Como todos los aushenios que Aliver había visto hasta entonces, Igguldan vestía orgullosamente su traje nacional: largos pantalones de cuero fuertemente ajustados a las piernas, camisa de manga verde completada con un chaleco azul, sombrero de fieltro ladeado en la cabeza. En realidad, eran unas prendas muy sencillas, como algo para cazar. Todo ello estaba en consonancia con el carácter nacional. A los aushenios les encantaban los ondulados bosques de su país y les gustaba creerse los cazadores que antaño habían sido sus antepasados. A juzgar por sus fuertes y largas extremidades, Aliver pensaba que a lo mejor eran eso.
Aliver se quejó una vez ante su padre del hecho de que a otras naciones no se les hubiera permitido mantener una clase real. ¿Qué sentido tenía para un rey gobernar sobre otros reyes? Socavaba la autoridad de éstos y amenazaba con hacer a otros iguales a ellos. ¿Acaso no tendría que haber un solo monarca para todo el imperio? Leodan había contestado con comedida paciencia. No, había dicho, eso no sería mejor. Todas las naciones del Mundo Conocido —aparte Aushenia— les estaban subordinadas de muchas maneras en todos los asuntos importantes. Eran pueblos conquistados, pero no carecían de orgullo. El hecho de conservar a sus reyes y reinas, sus costumbres y sus rasgos, les permitía retener parte de este orgullo. Lo cual era importante porque los pueblos sin un sentido del propio yo eran capaces de cualquier cosa. «No pierdes nada con calificar ocasionalmente de real a otro —había dicho—. Déjalos que sean lo que son y deja que nuestro gobierno sobre ellos sea tan dulce como la mano de un padre sobre el hombro de un hijo».
No fue todo un contingente del Consejo Real el que recibió al príncipe aushenio. Unos cuantos miembros de más antigüedad enviaron a sus secretarios en su lugar… algo acerca de lo cual Leodan hacía comentarios por lo bajo. Thaddeus estaba allí al lado del rey junto con Sire Dagon de la Liga Naval y demás gente suficiente como para garantizar a la reunión la debida importancia. El príncipe forastero estaba rodeado por otros funcionarios de su estado, asesores y expertos embajadores. Aliver sabía que el príncipe sólo le llevaba tres años, pero por su manera de actuar más parecía un alto dignatario. Los hombres de más edad se sometían a él. Antes de hablar, le pedían permiso con la mirada. Él conversaba libremente con Leodan y Thaddeus y recitó un largo saludo de su padre, Guldan, que sonaba más bien como un poema por su ritmo y su ocasional uso de la rima. Puede que Aliver hubiera sido colocado allí para que viera a un joven más a gusto de lo que él se encontraba en semejante papel, sólo que era difícil que Igguldan no gustara, con su sincero rostro y sus sonrientes modales.
—Distinguidos consejeros de Acacia —dijo Igguldan—, la verdad es que jamás he visto una isla más hermosa, ni un palacio más impresionante que Éste. La vuestra es una nación afortunada y Acacia es la joya central de la más espléndida de las coronas.
Se pasó un buen rato hablando como si su único objetivo fuera el de cantar las alabanzas de la cultura acacia. ¡Cuánto le gustaban todas y cada una de las vistas que las altas ciudadelas ofrecían! Cuánto le sorprendía la calidad de la cantería, el arte funcional de la arquitectura acacia, la refinada demostración de riqueza sin pretensiones. Jamás había saboreado un plato más exquisito que el de la víspera: pez espada a la parrilla sobre el fuego, asado directamente en su presencia y cubierto por una salsa de un dulce fruto que jamás hubiera podido imaginar. Todos aquellos a quienes había conocido allí eran tan amables y señoriales que él se llevaría a casa una nueva percepción de modélico comportamiento. Viniendo como él de una nación más pequeña, presa de las cambiantes estaciones y del temperamento de la naturaleza, estaba impresionado por la sublime mezcla de poder y tranquilidad que era Acacia.
