19

De todas las cosas que afligían a Thaddeus mientras permanecía de pie al lado del lecho de enfermo de su viejo amigo el rey, era la laxa manera en la cual colgaba la carne de su rostro la que más lo traspasaba de pesadumbre. Mostraba a Leodan por lo que era: un hombre que se había vuelto viejo, tan cansado de la vida que los músculos de su rostro apenas tenían el poder de contraerse o de estremecerse o de denotar emoción. Decir que su piel estaba pálida hubiera hablado tan sólo de la superficie de la verdad. Era de un blanco polvoriento, en efecto, pero el color y la vida habían sangrado desde muy por debajo de la cérea superficie de la piel. Thaddeus tuvo el momentáneo pensamiento de que el propio Edifus pudo haber tenido el mismo aspecto en su lecho de muerte. Y esta muerte —como la del primer rey generaciones atrás— bien pudiera marcar un cambio en el orden del mundo.

Thaddeus apenas pudo evitar caer de rodillas y rugir su dolor, confesándolo todo, negándolo todo. Experimentó la verdad de ambos impulsos. En cierto modo, esto era lo único que estaba haciendo. Había creído el mensaje que Hanish Mein le había enviado. Había sabido desde el momento en que lo había oído que Gridulan era culpable de los crímenes que mencionaba Hanish. Y había odiado al hijo con toda su alma por los pecados de su padre. Había querido castigarlo por el sufrimiento de los Akaran, por la misma tierra arrojada al caos. Varias veces mientras contemplaba al rey en su brumoso estupor Thaddeus había imaginado apoyar las manos en su garganta y arrancarle lentamente la vida. Hubiera sido físicamente fácil de cumplir, pero jamás había ido más allá de imaginarlo. En su lugar, había matado a esa pobre mensajera. No lo había planeado. No estaba seguro del porqué lo había hecho. Era una vaga idea que se le había ocurrido aquella noche. Ella había traído las noticias de las amenazas a los Akaran. Thaddeus quería aquellas amenazas vivas y respirando y por eso ella tuvo que morir. Era una muestra de cobardía por su parte, pero en cierto modo le había estado pidiendo a Hanish Mein que castigara al rey tal como él no podía hacerlo. Por consiguiente, ¿por qué se sentía tan desdichado ahora que Hanish lo había conseguido?

Mientras se afanaba en medio de la miríada de tareas que la situación requería de un fiel canciller, se sintió azotado una y otra vez por las imágenes del sorprendido rostro de Leodan, las manchas de sus ropajes, los dedos de una de sus manos mientras apretaban el hombro del boquiabierto príncipe aushenio. Tampoco podía quitarse de encima el audaz candor del asesino, el que se había nombrado a sí mismo. Thaddeus oyó las palabras meins brotando de la boca del hombre, la rápida comprensión de las mismas. Vio al hombre cortando una chorreante línea de sangre en su propia garganta. Había habido tal certeza en su rostro, ni un momento de duda o vacilación, ningún temor al asombroso propósito de sus propias acciones. Thasren había mirado a su alrededor en la sala como si fuera el verdadero profeta de un dios desconocido; todos los que lo rodeaban eran los ignorantes, los condenados.

Un sonido se escapó de la boca del rey, poco más que un gemido. Thaddeus lo asió de la mano y murmuró su nombre. Leodan se volvió hacia él, pero sus ojos no mostraron la sorpresa que él esperaba. Fue como si el rey supiera que estaba allí desde el principio. Sólo mostró la disfunción de su cuerpo cuando abrió la boca para hablar. Su lengua, pudo ver Thaddeus, estaba blanca y seca, hinchada y pesada. Estaba claro que no podía hablar. Era un síntoma del veneno, una señal de que se había vuelto para contemplar su último puñado de horas en el mundo.

