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Rialus Neptos huyó de Cathgergen después de lo que él afirmaría haber sido un asedio de varios días. En una acción final antes de irse, arrojó toda suerte de duros y pesados objetos —su sillón, un jarrón de flores de cobre, un pisapapeles en forma de oso de los Campos Helados, una antigua hacha que a su padre le habían ofrecido los aushenios— contra la ventana de cristal que tan amargamente había avergonzado y traicionado su ego. No se rompería formando la cascada de fragmentos que él deseaba, pero crujió y se astilló lo suficiente para que él sintiera que había demostrado lo que decía. No tuvo en cuenta si el mensaje se refería al cristal propiamente dicho cuando alguien lo viera más tarde o a sí mismo. Llevó consigo al reducido séquito de funcionarios, cortesanos y miembros de la familia que había conseguido mantener en la satrapía… sólo aquellos que estaban tan en deuda con él que su silencio estaba garantizado. El numrek a quien colocó a su espalda le infundía tanto temor como el que él simulaba. Por lo que él podía decir, pocos de sus compañeros estaban tan serenos como para sospechar que el gobernador había intervenido en la desgracia que les había caído encima. De hecho, mientras recorría la Garganta Gradthica, casi se sintió un fugitivo temeroso por su vida.

A causa de todo ello Rialus llegó a Aushenia con todos los aspectos de su engaño. En un consejo rápidamente reunido con el rey del lugar, Guldan, explicó que los invasores extranjeros habían salido bajo una tremenda nevada. Él había estado preocupado durante algún tiempo, dijo Rialus, a causa de unos vagos informes de movimientos hasta tan al norte como los Campos Helados. Era por eso por lo que había enviado al general Alain a estudiar el territorio e interrogar a los hermanos Mein. No había tenido noticias suyas y, por consiguiente, había temido alguna desgracia, pero el ataque propiamente dicho había sido una verdadera sorpresa.

Los numreks habían llegado como una horda impresionante, unas criaturas gigantescas bajo pieles y pellejos, armadas con picas dos veces más altas que un hombre y con espadas curvas y sobrecargadas en la punta. Muchos de ellos montaban unas bestias con cuernos, unas criaturas naturalmente acorazadas, cubiertas de peludos mantos. Atravesaron las puertas de Cathgergen antes incluso de que sonara la alarma. No se explicaron ni se anunciaron en absoluto; iniciaron simplemente la matanza, una despiadada carnicería a la que se entregaron con delirante regocijo, lanzando rugidos mientras combatían y danzando al son de un tambor invisible.

Nada de aquella guerra se alejaba de la verdad. Los numreks —sus «invitados», los había llamado Maeander— llegaron como una famélica masa. Aunque fueran recibidos con muy poca resistencia militar, consiguieron encontrar gente a la que matar y lo hicieron con todo el regocijo que Rialus había descrito. Éste no le mencionó a Guldan por supuesto que toda la Guardia Norteña había muerto en una monstruosa trampa. Aseguró en su lugar que las tropas de la guardia sobrepasadas en número habían combatido en una desesperada retirada, abandonando una parte de la fortaleza y después otra hasta que todo el resto de la población se quedó acorralada con la espalda contra el último muro de granito del lugar. Sólo entonces, dijo Rialus, había accedido a parlamentar con cualquier perverso ser que los mandara.

—¿Tú miraste a la cara a su jefe? —preguntó Guldan. Había sido un hombre de elevada estatura en su juventud. E incluso ahora, sentado en su cámara del consejo real, algo encorvado por la rigidez de su espalda, seguía conservando un aspecto de natural nobleza. Sus rasgos eran firmes pero la voz le temblaba a causa de una cierta ansiedad—. ¿Cuál es su nombre?

—Calrach —contestó Rialus—. Jamás ha habido criaturas más extrañas. No había habido nada como ellos en el Mundo Conocido desde que los antiguos rechazaron a los dioses de Ithem…

—¿Dices que son dioses? —terció uno de los ayudantes de Guldan.

Rialus se desconcertó un momento.

—Bueno, no. Quiero decir simplemente que su aspecto es temible. De lo más alarmante.

Como casi todo lo de aquel extraño acertijo, Rialus pudo hablar un poco acerca de aquella cuestión con absoluta honradez. De pie en presencia de los numreks, le pareció estar viendo, a través del torcido cristal de una ventana y en otra era, unos seres cuya arcilla se había cocido en un horno distinto del de los hombres terrestres, destinados a habitar otro mundo en una época más antigua. Eran unos seres muy altos, por lo menos tres o cuatro cabezas más altos de lo normal, largas extremidades, anchos y planos hombros, como si llevaran una especie de yugo de cantos cuadrados bajo la piel. Tenían el cabello negro y unas pobladas cejas. Al principio Rialus pensó que llevaban la piel empolvada o pintada, de lo pálida que era. Al acercarse incómodamente a ellos, vio que era su matiz natural, un color como el de la mezcla ceremonial de leche con sangre de cabra que los vadayos bebían al empezar el año nuevo. Era una delicada membrana bajo la cual pulsaba un fino diseño de venas, todas tan claras como si las hubieran dibujado sobre papel y sostenido en alto delante de la luz de una lámpara.