Tenía una lengua tan suave que Aliver tardó en darse cuenta del punto hacia el cual desplazó el verdadero propósito de su visita. Para cuando lo comprendió, Igguldan estaba declarando que su nación se enorgullecía de su larga historia como estado libre e independiente. Sabía que no tenía que recordarle a ninguno de los reunidos en la sala el papel que Aushenia había interpretado en la salvaguardia de la paz acacia. Eran los dobles frentes y el poder combinado de Aushenia y Acacia los que habían derrotado años atrás a sus comunes enemigos. Puede que desde aquellos lejanos tiempos hubieran mantenido ocasionalmente relaciones conflictivas, pero era el espíritu de sus antiguas relaciones el que su padre deseaba que ambas naciones recordaran ahora.
—Por eso vengo como portador de la petición de mi padre de que admitáis pacíficamente a Aushenia en el Imperio acacio, como provincia asociada a la par con Candovia, Senival o Talay. Si nos aceptáis, Guldan jura que vuestra nación se beneficiará de ello y jamás lamentará su decisión.
Allí estaba, pensó Aliver, presentado con más claridad de la que él imaginaba que se podían hacer semejantes ofertas. La respuesta de Acacia no fue, sin embargo, tan directa. Los miembros del Consejo Real acribillaron al joven a preguntas. Ante la pregunta de si Guldan revocaría el Decreto de la Reina Elena —la altiva declaración de independencia eterna—, Igguldan contestó que aquellas palabras habían dicho la verdad en su momento. Uno no podía regresar al pasado y cambiar lo que había sido. Guldan jamás contradiría a la reina Elena, pero hablaba de ahora, de este momento, de los días y años venideros.
Thaddeus preguntó qué desgracia había caído sobre Aushenia para que después de tanto tiempo, suplicara finalmente un lugar en la mesa.
—No ha habido ninguna desgracia, señor, pero ya hemos vivido suficiente tiempo fuera de los círculos comerciales del imperio. Hay en mi pueblo un nuevo espíritu que opta por contemplar el futuro con una nueva mirada. Vemos ahora unas oportunidades que antes no habíamos visto. Mi padre lo reconoce por encima de todo.
—Hummm —dijo Thaddeus sin dejarse impresionar—. O sea que ¿tan grave es vuestra situación?
Hubo en la voz del príncipe una punta de irritación mientras lo negaba en tono de leve exasperación. Aushenia, dijo, era una nación modesta, pero jamás había sido pobre. Tenían abundancia de ámbar, una valiosa resina apreciada en todo el mundo. Sus enormes pinos eran lo mejor para los barcos en el Mundo Conocido. Y sus árboles producían un aceite que, mediante un procedimiento secreto, se convertía en una pez que sellaba los cascos de las embarcaciones contra los daños provocados por el agua, la sal marina y los gusanos. Eso él sabía que sería un gran beneficio para cualquier nación cuyas naves surcaran el océano.
Igguldan parecía dispuesto a seguir, pero Sire Dagon carraspeó antes de hablar. Hasta entonces había permanecido inmóvil y en silencio a un extremo de la mesa, pero Aliver había intuido en todo momento el poder de su presencia. La Liga Naval. Su padre había dicho una vez que no había en todo el imperio ninguna fuerza más formidable.
—¿Crees que yo gobierno el mundo? —había preguntado, sardónico y críptico al mismo tiempo.
La Liga surgió del caos antes de la época de Edifus como una heterogénea unión naval, una banda suelta de piratas, en realidad. Bajo el gobierno de Tinhadin firmaron el contrato para llevar el nuevo comercio naval con los lothan aklun. La legitimidad llevó aparejada tanta riqueza que evolucionaron hacia un monopolio que controlaba todo el comercio naval. No tardaron en convertirse en una entidad diversificada con influyentes dedos en todos los sectores del Mundo Conocido. En cuanto adquirieron el control efectivo sobre el poder naval de Acacia —un trato establecido cuando el séptimo monarca Akaran desbarató su conflictiva marina y miró a la Liga como una eficiente alternativa— se convirtieron en un poder militar, junto con una milicia privada, la Inspección Ishtat, que según ellos afirmaban era una fuerza de seguridad destinada a proteger sus intereses.
