21

Corinn soñaría con el último abrazo durante muchas noches después, hasta el punto de que el momento se convirtió en algo así como una maldición, una trampa de pesadilla hecha de los brazos de sus hermanos y del cuerpo moribundo de su padre. No importó que supiera que su padre no lo hubiera querido de esta manera. No importó que no hubiera nada más que él pudiera hacer, que fuera al final un último y torturado gesto de amor. Seguía deseando que jamás hubiera ocurrido. En lugar de verle tal como había hecho, hubiera preferido no verle aquella última vez. Algunas cosas mejor dejarlas incompletas, pensó, mejor dejarlas inconclusas para siempre.

Lo que ocurrió en la estancia entre el rey y sus cuatro hijos fue sencillo. Él los esperaba en la cama, recostado sobre unas almohadas en posición sentada. Corinn permaneció detrás de los otros mientras corrían hacia él y caían de rodillas junto a su lecho. Incluso desde cierta distancia pudo ver a un hombre más devastado de lo que ella hubiera podido imaginar. Había pensado en él a lo largo de toda la víspera, lo había imaginado con dolor, en distintas posiciones y condiciones e incluso inmóvil en la muerte. Pero cuando finalmente lo vio… Fue como si un demonio encapuchado que hubiera dominado sus sueños toda la noche se hubiera quitado la capucha a la luz del día; en lugar de calmar sus temores, el demonio había resultado ser más horrible de lo que ella había imaginado. Quería dar media vuelta y escapar. Hubiera podido hacerlo, sólo que los ojos del rey se clavaron en ella a partir del momento en que entró y parecieron mirarla a ella sola.

Inicialmente los demás susurraron su alivio al verlo, su horror por lo que había ocurrido, sus deseos de que recuperara la salud cuanto antes. Pero él no pudo escucharles mucho rato. Les indicó que guardaran silencio levantando un brazo y moviendo los dedos a través del aire. Los hijos esperaron, pero pareció que no había nada más que él les pudiera ofrecer. Ella se había dado cuenta antes que sus hermanos de que él no podía hablar, de que estaba terriblemente débil y tal vez a sólo unas horas de la muerte. No les podía hacer ningún discurso. No les podía hacer ningún último regalo ni dirigirles palabras de sabiduría. No podía, comprendió Corinn, cumplir las promesas que le había hecho.

Y comprendió antes que los demás el significado de sus brazos levantados. Les dirigió, temblando, un amplio gesto inicial. Aliver dio un paso atrás, pensando aparentemente que el rey utilizaba los brazos para iniciar un discurso acerca de algún tema que exigía el reconocimiento de la grandeza de las cosas. Pero no era eso. Simplemente los mantuvo a uno y otro lado hasta que los hijos vieron la invitación por lo que era. Entonces se apretujaron torpemente en el abrazo que él les ofrecía, Corinn la última en aceptarlo. Pareció que sólo ella comprendió lo horrible que era permanecer amontonados encima de un moribundo sin decir nada en absoluto pero abrazándose los unos a los otros con los ojos llenos de lágrimas.

Así fue como los hijos Akaran pasaron sus últimos minutos con su padre. Corinn, al salir de la habitación, corrió por delante de los demás, ignorando las súplicas de Mena de que se quedara con ellos. No pudo. En lugar de sentir más fuertes los vínculos de la sangre, el contacto con ellos le escoció como tentáculos. Huyó en cuanto pudo. Se escondió en sus aposentos privados y ordenó a sus guardias que no permitieran que nadie la molestara.

O sea que fue detrás de una puerta cerrada cuando se enteró de la muerte de su padre aquel día. La noticia le llegó primero en un susurro. Después, unos pocos momentos más tarde, la enorme campana alojada en una de las torres más altas empezó a doblar, lenta, profunda y lastimera. Sabía que estaba allí, pero jamás la había oído anteriormente. Se utilizaba con un solo propósito: anunciar la muerte de un rey Akaran. Entre sus toques oyó el creciente coro de los gemidos de los criados, una manifestación audible de aflicción que reptó por todo el palacio y bajó hacia la ciudad inferior y el puerto para ser enviada al mundo desde allí. Corinn se cubrió las orejas con las manos, pero no pudo bloquear los sonidos.

