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El asesino había viajado a Acacia en absoluto secreto porque no se le ofrecía otra opción. Si alguien hubiera sabido de la misión de Thasren, habría habido demasiadas oportunidades de que lo traicionaran. Muchos en todo el imperio se quejaban del dominio acacio, pero él no podía fiarse de nadie más allá de las puertas de su capital. Ni siquiera podía recurrir a sus agentes ya escondidos en el interior de Acacia, muchos de ellos desde hacía años, a lo largo de varias generaciones. ¿Quién podía decir cómo la vida en aquellas ciudades sureñas los podía haber corrompido? En su lugar, él había encontrado su camino hasta la ciudad inferior y desde allí a través de las puertas principales, disfrazado de trabajador. Caminó por las abarrotadas calles de la ciudad con una tranquilidad que lo indujo a aborrecer a aquella gente. Ningún forastero hubiera podido pasear por Tahalian sin ser interrogado. ¿De qué servía vivir en una fortaleza tan formidable si un agente enemigo podía penetrar en ella con tanta facilidad? La isla era un despilfarro con aquella gente. Contemplando a su alrededor las puras riquezas del lugar se le aceleraron los latidos del corazón de la expectación. Bajo el control del Mein una Acacia con otro nombre sería un baluarte inexpugnable. Se deleitó imaginándolo aun sabiendo que no viviría para ver con sus propios ojos una época tan espléndida.

Haciendo unas cuantas preguntas a viandantes de morena piel, encontró el camino al distrito que albergaba a los dignatarios extranjeros. Mientras simulaba estar ocupado, se dispuso a esperar el único contacto que tenía previsto hacer. No tuvo que haraganear demasiado. A la tercera tarde que llevaba en la ciudad, reconoció al embajador de su pueblo en Acacia. El otrora rubio cabello de Gurnal había adquirido un brillo metálico, tal como solía ocurrir cuando los hombres del Mein permanecían demasiado tiempo en el Sur. Al principio sólo vio su cabeza entre la muchedumbre, pero cuando el embajador estuvo más cerca de él, vio que vestía amplios ropajes como un acacio, sandalias y calcetines de lana. Sólo el medallón de su pecho atestiguaba sus orígenes. Maeander había estado en lo cierto en sus sospechas; Gurnal se había olvidado de sí mismo. ¿Por qué la tentación de las cosas agradables era siempre tan poderosa para los hombres débiles? ¿Por qué una nación basada en la mentira era tan atractiva para los hombres que hubieran tenido que saber que no era así?

Aquella noche Thasren aún tenía estas preguntas en la mente cuando escaló el muro de piedra y saltó al patio posterior del recinto del embajador. Creía saber exactamente por su vigilancia de aquella tarde cuántas personas vivían en aquel conjunto de edificios. Se dispuso a registrar metódicamente cada uno de ellos. Recorrió lentamente la casa dormida, deteniéndose en cada estancia de tal manera que sus ojos se adaptaron a cada cambio de luz o de sombra. Procuró no chocar contra nada, toda una tarea puesto que la casa estaba llena de objetos inútiles, jarras decorativas, estatuas de tamaño natural, sillas demasiado pequeñas para sentarse, animales disecados en posturas vitales. Cada estancia tenía un aroma distinto. Comprendió —quizá más fácilmente de lo que hubiera hecho de día— que los aromas eran los de distintas flores.

Encontró a la hija del embajador dormida y la ató sin hacer ruido. Lo único que ella hizo fue levantar la mano un momento mientras él le tapaba la boca abierta con una cinta de tejido, como si no quisiera que la despertaran de un agradable sueño. El hijo adolescente del embajador tenía el sueño más ligero y era fuerte, por lo que ambos lucharon unos momentos en la oscuridad. Fue una clase de lucha muy peculiar y amortiguada, más extraña todavía porque el muchacho no habló en ningún momento, ni siquiera cuando el asesino le torció los brazos en unas contorsiones que a punto estuvieron de rompérselos. La madre de los hijos emitió un jadeo cuando la curvada hoja del cuchillo le rozó la tráquea. Abrió los ojos, lo miró a la cara y pronunció el nombre de su marido, pero él no estuvo seguro de si era una súplica o una acusación. Los ató a los dos allí donde los encontró, plenamente consciente de lo compasivo que era. Los tres sirvientes de la casa ya eran otra cuestión. Dormían muy cerca los unos de los otros y los tres despertaron para luchar contra él. Fue casi un alivio, una liberación, rajarlos y prestar atención mientras enmudecían y se quedaban inmóviles. Los forcejeos habían sido lo suficientemente sonoros como para que él se pasara después un buen rato sin moverse y prestara atención por si algún movimiento o ruido indicaba que alguien los había oído.

