18

Aliver se vistió para la reunión con precisión militar. Aunque estaba solo en su habitación, hizo crujir audiblemente los pliegues de su vestidura del consejo, como si cada uno de sus movimientos fuera observado por los ancianos, dispuestos a denunciarlo por su negligencia. Todo estaba muy poco iluminado porque él mismo había apagado casi todas las lámparas, y hacía frío porque había abierto una de las grandes ventanas del mirador. Iba a asistir a su primera reunión con los consejeros del rey, una brusca reunión convocada a causa del intento de asesinato. «Intento», se empeñaba en decirse a sí mismo. Sólo intento. Aunque llevaba dos días sin que le hubieran permitido ver a su padre desde el ataque. Thaddeus le había asegurado que el rey vivía y luchaba con todas sus fuerzas por su vida. De momento, le había dicho, sólo los médicos lo podían ayudar. El hecho en sí mismo parecía absurdo. ¿Cómo podía la vida de Leodan Akaran y el destino de un imperio estar a la merced de tan pocos hombres? Uno con un cuchillo, unos pocos con brebajes y tónicos…

No es que Aliver jamás hubiera sido advertido de semejantes posibilidades, pero las anteriores discusiones acerca de las normas del ascenso le habían parecido unas nociones distantes que tardarían en ser importantes para su vida. Jason, su preceptor, le había dicho una vez que un príncipe no conoce un período más grande de peligro que los días o las semanas que conducen a su coronación. Muy a menudo, decía, los príncipes morían a manos de sus más confiados asesores, amigos e incluso parientes ávidos de poder. Aliver no podía recordar con qué palabras había contestado, pero seguro que había negado que semejante traición pudiera acontecer a los Akaran. Pero Jason también tenía una respuesta a eso.

—Nunca en el devenir histórico el poder de una nación, por muy fuerte que sea, ha mantenido el control indefinidamente. O vosotros los Akaran habéis roto el molde o la historia ha malgastado un tiempo antes de daros alcance.

Jason hizo una reverencia mientras lo decía, casi bromeando, en gesto deferente y amistoso, tal como siempre hacía cuando desafiaba al príncipe. Pero, pensando ahora en ello, Aliver experimentó un pinchazo de inquietud.

Una brusca llamada a la puerta lo sobresaltó. Un momento después, un escudero permaneció de pie en su presencia, sosteniendo entre sus manos la espada llamada la Confianza del Rey. El príncipe conocía bien la hoja. Era la misma espada con la cual Edifus había luchado en Carni. La mancha negra en el puño de cuero, se decía, era sangre de la mano del primer rey. En determinado momento de su singular combate con un jefe tribal, Edifus había tropezado, perdido el control de su espada y sobrevivido a aquel momento sólo asiendo la hoja del enemigo atrapada entre la palma de su mano y sus dedos. Todo un movimiento que, con fines de adiestramiento, se había modificado y convertido en un movimiento de bloqueo, empujando la parte plana de la espada del contrincante con el grueso canto de la mano. Leodan sólo había llevado la espada en las insólitas ocasiones que así lo exigían, pero Aliver la había buscado en el altar que la mostraba en los aposentos de vestir de su padre en muchas ocasiones. Había pasado los dedos por el mellado y sucio tejido de la empuñadura, ahuecando la mano a su alrededor con la esperanza de comprobar que sus dedos encajaban perfectamente con el gastado puño.

Una vez la levantó de su cuna y la sostuvo con una mano en la empuñadura y la otra en la vaina. Rompió el sello entre ambas con un movimiento de la muñeca y sacó una o dos pulgadas de la hoja a la luz. No fue más allá. Nunca pudo estar seguro después, pero creyó en aquel momento que la parte de la hoja que había quedado al descubierto lanzó un grito cuando el aire y la luz la tocaron. Y no fue un grito de alegría. Fue dolor transmitido por medio del acero templado. Estaba seguro de que la estancia se llenó de fantasmas enfurecidos, a punto de tomar forma visible a su alrededor.

Había hecho algo malo, tocado un objeto que no debía, algo que todavía no era para él. El momento lo dejó también con el temor de que la historia marcial conocida por aquella hoja fuera horrible de unas maneras en las cuales él todavía no había sido adiestrado.