La semana siguiente transcurrió en una triste y borrosa confusión. Si hubiera podido, se habría encerrado inmediatamente en su habitación y rechazado el mundo. Pero no se le ofrecía semejante alternativa. Su presencia se exigía diariamente, al parecer a todas horas, ella hacía poco más que ocupar espacio, una cáscara vacía de sí misma que persona tras persona abrazaba o ante la cual se inclinaba o derramaba lágrimas. Permaneció de pie al lado de sus hermanos mientras las masas cantaban con ellos el lamento por la muerte de su padre. Permaneció de pie mientras los tambores tocaban la lenta y marcial endecha que sólo se interpretaba para los monarcas difuntos. Permaneció de pie sin escuchar la interminable sarta de oraciones fúnebres, nobles llegados de cerca y de lejos, cada uno de ellos expresando su dolor con palabras que se superponían las unas a las otras y perdían significado individual. Sabía que detrás de la sombría fachada crepitaba y crujía un zumbido eléctrico de ansiedad. Sabía que la gente hablaba en susurros de las horribles posibilidades que se cernían en el horizonte, pero su dolor personal era más que suficiente para ocuparla. No le importaba nada de lo que pasaba en el más vasto mundo.

Al final de la semana las sacerdotisas de Vada y sus acólitos prepararon e incineraron el cuerpo del rey. Era uno de los exclusivos papeles de estado que les quedaban y lo cumplieron con solemnidad. Cuando salieron con la urna de las cenizas del rey, fue un alivio de los ritos. Sus cenizas no serían dispersadas, Corinn lo sabía, hasta un día de finales de octubre. No esperaba con ansia aquella ceremonia, pero aún quedaba un poco lejos.

En cuanto le fue posible, invocó los antiguos ritos del duelo. Mantuvo las ventanas cerradas y hasta prohibió a sus servidores que la miraran. La comida y las bebidas se las tenían que dejar fuera de la puerta de su dormitorio, aunque ella apenas las tocaba. Pasaban los días, uno disolviéndose en el siguiente sin que nada cambiara. Mena fue a verla dos veces, Aliver una vez y hasta Dariel le envió un mensajero suplicándole que saliera, pero ella los rechazó a todos. Entraba y salía del sueño, a través de ensoñaciones y recuerdos, visiones del pasado que parecían muy lejanas. De vez en cuando la sorprendía la constatación de lo traidora que era la ilusión del tiempo. Las cosas que antes había ya no podían volver a ser. Las cosas a las que antes se aferraba —su madre, su padre— no eran más reales que las imágenes evocadas en su mente. ¿Y ésas de qué servían? No se podían tocar. No se podían sopesar en la palma de la mano ni ver con los propios ojos ni oír en el aire. Su vida sería tal como imaginaba en sus oscuros momentos: estaba siguiendo el camino de perder una cosa querida tras otra. Así sería su vida hasta que ella misma fuera tragada por las fauces del mismo hambriento olvido. No podía afrontarlo. Y no lo hizo. Por lo menos, no hasta que el mundo acudiera a ella de una manera de la que no deseaba apartarse.

Oyó los amortiguados gritos de la sala de espera, el golpe de algún objeto de gran tamaño que caía al suelo y el rápido taconeo sobre las piedras. No le pareció suficiente como para levantarse de donde estaba tumbada sobre el amplio espacio de su mullida cama. Al primer impacto contra la puerta sólo levantó la cabeza y se limitó a mirar con ojos soñolientos hacia allí. Pero cuando la puerta se abrió de par en par, comprendió finalmente que alguien tenía efectivamente el propósito de entrar para verla.

Igguldan entró a trompicones por la puerta abierta y estuvo a punto de caer de bruces al suelo. Se puso rápidamente de rodillas, giró sobre sí mismo hasta ponerse de pie y dio unos precipitados pasos en la estancia. A su espalda varios guardias traspasaron hombro con hombro la puerta. Estaban tan interesados en llegar hasta él que se detuvieron un momento aporreándose unos a otros y soltando maldiciones mientras blandían con torpeza las espadas para no hacerse daño. Los ojos de Igguldan miraron rápidamente a su alrededor en la estancia. Vio a Corinn al pie de su cama con una mano sobre su corazón. Dio un pequeño paso más y se detuvo. Los guardias, ya libres de la puerta y corriendo hacia él, se acercaron y se quedaron mirando a los dos jóvenes sin saber cómo actuar.

—Princesa Corinn —dijo Igguldan—. Perdóname la intrusión. Sé que es horrible que lo haya hecho, pero tenía que verte. Tenía que ver que estabas bien y…

Uno de los guardias intervino. Él también empezó pidiendo perdón y explicando que el príncipe había pasado corriendo por delante de ellos sin atender a sus exigencias de que se detuviera.

Corinn lo interrumpió con un gesto de la mano.

—Dejadnos —dijo.

En cuanto estuvieron solos, Igguldan volvió a pedir disculpas. La princesa le dijo que no lo hiciera. Él le preguntó por su salud y empezó a expresarle sus condolencias, pero Corinn volvió a pedirle que se detuviera. Él permaneció de pie un momento como pensando lo que tenía que decir. Y después lo hizo muy directamente.

