20

Desde Cathgergen varias aves mensajeras de la variedad norteña de alas cortas cruzaba el Mein en pequeñas etapas. Cada una de ellas encontraba puntos del camino que eran poco más que afloramientos de roca en medio del mar de hielo y nieve, pequeñas chozas en cuyo interior los hombres se acurrucaban al lado de unas jaulas de alambre, arrullando y acariciando a las palomas que cuidaban, ermitaños de largo cabello unidos al mundo de otros seres humanos sólo por medio de los pájaros. Esta ruta era antigua, establecida hacía mucho tiempo y conocida tan sólo por los pocos seres humanos que la mantenían en activo. Funcionaba con sorprendente seriedad. Gracias a ello un correo aviario llegaba a Tahalian sólo cuatro días después de haber sido despachado desde los climas templados de Acacia, una fracción de lo que le hubiera llevado a un ser humano recorrer la misma distancia.

Mientras el ave aterrizaba en una parte de Tahalian, doblaba las alas, curvaba las trémulas patas alrededor de su percha y ofrecía su carga a otro cuidador, el pretendido destinatario del mensaje se levantó de un taburete de tres patas en un hundido circo de arena labrado en los campos detrás de la fortaleza, un espacio llamado el Calath. La estructura era la obra de centenares de hombres a lo largo de muchos años. Construidas con recios troncos de madera dura, las vigas del circo se entremezclaban creando un efecto de arcos unidos con juntas de hierro, suspendidas por encima de un área de quinientos metros cuadrados. Era lo suficientemente alta y ancha como para albergar maniobras militares, ejercicios de marcha y adiestramientos con armas. Hasta se reproducían en secreto batallas enteras, ocultas a miradas curiosas, protegidas de las inclemencias del tiempo. Era un monumento funcional a la causa militar. Y era también el orgullo secreto de una raza de personas a las que ya no estaban oficialmente permitidos ni los secretos ni el orgullo. A pesar de su grandeza, el Calath albergaba una contienda entre sólo dos hombres.

Hanish Mein se situó en el centro del círculo abierto para él. Se inclinó ante el hombre que había jurado matarle y asintió con la cabeza para indicar que estaba preparado para empezar la danza Maseret. Hanish era de estatura mediana y de complexión delgada e iba vestido con una corta falda y una thalba, una prenda que dejaba los brazos al aire, hecha con una sola lámina de fino cuero curtido envuelta alrededor de su torso con la ayuda de unos criados. Llevaba el cabello más corto que la mayoría de los hombres del Mein, recortado a los lados y bajo la curva posterior del cráneo. Sólo sus trenzas, tres en total, llegaban hasta los hombros, dos de ellas entretejidas con cuero de caribú y una con seda verde. Sus rasgos parecían esculpidos con el propósito de que la atención se concentrara en sus ojos: despejada frente surcada de finas arrugas, pómulos prominentes, nariz aguileña con puente poco marcado. En una de las ventanas de la nariz había una minúscula cicatriz. Su piel era de una suave y lechosa blancura, sobre todo en la carne por debajo de los párpados inferiores. Éstos, bajo la luz adecuada, resplandecían decididamente, destacando las grises órbitas por encima de ellos que les confería una característica que los extraños a menudo confundían con languidez.

El soldado que se enfrentaba a Hanish superaba al jefe en una cabeza, un hombre de largas extremidades que llevaba muy bien su envergadura. Tenía una sólida musculatura y el brillante cabello rubio tan amado por su raza. Llevaba dos trenzas entretejidas con seda verde, lo cual indicaba que había danzado anteriormente aquellos pasos y había vivido para contarlo. Era un respetado guerrero que se había sentado al lado de Hanish durante los años de la lenta germinación de sus planes. Había supervisado el adiestramiento del ejército secreto bajo la dirección de Hanish. Sólo ahora, la víspera del ataque, su ambición lo había impulsado a desafiar a su jefe.

