Leodan Akaran era un hombre en guerra consigo mismo. Llevaba dentro de la cabeza unos silenciosos conflictos, unas luchas que pasaban con furia de un día al siguiente sin resolución. Sabía que era una debilidad suya, el inconveniente de tener una naturaleza de soñador, un punto de poeta, de estudioso, de humanista: unos rasgos muy poco apropiados para un rey. Envolvía a su familia en la lujosa cultura de Acacia, a pesar de ocultarle el horrendo comercio en el que se basaba. Tenía previsto que sus hijos jamás experimentaran directamente la violencia aunque este privilegio se hubiera adquirido aplicando una hoja a los cuellos de otros. No soportaba que incontable número de personas pensara que sus tierras estuvieran relacionadas con una droga que garantizaba su trabajo y sumisión y, sin embargo, él se entregara al mismo vicio. Amaba a sus hijos con una pasión extrema que a veces lo despertaba aterrorizado de los sueños de alguna desgracia que les pudiera ocurrir. Pero sabía que los agentes que trabajaban en su nombre arrancaban los hijos de otros padres de sus brazos para que jamás los volvieran a ver. Era monstruoso y en muchos sentidos se sentía culpable.
No había instigado personalmente ninguna de estas cosas; como sus hijos, había nacido en ello. Había crecido con los mismos relatos que ahora compartía con sus hijos. Había aprendido la misma reverencia por los mismos héroes de su nación. Había practicado las Formas, miraba con respeto a los dignatarios de todo el imperio y creía incondicionalmente que su padre era el legítimo soberano de todo el mundo.
Cuando vio por primera vez las minas de Kidnaban siendo un niño de nueve años —los calcinados abismos labrados en piedra, las masas de humanidad desnuda a excepción de unos taparrabos, trabajando como millares de insectos en forma humana— simplemente no lo comprendió. No acertaba a imaginar por qué aquellos hombres y muchachos elegían aquella vida y no preguntaba por qué el día dejaba retorcidos nudos de ansiedad en su vientre. Pero justo después de haber cumplido los catorce años averiguó en rápida sucesión que aquellos trabajadores de las minas eran reclutados en cada una de las provincias, que los jefes de las distintas naciones que visitaban Acacia eran los pocos privilegiados, los mismos a quienes se encomendaba la supresión de la mayor parte de su pueblo.
Todo eso ya era suficientemente espantoso, pero fue el descubrimiento de la Cuota el que lo indujo a entrar en acción. En las angustias de la virtuosa adolescencia, acudió a su padre, lleno de reproches. Salía de la lección que lo había introducido en ello y se lo soltó a su padre durante la práctica de esgrima. ¿Era cierto, le preguntó, que desde los tiempos de Tinhadin ellos habían proporcionado una cuota anual de esclavos a una nación de más allá de las Laderas Grises? ¿Era cierto que unos agentes en nombre de Akaran reunían a cientos de chicos y chicas de las provincias, niños vendidos a los que jamás se volvía a ver? ¿Era cierto que estos forasteros —los lothan aklun— pagaban los esclavos con un cuantioso suministro de una droga que convertía a buena parte del imperio en adicto y dependiente?
Gridulan interrumpió el ejercicio de la esgrima. Clavó la punta de su espada desnuda en la estera que tenía a sus pies y miró a su hijo por encima del elevado trecho de su nariz. Era un hombre alto —Leodan jamás alcanzaría su estatura—, con un rígido porte militar. Sus compañeros —trece hombres había conocido desde su infancia— puntuaban el espacio de entrenamiento, unos pocos practicaban la esgrima, la mayoría permanecía de pie junto a uno de los pilones, conversando.
—Estas cosas son ciertas, sí —dijo Gridulan—. Los lothan aklun también prometieron que jamás volverían a guerrear con nosotros. Eso es algo que deberíamos agradecer. Tinhadin escribió que eran cada uno de ellos como serpientes de cien cabezas. Me alegro de que estés aprendiendo las realidades del gobierno, pero no me importa que…
El joven Leodan lo interrumpió entonces en voz baja, venenosa y totalmente insólita en él. La idea de la esclavitud le parecía un insulto personal, una cosa tan repugnante que no pudo reprimir su cólera.
