12

Sin que lo supieran su padre, sus hermanos o siquiera la nodriza en cuya compañía tenía que pasar las tardes, Dariel Akaran se escapaba a menudo de los confines del cuarto de los niños y se pasaba horas seguidas recorriendo las entrañas del palacio. Sus viajes habían empezado el verano anterior. Cuando su antigua nodriza se puso enferma con fiebre, una mujer de más edad la sustituyó. Era rechoncha y amable en su trato, pero tomaba una sustancia líquida con el té que siempre la dejaba dormida. Dariel lo aprovechaba.

Aunque se despertara y viera que él no estaba, la zona reservada a los niños era tan extensa que ella lo podía buscar sin sospechar que ya no estaba dentro del laberinto de habitaciones conectadas entre sí. Cuando aparecía de nuevo, volvía a conversar directamente con ella, le manifestaba su aburrimiento y le suplicaba que jugara a algunos de los juegos de tablero o a los dardos, a los soldados del reino, a los combates a espada con palillos… La anciana carecía de energía para semejantes actividades. Dejaba al chico a su aire durante períodos de tiempo cada vez más largos, tal como él deseaba que hiciera.

Había llegado al pasadizo oculto por pura casualidad, siguiendo una canica errante que había desaparecido a través de la rendija entre su armario y la pared que había detrás. El armario era un mueble enorme. Cubría buena parte de la pared, estaba hecho de sólida caoba y al muchacho le hubiera resultado tan difícil de mover como si formara parte de la misma piedra del palacio. Se abrió paso serpeando por detrás de él, primero con la longitud de su brazo, después con una pierna, después entregándose a un compromiso total, con el pecho pegado a la madera del armario y la espalda restregada contra el frío granito de la pared. Intentó agacharse con las rodillas dobladas y los dedos estirados hacia el lugar donde él creía que estaba la canica. Estaba tan empeñado en recuperarla y tan harto de los refractarios materiales que le impedían hacerlo que, cuando al final encontró espacio para agacharse y pasar los dedos por el suelo cubierto de polvo, no se detuvo a pensar en cómo lo había conseguido.

Sólo cuando tuvo una vez más la canica agarrada en su puño se dio cuenta de que se encontraba en una especie de pasillo iluminado justo lo suficiente para que pudiera distinguir la vieja sillería de las paredes de cantos labrados de una manera raras veces vista en el interior del palacio. Allí se registraba un silencio, un sosiego más profundo que el que amas hubiera sentido. Hubo también un ligero movimiento de aire. Un soplo que le rozó el rostro como un susurro.

Así empezó su introducción a la largo tiempo olvidada red de pasadizos utilizada por los criados para navegar sin que nadie los viera a través del palacio en tiempos pasados. Era un laberinto de escaleras, túneles, pasillos y callejones sin salida, iluminados ocasionalmente por agujeros taladrados en la piedra y abiertos al aire. Recorrió estancias abandonadas con sus muebles, colgaduras y alfombras sólo visibles como elevados cuadrados geométricos, rápidamente cubiertos de polvo. Jamás se tropezó con ningún ser vivo en aquellas estancias, pero vio lo suficiente como para temer las feroces figuras labradas en los dinteles, bestias de ojos bulbosos que caminaban sobre dos piernas como los hombres y las mujeres, con partes corporales de jabalíes y leones, lagartos y hienas y águilas, incluyendo una que parecía una rana sólo que su violento rostro no tenía nada en común con las divertidas criaturas que emergían del suelo en primavera. ¡Qué criaturas tan raras debían de haber labrado aquellas cosas! Qué período tan horrendo debió de ser aquel en que los seres humanos aún tenían que apartarse y separarse de las bestias. Un mono dorado lo siguió una vez, pero, al ver aquellas estatuas, la criatura dio media vuelta dejando a Dariel en la duda de si hacer él lo mismo.

En una ocasión emergió de un largo y estrecho pasadizo a la brillante luz del sol y al rocío de las olas del mar a sus pies. Se arrastró a través de una abertura y reptó hasta un saliente, cegado por el esplendor del día. Había encontrado un camino oculto directamente hasta el mar de abajo en el borde norte de la isla, no lejos del Templo de Vada. Permaneció de pie, aspirando el aire salino y las corrientes que le alborotaban el cabello a su alrededor. A un tiro de piedra en el mar un banco de peces agitaba las aguas. Unas grandes aves marinas sobrevolaban el lugar con los picos abiertos. Observó cómo una de ellas extendía las alas y se lanzaba en picado al agua.

