Desde lejos el pájaro parecía la variedad de paloma más pequeña que aquella de la que procedía. Vista de cerca, la forma de la criatura adquiría una figura distinta. Era del tamaño de una joven águila marina debidamente musculada, con un pico de ave de presa y unos ojos que examinaban el mundo con una agudeza de largo alcance. Llevaba una especie de guantes de cuero por encima de los talones, como unas afiladas púas de acero en la punta de cada dedo que el adiestramiento inicial le había enseñado a utilizar. Llevaba un tubo prendido al tobillo en el cual se podían insertar notas enrolladas. Era un ave mensajera, llamada paloma, tal vez, pero una criatura con una fiereza comparable a su tesón a la hora de volar. Casi nunca caía víctima de otras aves de presa. Por eso era el pájaro de elección para los despachos más urgentes, como el que se envió a última hora de la noche en que Thasren Mein atacó al rey Leodan.
La paloma abandonó el brazo de su cuidador en el distrito de Acacia reservado a los dignatarios extranjeros. Sus alas batieron el aire salado y se elevaron hacia el cielo nocturno. Voló al principio a través de la cascada de copos de nieve, el mundo gris y de suaves perfiles. En algún lugar por encima del Continente al oeste de Alecia los cielos se despejaron. El pájaro siguió adelante a través de las horas oscuras y sus alas raras veces se detuvieron para planear.
Llegó a otro cuidador en una aldea de la costa a lo largo del litoral más allá de Aos al amanecer del día siguiente. Planeó con un brillante cielo cinabrio a su espalda. El mensaje prendido a su pata fue retirado y ajustado —sin ser leído— a otro pájaro. Éste voló el tramo para bajar a Aushenia aquel día, subiendo y bajando con los perfiles de las praderas de losas quebradas. Otro lo llevó a través de la Garganta Gradthica y llegó a Cathgergen aproximadamente una hora antes del amanecer dos días después de que se iniciara el viaje. Esta vez el mensaje se retiró de su contenedor, se llevó a toda prisa a través de los gélidos pasillos del lugar y se entregó a los amplios cuarteles que alojaban temporalmente al hermano menor de Hanish Mein, Maeander y a su séquito.
Maeander se despertó, consciente de que su nombre había sido pronunciado. El visitante se quedó al otro lado de la puerta, entonando suavemente la plegaria codificada que pide perdón por la interrupción y promete que la molestia se debe a un asunto de importancia. Se levantó desnudo del calor de su nido y permaneció de pie, contemplando el rompecabezas de cuerpos y almohadas y mantas de piel entre los cuales dormía. Su cama era de hecho la parte más grande del suelo acolchado. Estaba caldeada desde abajo por un sistema de respiraderos que distribuía el vapor de la tierra a través de la fortaleza. Fragmentos dispersos de mujeres de suaves extremidades asomaban aquí y allá, una rociada de cabellos de lino, la longitud de una pierna, un brazo alrededor de la espalda desnuda de otra, dedos entrelazados en la suave alfombra de blanca piel de zorro. Cinco, seis, siete de ellas: contemplando aquel revoltijo, uno no podía estar seguro. Cuando Maeander adquiría amantes, las adquiría en cantidad y deseaba que fueran tan parecidas que una se desvaneciera en la siguiente sin una identidad específica. De pie allí en medio, el gélido aire de la estancia le llenó de granos la piel. Lo que más le gustaba era cuando las sensaciones fluctuaban entre extremos, del calor al frío, del placer al dolor, de los suaves perfiles de las concubinas en determinado momento a los duros perfiles y a la seca formalidad de su vida militar al siguiente.
Cuando abrió la puerta y alargó la mano para recibir la misiva ya estaba completamente despierto. Cerró la puerta y leyó la nota. Una vez, dos veces y una tercera, de lo corta que era. Pareció que hubiera esperado toda una vida la noticia que contenía. El corazón le recordó todos aquellos años latiendo con violencia, como si contara los muchos días con el más corto tiempo posible.
—Gracias, Padres —dijo—. Seas alabado, hermano. No seréis olvidados. Os habéis ganado el honor que deseasteis en vida.
