17

La reunión de Leeka Alain con el guerrero numrek empezó con un carácter sorprendentemente apagado. Había caminado tanto tiempo a través de los sucios detritos que marcaban el paso de la horda que se sentía débil. El cansancio se aferraba fuertemente a él. Ya no colocaba los pies con la siniestra determinación de los primeros días. El aislamiento y la esterilidad le hacían malas jugadas a su mente. Se detuvo para estudiar la configuración del terreno y examinar las formas contra la nieve desde lejos. Ya había visto varias veces espejismos en la curva del horizonte y ninguna de las trémulas formas había acabado en nada. Durante tramos cada vez más grandes de la jornada había ocupado un mundo imaginario construido sobre el pasado. Casi había olvidado el propósito de su solitaria y fatigosa caminata ártica, había olvidado que perseguía a un enemigo muy real, y había olvidado la reciente masacre de su ejército. Casi le parecía una pesadilla de un tiempo lejano, difícil de creer.

Caminaba con esfuerzo por las llanuras hacia el borde occidental de los Yermos sin pensar demasiado en ello. La tierra que tenía por delante estaba tan desierta de árboles como antes, pero ahora se ondulaba como pliegues de arrugada piel. Helados lechos de río se entrecruzaban aquí y allá, todavía no turbados por la inminente primavera. Perdía de vista el horizonte cada vez que caía a una hondonada. Pero el camino de la horda era fácil de seguir. Avanzaba a través de la zona, tan infaliblemente recta como siempre. Leeka caminaba penosamente con la cabeza gacha.

Así estaba cuando coronó una cuesta y empezó a bajar hacia lo que sería un río en cuestión de unos meses. Vio unas oscuras formas contra la blancura pero fue lento en clavar la mirada en ellas. No lo hizo hasta que algo soltó un gruñido. Era el primer ruido hecho por una criatura que oía en mucho tiempo. Era una exclamación de alarma y dio lugar a que los sentidos de Leeka cobraran vida. Se quedó helado. El trineo que tenía a su espalda, empujado por la inclinación de la pendiente, se deslizó hacia delante y le rozó ligeramente los talones.

Delante de él había dos cosas vivas y una muerta. El ruido lo había hecho uno de los peludos rinocerontes. Se encontraba a unos cuarenta metros de distancia, absurdamente cerca, lo bastante cerca como para que Leeka pudiera imaginar la sensación de su áspero pelaje. Pudo distinguir las estrías que le rodeaban los cuernos y vio unos grabados en las hebillas de su silla de montar. A la criatura le resultó molesta la súbita cercanía de Leeka. Retrocedió con torpeza, moviendo la cabeza de uno a otro lado. A poca distancia a su espalda, uno de los invasores se agachó cerca de una hoguera. Levantó la vista primero hacia el rinoceronte mientras él lo rodeaba y después hacia Leeka. Por qué estaba allí —si en cumplimiento de alguna misión oficial, como extraviado por alguna razón no aclarada, o como desertor— Leeka jamás llegaría a saberlo. No había ninguna posibilidad de que ambos conversaran. Lo que sus ojos le mostraron, sin embargo, le revolvió el estómago como jamás lo había hecho ninguna carnicería de guerra.

El numrek estaba sentado preparando un banquete de carne humana. El cuerpo de un joven se había colocado encima de un calderón calentado desde abajo por la pez de la cual Leeka había encontrado vestigios anteriormente. El cuerpo estaba tendido de espaldas. Los brazos y las piernas estaban estirados de tal manera que los pies y las manos descansaban sobre el hielo mientras que la parte central se asaba, se cocía al vapor y se estofaba simultáneamente. El numrek acababa de alargar la mano para arrancar una porción de carne y de órganos internos y arrojarlos al burbujeante caldo de abajo cuando vio a Leeka. Posó el cuchillo y se levantó con los brazos estirados uno a cada lado, como un anciano trabajador que se levantara para cumplir alguna interminable tarea. Se inclinó y rebuscó un momento y después se enderezó con una lanza en una mano y una curvada espada en la otra.

Leeka desató las correas que lo ataban a su trineo. Había dejado de llevar la espada unos días atrás y la había asegurado al trineo. Ahora la sacó de la vaina. Tenía también una ballesta y unas saetas, pero el numrek se le acercó demasiado rápido. Arrojó la lanza que se clavó profundamente en el hato de suministros e hizo volcar el trineo. Leeka saltó hacia atrás y se apartó describiendo un círculo, se quitó los guantes y comprobó el peso de su hoja contra el gélido aire. El numrek ni siquiera había intentado golpearlo con la lanza. La había arrojado como diversión y había golpeado el blanco elegido tal como resultaba evidente por el aparente regocijo que ahora animaba sus gestos. Se adelantó con saltarines pasos, casi brincando… si una palabra tan infantil se hubiera podido aplicar a una criatura de semejante tamaño y asesino propósito. Se pasó la espada de una a otra mano, demostrando que era igualmente hábil con cualquiera de las dos. Las capas de piel le cubrían holgadamente el cuerpo, seguían sus movimientos y ocultaban la mole exacta del cuerpo que había debajo. Sus rasgos aún no se podían distinguir muy bien detrás de la pantalla de su cabello y del gorro bien encasquetado sobre la frente, pero su boca estaba visiblemente rajada por una sonrisa.