El aspecto de Sire Dagon era tan extraño como el de cualquiera de los hombres de su Liga. Su comportamiento era más el de un sacerdote de una antigua secta que el de un mercader. Le habían vendado el cráneo tan fuerte en su infancia que éste había adquirido una forma alargada y la parte posterior de su coronilla era como el estrecho extremo de un huevo. Su cuello era insólitamente largo y delgado, un efecto que se conseguía llevando una serie de anillos alrededor del mismo mientras dormía, cuyo número aumentaba lentamente a lo largo del tiempo. Su voz era lo bastante alta como para ser oída, con un tono extrañamente plano, como si cada palabra pretendiera negar haber sido pronunciada.
—¿La vuestra es una nación de cuántas personas?
El príncipe aushenio hizo un gesto con la cabeza a su ayudante y dejó que el anciano contestara. Los ciudadanos libres eran treinta mil hombres, cuarenta mil mujeres, casi treinta mil niños y un número insignificante de ancianos, pues los aushenios optan a menudo por acabar con sus vidas cuando se sienten improductivos. Tenían una gran población de mercaderes forasteros dentro de sus fronteras, se ignoraba el número, y mantenían una pequeña clase servidora de unas diez a quince mil almas.
Cuando el hombre terminó, Igguldan dijo:
—Pero eso tú ya lo sabes. Sabemos desde hace algún tiempo que nos vigilan los agentes de la Liga.
—Estoy seguro de que te equivocas —dijo Sire Dagon, aunque no aclaró en qué aspecto el príncipe estaba en un error—. En el pasado vuestro pueblo manifestó sus objeciones a nuestro sistema comercial. ¿Vamos a creer que eso ha cambiado? ¿Tu padre cumpliría todas nuestras exigencias según convenga a una posición dentro del imperio? ¿Sabes en qué producto comercia el imperio y qué recibimos nosotros a cambio?
En la pausa que se produjo antes de que Igguldan contestara, Aliver miró desde su rostro a los demás miembros del consejo, a su padre y a los miembros de la Liga. Sintió que se le aceleraba el pulso con una pizca de peligro y pudo ver señales de lo mismo en otros rostros, pero no vio en ningún lugar la clase de confusión que él mismo experimentaba. ¿A qué producto se refería Sire Dagon? Minerales de las minas, carbón de Senival, bienes comerciales y piedras preciosas de Talay, productos exóticos del archipiélago de Vumu: éstos eran los productos del comercio internacional. Los bienes que Igguldan había mencionado también encontrarían compradores. Pero si éstos eran aquello a lo que él se refería, ¿por qué hablaba con tan siniestro significado?
Igguldan contestó a los hombres de la Liga, asintiendo de mala gana con la cabeza.
Complacido, Sire Dagon apoyó una mano de largos dedos sobre la otra y las dejó descansando las dos sobre la mesa. La joya de un largo dedo reflejó un momento quebrados fragmentos de luz.
—Con tiempo y reflexión todos los pueblos han encontrado aceptable nuestro sistema. Todos han visto las ventajas que ofrecemos. Pero precisamente por eso tenemos que proteger lo que ya hemos establecido. Hemos alcanzado un equilibrio. No queremos dar al traste con ello. Por este motivo, nuevos participantes no son bienvenidos en este momento. Estoy seguro de que hablo en nombre del rey al comentarlo. —Sire Dagon señaló con la cabeza a Leodan sin mirarlo directamente en ningún momento. Después pareció cambiar de actitud—. Por otra parte… Dime, ¿son fértiles vuestras mujeres?
Igguldan soltó una risotada, pero después se reprimió al ver que nadie seguía su ejemplo. Miró a su alrededor y volvió a mirar a sir Dagon. Su rostro dio a entender que cualquier broma obscena que él creyera que el hombre de la Liga hubiera hecho había sido un malentendido. Siguió una discusión que a Igguldan le pareció tan extraña de escuchar como a Aliver. Los ayudantes aushenios ya estaban preparados para la pregunta. Mencionaron estadísticas sobre la edad en la cual las mujeres aushenias maduraban sexualmente, sobre la frecuencia de sus embarazos y el índice de mortalidad de sus hijos.