Dariel decidió desandar el camino y buscar algo que pudiera usar como caña de pescar. Cuando estaba a punto de dar media vuelta, una marejada en las olas se estrelló contra la piedra bajo sus pies. Envió hacia arriba un chorro que le alcanzó la barbilla y el pecho y le levantó los pies. Por un momento, el agua se arremolinó y sibiló a su alrededor. Sus piernas y brazos se agitaron en todas direcciones. Trató de agarrarse al saliente utilizando los dedos y los pies, consiguiendo finalmente encajar el torso entre dos piedras. Por un momento se quedó respirando allí entre desesperados jadeos. Habría podido desaparecer bajo las olas. Nadie hubiera podido imaginar lo que le había ocurrido. Simplemente habría desaparecido.

El hecho de pensarlo le hizo romper en sollozos. No regresó a aquel lugar ni le comentó a nadie lo ocurrido. A pesar de lo mucho que se había asustado, a pesar de lo mucho que sus paseos subterráneos le hubieran puesto la circulación de la sangre a cien y le hubieron provocado un hormigueo en las manos y a pesar de que el aliento espectral en los pasillos le hubiera levantado e inclinado los pelos de la nuca, erizándolos y haciéndolos oscilar como una larga hierba empujada por un viento mudable, le seguía gustando el rato que había pasado en aquellos secretos lugares. No deseaba prescindir de sus aventuras, tal como sabía que tendría que hacer en cuanto alguien las descubriera.

Es decir, alguien del mundo del palacio superior. Aquellos seres de la luz eran sólo una parte de la población del palacio. Encontró varios puntos, aparte de su cuarto de juegos, donde los pasadizos no utilizados se conectaban con otros todavía en uso. Este mundo era tan interesante para explorar como el otro. En la comunidad subterránea de trabajadores, la sociedad invisible de criados e ingenieros, cocineros y técnicos gracias a cuyos esfuerzos funcionaba el palacio, Dariel era bien conocido y muy apreciado. De igual manera, donde él había sido más feliz en compañía de adultos —exceptuando a su padre al que adoraba— era al lado de aquellos empleados. Ellos tardaron algún tiempo en acostumbrarse a él y en superar sus temores de que algo pudiera ocurrirle al chico y de que ellos fueran castigados por ello. De hecho, algunos de ellos jamás simpatizaron con él, y él sospechaba que discutían por su causa cuando él no estaba presente. Pero en otros había encontrado excelentes amigos. Él viajaba en los carros tirados por asnos que un hombre llamado Cevil utilizaba para transportar provisiones desde los almacenes del sótano hasta el palacio de arriba. Permanecía de pie entre las generosas caderas delos que preparaban los dulces, echando furtivas miradas a una tras otra de las azucaradas pastas de té que eran sus preferidas. Se sentaba sobre las rodillas de ancianos y antiguos trabajadores de palacio que vivían en frugal jubilación en una cadena de grutas, viejos hombres invisibles a la sociedad real.

Se pasaba días enteros contemplando con asombro el trabajo de los que cuidaban del fuego en las sofocantes y ennegrecidas cámaras situadas debajo de las cocinas. Los hornos que los cocineros reales utilizaban se alimentaban por medio de una serie de gigantescas calderas de las cuales surgían unas redes de tuberías que subían al techo y lo recorrían en medio de una confusión tan grande que el chico nunca conseguía entender su sentido por muchas preguntas que hiciera. La sala de alimentación era un triste horno de cochura cuyas paredes estaban cubiertas de hollín y de carbonilla flotante, pobladas por hombres ennegrecidos, a menudo desnudos de cintura para arriba y empapados de sudor, con poderosos antebrazos y hombros, ojos inyectados en sangre y dientes amarillentos. La sala estaba abierta en uno de sus lados, no por el espléndido panorama del mar que se extendía hacia el Oeste sino para proporcionar cierto alivio al calor de los hornos y para facilitar la llegada de nuevos cargamentos de carbón de Senival que llegaban a bordo de barcazas desde el Territorio Continental.

Hasta aquí es donde Dariel se abrió camino la mañana del banquete aushenio. Se acercó oyendo el ruido desde cierta distancia, aspirando el hollín del aire, sintiendo cada vez más calor a cada vuelta del labrado granito del pasillo. Cuando abandonó el pasillo, el calor de los hornos lo alcanzó con un rugido, como si hubiera penetrado en la boca de alguna bestia viva. Por unos momentos, las escenas de unos hombres iluminados por las ardientes y rojas brasas ofrecieron un aspecto espantoso. Pero, en cuanto distinguió una figura especial, Dariel se acercó a ella.