—Me han llamado de Aushenia —dijo—. Mi padre teme por mi vida, creo. Además, está nervioso por otras cosas, movimientos en el norte. Sólo he recibido una breve orden enviada a través de una paloma. Pero tengo que irme, Corinn. —Tras un momento de vacilación, añadió—: No te quiero dejar así.

Corinn se retorció las manos nerviosa y sin saber por qué lo había recibido. Sabía que no estaba arreglada, con un vestido arrugado y el cabello enmarañado y sin lavar. Bajó la mirada e hizo señas hacia algo fuera de la estancia en la esperanza de que él apartara los ojos de ella.

—Parece que el mundo está alborotado.

—Lo está, más de lo que tú te imaginas. Toda la isla está alborotada. Los barcos van y vienen a cada hora del Continente. Los gobernadores de Alecia han estado reunidos ininterrumpidamente en sesión. El tratado entre nuestras naciones no es oficial, pero parece que los gobernadores nos quieren como aliados. Corren rumores de que un ejército ha puesto asedio a Cathgergen. Tu hermano lo está llevando todo como un hombre. Tendrías que estar orgullosa de él, aunque se encuentra en una extraña situación… ya no es sólo un príncipe pero tampoco realmente un rey.

Corinn preguntó cuándo se iría. Él contestó que zarparía rumbo a Alecia a la siguiente salida del sol. Allí recogerían a unos representantes con quienes su padre se quería reunir y zarparían directamente rumbo a Aushenia. No dio más detalles que éste, pero mientras ambos consideraban su viaje en silencio, Corinn no pudo por menos que sentir todas las tristes millas de distancia que se interpondrían entre ellos. Recordó las frías aguas donde el príncipe había nadado, el ondulado paisaje boscoso. Qué maravilloso debía de ser cabalgar entre aquellos gigantescos árboles. Se imaginó a Igguldan haciendo eso justamente. Lo vio galopando a través de una espesura azotada por el viento, totalmente distinta de la cuidada joya del mar que era Acacia. Aushenia estaba muy lejos, y no sólo en términos de distancia. Era un lugar salvaje en el que uno se podía perder o reinventar de otra forma distinta.

—¿Crees que podría ir contigo? —preguntó—. No te supondría ninguna carga. Es que quiero escapar de este lugar. Quiero estar contigo, sólo contigo.

No lo había pensado en absoluto desde la muerte de su padre, pero mientras pronunciaba las palabras se convenció de que eran verdad. Eso era lo que ella quería ahora, más que ninguna otra cosa.

Igguldan deslizó las manos a su alrededor y las entrelazó con firmeza. Juntos se agacharon hasta el borde de la cama y se sentaron el uno al lado del otro.

—Ojalá el mundo no estuviera tan loco y yo te hubiera conocido en otro momento. Tu padre era un hombre especial. Cuando vi que lo habían atacado, me puse furioso. ¡Auténticamente furioso! Pero, aun así, seguía pensando en ti. Todo lo que oía o veía me recordaba a ti. Me dije: «Eso no está bien. Domínate». Pero no pude. Y entonces pensé: «A lo mejor eso es amor. Eso es lo que es. Estás enamorado de la princesa Corinn». Sé que no es correcto que lo diga de esta manera. Pero el tiempo es tan corto… Tenía que verte una vez más antes de que los dos huyamos en distintas direcciones. Necesitaba que supieras que eres amada. Adondequiera que vayas en el mundo, te llevas mi amor.

Una vez más el príncipe consiguió decir la frase perfecta. Ella era amada. Él —valiente, apuesto y fiel— la amaba. Ella le estrechó la mano y se inclinó ligeramente hacia delante.

—No me voy a ningún sitio —dijo, pensado que él se había equivocado—, ojalá pudiera hacerlo. Me iría contigo si tú me lo pidieras.

La presa del príncipe se aflojó ligeramente.

—¿Todavía no te lo han dicho? Corinn, mañana también tú te vas a ir. Lo sé porque tu hermano me lo ha dicho en confianza. Estaba furioso y no se pudo contener. Todos los hijos Akaran tienen que abandonar la isla en busca de refugio. El canciller cree que estaréis más seguros en otro sitio que no sea Acacia, en algún lugar secreto.

—¿Algún lugar secreto? —susurró la princesa.