—¿Cómo puedes permitir semejante abominación en tu nombre? Tendríamos que prescindir de ello inmediatamente, aunque ello significara entrar en guerra con estos lothan. Es el único camino honroso. Si no lo haces, cuando yo sea…
Leodan hubiera podido responder al movimiento del rey de no haber sido éste tan inesperado. Gridulan se pasó la espada a la mano izquierda, se adelantó y golpeó a su hijo con una inclinación hacia arriba tan poderosa como para que la cabeza del muchacho se ladeara hacia el techo. Retrocedió, tropezando. Mientras Leodan apoyaba una mano en el punzante dolor de su mejilla, su padre lo reprendió. Le dijo con voz sibilante que todo lo que tenían procedía precisamente de eso. Prescindir de ello no sólo ponía en peligro todas sus vidas sino que también denigraba la memoria de toda la estirpe Akaran, cuyos miembros habían visto la Cuota de la misma manera. Sólo un necio valoraría la libertad de unos pocos por encima del bienestar de toda una nación.
—Esto se lleva haciendo varias generaciones —dijo Gridulan, hablando muy cerca del rostro de su hijo—. El propio Tinhadin estuvo de acuerdo. ¿Quién eres tú para dudar de su sabiduría? Si esto no te basta, piensa que yo no estoy al mando del ejército. De nombre, sí, pero, en realidad, los distintos sectores del ejército responden primero a sus gobernadores. Los gobernadores a su vez se inclinan a los deseos de la Liga. Y la Liga jamás permitiría que se anulara la Cuota. En su lugar, se confabularían a nuestra espalda. Acordarían destruirnos y colocar a otro en el trono, ¿comprendes? Entonces no tendríamos nada, y tú echarías de menos el tiempo vivido con esta abominación. Te podrían vender como esclavo. Muchos en Alecia recibirían con los brazos abiertos esta ironía.
—¿Entonces no significa nada ser rey? —preguntó Leodan, preparándose para otro golpe.
Pero Gridulan no lo volvió a golpear. Su respuesta fue más de tristeza que de cólera.
—Por supuesto que soy un hombre poderoso, pero soy poderoso porque estoy bien situado en la danza del imperio. Conozco las reglas y doy los pasos que corresponden. Pero la danza es superior a mí, Leodan. Es algo superior a ti. A lo mejor, es todavía demasiado grande para que tú la comprendas. Tú quieres paz, rectitud y justicia para todos, pero tu comportamiento no conduciría a ninguna de estas cosas.
El rey se enderezó, estiró las piernas y levantó la espada que sostenía en la mano. Antes de volverse hacia su adversario de esgrima, dijo:
—La verdad, Leodan, tienes que estudiar varios años más antes de que puedas desafiarme. No vuelvas a hablar más de eso en público, ni siquiera en presencia de mis hombres de confianza.
Leodan, sentado en el antepecho de una de las grandes ventanas de su biblioteca, se preguntó si su padre había en aquel momento endurecido lo suficiente su corazón para convertirse en el asesino que los años siguientes demostrarían que era. Se sacudió el pensamiento de encima. Estaba viviendo demasiado tiempo en el pasado, lo sabía. Era difícil no hacerlo, especialmente en una noche como aquélla, cuando el aire parecía sosegado por la melancolía.
Aunque Acacia ocupaba una zona templada bien situada entre los áridos matorrales de Talay y las gélidas tierras del Mein, la isla era visitada de vez en cuando por un tiempo lo bastante frío como para permitir una nevada. Por regla general no era más que una o dos finas capas a lo largo de todo un invierno. Una auténtica acumulación sólo se producía una vez cada cuatro o cinco años. Esta noche —la noche del banquete aushenio— resultó ser una de ellas, una tormenta de última hora que acabó con una racha de buen tiempo.
La nieve había empezado con unos cuantos copos dispersos que se arremolinaban a través de la débil luz de última hora de la tarde. Al anochecer, las nubes flotaban tan bajas que rozaban las puntas de los chapiteles de las torres más altas del palacio. Soltaban un bombardeo de blancos e hinchados copos que caían en perfectas líneas rectas y se posaban con un aspecto de pesadez en contraste con su frágil naturaleza.
En el breve período de soledad después de las reuniones de la tarde y antes de tener que prepararse para el banquete, Leodan buscó el aislamiento de la biblioteca. Fue un alivio temporal cuyo término él ya estaba sintiendo llegar. Paseó por la desierta estancia, con los ojos levantados hacia los libros, tantos miles de volúmenes. Había un libro allí que se suponía escrito en la lengua que la Donante había utilizado para crear el mundo. Tal como siempre le ocurría cuando estaba solo allí, se sintió atraído por él.