Alrededor de las dos figuras se había reunido un puñado de asistentes, oficiales del Mein; el instructor jefe de Maseret; un cirujano; y un anillo de punisari, las fuerzas especiales que servían aquí de guardaespaldas reales. Entre ellos había también dos encapuchados sacerdotes de los tunishnevre. Uno de ellos esperaba para trasladar el cuerpo de cualquiera de los dos danzarines que hubiera resultado muerto a la cámara sagrada para que pudiera reunirse inmediatamente con sus antepasados. El otro estaba preparado para cumplir los ritos de la realeza si prevaleciera el aspirante y se adelantara para ocupar el lugar de Hanish como jefe. Haleeven, el más íntimo asesor de Hanish, estaba situado en el extremo del grupo. Era un hombre de baja estatura según los patrones del Mein, pero fornido y fuerte como un oso, con una prominente nariz quemada por la escarcha y un encaje carmesí de vasos sanguíneos grabado en la parte superior de sus mejillas. Era el tío del joven caudillo.

Más allá del círculo interior, Calath rebosaba de combatientes. Miles de soldados aguardaban acorazados para la batalla, con las armas en la mano o ajustadas con correas a la espalda, unos diez mil pares de ojos gris azulados. Casi todos ellos llevaban el cabello de lino peinado según el enmarañado estilo de los guerreros del Mein, lo cual no era algo especialmente insólito, pero nunca dejaba de alterar la sangre de todos y cada uno de los hombres lo bastante afortunados como para verlo. Hanish levantó los brazos en respuesta a sus aclamaciones. Sabía por qué gritaban tanto y deseaba que vieran que él, el primero de ellos, creía en el Maseret. Un pueblo fuerte merecía un caudillo fuerte que no temiera someterse a prueba. Se pidió a sí mismo desprenderse de su amor a la vida, desprenderse del temor, desprenderse del deseo. Se desprendió de todo lo que hacía a los hombres inferiores y presa de los errores para poder actuar mejor y tener la suerte de recordar aquellas cosas más tarde.

Mientras ambos hombres se acercaban a una sorprendente distancia, empezaron a moverse en una lenta curva, un paso hacia el otro, después retrocedieron y después se deslizaron de uno a otro lado. A unos ojos que no conocieran el Maseret, la parte inicial de la danza les hubiera parecido lentamente aburrida y casi afeminada. Primero Hanish y después su adversario ofreció al otro una visión de su perfil y después la retiró. Las piernas se cruzaron entre sí. Un pie se deslizó unas pocas pulgadas hacia delante. Giraron desde las caderas como si las partes inferiores y superiores de sus cuerpos obedecieran a mentes distintas. Aunque ninguno de ellos hizo una indebida exhibición, cada uno iba provisto de una sola arma, una daga corta envainada sobre el abdomen. La estrecha hoja medía unas seis pulgadas de longitud. Parecía un cuchillo para filetear truchas de río, aunque la calidad del metal era muy superior.

El jefe dominaba tan por completo los bien pautados movimientos, que una parte inferior de su conciencia los pasaba por alto. Trataba de presentar una fachada de tranquila diversión, exenta de cualquier indicación del cómo, cuándo o dónde podría atacar. Al mismo tiempo, estudiaba a su oponente en busca de cualquier debilidad que él pudiera aprovechar. Con la fuerza de su voluntad aceleró el más alto nivel de su conciencia. La libró de los miles de detalles irrelevantes del mundo para poder concentrarse en las pocas cosas que ahora eran importantes para su supervivencia. Su instructor del Maseret le había dicho una vez que se imaginara a dos cobras enfrentadas en la jungla. Interpretan un extraño ballet, moviéndose despacio al principio, sin que ninguna de ellas haga el más mínimo movimiento en falso. Y, cuando ocurre, el golpe fatal se produce en un abrir y cerrar de ojos. Aunque jamás había visto una cobra viva, Hanish jamás olvidaba la imagen. La había utilizado antes y cada vez que su primer golpe había sido tan rápido como una chispa entre dos pedernales, tan inmediato desde la idea a la acción, que sólo después se daba cuenta de lo que había hecho. Ambos hombres establecieron su primer contacto con las palmas de las manos. Se inclinaron el uno hacia el otro y se enfrentaron con los cuellos juntos, las barbillas apoyadas en el hombro del otro y los brazos y los dedos en busca de presa. Se movieron en círculo, empujando desde los tobillos a través de las piernas y el torso, midiéndose el uno al otro el peso y la fuerza. Desde el punto de vista de la pura masa y poder muscular, Hanish estaba menos desarrollado, pero en pocos movimientos supo que su rival actuaba con la pierna derecha. Puede que ello se debiera a una vieja herida que le hubiera dejado la extremidad vacilante cuando la pierna se lanzó hacia fuera desde la rodilla. Las articulaciones del hombre se movían más sueltas cuando se adelantaban que cuando se retiraban. No era una criatura que se sintiera cómoda cuando retrocedía. A pesar de sus esfuerzos por disimularlo, este hombre prefería atacar primero. Ansiaba el primer momento de echarse hacia delante, especialmente un momento en que se adelantaría, con la pierna derecha lanzada…

