Leeka Alain no se engañaba acerca de su propia importancia a lo largo de la historia del imperio. Jamás en sus cuarenta y ocho años de edad —más de la mitad de los cuales se habían gastado en el servicio militar— se había imaginado a sí mismo con un destino digno de especial mención. Era sólo un soldado, uno de los muchos que habían salido de la bruma de la historia en el anonimato. Eso había creído hasta una ocasión en particular en que abrió los ojos y se levantó de un vacío sopor. Un simple acto, repetido miles de veces a lo largo de su vida. Pero esta vez fue como haber vuelto a nacer. Un momento antes no había nada. Al siguiente sus ojos aletearon la existencia de la creación, un mundo no imaginado previamente que le exigía cosas que jamás le habían advertido siquiera que fueran posibles.
Al principio, la creación era simplemente un cuadrado de brillante blancura por encima de él, una geometría irregular, un brillo en una negrura por lo demás informe. Se esforzó por incorporarse y encontrar alivio en unos miembros que vagamente comprendió que eran manos, brazos, piernas y pies. Se quedó paralizado. Miró un buen rato sin comprender, sin posibilidad de enfocar, sin contexto. Sólo cuando una forma se perfiló a través del espacio —un rápido destello que estaba presente, pero desapareció en el mismo instante— se volvió a mover. Contempló el cuadrado de luz el tiempo suficiente como para captar una vez más el movimiento. Un pájaro. Era un pájaro, un trozo de ala visto desde las sombras de abajo. Y más allá, la creación se deslizó ante su vista, una perfilada suavidad que él reconoció como un nublado cielo ártico. Esta última revelación fue la mayor ayuda jamás recibida. Con ella llegó la comprensión de la presión que lo rodeaba. Ensanchó las ventanas de la nariz y aspiró la desagradable cacofonía del perfume y comprendió su significado. Supo dónde estaba y cómo había llegado hasta allí.
Aquella primera criatura con cuernos… el jinete que la montaba… los muchos otros que lo siguieron saliendo de la tormenta… «Ocurrió realmente —pensó—. Los perdí a todos. Los conduje a…» ¿Quiénes eran aquellos chillones y joviales agentes de la carnicería que movían los pies como si zapatearan? Como el primer jinete, todos los demás habían llegado a la existencia hambrientos de violencia. Algunos de ellos blandían lanzas que arrojaban a su paso, unas cosas pesadas contra las cuales la armadura acacia no era más que una delgada piel. El soldado que se encontraba a su lado recibió una de ellas en el pecho y salió volando en pos de su fuerza, con una mano un momento en el hombro del general, y al siguiente desaparecida. Otros hombres del enemigo cabalgaban en monturas que eran como… ¿cuál era la palabra? Aquellos animales de Talay… rinocerontes. Eran una especie de rinocerontes domesticados, sólo que debajo de una masa de enmarañado pelaje gris. Pisotearon a sus soldados, a veces deteniéndose el tiempo suficiente en un lugar para pisotear un cuerpo y convertirlo en picadillo.
El mayor espanto se produjo cuando la masa que blandía espadas y hachas se abatió sobre los agazapados acacios. Eran enormes, poderosos y de largas extremidades. Leeka vio en sus movimientos un placer de matar que jamás hubiera imaginado posible. Su manera de matar era casi infantil. Como cuando un niño con una espada de juguete pretende rebanar los brazos y las piernas y la cabeza de su compañero y después alarga el puño en el aire y sonríe e imagina haberlo logrado. De esta misma manera aquellos seres abordaban el mundo real, cortando extremidades con alegría, soltando unos golpes que a pesar de todo alcanzaban sus objetivos, dándose mutuamente palmadas en la espalda. Detrás de su enmarañada masa de largo cabello negro, eran pálidos como la nieve. Leeka quería mirar de cerca a uno de ellos a los ojos, pero jamás tuvo ocasión de hacerlo. Trató de recordar las órdenes que había dado. Por mucho que intentara relacionar la totalidad de la matanza con una respuesta razonada, jamás pudo recordar semejante respuesta ni imaginar qué pudo haber dicho él durante los pocos momentos que duró la matanza. No hubo más que un enemigo que los machacó mientras sus soldados morían con sangre salpicada por todas partes, extremidades golpeadas a puntapiés sobre la húmeda nieve, cuerpos como muñecos de trapo diseminados en posturas con las espaldas rotas, imposibles para los vivos. En ningún momento pareció que alguno de ellos se preocupara por su propia vida. Nada los afectaba. Nada los asustaba lo más mínimo y el daño que causaban a los soldados de Leeka no era para ellos más que una inmensa diversión.