Pero el rey no había perdido por completo el uso de sus extremidades. Hizo señas con las manos, primero de manera insegura, hasta que Thaddeus comprendió que estaba pidiendo un pergamino, tinta y pluma. En cuanto los tuvo en la mano —después de que el canciller lo hubiera ayudado a incorporarse en posición sentada con la ayuda de almohadas—, Thaddeus observó cómo el rey, sin aliento y concentrándose, torcía la mano en la posición adecuada. Mirando la página y los dedos, los obligó con la fuerza de su voluntad a moverse. Su mano se movía a sacudidas, empezando y deteniéndose en momentos difíciles, con letras mal formadas y apretujadas en revoltijos. La afilada punta de la pluma sobre el pergamino fue por un momento el único sonido en la estancia. Thaddeus se tiró del lóbulo de la oreja mientras esperaba y su mente daba vueltas con las más improbables ideas acerca de lo que el rey pudiera estarle escribiendo. ¿Qué acusación le haría? ¿Qué maldición? Y se preguntó cómo reaccionaría si el moribundo lo acusara del delito del cual él era efectivamente responsable. ¿Le quedaría suficiente cólera para responder al ataque? No podía localizar ninguna emoción como aquélla.

A pesar de que tardó mucho rato, el rostro de Leodan mostró cierta satisfacción cuando levantó el pergamino para que Thaddeus lo viera. Decía: «Diles a los hijos que su historia sólo está escrita a medias. Diles que escriban el resto y lo coloquen al lado de la historia más grande. Díselo».

Thaddeus asintió con la cabeza.

—Por supuesto, Sire.

Después el rey escribió: «Lo tienes que hacer».

—¿Qué queréis que haga? —preguntó Thaddeus con un indisimulado alivio en su tono de voz—. Decidlo y lo haré.

Inmediatamente vio la contradicción de sus palabras y lo lamentó. Tocó la muñeca del rey para indicarle que lo escribiera. Que lo escribiera y él lo haría.

Leodan escribió el siguiente mensaje, prestando menos atención a la forma de las letras. El vigilante canciller cambió de posición para poder ver la página y tener tiempo para descifrar las palabras. Comprendió lo que se le pedía antes de que estuviera completo el mensaje. El rey le estaba recordando el curso de la acción que deseaba que emprendiera ahora, porque él iba a morir antes de que sus hijos tuvieran la edad suficiente para manejar la transición del gobierno. Era un plan que depositaba el destino de la nación en las manos del canciller. Las fases de dicho plan sólo las conocía él y simplemente requeriría la participación de unas pocas personas más. Thaddeus se sorprendió al recordar que habían hablado antes de tales cuestiones. Cuando habían hablado, simplemente le había parecido una complicada formalidad. Una pura fantasía que él sólo alimentaba para aliviar los ocasionales ataques dela dolencia de Leodan. Pero, al parecer, algunas fantasías no se podían distinguir de la vida real.

—No creo que eso sea necesario —dijo, apoyando la palma de la mano sobre la mano del rey—. Hay demasiadas cosas que todavía no sabemos. Leodan, todavía es posible que sobreviváis a todo esto. Este ataque contra vos puede ser la obra de un solo insensato. Lo que vos pedís podría poner en peligro a vuestros hijos en lugar de protegerlos. Este plan fue una conversación ociosa de otro momento…

Él descargó el puño sobre su regazo con el rostro rígido de cólera. Haciendo lo que parecía un monumental esfuerzo —rostro torcido, mandíbula abierta, lengua, labios, ojos y mejillas trémulos— consiguió decir:

—Hazlo…

Repitió las palabras varias veces hasta que perdieron la forma y su lengua ya no las pudo pronunciar.