El jefe rompió el abrazo y se apartó dando vueltas. Con la barbilla apuntando hacia los espectadores, extrajo la daga. El soldado hizo lo mismo. Hanish no se sorprendió cuando su oponente tensó los músculos de la adelantada pierna derecha, se torció desde el torso, lanzó la hoja con el revés de la mano y proyectó el brazo en diagonal con toda la fuerza de su cuerpo. Había deseado, en efecto, atacar primero.

La alarma se hizo visible en el rostro del soldado antes incluso de haber completado el movimiento. Llegó el momento en que hubiera tenido que atacar a Hanish en la parte superior derecha del pecho, pero, en su lugar, no tocó nada. Hanish se había agachado lo suficiente como para evitar el golpe. Giró una vez sobre sí mismo, se incorporó por completo y lanzó su daga hacia el centro al descubierto de la parte superior de la espalda del hombre. Supo por la manera en que el acero se hundió del todo hasta su puño cerrado que la hoja se había deslizado entre las costillas del hombre sin clavarse en el hueso. Inclinó la hoja y tiró de ella siguiendo la estrecha raja entre los huesos. Cortó una parte del corazón a través del sector posterior de un pulmón y extrajo la daga a través del denso tejido de los músculos de la espalda del hombre.

El hombre se desplomó. Los soldados reunidos rompieron en vítores mientras una ensordecedora y reverberante cacofonía dio lugar a que la nieve del tejado empezara a vibrar. Estaban entonando el nombre de Hanish. Se golpeaban el pecho con el puño. Una parte del ejército empujó hacia delante como una ola hacia él, apenas contenido por los punisaris que golpeaban violentamente a los hombres en la cabeza y los pinchaban con las puntas de sus lanzas. Ya de niño Hanish causaba un tremendo efecto en su pueblo. Parecían ver en él una resurrección de los héroes antiguos, destacado una vez más por la súbita y mortal precisión de su golpe.

Hanish cerró los ojos y pidió en silencio a sus antepasados que aceptaran a aquel hombre por su dignidad. «Que ahora sea un guerrero entre vosotros», pensó. Murmuró en su fuero interno las palabras que le habían enseñado para semejantes momentos. «Que su espada sea el viento en la noche y su puño, el martillo que golpea la tierra y la hace temblar. Que los dedos de sus pies se estiren y empujen el mar hacia atrás y que su semilla caiga desde los cielos sobre los vientres de bellas mujeres…» Inesperadamente el nombre del soldado sonó en su cabeza y con él una imagen del muchacho que antaño había sido, un recuerdo de risas compartidas entre ambos: todos estos pensamientos Hanish los volvió a empujar hacia el lugar que les correspondía.

Cuando volvió a abrir los ojos, miró a los sacerdotes. Los santos varones levantaron sus manos y se echaron hacia atrás las capuchas, dejando al descubierto unas cabezas de espectral cabello dorado, buena parte de cuyas hebras habían sido arrancadas, dejando al aire el pálido cuero cabelludo que brillaba debajo. Ello tranquilizó a los soldados que emitieron unos apagados susurros y unas ásperas peticiones de silencio.

—Ésta es la voluntad de los tunishnevre —dijo uno de los sacerdotes. Hablaba con suavidad, pero su voz cargó de energía el aire—. Que no les falles, señor, la próxima vez que seas sometido a prueba.

Dicho lo cual, ambos doblaron la cintura y se retiraron deslizándose con sus zapatillas forradas de piel que patinaban por el bosque como si éste fuera de hielo.

Hanish volvió a levantar los brazos hacia los espectadores que arreciaron en su entusiasmo de un momento atrás. Se acercó a ellos, extendiendo los brazos por encima de sus guardias, agarrando a los hombres por los brazos, dándoles juguetones empujones y recordándoles las grandes cosas que tenían por delante y el poder intemporal de los tunishnevre. Eran fuertes sólo juntos, dijo. Y él no se diferenciaba de ellos. Cualquiera de ellos podía comprobar aquella verdad. No importaba la vida de nadie a no ser que estuviera comprometida con toda la nación mein. En eso —como en otras muchas cosas— eran distintos de sus enemigos Akaran.