Ahora permaneció de pie con los brazos levantados mientras el escudero le ajustaba la espada alrededor de la cintura, un arma considerada suya hasta que su padre se restableciera para volverla a tomar. Trató de llevarla con una soltura apropiada sin saber por qué le golpeaba el muslo a cada paso que daba. No esperaba ocupar su lugar hasta que cumpliera diecisiete años. Sólo unos cuantos días atrás hubiera considerado un gran honor sentarse entre los generales y asesores que tenía a su alrededor. Ahora la sensación de culpa la tenía dentro como una piedra de ásperos cantos. Había visto a un asesino apuñalar a su padre en el pecho y él no había hecho nada. La vil criatura había llamado déspota a su padre. ¡Déspota! ¿Qué razón había para ello? Sabía que los hombres malos torcían el mundo para sus propios fines y no se podía confiar en que dijeran ni una sola verdad, pero el hecho de que el asesino hubiera pronunciado semejante frase al alcance del oído de tantos y con tan aparente confianza… ponía a Aliver hecho una furia. Le hacía hervir la sangre.

Tenía tantos deseos de regresar a aquel momento y agarrar al hombre por el cuello… ¿Por qué no lo había hecho? En su lugar, lo único que había conseguido hacer era gritar una y otra vez para que alguien inmovilizara al hombre. Hubiera podido empujar a los guardias a un lado si hubiera querido. Hubiera podido saltar a la mesa. Hubiera podido hacer muchas cosas de las que ahora podría sentirse orgulloso. Pero no lo había hecho. Evocó la escena en todas sus posibles variaciones cien veces antes de que el sol saliera a la mañana siguiente. Nada de todo aquello le hizo bien. Sólo consolidó su creencia de que la herida de su padre era culpa suya más que de nadie.

En comparación con la opulenta magnificencia de buena parte de la arquitectura acacia, la cámara del consejo era un espacio estrecho y claustrofóbico en el que apenas cabía la ovalada mesa en su centro, una baja superficie de granito pulido, alrededor de la cual se sentaban los diez asesores del reino de su padre. La luz penetraba a través de la aspillera abierta en la parte superior de la pared sureña. El haz de luz caía de tal manera que iluminaba el centro de la mesa y destacaba los puntos salientes de los rasgos de los consejeros. El brillante contraste de este efecto hacía que las paredes de más allá se convirtieran en un oscuro límite que a Aliver se le antojaba decididamente una cámara para una especie de interrogatorio.

El príncipe, tras un momento de vacilación mientras sus ojos se adaptaban a la luz, ocupó su lugar en el asiento de su padre. Se preguntó si debería dar comienzo a la reunión. Miró a su alrededor los agrietados rostros envueltos en sombras de los ancianos que le devolvían la mirada y los de otros por encima de los cuales sus ojos pasaron de largo. Los tomó no como los individuos que eran sino como otros tantos bustos de piedra. ¿Cómo empezar semejante reunión?

No tuvo que hacerlo. Thaddeus Clegg convocó la reunión invocando los nombres de los cinco primeros reyes de Acacia, recordando a todos los presentes que estaban participando en una conversación del máximo nivel. En ellos era en quienes deberían buscar sabiduría. A ellos deberían tomar como modelo mientras contemplaban el tumulto con que ahora se enfrentaban.

—Antes de que abordemos los asuntos que tenemos que discutir aquí, estoy seguro de que todos desearéis saber cómo está el rey. —Hubo murmullos alrededor—. Lo único que os puedo decir es lo que a mí me han dicho los médicos. En este momento, el rey vive. Si no viviera, ellos vendrían a nosotros y lo sabríamos de inmediato. Sin embargo, fue envenenado con toda certeza. Creen que la hoja que lo hirió pertenecía a los ilhach, el antiguo orden de los asesinos del Mein. Lo sé… fueron disueltos y proscritos por Edifus. Pero es posible que sea su veneno letal el que le esté quitando la vida. —El canciller rozó a Aliver con su errante mirada y se detuvo un minuto en él. Apartó los ojos antes de seguir adelante—. Los médicos están haciendo todo lo que pueden. El rey puede sobrevivir; pero también puede que no. Tenemos que estar preparados para cualquiera de las dos posibilidades. Tal como todos podéis ver, el príncipe Aliver se sienta este día en el lugar de su padre. Dadle la bienvenida, aunque recéis para que pronto le devuelva el asiento a su padre.