Gurnal debió de haber percibido algo aquella noche. Hubiera tenido que estar levantado y ya armado hasta los dientes, pero aquellos años en Acacia lo habían atontado. Justo en el momento de entrar el asesino, se volvió de uno a otro lado de la cama y vuelta otra vez, se envolvió en las sábanas como un niño. Cuando al final se incorporó apoyándose en los codos, murmuró algo por lo bajo. Lanzó las piernas por encima del borde de la cama, tocó el suelo con los pies descalzos y se estiró para ponerse de pie. ¿Comprendió que algo malo estaba ocurriendo? En caso afirmativo, no se comportó de manera adecuada. No vio a Thasren de pie más allá de la esquina del armario. Musitó algo y después se dirigió hacia el pasillo.

El asesino salió de detrás del armario y se inclinó hacia el suelo. Su cuchillo rajó al hombre detrás de la rodilla, primero una pierna y después la otra, dos cortes como los que hacía un experto carnicero para ir más rápido. Mientras Gurnal se desplomaba, el asesino lo agarró por el cuello de su camisa y tiró de ella hacia atrás. Un momento después inmovilizó los brazos del hombre debajo de los duros cuadrados de sus rodillas, ejerciendo tal presión que sintió que los bíceps del hombre se deslizaban alrededor del hueso. Gurnal gritó con todo el aliento que pudo hasta que el asesino empujó la ensangrentada hoja de su cuchillo hasta la punta de su nariz. Fue suficiente para que se callara.

—¿A quién eres leal? —le preguntó Thasren.

Hablaba su lengua natal, un idioma de tonos discordantes, unas palabras como piedras de río, rompiéndose bajo un cincel.

El hombre miró sin reconocerlos los ojos grises del atacante, del mismo color que los suyos.

—Al Mein. A la sangre de los tunishnevre, a los miles que han perecido, a los cuales… estoy unido.

—Es bueno que pronuncies semejantes palabras. Son las justas, ¿pero eres tú un hombre justo?

—Por supuesto —contestó Gurnal—. ¿Quién eres tú? ¿Por qué me has mutilado? Soy…

—¡Cállate! Las preguntas las hago yo. —El asesino cambió de posición para poder empujar con la rodilla el pecho del hombre en una postura más cómoda para él—. ¿Cuándo vas a estar cerca del rey?

Gurnal dio muestras de incomodidad mediante suspiros y muecas de dolor. El asesino volvió a empujar el peso de su cuerpo sobre el pecho del hombre hasta que éste tosió una respuesta. Al principio habló con incredulidad, abriendo enormemente los ojos como si no fuera posible que él se hubiera despertado a aquella situación, que lo hubieran insultado de semejante manera y que su boca consiguiera responder a semejante interrogatorio fortuito. Pero su atacante tenía más preguntas. Las hizo como si aquella interacción fuera normal. Gurnal contestó, especificando aspectos de su vida cotidiana, sus deberes, los lugares donde se le esperaba en los siguientes días y las cosas que debería hacer allí. No tardó en consolarse con las respuestas, como si todos aquellos distintos compromisos le aseguraran su permanencia en su lugar en el mundo de los vivos.

Al final, el interrogador regresó al punto por donde había empezado.

—¿Lo verás esta noche?

—Sí, claro. No personalmente, ¿comprendes?, pero tengo que estar en la sala cuando él salude a la delegación aushenia. Seré uno de los muchos…

—¿Habrá un banquete?

—En palacio dentro de dos noches. Yo asistiré personalmente. Un pequeño grupo integrado sólo por nosotros. No es frecuente cenar en la mesa del rey, pero yo… —Las palabras del hombre se fueron apagando poco a poco hasta detenerse. Sus ojos adquirieron una expresión perpleja. Sus mandíbulas se movieron un momento antes de poder articular más palabras—. Te conozco. ¡Thasren! Thasren…

El asesino le hizo callar con un siseo y habló al oído del hombre, rozando con sus labios la suave piel y el cartílago.

—Quién soy yo a ti no te importa. Lo que importa es que te has debilitado. Hablas con la boca en lugar de hacerlo con el corazón. —El embajador protestó, mirando de uno a otro lado, como si la ayuda hubiera entrado sigilosamente y hubiera estado esperando el contacto visual entre ambos—. A lo mejor, el Callach que los juzga a todos delante de las puertas de las montañas te oirá y te permitirá entrar. Pero en este mundo tienes que mirar a un amo distinto para que examine tu valor; este amo no está satisfecho de ti. Hanish Mein ya no valora tu vida, pero, como eres un mein, tendrás una última oportunidad de demostrar tu lealtad.

