Thasren Mein se quedó un rato en la calle, sintiendo los copos de nieve posarse en su piel y fundirse. Qué agradable le pareció sentir la nieve besándole el rostro vuelto hacia arriba. Era bello, justo y —en aquella tierra— sorprendentemente extraño de contemplar. El aire nocturno era justo lo suficientemente frío para la nieve, tan silencioso, con los sonidos amortiguados y las pisadas de los viandantes aplanando la mojada capa de cristales de hielo; en todas aquellas cosas, era una experiencia muy distinta de una tormenta en la altiplanicie del Mein. No obstante, el mensaje y su significado eran fáciles de leer: era una bendición desde casa, un estímulo enviado por los tunishnevre para recordarle que lo que estaba haciendo ahora lo hacía por muchos. La nieve caía sobre Acacia; o sea que el cambio que se iba a producir estaba marcado por los cielos.
Para cuando subió la última escalera y se acercó a la sala del banquete al otro lado del patio de piedra, los otros invitados ya estaban entrando. Tocó la peluca con los dedos, notando los alfileres que la mantenían sujeta en su sitio. Sus ropajes estaban en regla, su capa era una de las más bonitas del embajador. Hubo un tiempo, lo sabía, a principios del gobierno acacio, en que nadie se acercaba al rey más allá de cien pasos, en que los miembros de la realeza contemplaban las reuniones sociales desde cierta distancia, como espectadores de una obra teatral. Permanecían a salvo detrás de una barricada de guardias marah, soldados con espadas desenvainadas, cada uno de ellos con una rodilla en tierra, vestidos y espolvoreados de bronce para que parecieran estatuas, preparados para cobrar vida en caso de que apareciera una amenaza. Estaban, le habían dicho, tan bien preparados en la observación de los movimientos corporales y el porte como lo estaban en las artes marciales. Pero de eso hacía tiempo. El lujo no tiene más remedio que ablandar a la gente, hacerla olvidadiza. Aquel al que entró en esta ocasión era un banquete muy distinto, un banquete que aquellos primeros reyes apenas hubieran reconocido.
Saludó con una inclinación de la cabeza a los guardias de la puerta. Ellos lo saludaron con el nombre del embajador, sin asomo de sospecha en sus sonrisas. Tal como Gurnal le había dicho, tenía que recorrer un largo trecho a través de la cámara de recepción para alcanzar su objetivo. Ambas paredes estaban cubiertas con pinturas de los primitivos acacios. Más cerca todavía se encontraban las estatuas de unos hombres que él suponía que eran reyes. Detrás de ellos, unos soldados los protegían en posiciones igualmente circunspectas, con los brazos pegados al cuerpo y las manos cruzadas sobre las empuñaduras de las espadas. Los soldados estaban tan inmóviles como los inanimados personajes a los que protegían. Junto a la entrada del extremo más alejado de la sala se habían reunido unos cuantos hombres: el huésped oficial y sus guardias. Se había hecho una rajadura en el interior de su manto, un pasadizo hacia el arma sujeta allí. Tuvo que rezar una tranquilizadora plegaria para impedir que sus dedos dieran una brusca sacudida en su afán de encontrar la empuñadura y pinchar la primera garganta que le expresara una queja.
En la entrada de la sala el primer guardia marah sonrió a modo de saludo, bloqueando el paso con benevolencia en compañía de dos soldados, uno a cada lado, éstos no inclinados a sonreír. Más allá de ellos, Thasren vio una estancia iluminada por cientos de lámparas, abarrotada de gente; el aire era un clamor de voces, la música la componían instrumentos de cuerda, todo fragrante con el aroma de los exquisitos platos de la velada. El marah lo tocó en dos lugares, una mano en su hombro y otra en la cadera del otro lado. Saludó a Thasren con el nombre de Gurnal, le preguntó si el tiempo le parecía bien, pero mientras lo hacía, miró más allá de él hacia los guardias de la otra sala. Les habló con los ojos, con un movimiento de la barbilla, diciéndoles que, una vez dentro el último invitado, deberían cerrar las puertas exteriores. Volvió a dirigir su atención al hombre al que estrechaba en su abrazo, el cual —a pesar de lo que parecía tranquilidad— estaba en tensión y a punto de saltar para abrir un camino de caos desde aquel lugar de avance en caso necesario.
