15

Mena jamás volvería a poder contemplar en movimiento el dado de ocho lados del juego infantil llamado de los cobardes sin marearse. Era el juego con que se entretenían ella y su hermano menor en el momento en que Leodan había sido atacado. Dariel había temido que su padre no cumpliera su promesa de entretenerlos después de la cena y la princesa había accedido a sentarse cerca de la puerta con él para poder echarse sobre el rey en cuanto estuviera libre. Lanzaron los dados desde las palmas de sus manos contemplando una y otra vez cómo los verdes octaedros de cristal rodaban hasta la inmovilidad, cercados por los perfiles de su banco. Mena no sentía especial interés por el juego y tampoco veía la necesidad de enfrascarse tanto en un simple acto de azar, pero disfrutaba de la sensación de los dados brincando por ahí, dentro de su puño apretado sin fuerza. A menudo sacudía los dados el tiempo suficiente como para que Dariel se impacientara con ella.

Ocurrió al cabo de un momento de que las grandes puertas se cerraran. Mena había medio captado el amortiguado sonido de un tumulto dentro de la sala, pero se sobresaltó cuando las puertas se volvieron a abrir con una gran embestida. Se abrieron de par en par y golpearon con fuerza contra la pared de piedra. La mano de Mena, que estaba a punto de lanzar los dados, se estremeció tanto que los hizo caer al suelo. Por un momento, observó cómo uno de ellos rodaba por la alfombra y se avergonzó, dispuesta a levantarse de un salto y recogerlo. Pero entonces vio la masa de hombres apretujándose en la puerta. Estaban muy juntos, inclinados alrededor de un pesado cargamento, con las piernas moviéndose con torpeza mientras trataban de darse prisa, pegándose gritos los unos a los otros en medio de una gran confusión. Una voz se levantó por encima de ellos, pidiendo que abrieran paso al rey, ¡que abrieran paso al rey herido! Mena aún no había captado plenamente las palabras cuando se dio cuenta de que el cargamento que llevaban era un hombre. Su padre…

La piel del rey había perdido el color, el espléndido tono había palidecido como el de un cadáver empolvado. Sus trémulos labios estaban fruncidos, los ojos devastados por el temor, la corona torcida. Una blanca espuma de saliva se aferraba a su barba. Allí, bajo todas las irreconocibles contorsiones, estaba la persona a la que ella más amaba en el mundo, privada de todo lo que era fuerte, paternal y sabio. Atrajo a Dariel a sí y le tapó los ojos. Abrazándolo con fuerza, se volvió como si por medio del movimiento pudiera sacudirse de encima lo que acababa de ver.

Más tarde aquella noche en la habitación de Dariel se sentó en la cama, acunando entre sus brazos al lloroso muchacho. Repitió muchas veces que no ocurría nada. El padre estaría bien. Por supuesto que lo estaría. Era sólo un pinchazo, decían. ¿Creía él realmente que un pinchazo podía lastimar al rey de Acacia?

—Vamos —dijo—, no seas tonto. Padre te verá por la mañana y se reirá de los ojos hinchados que se te ponen cuando lloras antes de dormir.

En cuanto la respiración de Dariel adquirió el ritmo regular del sueño, se desembarazó de él. Se sentó con la espalda apoyada contra la pared y contempló la lenta subida y bajada del pecho del chico. Estudió los lánguidos rasgos de su rostro. Lo quería tanto, pero tanto… El hecho de comprenderlo le hizo asomar las lágrimas a los ojos por primera vez aquella noche. Él no podía comprenderlo realmente, ¿verdad? Ella sabía muy poco de lo que había ocurrido o de si su padre estaba o no en peligro mortal, pero no parecía que los detalles tuvieran importancia. El rostro de su padre lo había explicado todo por completo. Cualquier cosa que hubiera ocurrido, mañana o al otro día, la expresión de temor que ella había visto era imborrable. Siempre la vería por debajo de la superficie de su presencia. Era como si lo hubiera sorprendido en un acto lujurioso, algo lo bastante degradante como para que ella jamás pudiera regresar a la inocencia de unos momentos antes. La naturalidad entre ellos ya jamás volvería a ser la misma.