Miró un momento a su alrededor para cerciorarse de que estaba verdaderamente solo y entonces encontró el libro. Pasó el dedo por el lomo de un antiguo volumen, no identificado por nada más que la edad. Sabía dónde estaba desde la ceremonia de su virilidad cuando su padre se lo mostró. Dentro, afirmó Gridulan, estaba la ciencia de todo lo que hacía funcionar el mundo. Dentro estaba el lenguaje de la creación y de la destrucción. Dentro estaban las herramientas que Tinhadin había utilizado para conquistar el Mundo Conocido. Una terrible ciencia, dijo Gridulan. Por eso Tinhadin había desterrado a todos los que habían leído el libro. Prohibió también que sus descendientes lo leyeran, aunque les encargó la custodia del volumen. Lo había ocultado directamente a la vista; ellos habían seguido la costumbre desde entonces.
En su adolescencia Leodan se pasaba incontables horas imaginando ejercer el poder divino, creando con las palabras que abandonaban su lengua y moldeaban de nuevo el tejido de la realidad. Aunque jamás había abierto el libro. Jamás se había creído la historia que había detrás, pero tenía el suficiente miedo como para dejar el libro tranquilo. A veces había considerado la posibilidad de sacarlo de la estantería y hojearlo o de arrancarle las páginas o de quemarlo o simplemente burlarse de él; nunca supo cuál de estas cosas le hubiera gustado más hacer. Pero nunca antes había abierto las tapas y ahora tampoco lo haría. Había dejado de pensar hace algún tiempo. Había dejado de creer semejantes historias de magia. A fin de cuentas, había tan pocas pruebas de ellas en la vida real…
Apoyó el dedo en el siguiente libro, un volumen de Los dos hermanos. Lo inclinó para sacarlo. Regresó a su gabinete, pensando que a lo mejor podría encontrar inspiración para seguir su relato aquella noche para Mena y Dariel. Cuánto le gustaba poder seguir contándoles historias; cuánto temía el momento inevitable en que los vería alejarse de él, dejar a su espalda las cosas infantiles y acercarse a sus iguales. Una parte de él deseaba que sus hijos estuvieran a salvo y fueran felices, tenerlos muy cerca, sencillamente satisfechos, restos de su amor por su difunta esposa que él pudiera seguir viendo crecer.
Pero también deseaba que recorrieran el mundo y reforzaran los lazos de amistad por todo el imperio. Aunque a él no le gustaba viajar, ello no era una indicación de su desdén hacia el mundo exterior. Le había gustado viajar en su juventud y había hecho íntimos amigos en países lejanos. Por lo menos, él los creía amigos, aunque, en realidad, sabía muy poco lo que era la amistad.
Nunca había estado cerca de sus iguales, tal como su padre lo había estado de los suyos. Algo del manto de la dignidad real le había impedido encontrarse a gusto con hombres de su edad. Sólo en las cortes extranjeras —con traductores que hablaban entre él y otros, con gestos manuales y risas que eran un rasgo necesario de la conversación, con las diferencias de cultura que eran una fuente de diversión y de mutuo interés— había encontrado aquella soltura con los demás que él creía amistad. Éste había sido uno de los goces de su juventud.
Desde la muerte de Aleera el mundo le había parecido un lugar distinto. A lo mejor, lo que ocurría es que las cenizas de Aleera se habían esparcido desde lo alto de la Roca del Cuervo un día en que soplaba un viento del Norte que diseminó sus restos por toda la isla. Se la repartió por todos los centímetros cuadrados de la isla. Había un trozo de ella en cada puñado de tierra, en cada planta que crecía allí, en las sustancias nutritivas que alimentaban las acacias, en el aire que él inhalaba. Sentía a diario su contacto. Pensaba en ella cada vez que la brisa lo abofeteaba, cada vez que volvía la cabeza y aspiraba un aroma en el aire que se la recordaba. Incluso pensaba en ella cuando pasaba los dedos por el polvo que se acumulaba en algún remoto rincón de la biblioteca. Ésa era la razón por la que ahora temía dejar Acacia. Temía dejarla a ella. Las vidas de ambos no habían estado suficientemente juntas, pero, por lo menos, si las cenizas de él se esparcieran de la misma manera y fueran empujadas por la misma clase de brisa norteña, quizás ambos pudieran compartir el largo silencio de la muerte juntos. Aparte de la felicidad y el bienestar de sus hijos, eso era todo lo que Leodan quería ahora. ¿Quién podía asegurarlo si él muriera en algún país extranjero? ¿Quién podía garantizar que no se pasaría la eternidad tan devastado por la pena como se había pasado los años desde que Aleera lo dejara?