Antes de que el guardia iniciara el abrazo de sondeo que le hubiera costado la vida, sonó un cuerno al fondo de la sala. Fue una nota fuerte seguida de una melodía más suave que los instrumentos de cuerda recogieron. El oficial dijo algo alegremente y le dio unas palmadas, en una danza superficial de los dedos que no tocó el arma. Le hizo señas a Thasren de que entrara.
Con ello, el máximo obstáculo que bloqueaba su éxito ya había quedado a su espalda. Ahora sólo tenía que soportar los momentos iniciales del banquete. Vio emerger al rey rodeado de todo su cortejo, su hijo y su hija, el príncipe aushenio, el canciller Thaddeus Clegg, los guardias que los rodeaban a todos. Aunque la fiesta se calificaba de íntima, había tal vez unas cien personas en la sala, muchas de ellas interpuestas entre él y el monarca. En los primerísimos momentos, él no se movió en absoluto. Notó que sus poros rebosaban de humedad, pero trató de creerse tranquilo, de respirar despacio. Apaciguó su mente y se centró, tal como le habían enseñado a hacer. Tenía que crear el momento de la muerte de su presa, tenía que reunir una miríada de fuerzas que se movían en el mundo y traspasarlas todas como una flecha a través de unos anillos arrojados al aire. Observó a los distintos invitados presentes en la sala: cuál era su porte, qué miraban, a qué distancia se encontraban del rey y detrás de qué límites.
Cuando se movió, lo hizo como parte de una inhalación en el gentío mientras otros eran atraídos con él hacia la regia persona. Fue empujado a un lado un par de veces, se abrió paso a empujones hacia territorio abierto y desde allí vio el momento que necesitaba. Leodan contestó a un saludo de la multitud. Buscó al hombre en cuestión con los ojos y después se adelantó mientras la sonrisa de su rostro daba a entender su reconocimiento de un viejo amigo. El rey se deslizó entre dos mesas, colocando momentáneamente a sus guardias en fila india a su espalda. Los brazos de Leodan se levantaron para abrazar al otro hombre mientras los pájaros de las partes laterales de su vestidura se agitaban cual si fueran olas.
Thasren extrajo la daga de su escondite. La sacó en diagonal de su cuerpo con un movimiento tan rápido que atrajo muchos ojos. La hoja reflejó fragmentos de luz de lámpara, una cosa afilada en una mano que no hubiera tenido que llevar ninguna cosa afilada. Corrió los últimos pasos hacia delante. Los ojos del rey se volvieron hacia él, perplejos, su boca se frunció como si estuviera a punto de pronunciar el nombre del embajador. Thasren inclinó la curvada hoja de la daga para pinchar al hombre a través de la cuenca del ojo izquierdo. Así lo hubiera hecho si uno de los guardias no hubiera saltado a la superficie de la mesa con la espada desenvainada para cortar la mano del atacante a media muñeca. Thasren dobló el brazo a la altura del codo y la espada del guardia no lo alcanzó. En el momento en que el hombre perdía el equilibrio, Thasren giró a su alrededor la mano libre y lo levantó en el aire, agarrándolo por un tobillo. Inclinó el cuerpo del hombre que estaba a punto de caer de tal manera que éste cayó hacia atrás sobre el otro guardia, obligándolo a soltar la espada desenvainada.
El amigo del rey permaneció de pie delante del monarca, en gesto protector y boquiabierto de temor al mismo tiempo. Thasren pegó un brinco y golpeó con su talón la rodilla del hombre en ángulo. Su cuerpo se desplomó rápidamente al suelo. Otro guardia se le acercó por la izquierda con la espada en alto. Thasren lanzó su daga al aire en un movimiento como de pinchar. Cuando el guardia levantó su arma para responder a cualquier ataque que ello presagiara, Thasren se agachó. Giró por completo sobre sí mismo una sola vez e introdujo la punta de la empuñadura de su espada en la suave zona debajo del sobaco del hombre y las cortantes púas se hundieron más de una pulgada en la carne. Tiró hacia abajo y labró un mellado corte que no dejó libre la daga hasta que ésta se rompió a través del ombligo.