Semejante orden no se podía rechazar. En cuanto Thaddeus hubo afirmado que se encargaría de hacerlo, Leodan se tranquilizó. Lanzó un suspiro y dejó que su cuerpo descansara con más languidez sobre las almohadas. No volvió a intentar hablar, pero posó los ojos en el canciller y lo estudió atentamente con unos ojos llenos de lágrimas y dulzura. Thaddeus estuvo casi a punto de apartar la mirada, pero los ojos del rey lo retuvieron sin que hubiera en ellos ningún reproche. Thaddeus comprendió que su amigo le estaba pidiendo que recordara las cosas buenas que ambos habían hecho en el pasado, los sueños de que habían hablado, los momentos que sólo ellos dos habían compartido. Se dio cuenta de que, a pesar de la súbita cercanía de aquel hombre a la muerte, le quedaba una sola cosa de la que alegrarse. Al final, era libre de desafiar a sus hijos a combatir por la causa por la que él siempre se había reprochado no haber combatido. Era un tremendo, enorme y aterrador viaje el que le estaba pidiendo al canciller que les ayudara a emprender, pero era acción. Para Leodan ya no había ninguna otra alternativa. Éste parecía no tener ninguna duda acerca de lo que ahora importaba, y él creía firmemente en la necesidad de preparar debidamente a sus hijos para el viaje que ello requería.

El rey escribió otra sucinta orden. «Trae a los hijos primero —escribió—, y después, cuando…» Thaddeus no tuvo que preguntarle a qué se refería la última exigencia. Se encargaría de cumplir ambas exigencias.

Recibió a los hijos reales media hora más tarde. Tenía mucho frío, aunque estaba seguro de que la sensación de frío estaba en su interior, pues la estancia estaba caldeada, lo que era normal para la temporada. Se había situado con la espalda apoyada contra la puerta que daba acceso a los aposentos del rey debidamente cerrada y las manos descansando la una en la otra para calmar cualquier temblor que las hubiera podido delatar. Al ver los cuatro jóvenes rostros, se alegró de haberse situado de aquella manera. La contemplación de los jóvenes lo emocionó. «Como si fuera verdaderamente su padre —pensó—. ¡Fíjate en ellos! ¡Fíjate en la magnificencia de mis hijos!» Aliver… Por Tinhadin, ¡qué tieso se mantenía! Se movía con un porte militar y relajado al mismo tiempo. Qué bien preparado estaba, qué diligente y serio, qué fuerte para mostrar un aspecto valeroso. Corinn, por regla general la belleza del grupo, tenía la piel hinchada y veteada. Parecía que su rostro estuviera a punto de caer en la fealdad de un momento a otro, pero había algo desolador en la dolorosa desnudez de sus emociones. Los ojos de Mena estaban entristecidos más allá de las lágrimas, su cabeza permanecía inclinada como si ella supiera con serena determinación por qué los habían llamado. Y Dariel tenía los ojos tan abiertos y estaba tan tembloroso como un ratón. Thaddeus tuvo que reprimir la oleada de emoción que lo embargaba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar con serenidad.

—Vuestro padre os va a recibir ahora. Por favor, no lo agobiéis. Tenéis que saber que se comunicará con vosotros de la única manera que puede. No le hagáis más preguntas de las que puede responder. No se encuentra nada bien. —No estaba seguro de hasta dónde podía llegar, cuán claro y concreto podía ser. Quería que ellos supieran lo que estaba ocurriendo, pero no tenía ánimos para decirlo. En su lugar, se oyó a sí mismo preguntar—: ¿Estáis preparados?

Una pregunta estúpida… Sabía que era estúpida, oyendo sus propias palabras y contemplando unos rostros que no estaban decididamente preparados para ver a su padre por última vez. Se volvió, empujó la puerta y se apartó a un lado para dejar el camino libre. En cuanto los cuatro le pasaron por delante, alargó la mano, cerró la puerta y se quedó fuera. Se alejó tratando de no pensar en lo que estaba ocurriendo en aquella habitación, entre un verdadero padre y sus hijos.

