas en los que no podían ni creer por entero y a los que tampoco podían rechazar?
—La naturaleza siempre ha sido para los meins como el aguijón de un látigo para un buey —le gritó Haleeven al oído sobre el penetrante viento—. No cambia nada. Nos obliga a ir un poco más despacio y nos mantiene ocupados con el trabajo. Tal como debe ser.
Su tío siempre tenía sabiduría que ofrecer en los momentos adecuados y Hanish se alegró de su presencia. A pesar de que nunca lo daba a entender por fuera, a menudo era duro ser una columna de inquebrantable confianza. Este hombre de más edad, tan parecido a su padre, era una fuente viva de fuerza.
Una mañana a finales de la primera semana mientras se dirigían al sur, el tiempo se despejó tan de repente que los animales se pusieron nerviosos. Cambió el mismo sonido y la misma sensación y sustancia del mundo y dejó a los hombres escudriñando en la distancia, más de una cabeza se inclinó hacia un lado para oír mejor el extraño sonido. Toda la cáscara del cielo emitía un pálido resplandor azul. El sol a duras penas se podía ver, pero iluminaba suavemente el firmamento. Hanish se encaramó a lo alto del aparejo del navío en el que había viajado. Los nudosos cables se clavaron en las palmas de sus manos y sus pies resbalaron por los peldaños cubiertos de hielo. Él no era marinero.
¿Quién que hubiera nacido en el Mein lo era? Aun así, sintió que el júbilo lo embargaba cuando se apoyó contra el palo mayor en la cofa con el rostro arrebolado a causa de la subida mientras las ráfagas de brisa lo azotaban y se llevaban los vapores de su aliento.
Delante de él se extendía un mundo blanco muy doloroso de contemplar. Se protegió los ojos con una visera de cristal ahumado. Mirando a través de aquel crepúsculo artificial, vio por primera vez toda su aventura en movimiento. A su alrededor toda una flota surcaba un sólido mar blanco. Noventa navíos que no fluctuaban ni se balanceaban con las ondulaciones de las corrientes, que no subían ni bajaban siguiendo el oleaje. Las velas estaban firmemente acurrulladas y sus aparejos brillaban como telarañas mojadas. Los barcos se movían sobre patines de trineo de madera revestidos de hierro, tirados por largas hileras de bueyes, criaturas ocultas bajo unas capas tan gruesas que les hacían perder la forma. Aproximadamente unos cincuenta animales en filas dobles tiraban de cada navío de guerra, azotados por hombres cubiertos de pieles que sólo parecían seres humanos por su manera de moverse y por el trabajo que hacían.
Detrás de ellos el ejército caminaba a pie y sobre trineos, con los hombres vestidos con prendas de abrigo para combatir el frío, luchando por conservar la vida. No eran unas fuerzas enormes, pero eran todo lo que podían reunir. Entre ellas había más de un hombre de cabello canoso y más de unos cuantos jóvenes de suaves mejillas de trece y catorce años. Pero lucharían con orgullo y no eran más que uno de los tres puntos de su ataque. Otro ejército de cinco mil hombres avanzaba a través del paso norteño hacia los territorios lacustres de Candovia. Provocarían el daño más útil bajo las órdenes de su hermano. Después estaban los numreks que seguramente a aquellas alturas ya habrían tomado Aushenia. Y después había toda una serie de otros proyectos concebidos a lo largo de los años en Tahalian. ¡Asombroso, simplemente asombroso que todo aquello ya se hubiera puesto en marcha!
Hanish se quedó en la cofa bien pasado el momento en que se le entumecieron el rostro y las manos, y no bajó hasta que el sol, dondequiera que hubiera permanecido escondido en el cielo, se hundió por detrás del hielo y el mundo se quedó a oscuras y regresó la tormenta, una muralla como de vidrios rotos arrojada por el enfurecido viento.
Llegaron a la avanzada de Scatevith unos cuantos días más tarde y recogieron grandes cantidades de suministros almacenados allí. Se quedaron dos días para hacer las necesarias reparaciones. Pronto siguieron hacia el sur y bordearon las montañas que rodeaban el borde de la altiplanicie del Mein. Había allí un amplio valle, una pendiente gradual hacia los bosques de Eilavan mucho más fáciles de atravesar que buena parte del Borde Methaliano. Ya estaban allí abajo, en el paisaje cubierto de nieve y punteado de achaparrados abetos con los que se hacían hogueras explosivas. A pesar de que la temperatura estaba por debajo de la congelación cada noche y durante casi todo el día, muchos soldados se quitaban los gorros de piel y se sacudían las nudosas cascadas de cabello, unas nudosas cuerdas que les llegaban hasta por debajo de los hombros. Con la bendición del caudillo, varios grupos de hombres viajaron por delante del ejército para cazar renos. El humo de la carne asada danzaba sobre el paisaje.