Leeka había visto a un lancero enemigo inmovilizar a un soldado acacio bajo su pie. El miserable estudió a la mujer con primitiva curiosidad y después clavó la afilada punta de su arma directamente en su rostro, lo cual indignó a Leeka más que ninguna otra cosa que jamás hubiera visto. Soltó un rugido. La furia le subió desde el vientre y entonces lanzó un grito a través de la tundra. El lancero lo oyó, tiró de su arma para liberarla y se dirigió contra él. Si aquel ser lanzara la lanza y fallara, Leeka prometió mientras corría hacia él que se vería destripado un momento después por un acero acacio. Pero el lancero arrojó su arma con precisión. El proyectil se dirigió hacia él en una alargada y borrosa mancha. Leeka hubiera muerto de no ser por la intervención de uno de sus soldados, un hombre cuyo nombre no conocía de antes y no conoció después.
El soldado se interpuso entre el lancero y el general. Recibió la lanza en mitad del pecho. Lo traspasó y salió por el otro lado en un estallido de sangre y mellados fragmentos de costilla. La punta de la lanza se desplazó lo bastante hacia un lado como para pasar a través del hueco entre el costado de Leeka y su brazo. El cuerpo del soldado golpeó contra el suyo. La fuerza del impacto los empujó a los dos hacia atrás. El yelmo del hombre golpeó a Leeka en la frente y lo dejó inconsciente. Los dos debieron de caer juntos en un revoltijo, el uno tan aparentemente muerto como el otro.
Ésta fue la razón, pensó, de que no lo liquidaran con más cuidado y de que él abriera los ojos muchas horas después y se encontrara emparedado dentro de un montón de cuerpos. Antes de que lo derribaran, había observado que alguien del enemigo agarraba por los tobillos a los soldados caídos del enemigo y formaba montículos con ellos para que los cadáveres no ocuparan el terreno de juego y entonces comprendió que él había sido arrojado a uno de aquellos montículos. Otros estaban apilados encima suyo y a su alrededor. Inmóviles, atrapados dentro del montículo de los muertos, los ensangrentados hombres y mujeres de su ejército se mezclaban debajo y encima de él; entraba y salía de la consciencia.
En los momentos de vela, la existencia se le antojaba un período de sufrimiento y de gran calor. Estaba tan apretujado que, durante un buen rato, pensó que el calor era un producto de todo aquello. Más tarde, se sintió en el interior de un horno increíble, más allá de cualquier cosa de la que los cuerpos cada vez más rígidos hubieran podido ser responsables. Sintió que los cadáveres que lo rodeaban se doblaban y se estremecían, vomitando el horrible hedor de la carne ardiendo. Hasta que no se hubo pasado horas y horas asándose y entrando y saliendo de una pesadilla, no despertó a la sobrecogida comprensión de que el calor rugía tanto dentro de él como fuera. Una fiebre vibraba de vida desde el centro de su frente. Un bicho se le había incrustado allí. Estaba seguro. Un insecto había clavado su curvado pico en su cráneo, introduciéndole algún veneno mientras el redondo y bulboso extremo de él pulsaba a causa del esfuerzo.
Intentó alcanzarlo, pero no se podía mover. Sudaba a través de todos los poros de su cuerpo. Le escocían los ojos a causa del sabor salado. Se pasó la lengua por las comisuras de la boca, temiendo el agrietado cuero de sus labios. Sus dientes también habían cambiado. Eran unos caninos como tijeras que se le clavaban en la lengua, llenándole la boca de un mercurio que, por mucho que lo intentara, no podía expulsar. Vomitó por esta causa, perdió el conocimiento, se despertó jadeando y recordó el calor y el insecto del interior de su cráneo y comprendió que la carne había empezado a desprenderse de su putrefacta cobertura. Y después se desmayó. Sueño. Vela. Angustia. Y así sucesivamente.