Sus despachos se encontraban a sólo unos pasos de distancia pasillo abajo. Dejó la puerta abierta a su espalda para poder oír cuando se iban los chicos y saber cuándo regresar junto al rey. Envió a su secretario con órdenes de preparar la pipa de vapor del rey. Mientras el hombre se volvía para cumplir las órdenes, en su rostro se dibujó una expresión de asombro —¿O fue acaso de desprecio?—; Thaddeus no se lo reprochó. Tenía razón en muchos sentidos. Si el rey del imperio se estaba acercando a la muerte, ¿no debería conservar la claridad de la mente hasta el final? ¿No tendría tantas cosas que atender y no debería exhalar su último suspiro al servicio de la nación? Por supuesto que todo eso era cierto y, además, ridículo. El informe oficial del tránsito del rey no incluiría ninguna mención a la droga. Los informes oficiales jamás la incluían.

Thaddeus se pasó un buen rato junto a la chimenea. Levantó el atizador y removió los troncos a pesar de que éstos ardían bien y no lo necesitaban. Pensó: «Que el viejo tenga lo que quiera». Era el gran regalo del vapor. La droga ofrecía a su consumidor o consumidora cualquier cosa que más deseara o más necesitara para seguir viviendo. Leodan jamás la había consumido antes de la muerte de Aleera, pero en su consiguiente dolor descubrió la droga que tantos millones de súbditos suyos conocían demasiado bien. Los esclavos de las minas de Kidnaban, los padres de los hijos de la Cuota, las apiñadas masas de los barrios bajos de Alecia, los mercaderes que surcaban sin cesar las corrientes marinas, los soldados estacionados lejos de casa durante años seguidos, los trabajadores de miles de actividades distintas que habían aprendido de niños y habían desarrollado a lo largo de los años: todos dependían del bálsamo de la droga para aliviar la por otro lado incesante tortura de sus vidas. Su rey no era distinto.

Sin embargo, el tiempo de Leodan bajo la influencia del vapor se gastaba de la única manera que le era propia… con su difunta esposa. Así lo había confesado él mismo. Ella lo esperaba más allá de aquella muralla de consciencia. En cuanto la traspasaba, ella lo recibía con simpatía y reproche en sus ojos, con amor hacia él, pero ningún afecto por su vicio. Después de aquellos primeros momentos en que ella tomaba su mano entre las suyas, lo aceptaba por completo y lo acompañaba a través de la belleza de su galanteo. Se deslizaban sin solución de continuidad desde uno a otro glorioso momento de su vida en común como marido y mujer, como jóvenes progenitores con cada hijo que la Donante les había permitido, a través de momentos grandes y pequeños e íntimos. Los pequeños, había dicho Leodan, a menudo lo sorprendían. Minúsculos momentos durante los cuales la veía desde cierta luz, cuando recordaba los detalles de sus rasgos y la idiosincrasia de su rostro, voz o semblante… ¿Cómo podía amarla tan profundamente y, sin embargo, olvidar tantas cosas de lo que ella había sido durante sus horas de vigilia? Éstos eran los detalles que el rey buscaba una y otra vez más allá de la muralla de vapor. Aleera lo acompañaba en un recorrido por todo lo que había sido maravilloso durante su vida en común. Todo en una sola noche.

La vida, pensó Thaddeus, debía de haber sido un pálido castigo comparada con semejante felicidad. Pero después pensó en los hijos. Por lo menos, Leodan tenía hijos, cosa que a Thaddeus le había sido negada. Por lo menos, él no tenía que vivir sabiendo que su amor había muerto por culpa de la traición. Tras la muerte de Dorling le habían preguntado miles de veces por qué no se había vuelto a casar y engendrado hijos. Siempre se había encogido de hombros y había contestado vagamente y nunca con la verdad… que era la de que temía ser la causa de más muerte. Quizás había sabido desde el principio que sus seres queridos habían sido asesinados para apagar sus ambiciones.