Hanish, con las ventanas de la nariz dilatadas para captar el aroma, recordó las viejas historias de cómo los Akaran robaron el trono por medio de tortuosas alianzas, promesas hechas e incumplidas, hechas y vueltas a incumplir, y después se dispusieron a castigar a cualquier pueblo lo bastante valiente o fuerte para enfrentarse a ellos y recitarles sus delitos. Fue entonces cuando se lanzó la maldición contra la raza llamada mein, fue entonces cuando nacieron los tunishnevre y su pueblo fue arrojado de las tierras bajas y desterrado hasta por encima del Borde Methaliano. Durante años siguieron las manadas de renos, viviendo de ellos y con ellos de una manera un poco distinta a la de los hombres de tiempos olvidados. Tardaron varias generaciones en encontrar el emplazamiento de Mein Tahalian, en reconocer los usos de los gases calientes que burbujeaban por debajo de la capa de hielo y en volver a instalarse en una vida estacionaria en la más desolada región del Mundo Conocido. Y tardaron muchas generaciones más antes de encontrar un intento de regreso al mundo más amplio, profesando alianza a todas las cosas Akaran, simulando con sus palabras que el pasado jamás había sido lo que había sido y que ellos sólo deseaban emular, apoyar y luchar al servicio de la grandeza de la hegemonía acacia.
Tal era la inmensa variedad de detalles que el aroma de la carne de reno en el aire congelado evocaba en Hanish. Dudaba que los hijos de Acacia supieran algo acerca de estas cosas. Había una cantidad tan grande de la historia del mundo que ellos voluntariamente ignoraban… Olvidaban las cosas que los avergonzaban y se convencían de que todos los demás lo habían hecho. Y no es que Hanish les hubiera permitido actuar de ninguna otra manera. Mejor que su llegada los sacudiera hasta la médula y los dejara atontados y buscando afanosamente el significado, demasiado tarde para reconocer la verdadera forma y esencia del mundo sobre el que ejercían su dominio.
El camino resultó todavía más fácil cuando salieron a la monótona superficie sin árboles de los Sinks, un inmenso espacio de lagos y pantanos en verano, el primer receptáculo de la gran fusión que se derramaba copiosamente cada primavera desde el deshielo del Norte. Por lo menos, eso hizo que el camino fuera agradable durante un buen trecho. Ya llevaban cuatro días en aquella helada llanura cuando uno de los barcos rompió el hielo. Se hundió varios palmos, arrojando y levantando a su alrededor unas inclinadas placas y creando una grieta que se alejó serpeando por delante, medio tragándose una docena de bueyes y un hombre lo bastante afortunado como para haber estado azotando las bestias en aquel momento. El conductor fue arrancado de las heladas aguas y envuelto en pieles, y varios de los bueyes volvieron a levantarse sobre el hielo en cuanto les cortaron las ataduras, pero el hielo se volvió a formar alrededor del desventurado barco. Se quedó prendido enseguida aquella noche, se astilló y crujió por todo el casco. El daño hubiera podido ser reparable si hubieran tenido tiempo y suministros a mano, pero no tenían ninguna de las dos cosas. Hanish ordenó que el barco fuera descargado, despojado de todo lo útil y abandonado sin ceremonia.
El incidente fue un heraldo de lo que iba a ocurrir. En muchos sentidos, lo que vino después fue la parte más traicionera del viaje. Navegaron sobre el hielo indigno de confianza, sintiendo el pulso del deshielo del día y el frío de la noche y las trampas que todo ello les suponía. Hanish envió exploradores por delante del ejército con las grandes barras de hielo que utilizaban para comprobar la superficie, una cosa que se hacía tanto por medio del sonido como de la sensación y el instinto. En algunas ocasiones, caminó solo delante del ejército, avanzando a tientas y escudriñando el lejano horizonte. Nunca estuvo seguro de por qué lo hizo. Simplemente le pareció bien. Había algo consolador en la contemplación de un espacio congelado e imaginar por un instante que estaba solo allí, que aquella búsqueda empezaba y terminaba con él y con sus fuerzas y debilidades. Como es natural, nunca tardaba demasiado en oír a los exploradores golpeando el hielo con sus varas, como unos extraños pastores que soltaran latigazos al suelo por delante de sus guardianes en lugar de ir tras ellos. No estaba solo, aunque cada vez que se daba cuenta, sentía simultáneamente una decepción y una tranquilidad.