Se levantó con cuidado de la cama y se puso a pasear un rato por la espaciosa habitación, contemplando las piedras del suelo sin saber qué hacer ni adónde ir, aunque hubiera algo que hacer o algún lugar a donde ir. Sabía que nadie le diría nada aquella noche. Consideró la posibilidad de salir sigilosamente de la habitación e ir a los aposentos de su padre, pero estaba segura de que le impedirían hacerlo, sobre todo en mitad de la noche y después de semejantes acontecimientos. No podría acercarse a él hasta la mañana siguiente, y tal vez ni siquiera entonces.

Al final, cruzó la estancia y trepó a las ramas inferiores de la acacia que ocupaba una esquina de la habitación. Era una cosa extraña de encontrar en el interior de un palacio. Había sido un regalo de cumpleaños de Leodan a Dariel el invierno anterior. El rey había tenido la idea, habló de ella a los artesanos y carpinteros y mandó elaborar el proyecto en secreto mientras él y sus hijos zarpaban rumbo a Alecia para una breve estancia. Al volver, todos los hijos entraron en la habitación de Dariel y encontraron la mole de una vieja y nudosa acacia salvada de su lenta muerte e incrustada en el suelo de piedra. Sus ramas se retorcían en la parte superior y en algunos lugares parecían fundirse con las paredes y darles apoyo. Se había lijado con arena y se habían despuntado las espinas para que sólo quedaran los nudosos restos. La madera se había pintado de castaño rojizo y se le había aplicado madera de sándalo suavizada con aceite. Estaba adornada con cintas y verdes hojas de seda para que el árbol pareciera vivir eternamente. Se habían colocado unas plataformas en las ramas, con cuerdas, escaleras de mano y columpios que se movieran entre ellas. Todo ello simplemente para sorprender a un chico con una impresionante estructura donde encaramarse y jugar. Era una idea inaudita, una extraña extravagancia en una cultura que generalmente ignoraba a los niños hasta que eran lo bastante mayores como para parecer adultos. Ello dio lugar a que muchas lenguas se movieran a propósito de la cordura del rey.

Desde la curvada viga de una plataforma, se volvió a mirar la habitación. Unas lámparas de pared que ardían con llama baja iluminaban la habitación con una luz anaranjada. Dariel dormía tranquilamente con una bandeja de comida y de té al lado servida por las criadas, las cuales habían armado un gran alboroto a su alrededor cuando ellos regresaron, nerviosos y angustiados. Les preguntaron repetidamente por sus necesidades, pero ellos no pudieron contestar la única pregunta que cualquiera de ellos consideraba importante. Ninguna de ellas susurraría una palabra acerca del estado del rey. Todo se arreglaría a la mañana siguiente, dijeron. Que el rey y su gente hicieran lo que debían y todo se arreglaría a la mañana siguiente. Si no lo hubieran repetido tan a menudo, Mena las habría podido creer. No obstante, sabía que nada era tal como ellas decían. Las criadas siempre habían murmurado acerca del rey. Incluso cuando ella las oía habían hecho insinuaciones acerca de sus deseos, motivos o acciones. Por regla general, se habían equivocado, pero esto era distinto. Tenían miedo. Estaban perplejas. Y estaban mintiendo.

—¿Pero qué importan ellas? —preguntó Mena a la habitación.

Eran mujeres mezquinas que trataban a los hijos menores como si fueran… bueno, como si fueran niños. Mena siempre había sabido que era mayor de lo que decían sus años. Comprendía cosas que ellas no comprendían. Era algo que tenía en común con su padre. Sabía que distaba mucho de ser una mentecata. Él estaba cuerdo y era amable e inteligente de una manera que muy pocos conseguían ser, y sabía que ella no era una niña a la que se pudiera hablar desde arriba. A veces —cuando estaban solos y a él le apetecía— su padre le hablaba como si fuera una persona adulta. Ella sabía que eso era algo insólito entre ellos, una idea que ambos tenían y a la que sólo se entregaban en privado.

Así le había hablado su padre con sencillez y en tono reflexivo, sentado con ella precisamente en aquel árbol, y le había dicho que no le importaba que los nobles o los servidores o cualquier otra persona lo tuvieran por loco. ¿Cuándo había sido eso? ¿A principios de la última primavera? ¿En las primeras semanas de verano? Había dicho que, en realidad, el mundo propiamente dicho estaba loco. Estaba lleno de rencor, de malicia, codicia y engaño. Estas cosas eran los componentes del mundo de la misma manera que las letras de sus cuadernos de apuntes eran las llaves de la lengua que ellos hablaban. Él había tardado algún tiempo en aprenderlo, pero ahora sabía que era verdad.