Val afirmaba ser un candovio. También afirmaba haber sido corsario en su juventud, una especie de pirata de las Laderas Grises. Dariel se tomaba sus afirmaciones con ciertas reservas. Val parecía formar tanta parte de la piedra y la tierra de Acacia que Dariel no acertaba a imaginar que pudiera pertenecer a otro sitio. Pero lo que jamás se podía poner en entredicho era su impresionante presencia física. El contorno de la parte superior del cuerpo era tan ancho que la primera vez que Dariel lo vio —moviéndose con gigantesca gracia delante de los hornos, iluminado desde el fondo y perfilado por el ardiente resplandor—, le agarró el pecho con una mano con la certeza de que había tropezado con los gigantes que alimentan los volcanes del mundo.

Se estremeció al verle ahora. Val gritó una maldición y una orden a alguien y después se agachó para agarrar un trozo de carbón tan grande como un niño pequeño. Se incorporó en toda su estatura y se cubrió la boca con una enorme mano para secarse la obscenidad que acababa de pronunciar.

—Joven príncipe, ¿qué estáis tramando? —preguntó, acercándose e hincando una rodilla—. Esta noche hay un banquete. ¿No lo sabíais? Vuestro padre está agasajando al príncipe aushenio. No es un buen momento para distraerse aquí abajo. ¿O acaso habéis venido para eso… para intentar poner en apuros al viejo Val?

Como siempre, Dariel se sintió dominado por la timidez al ver a aquel hombre tan alto a pesar de lo muy atraído que se sentía por él y de lo que le gustaba la sensación de pequeñez que experimentaba en presencia de su mole. Contestó tal como solía hacer, con una tímida sonrisa y una mascullada declaración de inocencia.

El hombre apoyó su mano en el hombro del chico y le dio una juguetona sacudida.

—Vamos —dijo, volviéndose a levantar con cierto esfuerzo—. Ya es la hora de mi pausa de todos modos. Vamos a que nos dé un poco el aire.

Juntos, ambos se apartaron de las calderas. Dariel caminaba detrás de Val, el cual destacaba entre el grupo de trabajadores. Palas que arrojaban carbón, carretas que avanzaban detrás de tercos asnos, hombres que se balanceaban y soltaban maldiciones a causa del esfuerzo de su trabajo: el movimiento lo rodeaba por todas partes, pero mientras Dariel permaneciera cerca de Val, sabía que estaría a salvo. Tropezaba de vez en cuando con los ásperos cantos del suelo y una vez se golpeó contra las piernas de Val cuando se detuvo para permitir el paso de una carreta. La mano del hombre cayó desde arriba y protegió su hombro, un roce momentáneo, y después ambos reanudaron su marcha.

El cielo estaba encapotado, capas y capas de nubes, pero aun así, al salir de la cueva a la mañana invernal, la luz era cegadora. El rápido cambio fue una sobrecarga para sus sentidos, desde la oscuridad a la luz en pocos pasos, del calor al frío. Emergieron como de la fisura de un volcán, una fumarola que emitía un fétido aliento, recibida por el sobresalto del aire salado. Subieron por una escalera cortada en la piedra y después caminaron por una inclinada rampa desde la cual unas aberturas conducían a los hornos alimentados por las calderas de abajo.

Dariel entró en el comedor justo a tiempo para ver a Karan, la mujer que repartía las raciones a los trabajadores, incorporarse de una posición inclinada. Acababa de depositar una bandeja de pastas secas en un soporte provisto de ranuras en el que se iban a enfriar. La contemplación momentánea del movimiento de sus pechos lo indujo a detenerse en seco, arrebolado a causa de una vergüenza que no comprendía y que pulsó en él cuando ella le miró y pareció comprender sus pensamientos mejor que él. La mirada de la mujer se desvió hacia Val. Se apoyó los puños en las caderas que se escapaban por debajo de la constricción de su delantal, y miró al hombre con ojos de reproche.

—Menuda pinta tienes —dijo—. Entrar aquí sin haberte echado siquiera un poco de agua a la cara.

A pesar de lo joven que era, Dariel comprendió que era él y no el capataz el objeto del desagrado de la mujer. Nunca había confiado en él como hacía Val, aunque él no acertaba a comprender por qué o cómo podía él causarle daño. E intuía que, a pesar del frío tono que ella había utilizado con Val, éste en realidad le gustaba, algo que parecía avergonzarla lo bastante como para querer ocultarlo.