Por un momento Aliver creyó ver cómo el regocijo levantaba las comisuras de la boca de Sire Dagon, pero no estuvo seguro de si ésta era la interpretación adecuada de la expresión. El hombre de la Liga se guardó cualquier respuesta que hubiera podido dar y se encerró una vez más en un sombrío silencio. El encuentro siguió adelante sin ninguna otra palabra del representante de la Liga.
Leodan pareció complacerse en encauzar la conversación hacia otra dirección.
—Oigo tu convicción, príncipe, y la admiro. Pero también admiro desde hace tiempo la independencia de vuestra nación. Sois los últimos en el Mundo Conocido que se mantienen independientes; para algunos de nosotros vuestro pueblo ha sido… bueno, una inspiración.
—Señor —dijo Igguldan—, no se alimenta ni se viste ni se atienden las necesidades de una nación simplemente por medio de la inspiración. Nosotros los aushenios no tenemos nada de que avergonzarnos, pero tenemos claro que el mundo se ha apartado del modelo al que durante tanto tiempo aspiramos.
—¿Y eso qué es? —preguntó Thaddeus—. Refréscanos la memoria.
—Aushenia ha sido gobernada en algunas ocasiones por mujeres de talla y sabiduría. Nuestra reina Elena en sus decretos propuso que el Mundo Conocido estuviera integrado por una federación de naciones libres e independientes, ninguna de las cuales estuviera subordinada a otra, todas dedicadas al comercio de los bienes que mejor producían, cada una de ellas fiel a su espíritu nacional y respetuosa de las viejas tradiciones y religiones, siempre con la mano tendida a la amistad con otras. Esto es lo que ella propuso a Tinhadin.
Un miembro del consejo señaló que semejante sistema podría funcionar a un nivel de subsistencia —cada nación podría arreglarse y mantenerse en los mismos términos—, pero ninguna podría alcanzar la riqueza y la estabilidad y productividad que la hegemonía acacia había creado con la ayuda de un comercio gestionado por la Liga. Todas seguirían siendo unas pendencieras islas de fervor nacional tal como habían sido antes de las Guerras de Distribución.
Igguldan no intentó discutirlo. Asintió con la cabeza y dio a entender que el palacio que los rodeaba era testigo de la verdad de aquella afirmación.
—La reina os hubiera contestado diciendo que lo más grande no siempre es lo mejor, sobre todo cuando la riqueza la ostentan unos pocos, respaldados por el esfuerzo de los muchos. —Igguldan inclinó la cabeza y se pasó una mano por el cabello—. Pero no es de eso de lo que he venido a hablar. Elena es el pasado; nosotros miramos al futuro.
—A veces puedo seguir imaginando el mundo tal como vuestra reina lo deseaba —dijo Leodan.
—Yo también —dijo el príncipe—, pero sólo con los ojos cerrados. Con los ojos abiertos el mundo es algo muy distinto.
Cuando se aplazó la reunión aproximadamente una hora después, el rey decidió tomar el té con Aliver y su canciller. Los dos hombres de mayor edad se pasaron un rato hablando y dejando que la conversación pasara de uno a otro aspecto de la reunión. Aliver se sorprendió cuando su padre le preguntó:
—¿Y tú qué piensas de todo eso? Habla con toda sinceridad.
—¿Yo? Creo que… el príncipe parece una persona razonable. No puedo hablar mal de él de momento. Si representa verdaderamente a su pueblo, eso es bueno para nosotros, ¿verdad? Sólo que, si nos tienen en tan alta estima, ¿por qué no se han unido antes a nosotros?
—Unirse a nosotros significa muchas cosas —dijo Leodan—. Tienen razón en haber dudado, pero desde hace algún tiempo han dejado claro que serían nuestros amigos si nosotros fuéramos también los suyos.