—Cuando era joven —había dicho, apoyado en la rama que había debajo de ella, pasando la mano por la suave textura de la madera— pensaba que podría cambiar el mundo. Creía que cuando fuera rey escribiría decretos y leyes para evitar el sufrimiento de la gente. No pensaba que pudiera conseguir un mundo perfecto. No exactamente. Pero conseguiría un mundo tan cerca de la perfección como humanamente se pudiera imaginar.

Ella le preguntó si lo había conseguido. Su padre la miró con una dolorida expresión de compasión y amor. Y tardó unos momentos en contestar. Le dio las gracias por preguntarlo, por la insinuación de que ella pudiera considerarlo un hombre tan grande como eso y por haberle dado a entender que su vida había sido hasta entonces tan feliz como para seguir creyendo posibles todas aquellas cosas. Pero no, él no había cumplido ninguno de los sueños que tenía cuando era chico. No podía especificar por qué o cómo, pero cada una de sus grandes ideas se había evaporado directamente delante de sus ojos. Tenía la sensación cuando lo pensaba, de que las palabras con las cuales describía tales cosas no eran más duraderas que el vapor que se escapa de la boca de uno en un día de invierno. Hablaba, pero sus palabras no tenían carácter duradero. Se desvanecían casi a partir del mismo momento en que salían de su boca. Así se había sentado en consejo y había sido escuchado por corteses y pacientes rostros. Hasta había propuesto reformas en la gran cámara de Alecia a los gobernadores, todos los cuales le habían jurado lealtad. Sus palabras habían sido escuchadas, la verdad que contenían había sido reconocida y su sabiduría, alabada. Abandonaba aquellas reuniones con la sensación de que el mundo estaba a punto de cambiar y, sin embargo, pasaban los años y el mundo seguía siendo lo que era, no un lugar mejor, inalterado por los deseos de su corazón. Nadie le había llevado jamás la contraria, pero tampoco nada había ocurrido jamás. Comprendió entonces lo verdaderamente impotente que era. Entre él y las obras del mundo había miles de otras manos. Cada uno de ellos le fingía lealtad, pero ninguno cumplía sus órdenes. Tal vez, reconocía, ésta era la razón de que él hubiera rebajado sus ambiciones y hubiera encontrado significado en el amor de una mujer y en el prodigio de los hijos que ambos habían creado.

—Mena, mi sabia hija, no soy un hombre tan fuerte como piensas. —Alargó la mano hacia arriba y le acarició la barbilla—. Yo no podría cambiar el mundo. No podría impedir que otros cometieran crímenes (terribles crímenes) en mi nombre. No pude impedir que tu madre nos dejara cuando la enfermedad se la llevó. Pero quiero a mis hijos. O sea que ahora vosotros, los cuatro, sois mi obra. Pensé, «¿Por qué no construir dentro de mi casa el mundo tal como yo lo querría? Si puedo educaros hasta la edad adulta con una felicidad insólita en el mundo, habré cumplido algo. Más tarde veréis qué maldades cometen los hombres los unos contra los otros, pero antes, ¿por qué no conocer la felicidad? Tú quieres ser una niña para quien los sueños se hacen realidad, ¿verdad?»

Dariel había entrado en la habitación justo en aquel momento. Su padre lo llamó para que se acercara y la breve intimidad entre ellos quedó en suspenso hasta que la ocasión la volviera a permitir. Ahora, mientras lo recordaba, las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos. No le contestó. No había preguntado qué eran aquellos horrores del mundo. Jamás los había visto y sólo sabía de las antiguas luchas lo que figuraba escrito con la triunfal elocuencia de sus libros de historia. Pero pensó que ojalá le hubiera contestado. Deseaba —con toda su alma— ser una niña cuyos sueños se hicieran realidad.