—Si tuviera algún motivo para preocuparme por mi aspecto, puedes estar segura de que lo haría, mujer —dijo Val—, pero he venido para tomarme unas galletas y un poco de té. ¿Es mucho pedir? No sabía que tenía que asearme para una galleta y un poco de té.

Lanzó una mirada a Dariel, pidiéndole un poco de compasión, y después utilizó una mano para recoger casi todas las galletas de una bandeja y llevárselas al otro puño.

—No le hagas caso —dijo Val un poco más tarde. Ambos habían regresado a la escalera y se habían sentado el uno al lado del otro con las galletas y el té entre ellos y un largo par de piernas y otro corto colgando por encima de las rocosas pendientes—. Está preocupada porque tú no deberías comer el alimento de los trabajadores.

Dariel sostuvo una galleta entre los dedos, examinándola sin demasiado interés por acercársela a la boca, insípida y quebradiza como era.

—Pues la verdad es que me gusta —dijo—. Es dura de morder —añadió como si esto fuera un cumplido comprensible.

—Pues claro que te gusta. Eso es lo que yo le digo a ella, pero hay gente muy rara.

Dariel acababa de descubrir que así era en efecto.

—¿Por qué no le gusto?

—Su gente lleva generaciones guisando para la vuestra. Ella y yo somos criados, no tenemos por qué tratar con los miembros de la realeza. Ella tiene razón, pero yo tengo mi propia manera de pensar. Tú eres un buen chico. Y, de todos modos, en cuestión de cosa de un año, dejarás de interesarte por mí. Dejarás de venir por aquí. Lo digo sin ánimo de ofender. Quiero decir que tendrás cosas mejores que hacer. Tendrás que prepararte. Tendrás toda la tarea de convertirte en príncipe. Y ahora resulta que Karan piensa en cierto modo que tú serás la muerte para mí. Dijo que lo había soñado; a lo cual yo dije que debía de haber comido sus propios platos demasiado cerca de la hora de dormir. Pero tiene una manera de darle a uno que pensar. Por consiguiente, deja que te haga una pregunta… ¿A qué viene todo eso? —Dariel puso una cara lo suficientemente perpleja como para que Val siguiera adelante. Éste se inclinó hacia el chico y frunció las cejas hasta formar un nudo central entre los ojos—. ¿Por qué estás conmigo aquí abajo, comiéndote los pedruscos de mis galletas y compartiendo mi té negro? Tú eres un príncipe, Dariel, esta comida debe de ser como comer tierra para ti, por no hablar de la cuestión de mi vulgar compañía.

Dariel apartó la mirada. No era tanto la pregunta en sí misma la que lo ponía incómodo cuanto el tono de la voz de aquel corpulento individuo al hacerla. Había algo artificial en ella, como si hablara desde algo que no fuera su verdadera emoción. Dariel supo captar el engaño. Descifrarlo era otra cosa. Ya había explicado antes cómo había encontrado el camino de la morada de los trabajadores. Había dicho antes que le gustaba la aventura, que le gustaba el peligro, que le gustaban las personas no tan agobiantes y formales como las de la corte. Todo aquello Val ya lo había escuchado antes, pero de vez en cuando volvía a plantear la pregunta, como si ninguna de las anteriores respuestas de Dariel lo satisficiera. Para llenar el silencio Dariel dijo lo primero que le vino a la mente.

—La vieja que me vigila toma una bebida que la hace dormir.

—¿De veras?

—Sí, y por eso es muy aburrido estar sentado allí.

Val se introdujo una galleta en la boca y habló mientras masticaba.

—¿Y a quién le interesa ver dormir a una vieja?

Una vez más, Dariel captó una punta de ironía en la voz del hombre, pero no le prestó atención. Veía en ello una singular invitación a hablar de las cosas que lo preocupaban. Explicó que sus hermanos mayores no siempre eran amables con él. Inmediatamente después se corrigió. Mena era casi siempre amable, pero Corinn lo consideraba un estúpido y a Aliver no le caía bien. Aliver le había gritado una vez que lo dejara en paz, y Corinn le había dicho que dejara de echarle la respiración encima y dijo que le hubiera gustado que naciera niña. Ninguno de ellos tenía tiempo para él. A ninguno de ellos parecía preocuparle que él no tuviera nunca a nadie con quien jugar. Pintó una triste imagen de abandono diario, horas de soledad, vidas enteras de aislamiento.