Thaddeus hizo señas con la mano como diciendo que no era tan sencillo como eso.
—Como siempre, tu padre es generoso con sus palabras.
—No, lo que digo es lo que es. Llevan años tendiéndonos la mano en gesto de amistad. Nosotros simplemente no se la hemos estrechado.
—Y es bueno que no lo hayamos hecho. Nuestra paciencia ha dado resultado. —El canciller hablaba como dirigiéndose al rey, pero sus ojos se posaron en Aliver el tiempo suficiente como para dar a entender que estaba exponiendo las cuestiones de manera más completa para él—. Lo que el príncipe no admitía es que Aushenia tenga que sufrir tanto. Me sorprende que hayan permanecido tanto tiempo fuera del imperio sin venirse abajo a causa del peso financiero. Tienen cierta riqueza minera, sí, tierras que se pueden dedicar a la explotación agrícola, varios excelentes puertos y el ámbar y la pez de que ha hablado Igguldan, pero, sin poder comerciar con la Liga, poco han podido hacer con eso. Son un pueblo orgulloso, pero se han visto obligados a vender sus bienes en el mercado negro, a traficar con piratas. Eso no encaja muy bien con tanto idealismo. Nos hacen este ofrecimiento tan directo porque ellos nos necesitan más a nosotros que nosotros a ellos. Si los aceptamos, elaborar su situación dentro de nuestro imperio será una cuestión muy delicada. Hay muchas complicaciones en un nuevo Vedel, un miembro conquistado del más bajo nivel. Ellos lo tienen que aceptar sin considerarlo un insulto, aunque, en realidad, un Vedel es víctima de graves insultos.
—¿Y si no ingresan como Vedels? —preguntó el rey.
—Pero tienen que hacerlo. Según las antiguas leyes no hay otra categoría. Tinhadin tuvo muy claro que a todo el mundo se le ofrecía la alternativa de unirse a él o de luchar contra él. Cuando los de Aushenia declinaron aceptar la hegemonía acacia, decidieron su destino. —Thaddeus hizo una pausa sólo para beberse el té y después levantó la voz para responder a la pregunta que había planteado—. Las generaciones intermedias entre entonces y ahora no cambian nada. Cualquier dirigente de cualquier nación sabe que sus decisiones alcanzan a todas las futuras generaciones. Cuando la reina Elena rechazó la oferta de Tinhadin, supo que su pueblo sufriría para siempre las consecuencias.
Leodan dijo:
—Thaddeus habla de blanco y negro en un mundo de mil colores. La verdad es que no hemos conquistado ni derrotado a Aushenia en las antiguas guerras. Si no hubieran sido simultáneamente enemigos del Mein, puede que nosotros no hubiéramos triunfado en absoluto. Han vivido cientos de años sin ser ni aliados, ni vasallos, ni enemigos.
—Sí, cientos de años —dijo Thaddeus—, y eso no se puede cambiar de la noche a la mañana. La verdad, Aliver, es que tu padre daría naturalmente la bienvenida a los aushenios. Es un idealista. Quiere un mundo pacífico en el que todos sean bienvenidos a la mesa. No le gusta reconocer que para que haya una mesa, muchos tienen que ser excluidos de ella. Sin embargo, eso es algo en lo que la Liga basa todas sus decisiones. Por eso no es probable que Aushenia sea admitida. La Liga tiene un veto contra semejante expansión. Tengo la sensación de que Aushenia les tienta, pero se echan atrás por alguna razón que probablemente nunca nos explicarán. Algo que tu preceptor todavía no te ha explicado plenamente, Aliver, es que el imperio es una empresa comercial e imperial a la vez. Sólo conocemos una parte de la manera en que la Liga lleva sus negocios, pero, si ellos no quieren el ingreso de Aushenia, Aushenia se quedará fuera.
Leodan se acercó las manos al rostro, aparentemente cansado de la conversación.
—Y ésta, hijo mío, es la cuestión destilada hasta su esencia primaria.
—En blanco y negro —añadió Thaddeus.