Estaba segura de que no podría dormir, pero en determinado momento se quedó dormida en lo alto del árbol, apoyada contra la madera labrada que ofrecía comodidad. Soñó con algo que, mientras lo experimentaba, le pareció un recuerdo, aunque más tarde no estuvo segura de si era una reminiscencia de un acontecimiento pasado o de un sueño anterior. Ella y una niña cuyo nombre no recordaba trepaban por las rocas de la playa y salían al embarcadero de piedra que se proyectaba sobre el mar. La niña llevaba una red para pescar con la infantil idea de que ambas llevarían la cena de la noche. Sabían que no tenían que bajar por las escarpadas rocas mientras abajo en el mar se agitaban las frondas de algas marinas, los cangrejos de caparazón azul y los mejillones. Pero todo iría bien si ellas llevaban a casa un tesoro vivo en su red.

Mientras se acercaban al final del embarcadero Mena vio un extraño tumulto en el agua. Justo bajo la superficie nadaba un abundante banco de peces. Se movían en masa y eran tantos que ella no podía ver el principio del banco ni dónde podría terminar. Nadaban los unos al lado de los otros y se amontonaban hasta varios metros de profundidad, y cada pez medía quizá dos o tres palmos de longitud. Los de arriba estaban tan cerca de la superficie que a veces sus colas cortaban el aire. Entre ellos, ella podía ver las profundidades de abajo. No sabía que el mar era tan profundo allí, pero era insondable y estaba lleno de peces.

La princesa pidió a gritos la red a la otra niña, la tomó y se agachó para arrojarla. La otra niña dijo que no tenía que pescar aquellos peces.

—Viajan hasta el dios del mar —dijo—. Sería una maldición para nosotros que nos los comiéramos.

A Mena no le importaba. ¿Qué dios del mar era aquél? Tonterías. Arrojó la red al agua, preparándose para el impacto de la serpenteante vida con que ella esperaba llenarla. Un momento después tiró de ella, vacía. Los peces seguían nadando tan numerosos como antes, pero ninguno de ellos había entrado en la trampa. Volvió a arrojar la red desde otro ángulo, tiró de ella hacia arriba chorreando, pero nada. Por mucho que ella moviera la red por debajo de la superficie —de uno a otro lado, arrojándola hasta el fondo, tirando de ella hacia arriba— no pudo atrapar ni un solo pez. Nadaban rápidamente, tan cerca que ella podía ver las delicadas configuraciones de sus aletas y la flexión de sus grandes escamas mientras se deslizaban los unos sobre los otros. Vio cómo sus ojos miraban con tristeza hacia arriba para estudiarla. Algo de aquellos ojos le llamó la atención. Apartó la red a un lado y se zambulló en el agua, en la certeza de que de aquella manera conseguiría por lo menos tocar los peces, convencida de que ellos querían que lo hiciera. Si acudían a la llamada de algún dios marino, no lo hacían voluntariamente. Ella los podía ayudar. Le pareció una cosa muy importante mientras daba puñetazos al agua y se sumergía nadando hacia abajo…

Mena se empezó a despertar. Sus brazos se agitaron y ella estuvo a punto de caer del árbol. Por unos momentos, el mundo colgó a su alrededor sin contexto. Sintió que el sueño se desvanecía y comprendió que había algo más importante que recordar, pero sólo a través de la mirada y la espera los acontecimientos de la velada regresaron a ella. Mirando a través de una estrecha y alta ventana vio que el cielo se había iluminado con la inminente aurora. Unas delgadas nubes enladrillaban el cielo con unos toques rosa salmón. Era un nuevo día, pensó. ¿Cuántos de los daños de ayer se repararían ahora? ¿Cuántos de ellos serían a la clara luz de la mañana simples trampas de las sombras y de la oscuridad de la noche?

Había empezado a bajar cuando se abrió la puerta. Entró Corinn, moviéndose con vacilación y mirando a su alrededor en la estancia como si no la conociera bien. Contempló la forma dormida de Dariel. Levantó una de sus manos y se tocó los labios. Susurró algo, como una campesina supersticiosa que hubiera presenciado un violento acto de la naturaleza. En su inmovilidad se convirtió en una isla rodeada de movimiento. Entraron unos criados después de ella y se repartieron para preparar la habitación para el día, descorriendo las cortinas y apagando las lámparas, retirando la bandeja de comida no consumida y sustituyéndola por otra cargada de fruta y de zumos.