Val escuchó todo eso sin interrumpir. Simplemente soltaba un gruñido de vez en cuando, se tomó su almuerzo y parecía seguir el movimiento de los barcos en el mar. Levantando los ojos hacia él, Dariel contempló por un momento la dilatación de las ventanas de su nariz mientras respiraba y los pelos de su interior cubiertos de polvillo de carbón. Por alguna razón pensó en cómo su padre entraba a veces en su dormitorio por la noche y lo besaba en las mejillas, la frente y la boca. Dariel nunca dejaba traslucir que estaba despierto aunque tenía un sueño muy ligero y a menudo abría los ojos al percibir un mínimo movimiento cuando su padre entraba en la habitación. A veces había sentido las lágrimas de su padre caer sobre sus mejillas.

Después se sintió mal por todas las cosas que acababa de decir. ¿Por qué las había dicho? La verdad era que amaba tanto a toda su familia que casi le daba miedo. Sus hermanos eran cada un de ellos a su manera unas versiones de la perfección que él adoraba. Temía el día en que su padre dejara de prodigarle afecto, aunque temía también la insondable tristeza que éste parecía llevar consigo. Sabía que su madre había muerto y él no conservaba ningún recuerdo suyo. Si eso ya podía haber ocurrido, algo tan horrible podía volver a ocurrir. Podía perder a otra persona, una idea demasiado terrible. Para cambiar de tema, le pidió a su amigo que le hablara de cuando era corsario.

Val no estaba seguro de si debía hacerlo, pero un momento después sus recuerdos se impusieron. Dijo que había nacido en una familia de corsarios, los Verspines. Desde que él recordaba, había vivido una existencia errante, sobre todo a bordo de veloces navíos de su negocio, a veces acampados en una de las Islas Exteriores, donde se ocultaban después de sus afortunadas incursiones. Las hacían arriba y abajo de la costa oceánica, desde la norteña Candovia hasta Talay más al sur. Siempre atacaban de noche, penetrando en ciudades o villas y despertando el terror de los habitantes. Se llevaban lo que les gustaba y negociaban con dureza con cualquiera que se opusiera a ellos. Cedían su botín a cambio de los víveres que necesitaban y después se retiraban a las islas para vivir varios meses tranquilamente pescando y descansando cerca de la playa, bebiendo, luchando y disfrutando de la vida hasta que llegaba el momento de volver a las incursiones.

En este momento Dariel ya había empezado a sentir el frío y el viento que soplaba desde el noroeste, pero no quería reconocerlo ante Val.

—¿Por qué no sigues siendo un corsario?

Val se encogió de hombros. Murmuró que sería mejor que volviera al trabajo y se levantó rígidamente. Una vez de pie, se detuvo y contempló un poco más el espectáculo del mar.

—La verdad es que ya no tuve valor para hacer incursiones —dijo—. Demasiados a quienes yo conocía murieron de la manera que no debían. Cuando era joven, eso no me preocupaba. Creía que me merecía tener lo que pudiera llevarme y que quienquiera a quien yo matara o lastimara en mi afán de conseguir lo que quería simplemente se interponía en mi camino. Tienes que comprender que el mundo está lleno de hombres que son poco mejores que animales. Puede que ahora gaste bromas al respecto; tú y yo podemos estar aquí, pensando en aquellos tiempos; pero un animal es lo que yo fui durante treinta y tantos años de mi vida. El problema es que un hombre es distinto de un animal. En el sosiego que viene después sabemos cuándo obramos mal en el pasado. Cuando los dejé a mi espalda vine aquí a servir a tu padre. Piensa en mí como Val, el que prepara la comida, que hace algún tiempo era un asesino despiadado. ¿Te lo puedes imaginar?

Dariel contempló los toscos rasgos del hombre, tan grandes, ampliamente separados y ennegrecidos; su cabeza posada sobre una anchura de los hombros que muy bien hubiera podido ser una cadena montañosa por la inmensidad de la sombra que arrojaba sobre él. A pesar de todo eso, Dariel no se lo podía imaginar como una especie de asesino. Por muy terribles e intensos que fueran los relatos del hombre y por muy grande que fuera el deseo de la mente del chico de escucharlos, éste no podía creer que Val hubiera podido hacerle ningún daño a ningún hombre.

Era simplemente un trabajador, un compasivo gigante que probablemente había heredado el puesto de su padre y que puede que jamás se hubiera atrevido a dejar la isla, uno que sabía exactamente la clase de historias que contarle a un chico como Dariel, y lo hacía como un favor.