Mientras se acercaba al centro de la estancia, oyó un ligero movimiento entre las pieles y las mantas. Alguien dio un audible bostezo y se dio la vuelta dejando al descubierto la plena curva de una cadera. Maeander experimentó la excitación del deseo en la parte inferior de su cuerpo. Pensó por un momento en el placer que podría sentir si despertara a las mujeres con gritos de emoción y se acostara con ellas para anunciarles su alegría por las cosas que estaban a punto de ocurrir, repartiéndola entre tantas vasijas de forma que reflejara el júbilo que él sentía. Pero sabía que no podía permitirse tantas distracciones ahora que el mensaje había anunciado el comienzo de todo. Semejante conducta sería tan inadecuada como lamentar la muerte de su hermano. Se apartó de la cama para dirigirse a la siguiente habitación. Había otra manera de disfrutar del día. Mejor que se ocupara de ella sin tardanza.
Así pues, cuando Rialus Neptos entró y lo encontró reclinado en un canapé del despacho del gobernador, Maeander ya había puesto en marcha su obra. Había enviado otra paloma al gélido viento que soplaba desde el norte. Había enviado también un jinete vestido con abrigadas prendas para protegerse del tiempo hacia otro destino norteño. Se había encargado de que los soldados que lo acompañaban se abrieran paso uno a uno al interior de la fortaleza con la mayor discreción posible, moviéndose individualmente o de dos en dos para llamar muy poca atención. Sus caballos y trineos ya se habían preparado para su inminente partida. Sólo tenía que hablar con el gobernador para concluir su obra en Cathgergen.
El gobernador entró preocupado, murmurando algo por lo bajo con los codos pegados al cuerpo y los hombros encorvados a causa del frío de la estancia. Al ver a Maeander, se detuvo tan bruscamente que derramó una salpicadura del humeante líquido que llevaba, sujetando cuidadosamente la taza con ambas manos.
—¿Maeander? ¿Qué te trae aquí tan temprano?
Maeander puso una exagerada cara de haber recibido un insulto.
—¿Qué clase de saludo es ése? Cualquiera diría que no te alegra empezar el día conmigo.
Rialus perdió inmediatamente el equilibrio. Explicó que no pretendía hacer ningún desaire. Estaba simplemente sorprendido. En realidad, se dirigía a los baños. Sólo había entrado un momento. Puede que ni siquiera hubiera entrado en su despacho, en cuyo caso hubiera dejado a Maeander esperando. Siguió parloteando sin dar muestras de tener intención de terminar.
—¡Ya basta! —dijo Maeander, dejando caer al suelo la suela de una bota negra con un audible impacto—. Tengo varias cosas que decirte. Mejor será que te sientes.
Rialus no parecía inicialmente inclinado a hacerlo, pero Maeander esperó clavando los ojos en él hasta que cambió de idea.
—Leodan Akaran —dijo Maeander— ha sido derribado de su trono. No me interrumpas. Yo te diré todo lo que necesitas saber. Mi hermano Thasren se ha sacrificado para acabar con el gobierno del rey. He recibido noticias de que todo confirma que lo ha conseguido. Espero que dentro de uno o dos días te hagan saber que Akaran ha abandonado este mundo. Ten cuidado con el café.
Rialus, sorprendido por las palabras de Maeander, había dejado que el platito se inclinara.
—Con su acción, Thasren ha anunciado que el pueblo ya no honre a la estirpe Akaran. Ha declarado la guerra y es mi intención reunir las tropas en defensa de la causa por la que él murió. Dentro de pocas horas salgo con un pequeño contingente de mis hombres. No respires de alivio; aún no he terminado. Bueno pues, Rialus, lo que estoy a punto de decirte puede que te provoque un ataque de balbuceos y confusión, pero procura dominarte. Hoy tienes que cumplir varias responsabilidades. La primera tiene que ver con los baños.
—¿Los… los baños?