Cuando llegaron a la rotura del hielo, todo volvió a cambiar. Ocurrió más rápido de lo que Hanish esperaba. Allí delante de ellos había una negra línea de agua abierta. Ésta se convirtió en una hirviente masa azul amarronada en la que se vertía el lago por el que habían viajado y se perdía hacia el Sur para convertirse en el río Ask. Los pedazos de hielo compacto se rompían lámina a lámina. El ejército se pasó la mañana en un frenesí de actividad, tratando de pasar del hielo a un viaje fluvial.
El primero de los barcos acababa de recibir a bordo a hombres, caballos y suministros antes de que el hielo empezara a crujir y estremecerse debajo de ellos. Los hombres que se habían pasado varios días guiando a los bueyes, soltaron los látigos y se encaramaron a los barcos. Los bueyes, desde tanto tiempo entregados a un duro esfuerzo, se congregaron ansiosos por allí sin estar seguros de lo que su repentino abandono sugería. Hasta que el primer barco se movió hacia delante con la parte posterior proyectada durante un valioso momento hacia el aire y las tablas soltando gruñidos como si el barco estuviera a punto de romperse por su punto central, los bueyes no se volvieron sacudiendo enfurecidos sus grandes cabezas provistas de cuernos y echaron a correr hacia el Norte. Nadie se lo impidió. Aquel primer barco consiguió deslizarse hacia delante y encontrar su camino hacia el agua, seguir la corriente y empezar a alejarse.
El de Hanish fue el tercer barco en descender a la pesada flotabilidad del agua. Él no pudo detenerse en aquel momento y comunicarles la noticia de todo aquello a los tunishnevre, tal como tenía intención de hacer. Unas ranuras entre las congeladas tablas del casco permitían la entrada de chorros de agua. Su capitán le aseguró a gritos que las tablas garantizaban la impermeabilidad, por lo que Hanish se quitó la preocupación de la cabeza. De todos modos, no tenía ánimos para hacer nada al respecto. El río a aquellas alturas del Norte apenas se podía manejar, lleno como estaba en aquella época del año de las cosas fundidas que se juntaban con fuerza en los Lagos Salinos. Hanish tenía previsto entrar en Acacia en primavera y parecía que había calculado debidamente las cosas. La crecida se levantó hasta los árboles de ambas orillas, bajando precipitadamente como si todas las gotas de agua se abrieran paso por delante de sus compañeras en su carrera hacia el mar. A veces se elevaban por encima y por debajo de la parte posterior de unas olas tan grandes como las de una tormenta oceánica. En otros lugares, los remolinos, las corrientes y los torbellinos hacían girar los barcos y aspiraban sus costados, empujando a los hombres hacia la espuma del agua. Lo que parecían unos puños cerrados de agua agarraban los remos y los partían en dos, rompiendo de paso más de un casco.
Más traidores, sin embargo, eran por regla general los lugares donde el río tropezaba con obstáculos que se elevaban por encima de la superficie del agua. Algunos eran normalmente islas, ahora que sólo copas de árboles se elevaban desde el fondo como dedos de gigantes que se estuvieran ahogando. Había salientes de piedra que a punto estuvieron de abrir el costado de un barco y enormes rocas sobre las cuales el agua caía formando un turbulento caos. Uno de los barcos que iban delante experimentó una de estas caídas. Se hundió entre la espuma y después se levantó con la proa en el aire y se detuvo un momento como si estuviera a punto de dispararse hacia el cielo. Pero entonces —de una manera desagradable a pesar de los gritos de protesta de los que lo miraban— se deslizó hacia atrás. La popa del barco se quedó prendida en el torrente que caía impetuosamente detrás. Todo dio un salto mortal hacia atrás, lanzando a los hombres al aire en todos los costados y después arrojándolos a la espuma. El barco dio una voltereta de uno a otro extremo en pocos segundos y después se desvaneció. Cuando el casco del barco apareció ya no era un barco vivo. Asomó a la superficie como un casco sin vida, como el vientre de un leviatán muerto.
Se sintieron empujados hacia delante. Cabalgaban a lomos de una serpiente acuática. A Hanish le encantaba. ¡Llevaba demasiado tiempo enjaulado! Qué maravilloso estar libre, aunque la libertad condujera a la muerte. No se compadecía de los que había perdido o de aquellos cuya muerte lamentaba. Aquella serpiente simplemente se estaba cobrando un pesado tributo por el servicio que prestaba. Lo único que le importaba es que se estaba acercando a su objetivo. Lo bastante como para prepararse para intentar una cosa que previamente había experimentado sólo en la soledad de Tahalian.