¿Cómo vas a matar a una cosa así? La pregunta se arremolinaba en la parte de atrás de la mente de Leeka. Con la parte anterior de ella se concentró en el combate de su vida. El numrek se abalanzó contra él con grandes y rápidos movimientos que cortaron visiblemente el aire. Leeka esquivó un golpe apuntado a su cabeza y el acero agarró unos cuantos bucles de su cabello y se los arrancó de cuajo. La primera vez que bloqueó un golpe, el impacto de las dos hojas le provocó un profundo dolor en la mano que sostenía la espada, torciéndole violentamente la muñeca hasta casi rompérsela. Consiguió conservar la espada sólo cubriendo el dolor con la otra y luchando con un doble puño. Si lucha se podía llamar. En realidad, retrocedió y se desplazó, tropezó y se recuperó sin jamás atacar. No volvió a rozar hoja contra hoja excepto con refulgentes bloqueos. Por lo demás fue un títere que bailaba a través de las contorsiones exigidas por el otro.

Sin apenas tiempo, Leeka se quedó sin resuello, sudando y con lágrimas en los ojos. Pareció que ya había vivido una vida imposiblemente larga contra su enemigo. El enemigo hablaba como luchaba. Emitió una andanada de sonidos guturales ordenados justo lo suficiente como para parecer palabras. Leeka buscó una manera de atacar, pero su adversario era demasiado sólido, demasiado rápido en cada golpe, demasiado vendaval de movimiento. Su olor era picante y casi demasiado doloroso de inhalar, como vinagre y orina y cebollas. Cuando salió al deslumbrante fulgor del sol poniente lo bloqueó por entero y se convirtió en un vestigio de guerrero. ¿Había un hombre matado alguna vez a una cosa como aquélla, a un gigante como aquél?

Y entonces Leeka lo recordó. La Octava Forma. Gerimus contra los guardias del Fuerte de Tulluck. Se suponía que tales guardias habían sido gigantes. Eso era lo que decía el antiguo saber popular. Más grandes que los humanos en todos los sentidos. Más fuerte. Inhumanos en su falta de respeto por la vida. Unos guerreros que vivían para matar. Habían aterrorizado el Primer Reino de Candeva, el predecesor del Segundo Reino de Candovia. Hasta que el héroe Gerimus los empujó de nuevo al Fuerte y se apropió de los dos guardias no se encontró la manera de derrotarlos. Gerimus se dio cuenta de que eran demasiado confiados. Demasiado fuertes y demasiado impacientes. Utilizó su impaciencia contra ellos, provocándolos con un combate puramente a la defensiva hasta que cometieron errores causados por la impaciencia. Había dado resultado una vez, quizá lo volviera a dar.

O sea que en su ballet defensivo Leeka intentó tejer trozos y fragmentos de la Forma. Al principio lo consiguió sin perder la cabeza hasta que encontró una combinación entre lo que necesitaba hacer para vivir y las antiguas maniobras de Gerimus. Fue complicado por el hecho de que en la Forma había luchado contra dos contrincantes, pero Leeka modificó casi todos los movimientos relacionados con el segundo gigante. En realidad, el enemigo no pareció darse cuenta al principio. No fue hasta que Leeka giró en redondo en un enloquecido e incisivo ataque en el aire cuando el perplejo gigante se detuvo. Volvió la cabeza y estudió el área que Leeka estaba acuchillando con tanta violencia. Observó cómo Leeka hundía la hoja de su espada en el pie de su imaginario enemigo y, mientras extraía la punta del hielo, la lanzó hacia el cielo y la hundió en el suave espacio bajo una barbilla invisible. Una vez hecho esto, Leeka lo miró a la cara.

El invasor, cualquier cosa que hubiera pensado de aquella exhibición, dio un paso al frente y reanudó su ataque. Mientras luchaban, Leeka se adentró un poco más en la piel de la Forma. Se sintió a gusto. Si tenía que morir, por lo menos tendría cierta dignidad en sus últimos momentos. En aquel leve asomo de confianza se percibía una insinuación de control. Leeka empezó a notar que a veces no se limitaba a anticiparse a las acciones de su adversario sino que las provocaba. «Sí —pensó—, acércate a mí. —El otro lo hizo—. Échate hacia delante y después desvíate hacia la derecha. —Una vez más, el otro lo hizo—. Da media vuelta como si me quisieras cortar las piernas». Saltó justo a tiempo. No era una danza perfecta, pero Leeka consiguió cumplir las variaciones cada vez con más facilidad. Su adversario no dio muestras de reconocer en ello un propósito, pero se puso más nervioso. Parte de su alegría se desvaneció. Guardó silencio, dejando aparte los gruñidos del esfuerzo. Incluso escupió a Leeka, siendo su saliva un arma y un insulto a la vez.