El príncipe, pensando que ella lo estaba apremiando a que le facilitara más información, reconoció que no sabía nada más, pero, en realidad, Corinn no esperaba que le contestara. Simplemente estaba considerando la posibilidad de aquel lugar secreto. ¿Dónde podía estar? Había soñado a menudo con viajar a lejanos lugares, preguntándose cómo sería recibida allí, y si sería o no considerada guapa. ¿Viajarían ellos a Talay? ¿A la costa de Candovia? ¿Zarparían rumbo a la Islas Exteriores o a algún otro lugar muy distante del corazón del imperio? ¿O sería simplemente Alecia? No era un lugar secreto para nada, pero, a lo mejor, ella estaba pensando demasiado a lo grande. Quizá pasaría unas cuantas semanas allí, encerrada en una habitación de la capital. Aunque la noticia no la sorprendió, no experimentó la sensación de urgencia que hubiera debido. Por lo menos, significaba movimiento, cambio, irse del palacio. Todas estas cosas no podían ser malas, ¿verdad?

Le preguntó a Igguldan adónde iría si pudiera esconderse en algún sitio. La pregunta lo pilló un poco por sorpresa. Tras una pausa, dijo que preferiría esconderse en el lejano norte de su propio país, más que en ningún otro sitio. Había un rincón en Aushenia donde el bosque subía directamente hasta las losas de la base de la Cordillera Gradthica. Era un lugar frío, pero el aire allí es tan agradable que el hecho de respirarlo lo llena a uno de salud y vigor. Las propias montañas eran un solitario lugar casi todo el año, el hogar de los grandes osos pardos y de una clase de lobos distinta de las que frecuentaban el bosque. Él sólo había estado allí una vez unos cuantos años atrás, pero jamás había olvidado la sensación de haber estado en aquellas rocas al atardecer, con las montañas a su espalda y los antiguos bosques que se extendían hacia el sur directamente sobre el horizonte, con toda la escena iluminada por una serie de colores mientras los bosques cada vez más oscuros recibían la brillante luz del sol y las águilas volaban por encima, ejerciendo su labor de patrulla. Jamás había sido tan consciente de la soledad como en aquel momento, pero también había experimentado un ancestral orgullo. De aquellas tierras había emergido su gente. Eran ásperas y duras, pero eran también de su propia carne y sangre. Habían salido de los bosques para dirigirse a la costa sureña y habían encontrado Aushenia. Habían dejado a su espalda los lobos y los osos y habían ocupado el lugar que les correspondía como guardianes del territorio. Era algo que él tenía en común con todos los aushenios.

—Ya lo verás —dijo.

—Me gustaría —dijo Corinn—. Dime que me aceptarás e iré contigo. Puedes ser mi guardián y me puedes llevar a este salvaje país tuyo. Puedes cazar carne fresca para mí y protegerme de los osos y de otras criaturas. El mundo puede seguir adelante sin nosotros.

Las manos de Igguldan estaban húmedas entre las suyas. Ella lo notó cuando él se apartó, permitiendo que el aire fresco tocara la humedad. ¿Qué era lo que ella acababa de decir? Lo quería, pero la perspectiva era tan amplia que no acababa de captarla. Podría ser un absurdo error; no podía decirlo. En cualquier caso, con la retirada de su mano, Corinn estuvo segura de que Igguldan estaba rechazando su ofrecimiento. Esperó a que él se lo dijera.

El propio príncipe buscó con los dedos en el bolsillo de su pechera y sacó un sobrecito sellado con cera.

—Esto lo he escrito para ti —dijo—. No estaba seguro de ser tan valiente como para dártelo. Sigo sin estar seguro de ser tan valiente… pero te lo doy de todos modos.

Introdujo el sobre doblado en la palma de su mano y cerró los dedos a su alrededor.

—¿Qué es eso?

—Lo verás cuando lo leas, pero no lo hagas ahora. Léelo más tarde. —Se levantó y tiró de ella para que se pusiera de pie—. Ahora tenemos que enfrentarnos a este desafío. Corinn, me gustaría mucho mostrarte mi país y todo aquello que tú deseas que se haga realidad, pero ahora no es el momento. Mi padre me ha llamado a casa porque nos enfrentamos a la amenaza de la guerra. Tengo que responderle. Y tú, tú tienes que hacer lo que dice el canciller. Seguro que tiene razón en eso. —Acalló las protestas de Corinn estrechándola en sus brazos, primero un fuerte abrazo, pero después una caricia—. Por favor, Corinn. Déjame primero servir a mi padre y a tu recuerdo. Después vendré por ti. ¿Me recibirás? Tengo que saber que lucho por ti. Si lo sé, nadie podrá derrotarme.

Corinn consiguió inclinar la cabeza. Igguldan apretó el rostro contra el suyo, con su cálida piel lisa y suave. La besó en la mejilla. Después dio media vuelta y se acercó rápidamente a la puerta.