En el transcurso de las pocas horas siguientes les explicó al hombre y a su familia lo que se iba a hacer. Describió las profundidades del dolor y el tormento a los que Hanish Mein los sometería en caso de que fallaran en cualquier cosa que él les pidiera. Les encargó cumplir con su deber hacia su raza y les recordó que el alcance de la cólera de los tunishnevre era tal que ningún mein podía escapar a ella. Sólo tenían un puñado de cosas que hacer para salvarse. La mujer y los hijos comparecerían en público sin dar muestras de que algo había cambiado. Sonreirían, halagarían y adularían a los acacios, tal como parecía natural en ellos. Buscarían pretextos para explicar la ausencia de sus sirvientes y no permitirían que nadie entrara en la casa. Por su parte, Gurnal le enseñaría a Thasren todas las cosas que necesitara saber para acercarse al rey, la clase de costumbres que tenía que seguir, a quién podría encontrar, con qué medidas de seguridad se podría tropezar. En resumen, lo ayudarían a matar al rey.

Cuando Thasren abandonó la casa aquella tarde, llevaba una peluca hecha con la cabeza cortada de uno de los criados, colocada en su sitio y asegurada con una cinta de pelo de caballo que le cruzaba la frente, un adorno tradicional en las ocasiones importantes. Había una razón, aparte de sus habilidades como asesino, que lo convertía en el mejor para aquella tarea. La estructura de su rostro era muy similar a la de Gurnal, la misma forma básica, casi idéntica en el aspecto de los ojos y los huesos de la mandíbula. Pertenecían a fin de cuentas al mismo árbol genealógico, primos segundos por parte de madre. El detalle más distinto en ellos era el cabello, pero eso ya se había arreglado.

Encontró fácilmente su camino hasta el palacio. Entró a través delas puertas reales como uno entre un montón de personas, no interrogadas en absoluto sino simplemente autorizadas a pasar mediante un gesto de la mano. Puesto que no estaba previsto que ninguna de ellas se acercara al rey, no las registraron en busca de armas de traición, se limitaron a vigilarlas y colocarlas en espacios previamente decididos como espectadores, pero no participantes. Aborrecía el olor de aquel lugar, aquella confusión de distintos aromas, colonias y perfumes de tantos países extranjeros. Era justo lo que Hanish había dicho que ocurriría: los representantes de tantas y tantas naciones, unas razas de hombres que ahora se inclinaban y sonreían en presencia de los amos acacios. ¿Acaso todo el mundo había olvidado el orgullo de la raza? Eran como otras tantas criaturas unguladas —ciervos y antílopes— reunidas para cantar las alabanzas del león que devoraba a sus hijos. No tenía ningún sentido.

Permaneció de pie toda la noche cerca de la salida, fingiendo sentirse a gusto con las extrañas prendas del embajador, asintiendo con la cabeza para saludar a otros cuando establecían contacto visual con él. Varias veces se apartó de personas que parecían preparadas para hablar con él. Dos veces conversó con hombres que parecían conocerle bien. Tosió contra su mano y explicó su mutismo, señalando que había pillado un resfriado. El humor que ello encerraba no les pasó inadvertido a los acacios. Llevaba demasiado tiempo en la isla, comentaron en broma. Se estaba convirtiendo en un acacio, víctima de la más leve frialdad del aire. Ambos hombres se retiraron sonriendo.

El esfuerzo de aquellos engaños le estaba agotando el cuerpo. El corazón le estuvo latiendo violentamente todo el rato. Unas perlas de sudor le bajaron por la nariz, se posaron en sus mejillas y le bajaron de manera invisible por las axilas. Una película de humedad se interpuso entre su persona y la parte inferior de su peluca. Pero a los ojos de quienes le miraban, parecía tranquilo. Cuando un susurro cayó entre la gente y el heraldo pidió atención y él vio entrar al monarca, adornado con una corona de oro, una corona que picaba con unas espinas que imitaban el sobrenombre de la isla, comprendió que estaba a punto, muy a punto de ganarse su lugar en la historia de su pueblo. Aquella velada no intentaría acercarse más. Aquello no era más que un coqueteo: el hecho en sí mismo se cumpliría mejor a la mañana siguiente.