Aliver trató de mirar a su alrededor y de devolver los saludos que se le dirigían, pero sus ojos no tardaron en titubear. Oyó algunas de las amables palabras con la mirada clavada en la superficie de la mesa.

Sus ojos siguieron vagando por la textura de la piedra mientras oía dar su informe al secretario de Thaddeus. Apenas había una persona en la isla que pudiera confirmar la identidad del asesino, dijo. Por casualidad un funcionario que había vivido un año en Cathgergen auditando los libros de la satrapía testificó que el hombre era efectivamente Thasren Mein. Pero la cuestión no estuvo exenta de controversia. Hablando a través de palomas mensajeras, unos representantes del Mein en Alecia emitieron una negativa, jurando que el asesino no podía haber sido Thasren. Insistieron en que aquello era una trama urdida por otros conspiradores, pero no por el Mein. Anunciaron incluso su intención de zarpar inmediatamente rumbo a Acacia y defender su inocencia. No obstante, puede que aquello hubiera sido una maniobra, pues el único funcionario del Mein presente en la isla había desaparecido. Gurnal y su familia habían huido, dejando su casa convertida en una tumba para varios servidores. Era, por decir lo menos que se podía decir, difícil de comprender.

Mientras el secretario terminaba, Julian, uno de los consejeros más veteranos, dijo:

—Ésta no es una información suficiente para poder emprender una acción.

Unas cuantas voces, ya aparentemente exasperadas con el anciano, señalaron que nadie había sugerido todavía ninguna acción. Julian siguió adelante impertérrito.

—Hanish Mein, enviando a su hermano a la muerte… ¿y para qué…?, ¿para iniciar una guerra que no puede abrigar la esperanza de ganar? No puedo creer nada que mis ojos no hayan visto o que me hayan dicho desde entonces. Hanish es poco más que un muchacho. Lo vi en los ritos de invierno hace unos años. Una suave barba sin recortar, como las de los chicos que están deseando ser hombres, le cubría las mejillas.

Relos, el comandante de las fuerzas acacias y hombre que Aliver sabía que gozaba de la confianza de su padre, dijo:

—Ya no es un chico. Creo que ahora tiene veintinueve años.

Los ojos de Julian se posaron un segundo en Aliver y después preguntó a los presentes en general:

—Si ha sido Hanish Mein, ¿por qué razón lo ha hecho? ¿Qué se propone?

—No podemos saber qué se propone —dijo Chales, otro veterano soldado—. Julian, tu amor por la paz es bien conocido, pero no todas las personas tienen una mentalidad tan generosa como la tuya.

—Y los chicos son a menudo insensatos —dijo Relos—. Llenos de orgullo. Insensatez.

Thaddeus cortó la respuesta de Julian.

—Aquí nadie contempla la noche y la llama día —dijo—. Tenemos que considerar todas las posibilidades y la pregunta de Julian es válida. Es posible que ésta no sea la manera de obrar de Hanish Mein. Es posible, pero yo he descubierto que el culpable más obvio suele ser el culpable efectivo. Los meins son un pueblo antiguo. Los pueblos tienen memorias muy largas. Hanish puede creer que actúa en nombre de sus antepasados. Está en contacto con sus predecesores y ahora están tan sedientos de sangre acacia como nunca. Por lo menos, eso es lo que creen los hombres del Mein. Y, de esta manera, se engañan.

—Todos somos pueblos antiguos, Thaddeus —dijo Relos—. Algunos de nosotros lo recordamos y otros no. Algunos podemos mencionar el nombre del padre de su padre de su padre y otros no. Pero la sangre en cada uno de nosotros empezó al principio y sigue circulando. La edad no es ninguna excusa para la traición.

Un pausado momento de vacilación indujo a Aliver a hablar.