Leodan levantó la vista del libro. Semejantes pensamientos no resolvían las cosas. Él era un rey; había un mundo a su alrededor en el que él podía influir, quizá para mejor. Había un camino que le ofrecía la posibilidad de encontrar un significado en el resto de su vida. Una lucha lo bastante digna como para que, si triunfara, pudiera ser un hombre completo ante el recuerdo de su mujer y ante sus hijos. Si pudiera romper el contrato de Tinhadin con los lothan aklun… si lo consiguiera, podría morir con cierta esperanza de que el futuro encerrara un noble legado para sus hijos. Era difícil enfrentarse directamente con la perspectiva y permitir que adquiriera forma, pero desde su encuentro con el príncipe aushenio había experimentado los renovados anhelos de aquella posibilidad.
Igguldan había sido una revelación para él. Estaba claro que el joven comprendía la carga de vileza que soportaba alguien que sería socio de la Liga. Aunque comprendía que su nación tenía que hacerlo, se podía ver que albergaba todavía la suficiente firmeza moral para aborrecerlo. A lo mejor, un joven como aquél era justo la persona que necesitaba a su lado, un alma gemela con la cual pudiera trabajar para cambiar la naturaleza del imperio.
Su canciller tenía razón, claro, al sospechar que la Liga no recibiría Aushenia con los brazos abiertos. Temía que la adición de una nación más pudiera arrebatarle temporalmente el control del equilibrio del poder. Quería los productos aushenios —por no hablar de los cuerpos para venderlos como mercancía— pero primero los quería todavía más debilitados. De momento, los aushenios. Tenían fortaleza corporal y no estaban en buena parte contaminados por la drogadicción que dominaba en tantos sectores del Mundo Conocido. Tenían todavía demasiado poder militar, algo que preocupaba a la Liga, que siempre había considerado el poder marcial una amenaza hasta tal punto que incluso limitaba el tamaño de sus propias fuerzas de seguridad.
Leodan sospechaba que Sire Dagon pronto acudiría a él con propuestas para una serie de medidas que pudieran utilizar para debilitar Aushenia. Podían introducir de contrabando más vapor a través de sus fronteras. Podían enviar agentes para fomentar intrigas o atrapar a personas clave en vergonzosos escándalos o eliminarlas por medios aparentemente inocentes: un desdichado accidente, una fiebre, una dolencia disfrazada para que pareciera otra. Leodan sintió que le temblaban las manos al pensarlo. Su nación había utilizado semejantes tácticas en el pasado. Se las volverían a proponer.
A no ser… ¿Y si consiguiera introducir rápidamente Aushenia en el imperio? ¿Y si se ofreciera como aliado en su propio complot? ¿Y si los acogiera como aliados para ayudarle a suprimir la Cuota, a arrebatarle el poder a la Liga, a romper los lazos con los lothan aklun? Podría significar la guerra en distintos frentes —primero contra la Liga y las fuerzas conservadoras del consejo y después quizá contra los lothan aklun, si cumplieran sus seculares amenazas—, pero quizá no tuviera otro momento para semejante oportunidad en toda su vida.
Allí en la biblioteca, el libro en una mano y el té en la otra, Leodan se comprometió a celebrar un consejo privado con Aliver e Igguldan. Les revelaría a los dos todo lo que sabía acerca de los crímenes del imperio. Mientras revelaba todas estas cosas a su hijo, le pediría que se asociara con él para derribarlas. Le daría a Igguldan la ocasión de alcanzar el sueño de su largo tiempo difunta reina Elena. Si ahora no era un momento de cambio, ¿cuándo lo sería? Un hombre no puede esperar indefinidamente a despertar como la persona que él cree ser.
Leodan oyó a un criado entrar en la biblioteca a través de la puerta más alejada. Sin darse la vuelta, el rey siguió su marcha entre las estanterías de libros, bajando por una breve escalera, entre las mesas de lectura y después subiendo al gabinete en el que él se sentaba, deteniéndose a cierta distancia. El hombre habló casi en un susurro. Se acercaba la hora del banquete. El sastre del rey lo esperaba en caso de que quisiera que le adaptaran al cuerpo la prenda de aquella noche. Leodan se apretó el libro contra el pecho y siguió al criado.