Corinn se animó al ver a Mena acercarse a ella. Tenía el rostro embotado e hinchado y hacía pucheros con sus suaves labios.

—No morirá —dijo—. Me dijo que no se moriría. Dijo que nunca me dejaría. Le prometió a madre que no lo haría hasta haber conocido a todos mis hijos y hasta que ellos lo hubieran conocido a él… hasta que lo hubieran conocido y él les hubiera contado todo lo de nuestra madre. Cómo era ella de joven y cuando ambos se casaron.

—¿Has hablado con él?

La mano de Corinn danzó en gesto explicativo.

—No desde que ocurrió. Quiero decir antes de que me lo prometiera. Quiero decir antes de todo este…

Comprendiendo que a lo mejor su hermana seguiría adelante de la misma manera, Mena la interrumpió.

—¿Pero qué es de él ahora? Dime lo que sabes. ¿Cómo está?

—¿Qué quieres saber? —Los ojos de Corinn no se posaban en nada sino que brincaban nerviosamente por la habitación—. A padre lo han apuñalado. Un asesino del Mein… Dicen que la hoja estaba envenenada, pero yo no lo creo. «¿Qué veneno?», pregunté, pero nadie me supo contestar. No saben nada. Nadie me quiso decir la verdad. Y no me permitieron entrar a verlo. ¡Ni siquiera Thaddeus me quiso ver! Todos se comportan como si estuvieran locos. Han llamado a Aliver a consejo, como si padre ya hubiera muerto. Pero no ha muerto. ¡Estoy segura de que no!

«Está más asustada que yo», pensó Mena. Tomó una de las manos de Corinn entre las dos suyas y la apretó. El contacto pareció consolar a Corinn lo bastante como para que bajara la voz, pronunciara las palabras más despacio y sus ojos se posaran un momento en el hombro de su hermana, más cerca de mirarla a los ojos de lo que habían estado hasta entonces.

—Mena, fue horrible, vi cómo ocurría. Vi al hombre antes de que se manifestara. Lo vi moverse entre la gente. Pensé que era guapo. Pensé: «Éste es Gurnal, ¿verdad? Parece más joven de lo que yo recuerdo. Qué extraño que antes nunca me hubiera dado cuenta de que era apuesto». Y entonces le vi sacar el cuchillo. ¿Qué estaba haciendo con un cuchillo en un banquete? Si me hubiera puesto a gritar en aquel primer momento… No me di cuenta… No entiendo nada.

Mena le volvió a apretar la mano, atrayéndola hacia su pecho. Comprendió instintivamente que quizás hubiera sido mejor no decir nada en respuesta a semejante declaración, pero algo en ella sentía que los papeles que cada uno ocupaba ya no eran los de antes. Volvió a pensar en el sueño y, en un estallido de revelación, se dio cuenta de que la niña que estaba con ella en las rocas no era una desconocida en absoluto. Era Corinn, una versión distinta de Corinn. ¿Cómo había podido ser? Había estado allí con su hermana y, sin embargo, la había creído otra persona completamente distinta. No tenía sentido, pero la mente dormida raras veces lo tenía. Apartó a un lado el mundo de los sueños. En aquel momento, se dio cuenta, le apetecía consolar a su hermana mayor. Lo malo era que no podía consolarla con mentiras, y le llevó unos sosegados momentos de inquietud encontrar el tono adecuado para seguir adelante.

—Vamos a estar bien —dijo—, si padre…

—¡Ya basta! —replicó Corinn, clavando en ella sus fieros ojos abiertos—. Padre no morirá. ¡Deja de desear que muera! ¡No digas siquiera que podría hacerlo!

Mena estaba horrorizada. Lo había empezado todo mal.

—Yo… no he dicho eso. Yo no lo deseo. Es todo tan aterrador… Eso es lo que… lo que…

Por un momento pareció que Corinn la iba a pegar, pero, en su lugar, ésta dio un paso al frente y atrajo a su hermana menor a sus brazos. Allí Mena experimentó el primer atisbo de consuelo desde el banquete. Fue una cosa triste, la verdad, pero hubo algo tranquilizador en la conciencia de que ellas dos sentían por lo menos el mismo temor y dolor con una claridad compartida que no se reflejaba en ningún otro aspecto de su relación.