Cuando llegó el momento, Leeka se sorprendió. El enemigo, afectado por el estallido más grande de su cólera hasta aquel momento, se pasó la hoja de la mano izquierda a la derecha. Corrió hacia delante blandiendo la espada en un círculo, forzando la articulación del hombro con su movimiento, descargando toda la fuerza de su brazo, hombro y abdomen; todo el peso de su cuerpo y toda la medida del puro e impaciente escupitajo. La fuerza fue increíble, pero Leeka se desvió hacia un lado. Tal era la presión de la hoja que pasó a través del aire que él sintió que el tirón de su estela había cortado la piedra de granito del suelo de la fortaleza. Leeka pisó la espada del gigante, con un pie en el reverso y el otro en la empuñadura. Su tercer paso se apoyó en el antebrazo del gigante. Desde aquella plataforma Leeka saltó al retorcido floreo de un golpe. La hoja zumbó a su alrededor, una mancha borrosa tan rápida que él jamás recordaría después el instante efectivo en que le había rajado el cuello al enemigo. Pero siempre recordaría el siguiente momento en que se había dado cuenta de que eso era justo lo que había hecho. La cabeza del forastero permaneció posada sobre sus hombros mientras duraba su caída. Cuando el cuerpo finalmente se desplomó, la cabeza se proyectó hacia delante, propulsada, al parecer, por un chorro de sangre brillantemente carmesí. La práctica de la Forma por parte de Leeka amas había sido exactamente de aquella manera.

Mientras contemplaba rezumar el humeante líquido en el hielo, dijo:

—Bueno pues… eso ha dado resultado.

Aunque apenas lo podía hacer sin marearse, apartó del fuego lo que quedaba del cadáver humano. Ladeó el recipiente con el pie. Utilizó el asta de la lanza del enemigo para remover los carbones y la ardiente pez y conseguir un fuego más vivo. Arrojó elementos inflamables de sus propias provisiones y después se dedicó a la lenta y desagradable tarea de convertir la carne humana en ceniza. Aquel hombre era, a fin de cuentas, uno de sus soldados. No pudo reconocer su rostro congelado ni encontrar ninguno de los documentos de identificación, pero dijo las palabras que pudo por él. Su tristeza era verdadera. Nacía más que nunca del corazón, sus lágrimas no lo avergonzaban tanto en medio de su soledad. No había recordado al joven mientras luchaba, pero, ahora que lo pensaba, se alegraba de haberlo vengado.

Más tarde todo lo que se podía hacer por el soldado ya se había hecho. Leeka se volvió a mirar al rinoceronte que lo estaba observando todo desde cierta distancia. Se acercó a él con la lanza, procurando disimular la lesión que ahora se notaba en el tobillo. Se lo debía de haber torcido en determinado momento del duelo. El dolor era agudo a cada paso que daba, la articulación estaba rígida e hinchada. No quería mostrarle su debilidad a la criatura, pero, cada vez que se acercaba, ésta lo esquivaba, se apartaba torpemente, se volvía y retrocedía. Respondía de la misma manera a cada movimiento que hacía Leeka, manteniéndose siempre a distancia, mirando con uno u otro de sus ojos. Leeka miró a su alrededor en busca de algo como comida que ofrecer, pero no pudo ver nada adecuado.

—Oye —dijo Leeka—, no tengo mucho tiempo para eso.

Por si no te has dado cuenta, tu amo ha perdido la cabeza. Pero tú y yo nos podríamos ayudar el uno al otro. Quiero llegar rápido a un sitio, lo cual sería difícil con este tobillo. Y tú… tú parece que necesitas ir a algún sitio.

Hubo algo como inteligencia en la consideración que la bestia dedicó a todo eso, pero tampoco fue una plena comprensión. Como respuesta, el animal pateó el hielo. Leeka era consciente de su propia debilidad, de su escasa liviandad en comparación con la mole y las dimensiones de la bestia, las armas naturales, y el alcance de sus propias defensas. Miró a la bestia con toda la irritada exasperación que pudo. Mejor que no recordara que el animal lo podía empalar con aquel cuerno que tenía y andar por ahí con un nuevo adorno. O que podía empujarlo como una bola y pisotearlo a voluntad hasta convertirlo en picadillo. No podía haber una violenta contienda entre ellos dos. El ganador era tan obvio que Leeka rezó para que el rinoceronte ni siquiera lo tomara en consideración. Después se le ocurrió algo.

Se volvió, se alejó renqueando y regresó a los pocos momentos con el puño hundido en el cabello del guerrero. Arrojó la cabeza entre su propia persona y la montura. Rodó en un trémulo y torpe movimiento que no tardó en detenerse. La criatura lo estudió, volviéndose hacia uno y otro lado como si sospechara una trampa. Leeka probó varias posibles ocurrencias. Ninguna de ellas enteramente adecuada para el momento. Dejó caer el silencio. De todos modos, la bestia bastantes cosas tenía que considerar con su estúpida mente. Le daría un ratito para que lo pensara todo a fondo.