—Exactamente. La segunda compañía de la Guardia los usará esta mañana, ¿de acuerdo? Lo que tú vas a hacer es ordenar que la primera compañía y también la tercera se unan a ella en las humeantes aguas. Habrá muchos hombres y mujeres, pero estoy seguro de que no protestarán. Toda aquella cálida carne restregándose y tocándose… ¿A quién no le gusta el cálido, reconfortante y húmedo calor de un baño abarrotado de gente? Pero tú mejor que no te reúnas con ellos. Explicarás (si es que tienes que explicárselo a alguien) que esta tarde los baños se someterán a una sesión de limpieza y mantenimiento, por lo que quienquiera que necesite usarlos deberá hacerlo esta mañana. Bueno, invéntate lo que quieras. —Con un movimiento de su dedo dio a entender que dejaba felizmente los detalles en las capacitadas manos del gobernador—. Y después… ordenarás que se cierren todos los respiraderos no relacionados con los baños. Una vez que lo estén, ordenarás que se cierren los pistones de las válvulas principales. Y liberarás toda la fuerza de la energía almacenada en los pozos.
—No lo entiendo —empezó a decir Rialus—. El calor dentro de los baños…
—Será considerable. Lo sé. Llevará a las piscinas a punto de ebullición. Los soldados se pondrán colorados como langostas en la cazuela. Se arañarán los unos a los otros en su intento de salir del agua, pero serán demasiados. El aire se llenará de vapor y el calor les llenará los pulmones y se asfixiarán. Sé muy bien lo que va a ocurrir, Rialus.
—Pero intentarán huir desnudos hacia los pasillos y… —El gobernador estaba demasiado perplejo como para continuar—. ¿Es una broma?
—¿Acaso te parece gracioso? Eres muy raro, Rialus. Sea como fuere, las langostas no escaparán de los baños. Dejaré suficientes soldados para que cierren las puertas cuando la cocción al vapor haya terminado. Después liquidarán a todos los soldados que encuentren. A continuación se retirarán para que te prepares para lo que tengas que hacer. ¿Hay alguna parte de todo eso que no esté clara hasta ahora?
Rialus contestó describiendo con un tartamudeo lo que les ocurriría a las tropas, como si la realidad efectiva de lo que proponía se le hubiera podido escapar a Maeander. Significaría que casi tres mil soldados, hombres y mujeres —casi toda la Guardia Norteña desde que la compañía de Alanis había desaparecido—, serían cocidos al vapor o hervidos hasta morir. Se hincharían y reventarían y rezumarían y morirían horrendamente. Jamás en su vida había oído hablar de semejante idea. Era un asesinato en masa a gran escala. Una infamia y una impostura de proporciones épicas.
—Será un desastre horrible —dijo Rialus, terminando con un perplejo e indignado tono—. Yo no podría…
Levantándose, Maeander apoyó una mano en el hombro de su subordinado de inferior estatura y lo hizo poner de pie. Le rodeó el cuello con su brazo y lo volvió de cara a su preciosa ventana de cristal.
—Será en efecto un desastre horrible, pero tú no te tienes que preocupar por eso. Lo único que tienes que hacer es mirar desde esta ventana de aquí. Observa el horizonte. Recuerda que vienen unos invitados. Ya casi están aquí. En realidad, los vas a empezar a atender esta noche. Estarán hambrientos y querrán comodidades. Entonces te alegrarás, amigo mío, de tener tanta carne recién guisada que ofrecerles.
Maeander se fue sin esperar otra respuesta. Estaba tan satisfecho de sí mismo que temía no poder quitarse la expresión de autocomplacencia de su rostro. Sus talones golpeaban con dureza el suelo con cada pisada. Era una manera casi dolorosa de caminar, pero le encantaba que la tierra bajo sus pies aceptara el castigo de sus pisadas. Sabía que Rialus lo estaba viendo alejarse boquiabierto de asombro. «Qué hombre tan pequeño —pensó Maeander—. Una musaraña». Pero era útil y muy fácil de manipular; eso no se podía negar.
Maeander estaba de suficiente buen humor como para perdonarle al roedor sus inconvenientes. Jamás había estado más satisfecho. Thasren era ahora inmortal. Muy pronto Hanish estaría al frente de un ejército, dirigiéndose a Alecia a través del río Ask. Por su parte, Maeander empujaría a otras fuerzas a través de las montañas en dirección a Candovia. Y sus nuevos aliados, esos numreks, arrasarían Aushenia, un horror como jamás hubiera visto el Mundo Conocido en muchos siglos. Después habría una gran reunión en la que el grueso del ejército acacio jadearía luchando por la vida antes incluso de que la batalla hubiera empezado…
El presente, pensó Meander, era un tiempo afortunado en el que vivir.