¡Ah! Thaddeus atizó ferozmente los troncos, furioso por no poder controlar sus pensamientos. Eran como las espirales de una serpiente que se retorcían en su cabeza, una hambrienta serpiente que a veces parecía morderse su propia cola. Dejó el atizador en su sitio y volvió a mirar la nota del rey, los garabateos de las palabras, las vueltas de las irregulares frases, una escritura sólo vagamente reconocida como la del rey. Si aquel documento lo hubiera encontrado otra persona, nadie hubiera creído que procedía de Leodan Akaran. Pocos hubieran comprendido la orden. Sólo él y el rey habían hablado alguna vez del plan al cual se refería. Qué extraño que algo que ellos habían discutido como el que no quiere la cosa unos años atrás —Thaddeus bebiendo sorbos de vino y el rey con los ojos nublados por la droga— se hubiera convertido ahora en una auténtica posibilidad. Pero en cualquier caso no era algo destinado a otros ojos. Eso era para él. El rey le confiaba su más preciado interés. Qué extraño que no tuviera ni idea de quién era su mayor traidor.

La nota, que él miró por última vez, decía lo siguiente: «Si resulta que tienes que hacerlo, envíalos a los cuatro vientos. Envíalos a los cuatro vientos, tal como hablamos, amigo mío».

Tras haberla vuelto a leer, la soltó de sus dedos en un ángulo tal que resbaló hacia el fuego. Aterrizó al borde de los troncos y por un momento pensó que tendría que darle un leve empujón con el atizador. Pero después el fuego prendió, se encendió una llamarada, se torció en espiral y se ennegreció. Así de rápido, desapareció. Se apartó del fuego y rodeó su escritorio, sin estar muy seguro de lo que iba a hacer a continuación, pero pensando que lo podría afrontar mejor si interpretara el papel de un canciller que cumpliera sus deberes. Fue entonces cuando vio el sobre. Era un solo cuadrado de papel blanco en el centro de la pulida superficie de madera de su escritorio. No hubiera tenido que estar allí. No estaba incluido en su primera entrega de correspondencia del día y, si hubiera sido para él personalmente, normalmente se la habrían entregado en mano. Si antes tenía frío, ahora estaba helado. No tocó el sobre sino que se inclinó rígidamente en la silla. Al principio el cuero protestó por su peso, pero después cedió para adaptarse a él, tal como había hecho durante muchos años.

Rasgó el sello del sobre con la uña del dedo y leyó el mensaje:

«El rey ha muerto —empezaba—. Tú no has tenido nada que ver. La responsabilidad es sólo de mi hermano. Si eres prudente, no te sentirás ni culpable ni alegre. Pero ahora, Thaddeus, tienes que pensar en tu futuro. Dedica tu atención a los hijos. Los quiero, y los quiero vivos. Dámelos vivos y tendrás riqueza junto con tu venganza. Eso te lo prometo». Se detuvo en la firma del final y la miró como si no fuera un nombre en absoluto sino una palabra cuyo significado hubiera olvidado. Estaba firmada, «Hanish del Mein».

Hubo un ruido en el pasillo. Thaddeus se apretó la carta entre la palma de la mano y el muslo. Fuera pasaron dos hombres hablando y sus formas fueron visibles durante una décima de segundo a través del angosto punto de ventaja del pasadizo. Después se fueron. Thaddeus dobló los bordes del mensaje y permaneció sentado con él entre las rodillas.

Permaneció sentado un buen rato mientras su mente volaba hacia viejos recuerdos, libre de momento de las cosas conflictivas que se le exigían. Pero después percibió un cambio en el aire que significaba que la puerta del rey se había abierto. Ya no podía retrasarlo. Se levantó, acercó la segunda nota a la chimenea y la dejó deslizarse desde sus dedos al fuego. Se volvió para regresar una vez más junto a su viejo amigo. Le llevaría su pipa y se despediría de él y después decidiría el destino de los hijos Akaran.