—Nosotros los del Mein vivimos con el pasado —gritó—, que respira a nuestro alrededor y no se puede negar. ¿No es así?

Los presentes gritaron que así era.

—Y, en verdad, hemos hecho pocas cosas de las que tengamos que avergonzarnos. Son los Akaran los que reescriben el pasado según su conveniencia. Son ellos los que olvidan que Edifus no tuvo un hijo sino tres. No pueden nombrarlos, pero nosotros sí. Thalaran, el mayor, Praythos, el más joven, y Tinhadin en medio.

Cada uno de ellos fue acogido con gruñidos de desagrado, con maldiciones y salivazos escupidos al suelo.

—Calma, calma —dijo Hanish para que se tranquilizaran, hablando ahora en voz más baja de tal manera que tuvieron que estirar el cuello para oírle—. Estos dos hermanos lucharon junto con Tinhadin para asegurar y ampliar el dominio de su padre. Lo hicieron con la ayuda del Mein. Nosotros somos sus aliados. ¿Y cómo nos lo pagaron? Yo os lo diré. Poco después de la muerte de Edifus, Tinhadin asesinó a sus hermanos. Masacró a sus familias y a todas las mujeres e hijos de las facciones que los apoyaban. Después masacró a casi toda la clase real del Mein cuando protestaron. Vosotros sabéis que eso es cierto. Nosotros los del Mein, que habíamos sido tan firmes aliados de Edifus, fuimos calificados de traidores al reino. Pero el núcleo de la disputa fue que Hauchmeinish…

Un rugido brotó del ejército ante la mención del antiguo nombre.

—Sí —añadió Hanish—, nuestro amado antepasado aborrecía la idea de comerciar con esclavos con los lothan aklun. Declaró la Liga Naval como piratas y entró en guerra con ellos. Fue por eso por lo que nos masacraron y traicionaron. Fue en castigo por nuestras virtudes por lo que nos exiliaron a esta helada planicie. Pero aquel exilio pronto se acabará, hermanos, ¡y vosotros veréis la libertad con vuestros propios ojos!

Fuera de la arena, caminando por un oscuro pasadizo, Haleeven habló con su sobrino.

—Sabes cómo agitar la sangre. Pero estos combates me atacan los nervios, Hanish. No son aconsejables teniendo en cuenta el momento al que nos enfrentamos. Ahora mismo podría estar contemplando fácilmente tu cadáver.

—Era urgente —replicó Hanish—, teniendo en cuenta sobre todo el momento al que nos enfrentamos. Si no puedo vivir siguiendo los códigos de los antepasados, ¿qué valor tiene mi vida? Son los viejos que bendicen nuestros cuerpos en la batalla los que aprueban nuestras aptitudes o las rechazan. Tú lo sabes, Haleeven. ¿De qué otra manera si no podría yo estar seguro de que los tunishnevre me siguen dando su bendición? A veces me sorprendes, tío. No es importante la vida de nadie, lo es tan sólo el objetivo.

El otro hombre sonrió con un lado de la boca.

—Pero cada hombre tiene su lugar dentro de este objetivo. Manleith no era amigo tuyo. Quería la gloria que pronto será tuya, eso es todo. No te tenía que haber desafiado ahora, sobre todo a ti, la vigesimosegunda generación…

—Yo no soy el único hijo de esta generación —replicó Hanish—. Mi papel es guiarlos con el ejemplo. Por eso he danzado con Manleith. Era un amigo de mi juventud. Piensa en los hombres de esa estancia. Piensa en cómo marchan ahora, en cómo se ejercitan para la futura guerra. Con la mirada despejada, físicamente preparados, ninguno de ellos contaminado por el vapor. ¡Piensa en eso! Compara a nuestros hombres con los millones que hay en el mundo y que son esclavos del engaño. Si crees que yo los puedo mantener leales a mí sin demostrarles mi lealtad a ellos, te equivocas.