—Aquí estamos rodeando la cuestión sin mirarla a la cara —dijo—. El hombre (el asesino), ¿tiene alguien alguna duda de que pertenecía a la raza del Mein? ¿Y de que hablaba su idioma con soltura? ¿No se nombró él a sí mismo? —La estancia contestó con el silencio, todos aparentemente sorprendidos de oír hablar al joven y sin estar seguros de cómo contestarle—. Pues entonces, ¿por qué contemplar el cielo nocturno y preguntarse si es el día disfrazado? Sabemos quién lo hizo. ¡Un mein le clavó una hoja a mi padre! Nosotros les haremos lo mismo a ellos, pero con más fuerza. Y no me importa por qué lo han hecho. Un acto es un acto, cualquiera que sea el razonamiento de la mente que lo haya cometido. Tienen que ser castigados.

—Justamente, príncipe —dijo Thaddeus—. Por eso estamos aquí. Tenemos que dar alguna especie de respuesta. Los gobernadores tendrán sus propias ideas, pero nos mirarán a nosotros en busca de consejo y, en último extremo, de aprobación de cualquier línea de acción.

—Pues entonces, ¿estamos aquí para decidir cómo atacar? —preguntó Aliver, confiando cada vez más en su propia audacia—. ¿Con cuánta rapidez podemos temer un ejército llamando a la puerta de Tahalian?

Thaddeus delegó en Carver, el único capitán marah de la isla, para que expusiera sus propias ideas acerca de los despliegues militares. En su papel de consejero, Carver era el más joven de los presentes, con sólo treinta y tantos años. Había nacido con suerte, el último de una larga estirpe de guerreros, y su habilidad y ambición habían acelerado su carrera hacia la prominencia. Se había ofrecido voluntario unos cuantos años atrás para ponerse al frente del ejército contra la Discrepancia Candovia. Se trataba de una insólita acción militar cuyas historias Aliver creía que eran más ficción que verdad, pero Carver podía afirmar haber estado al frente de una batalla. Pocos acacios podían decir lo mismo. No obstante, a Aliver no le interesaba lo que tuviera que decir.

Ningún ataque contra los meins se podía precipitar, proclamó. Tenían que tener en cuenta las proezas militares del Mein, su aislamiento y el territorio que tenían que atravesar para llegar a ellos. Las fuerzas acacias estaban repartidas por todo el imperio de una manera que les otorgaba poderes policiales pero no en concentraciones suficientes como para lanzar una campaña militar sin reorganización y transporte de tropas. Podían empezar a retirar unidades de las provincias, ordenar la convocatoria de otras y podían dirigir tropas alrededor de Alecia a principios de primavera. A lo mejor, Aushenia estaría dispuesta a aceptar, podían mover tropas hacia posiciones avanzadas cerca de la Garganta Gradthica hacia el equinoccio de primavera. Pero eso sería una medida defensiva. No podían marchar efectivamente sobre la altiplanicie del Mein hasta por lo menos un mes más tarde y entonces el viaje sería difícil a través de un territorio saturado de agua y con todos los ríos desbordados, por no hablar de los insectos…

—¿Insectos? —preguntó Aliver—. ¿Estás loco? ¿A mi padre lo apuñala un asesino mein y tú me hablas de insectos?

Carver frunció el entrecejo de una manera que acercó sus pobladas cejas la una a la otra.

—Mi señor, ¿habéis visto alguna vez las minúsculas moscas de la primavera del Mein? Sus enjambres cubren la tierra, formando unas nubes tan densas que muchos hombres se han asfixiado por haberlas inhalado. Y pican. Muchos hombres han muerto por pérdida de sangre. Pero lo peor es que causan enfermedades, fiebres, plagas… Hay que tener en cuenta muchas cosas en una campaña militar, muchas maneras de que los soldados mueran por otra cosa que no sea una espada. Los insectos, mi príncipe, son alguna de ellas. A lo mejor, una fuerza avanzada familiarizada con las condiciones de invierno del Mein podría iniciar movimientos antes de que el deshielo despierte las pestes del lugar, pero estando ausente el general Alain, yo no lo recomendaría.