Oyó el grito de una estridente voz… comprendió que era el hijo del rey. Cualquier orden que hubiera dado el oven, nadie le hizo caso. Thasren aún no había utilizado la hoja de su daga, pero lo hizo ahora. En el breve momento antes de que alguien más pudiera atacarlo, cubrió los últimos pasos hacia el rey, que estaba retrocediendo. Mientras contemplaba su sorprendido rostro, lo apuñaló a través de la parte superior izquierda del pecho, directamente a través del ojo de una de las bordadas grullas aushenias. Pareció poco más que un movimiento de esgrima. Como tal, sólo salió una pequeña mancha de sangre, cubierta casi inmediatamente por la palma de la mano del rey. Y eso fue todo, listo. Más fácil, en realidad, de lo que Thasren había imaginado que iba a ser.
Impidió todas las maniobras agresivas. Se puso de pie, abandonando su posición de combate. Permaneció en el centro del anillo de cuerpos que lo rodeaban, heridos y muertos por igual, un erizado conjunto de puntas de espada ahora apuntadas hacia él. En cuestión de segundos la Elite lo había rodeado. Lo hubieran matado en aquel momento, pero no había nada como la inesperada pasividad para confundir a unos soldados extremadamente adiestrados. Se detuvieron cuando él lo hizo, y Thasren tuvo tiempo para mirar a su alrededor. Posó la mirada en el rey, que ahora estaba apoyado contra la pared detrás de una barricada de guardias. Mirando directamente al monarca, se mencionó a sí mismo en su lengua, hablando como si fuera el personaje de una antigua leyenda. Dijo que era Thasren Mein, hijo de Heberen, el hermano menor de Hanish y Maeander. Dijo que moría con alegría en el corazón porque había hecho una obra justa. Había matado al déspota de Acacia. Era un acto intachable que ya se habría tenido que cumplir hacía mucho tiempo. Debido a ello, no deseaba nada más en su vida.
—Muchos me alabarán —dijo, pronunciando las palabras con un fuerte acento acacio—. Muchos me alabarán y me seguirán.
Empujó la curvada punta de su daga contra su cuello y tiró de la hoja limpia a través de su arteria principal. Un momento después descansaba sobre las suaves piedras, contemplando de soslayo un mundo envuelto en el caos. Su cuerpo se desplomó de tal manera que el bombeo de su corazón arrojaba gotas de sangre al aire, cubriéndole el rostro y el pecho de una niebla roja. Parpadeando, miró a través de esta cortina. El rey fue sacado a toda prisa de la sala en medio de una masa de hombres, como obreras alrededor de la abeja reina. Lo sacaron de la sala, sostenido por ellos en posición semisentada, cubierto por todas las manos, algunas de ellas cubriendo su ensangrentado pecho con las palmas. Por unos segundos, cuando se despejó la línea visual entre ellos, Thasren vio el óvalo de la boca del rey. El dolor se estremecía en sus mejillas. Sus ojos eran dos perplejas preguntas, llenas de temor.
Mientras lo miraba, Thasren pensó en su hermano mayor y pensó que ojalá éste hubiera contemplado aquella hazaña y confió en que el relato de ella que le hicieran más tarde lo llevaran a sentirse orgulloso. Sintió que un voraz vacío le devoraba el cuerpo y lo iba apagando pulgada a pulgada. Lo susurró a través de la sangre que tenía en la boca, un sabor como de metal líquido. Se sintió dominado por un reverente temor. Había cumplido por lo menos una gran obra en su vida. Con ella a su espalda, ya no tenía miedo. Había provocado mucho, pero él se acercaba al más allá sin temor, tal como debería hacer siempre un soldado de una justa causa. Antes de desvanecerse, empezó a recitar la Plegaria de la Unión, el canto de alabanza de los tunishnevre.