Un equipo de hombres se pasó la hora siguiente trabajando a su alrededor. Su sastre le pidió que levantara los brazos a ambos lados. Leodan permaneció de pie con sendas piezas de tejido colgando de sus brazos. Como en todas aquellas ocasiones, el rey tenía que vestir una prenda especial, con los más mínimos detalles de acuerdo con la tradición. Los reyes acacios siempre recibían a los dignatarios aushenios vistiendo una holgada chaqueta verde con un complicado hilo de oro entretejido en la tela de la parte inferior de los brazos. La prenda tenía que crear varias imágenes distintas, agradables a los ojos. Vista por delante con los brazos extendidos, creaba un mural de las marismas del centro de Aushenia, hogar de distintas variedades de aves migratorias de largo cuello, e inspiración de una considerable parte de la primitiva poesía de la nación, incluyendo la leyenda de Kralith, un dios en forma de grulla blanca, nacido del cieno primordial de la marisma. En cambio, con los codos a los lados y las manos juntas sobre el esternón, la tela que se exponía desde los antebrazos contenía ilustraciones de soldados acacios con armadura, avanzando en heroicas posturas. Por medio de una cuidadosa colocación de símbolos nacionales, sugería al observador que cualesquiera que fuera el reconocimiento de la historia de otra nación, Acacia seguía conservando el alcance para rodearla toda en un abrazo.
La puerta de doble hoja del fondo de la sala se abrió de golpe. Mena y Dariel entraron a través de la abertura, uno a cada lado, una prueba que llevaban unas cuantas semanas practicando para ver cuál de ellos empujaba más fuerte. Detrás de ellos entró Corinn, ataviada con sus mejores galas de noche. Aliver y Thaddeus entraron en último lugar, enzarzados en una conversación. Al ver a sus hijos correr hacia él —cada uno de ellos de distintos tamaños y temperamentos, trozos y piezas de Aleera revelados en rasgos y gestos al azar—, el rey se llenó de alegría. Procuró no pensar en la manera y el por qué semejante felicidad se le había negado a Thaddeus. Un día se lo reconocería, se prometió a sí mismo. Un día.
Tuvo que levantar los brazos por encima del abrazo de Mena, muy fuerte alrededor de su cintura. Puso los ojos en blanco mirando al sastre, pero eso no la disuadió. Corinn, con una mínima compostura, lo besó ligeramente en la mejilla.
—¡Padre, está nevando! —dijo Dariel con el rostro rebosante de emoción infantil—. ¡Está nevando justo aquí fuera! ¿Lo has visto? ¿Podemos salir a la nieve? Ven con nosotros. ¿No puedes? Te ganaré en un combate de lanzamiento de bolas de nieve.
Esto último lo dijo a modo de amenaza, ladeando la cabeza y apuntando con un dedo a su padre en gesto de advertencia.
Siguió el breve intercambio que a menudo lo sorprendía, observando desde la ventaja de su edad, desde el privilegio de su posición no de monarca sino simplemente de padre. Dariel saltó como si sus piernas estuvieran hechas de muelles, echando mano de todas las herramientas de persuasión que había dominado en nueve años de vida. Aliver explicó que el rey no tenía tiempo de jugar en la nieve. Era el heredero maduro una vez más, enseñando, con un porte regio que debía de haber imitado de los bustos de los reyes de la Gran Roma. Detrás Corinn soltó algo acerca del banquete al que ellos —los adultos— estaban a punto de asistir. En todo ello el rey percibió su ambición, el tono de voz que la separaba de sus hermanos menores pero que, al mismo tiempo, tenía algo de súplica infantil dirigida a su padre. Y Mena estaba allí detrás escuchándolos a todos. Miró a través de la masa móvil de energía infantil y le dirigió una sonrisa. Cuando lo hacía, él veía en ella a Aleera, no tanto en la forma de los rasgos cuanto en el paciente y perspicaz regocijo de sus ojos.
—Dariel tiene razón —dijo Leodan—. Ésta es una noche especial. Hagamos lo que él pide. Correremos por los tejados y libraremos una batalla con bolas de nieve. Todos nosotros. Lucharemos a la luz de las antorchas. Y después nos apretujaremos todos juntos en una sola habitación. Dormimos demasiado separados de todos modos. Estos viejos edificios son muy grandes. Nos separan. No pongas esta cara, Aliver. Puedes concederle unos momentos a tu viejo padre. Finge ser todavía mi niño. Finge que no quieres más que mi amor y estar cerca de mí y escucharme contar historias hasta bien entrada la noche. Pronto tú y yo hablaremos de cosas más serias, pero concédeme esta noche.
—De acuerdo —dijo Aliver, hablando sobre los gritos de alegría de Dariel—. Pero no esperes compasión de mí. Antes de que termine la noche, seré coronado Rey de la Nieve.
—Tengo que atender brevemente el banquete de esta noche —dijo Leodan. Corinn pareció estar a punto de protestar, pero el rey la miró sonriendo—. No demasiado brevemente. Saldré con disimulo cuando se haya servido el tercer plato. Apenas me echarán en falta, y entonces tendremos nuestra guerra.