Con estas palabras Hanish dejó a su tío supervisando el adiestramiento. Empujó las puertas de madera de pino y subió las escaleras para abandonar Calath y salir al aire libre. Un viento huracanado lo azotó con tal fuerza que tuvo que detenerse un momento separando las piernas y cubrirse el rostro con una mano para protegerse de las minúsculas astillas de hielo que le acribillaban las mejillas y los ojos. A pesar de que lo había soportado todo a lo largo de sus veintinueve años de vida, la dureza del invierno del Mein jamás dejaba de sorprenderlo, sobre todo cuando salía del gigantesco refugio de Calath o del calor de la fortaleza interior. Parecía que la noche invernal fuera una enfurecida criatura viva. Cuanto más se atrincheraban ellos y hacían posible la vida en la altiplanicie, tanto más el viento se empeñaba en empujarlos contra las piedras de la montaña, tanto más el frío encontraba maneras de entrar en sus defensas. Hanish se inclinó hacia delante e inició el breve paseo a través del territorio helado, la masa de sombras de bajos obstáculos que era Tahalian apenas era visible a través de la tormenta.

Un ayudante, Arsay, se reunió con él en el interior de la fortaleza. Sostenía en la mano un pequeño rollo para que él lo tomara.

—Un mensaje de Maeander —dijo—. Thasren ha tocado a Leodan. Caminó, durmió y comió sin que se enterara el enemigo, y después se le echó encima en un banquete y lo traspasó con una hoja ilhach. El tiempo del idilio del rey ha terminado.

Hanish tomó la nota entre sus dedos pero no la leyó. Había pensado en la misión de su hermano todos los días desde que Thasren había partido y, sin embargo, con la sola mención de su nombre experimentó una pizca de vergüenza por el hecho de que hubieran pasado unas cuantas horas sin pensar en él. Thasren, ahora varias semanas solo en tierra extranjera, con la vil traición de Acacia a su alrededor, con su vida diariamente en una especie de peligro muy distinto del Maseret. Hanish sabía que Thasren siempre se había sentido el hermano inferior. El más joven, el menos preparado para la guerra, el más lejano de la pertenencia al linaje patriarcal de su padre. Ser un tercer hijo entre los del Mein no era fácil. Pero semejante espina retorcida en el costado de uno puede ser un regalo si impulsa a uno a la acción. Eso era lo que la sabiduría mein decía.

—¿Y mi hermano?

Arsay apartó los ojos al oír la pregunta y contestó con una antigua fórmula utilizada para indicar una muerte honrosa.

—Pide ser alabado.

—Lo será —dijo rápidamente Hanish.

Dio orden a Arsay de convocar a un consejo de generales a la mañana siguiente. Dijo que enviara a dos mensajeros, uno a las montañas para alertar al ejército allí escondido de que había llegado el momento, otro a Maeander en Cathgergen, diciéndole que soltara a los numreks. Y tendría que animar a los oficiales navales mercenarios tanto tiempo invitados en aquella tierra rodeada por el hielo. Ya habían bebido suficiente aguardiente, dormido lo suficiente rodeados por los placeres que el Mein podía ofrecer. Ya era hora de que se ganaran los encargos que tenían que cumplir. Se encontraban a dos leguas del mar, pero una flota estaba preparada, otro proyecto secreto que llevaba varios años en construcción. Pronto estaría a punto, surcando un gélido océano.

—Me reuniré con todos ellos mañana —dijo Hanish—. Y avisa a mi escriba de que mañana también lo convocaré. Esta noche permaneceré en vela con los antepasados. Estarán deseosos de comprender el destino de Thasren. Tendría que explicárselo. Y tengo que limpiarme de la sangre de mi oponente. Será una velada muy larga.

Arsay había inclinado la cabeza ante la mención de los mayores y ya no la volvió a levantar. Mientras se retiraba, Hanish leyó el temor en la tensión del cuello del hombre y en la inclinación de su cabeza. Aunque no estuviera de acuerdo —nadie debería temer a sus antepasados, aunque éstos fueran una espectral encarnación de la cólera— tenía que reconocer la rigidez de su propia garganta y la tensión de la parte superior de su pecho. Nadie debería temer a los tunishnevre, pero todos les temían. Dentro de su cámara sagrada, experimentó el pulso de su inmortal energía tan tangible como la sensación de frío o calor en su piel, de alegría o temor en su corazón. Eran los viejos de su pueblo, preservados en una intemporal suspensión. La hostilidad que contenían en su antigua memoria era algo estremecedor de contemplar.

Esperó solo un buen rato recuperando fuerza, sintiendo la larga ausencia de sincronización de la alineación de fuerzas. La vigesimotercera generación desde el Justo Castigo… eso era él. Si los tunishnevre estaban en lo cierto —y por supuesto que lo estaban— todo en el mundo estaba a punto de cambiar.