Aliver meneó la cabeza, perplejo de oír tanta desgana en la voz de un soldado. Siempre le habían enseñado a pensar en términos de ataque directo, sobre todo cuando su ejército superaba las fuerzas de cualquier provincia. Quería preguntar qué le había ocurrido al general Alain, pero por la manera en que Carver lo había mencionado estaba claro que todos los demás ya sabían algo al respecto. Dijo:

—Los soldados del Mein no superan los veinte mil, y diez mil de ellos ya nos prestan servicio en todo el imperio. Éste fue el decreto. O sea que mi pregunta es con qué rapidez podemos disponer de unas fuerzas lo bastante numerosas como para derrotar a los diez mil combatientes en su lugar. Eso difícilmente parece una tarea imposible.

Carver murmuró que la población del Mein siempre había sido muy difícil de calibrar. A veces su número parecía fluctuar de unas maneras que no correspondían al censo oficial.

—Si tenemos que librar una guerra con el Mein, no es probable que entrechoquemos armas antes de principios de primavera. Si se enviaran más temprano unas fuerzas de castigo… no estoy seguro de que eso sea posible. Si Hanish tuvo la habilidad de elegir el momento más oportuno para dejarnos incapaces de devolver el ataque inmediatamente, lo eligió muy bien. Hay que considerar también la naturaleza innata de los soldados del Mein. Los hombres del Mein matan como si tal cosa. Seleccionan a los débiles de tal manera que cada generación los hace más fuertes. Se adiestran en las condiciones más duras. Mantienen unos hábitos secretos que nosotros sólo podemos adivinar. Cada vida mein que nos cobremos será pagada muy cara.

El comentario fue acogido con murmullos de conformidad. Un consejero dijo haber oído comentarios en el sentido de que Hanish había adiestrado un ejército secreto en cierta localidad oculta. Otro se mostró de acuerdo. Julian meneó la cabeza ante el carácter de conjetura que estaba adquiriendo la conversación, pero no tuvo nada que añadir como no fuera su desacuerdo.

—Hanish combate el Maseret —dijo Carver—, la danza de duelo que tanto les gusta a los del Mein. Su ataque contra el rey es obra suya, es como una daga arrojada a su rostro. Desea que nosotros volvamos a encontrarnos en dificultades, que perdamos el equilibrio. Tenemos que reconocer que eso ya lo ha conseguido en buena parte.

—Me temo que el siguiente ataque ya se ha iniciado —dijo Chales.

Relos asintió varias veces con la cabeza, tal como siempre hacía para dar a entender que estaba a punto de hablar.

—Tiene fe esta gente. Hablan con sus muertos; y los muertos, me dicen, son unos oradores muy convincentes. La fe es peligrosa cuando se convierte en una causa.

Aliver miró a su alrededor. ¿Qué tenía de malo aquella gente? ¿Qué le ocurría a su padre, utilizado como una simple táctica de un juego? ¿Hablar con los muertos? Se hubiera dicho por los tonos de sus voces que eso no era más que un juego bélico, una reunión de negocios…

—¿Estáis aquí para redactar los términos de la rendición del legítimo reino de mi padre? —replicó en tono airado Aliver—. ¡Malditos seáis todos si no encontráis una cosa viril que decirme!

—Joven príncipe —dijo Thaddeus con el rostro afligido, como si deseara que ambos pudieran mantener aquella discusión en privado—, no necesitáis maldecirnos. Aquí nadie cree que estemos en verdadero peligro. Simplemente os hubieran hecho saber que el asunto es grave.

—Ya lo sé —dijo Aliver—. ¿Acaso no vi el rostro de mi padre? Decidme cualquier otra cosa que debáis. Pero, repito… habladme de cómo vamos a castigar a Hanish Mein. Eso es lo que haremos. Sólo tenemos que decidir el cómo y el día. ¿Entendido?

Los otros asintieron murmurando, pero a lo largo de todo el resto de la reunión Aliver se preguntó si su estallido de cólera había sido prudente. La reunión se aplazó, dejándole la cabeza llena de ideas que flotaban por allí chocando las unas contra las otras, subiendo y bajando como los restos de un naufragio. No tenía la menor idea de lo que estaba a punto de suceder. Se sentía como un grumete agarrado a un resto de un naufragio, a la merced de unas corrientes sobre las cuales no tenía ningún poder.