Calrach, su jefe, mostraba su fuerza en las estriadas cuerdas de músculo que le sostenían el cuello. Hasta sus rasgos tenían una especial característica ardiente y flexible. Sus ojos eran de un castaño tan intenso que casi parecía sólido negro. Sus cejas seguían unos perfiles similares a los de los hombres normales, pero sobresalían más visiblemente, encrespadas como las olas del mar que empiezan a caer. Estaban traspasadas por varios gruesos anillos de plata, un metal tan profundamente incrustado que debía de haber pinchado el hueso. A Rialus le resultó casi imposible mantener la mirada en el rostro del hombre. Pero, en cuanto sus ojos se movieron, ya no pudo resistir volverlos, temiendo cada vez que la criatura lo siguiera mirando desde detrás de la misma máscara aterradora. Era un hombre y, sin embargo, no lo era.

Rialus dijo que como traductor utilizaba a un escriba mein, una revelación acogida con murmullos y jadeos de asombro por parte de sus oyentes aushenios.

—¿Hanish Mein conoce esta raza? —preguntó Guldan.

Rialus pensaba que tenía que conocerla y después añadió:

—Calrach no ofreció ninguna disculpa. Ninguna explicación o justificación. Dijo simplemente que nos teníamos que ir. Cathgergen ya no era nuestro. A los numreks les habían prometido la ciudad. Me puso en libertad para que otros pudieran saber que el enemigo se estaba acercando y ellos se pudieran preparar mejor para oponer resistencia.

—¿Cathgergen fue ofrecido por quién? —preguntó un ayudante aushenio.

Rialus encogió sus delgados hombros hasta las orejas.

—No lo sé, pero no estábamos en condiciones de discutir. Me dijo que corriera a decirle a mi pueblo que el fin había llegado. Nos cazarían para divertirse y nos asarían con espetones.

—¡No hablarás en serio! —dijo el rey—. Rialus Neptos, ¿te has vuelto loco? Las cosas que dices son increíbles. —El monarca pareció perder el hilo de sus pensamientos, pero recuperó la voz volviendo a su pregunta de antes—. ¿Te has vuelto loco?

Al gobernador no le costaba imaginar que sí. Jamás se hubiera podido inventar semejante cosa en el transcurso normal de sus mentiras. Calrach había dicho eso justamente. Había permanecido sentado allí riéndose con sus generales, diciendo las cosas más horribles como si Rialus no hubiera estado presente, como si un traductor no hubiera estado susurrando cada palabra al oído del trémulo anciano. Tuvo que apretar las rodillas para evitar vaciar la vejiga. Recordando el momento, Rialus experimentó un arrebato de envidia de aquellos que aún no habían visto lo que él había visto.

Los aushenios tenían más que unas cuantas preguntas para él. Sabían que ellos serían el siguiente objetivo lógico y sondeaban al gobernador exiliado en busca de más detalles, de sus observaciones y suposiciones. A Rialus empezaba a gustarle el papel de asesor de confianza… Eso era lo que siempre había deseado. Pero detrás de esta tentación de quedarse y de prestar una sincera ayuda podía ver los semblantes de Maeander y Calrach. Éstos lo ayudaron a mantenerse firme. Así pues, Rialus explicó a los aushenios que su deber le exigía viajar a Alecia. Guldan lo dejó en libertad, enviándolo con el destacado mensaje de que cualquiera que fuera el perverso propósito de esta horda, primero tendría que enfrentarse con los soldados de Aushenia. ¡Qué ideas tan sublimes!, pensó Rialus. Pero, como muchas ideas sublimes, no tenían más peso que el aire que las llevaba. Rialus no tenía la menor duda de que Aushenia caería en cuestión de dos semanas, un mes todo lo más. Esta valoración se la guardó naturalmente para él.

Rialus abandonó el reino a bordo de un bajel de la flota del monarca, contemplando el ajetreo de los preparativos militares en la orilla cada vez más lejana. Estaba satisfecho de sí mismo, una emoción que lo llenaba casi hasta reventar cuando desembarcó en la capital. Ansiaba una quinta en las colinas occidentales de Alecia desde que la viera por primera vez durante una breve visita de quince años atrás. Alecia: era para él el verdadero centro del Imperio acacio, el corazón palpitante desde el cual se irradiaba todo lo que de valor había en el mundo. Le encantaba la sola idea de aquel lugar, la riqueza que controlaba, los placeres que ofrecía, el poder que manejaba, el ilimitado laberinto de intrigas, los aparcamientos clandestinos. Apenas podía captar la densa complejidad de los cuadrantes de la ciudad. No importaba. Rialus creía desde hacía tiempo que prosperaría dentro del tenue resplandor de las murallas del centro de la ciudad calentadas por el sol, cubiertas de colgantes enredaderas y fragrantes sólo de dulces perfumes.

Era una lástima por tanto que llegara a las puertas de Alecia como un traidor al pueblo al que tanto adoraba. Trató de no pensar en ello y al final consiguió clavar sus pensamientos sólo en la abundancia de bienes que tendría al alcance de la mano. Tenía, tal como previamente le había confesado a Maeander, aliados dentro de la capital que compartían su deseo de ver repartida la riqueza de la ciudad. Algunos eran miembros de la familia Neptos, pero muchos otros habían sido alimentados por sus agentes en reuniones clandestinas, personas que se reunían en pequeños grupos y apenas sabían nada de los bolsillos de otras personas a las cuales también se cuidaba. Tenía una promesa que cumplir. No se echaba para atrás ante la sangre que otros derramarían en su nombre, con tal de que finalmente recibiera una parte de las recompensas que desde hacía tanto tiempo merecía. En sus primeros días en Alecia, Rialus fue un hombre de dos caras. Su rostro público derramaba lágrimas de dolor ante la inminente guerra. En privado sus ojos contemplaban las villas que se levantaban por encima de la ciudad, en busca de un nuevo hogar apropiado. Fiel a sus creencias antiguas, parecía que la Donante recompensaría a sus dignos seguidores.