Eso fue todo antes de que se despertara al frescor y al cuadrado de luz por encima de él y al pájaro que trazaba sombras en el cielo. No supo cuántos días habían transcurrido cuando se estremeció para salir del horrendo trabajo de filigrana de los cadáveres debajo de los cuales había descansado. Los cuerpos que le habían proporcionado permanente calor ahora ya estaban rígidos y congelados. El montículo estaba cubierto de hielo, pero era fácil ver los restos carbonizados que había debajo, las cenizas dispersadas por el viento. Los cuerpos habían ardido. A su alrededor había muchos montículos similares.
El montículo en el cual Leeka había sido enterrado había ardido menos por completo que los demás; tal vez en esta circunstancia residía el motivo por el cual él todavía respiraba. Toda suerte de desperdicios cubrían la tundra… equipos destrozados y ensangrentados; cadáveres de bestias de carga y perros; trozos de hombres y mujeres. Era una escena de absoluta desolación, ni una sola criatura en movimiento a la vista excepto unas cuantas aves carroñeras, los achaparrados devoradores de carroña de aquellos gélidos climas, con sus gruesos cuellos. Tenían unos enormes picos, cortos y dentados. Con una brizna de esperanza consideró la posibilidad de estar efectivamente muerto y de que todo lo que lo rodeaba fuera el más allá. Pero el mundo era demasiado terriblemente sólido para que él lo creyera.
Hubiera podido permanecer algún tiempo allí, sostenido hasta los muslos por los restos carbonizados si un buitre no hubiera aterrizado allí cerca y no hubiera tirado de una de sus curvadas articulaciones digitales de soldado. La idea de matar a uno o dos de ellos llenó a Leeka de determinación. En cuestión de una hora consiguió encontrar entre los desperdicios un arco y varias flechas. Empaló a tres de ellos e hizo que los demás se pusieran a sobrevolar en círculo el lugar, gritando su furia desde arriba. No tardó en comprender, sin embargo, que la tarea era inútil. Aparecieron más pájaros que se posaban en el suelo cada vez que él les volvía la espalda.
Se dio cuenta de que había otras criaturas por allí: pequeñas raposas de blanco pelaje con rosadas manchas alrededor de las mandíbulas, una criatura semejante a una comadreja con una cola a rayas blancas y negras, incluso una especie de insecto de caparazón duro que parecía indiferente al frío. Mató a varios de ellos simplemente tocándolos. Los abrasó con el calor de las puntas de sus dedos. Una poderosa fuerza en aquel lugar, un instrumento de vida y muerte, de tortura y salvación.
Pensando en esto último, se dispuso a recoger medios para levantar una hoguera. No fue fácil, con lo débil que estaba. Tuvo que detenerse a cada momento para beber de la bota de agua que llevaba sujeta al vientre y mordisquear un poco de aplanado pan duro, el único alimento cuya idea podía soportar. Bajo la oblicua luz del primitivo ocaso alimentó una inicial y creciente hoguera. Arrojó a ella los congelados y socarrados cuerpos de sus soldados. Se adentró en el frío y la oscuridad y arrastró ofrendas a las llamas. Lo hizo una y otra vez, cada vez un pequeño viaje entre extremos. La cabeza le daba vueltas cuando se movía con excesiva rapidez. A menudo caía sobre una rodilla con los ojos todavía cerrados hasta que cesaban las vueltas. Se había levantado otra vez el viento y, con sus cambiantes ráfagas, resultaba imposible no inhalar humo. Tosiendo y cubierto de hollín, siguió con la tarea hasta terminar el trabajo. Su ejército no iba a convertirse en alimento para los carroñeros. Mejor que los cuerpos se liberaran al aire para que pudieran ser llevados por el viento en busca de la paz, dispersados lejos por la bastarda creación de la Donante.
Más tarde aquella noche Leeka se acurrucó cerca de la hoguera, con los ojos llorosos a causa de la ceniza. La arena se le incrustó en los labios y se le pegó a los dientes. Varias veces las ráfagas de viento le llevaron el sonido de cantos de mujeres en la distancia. Imposible, y, sin embargo, lo oyó con la suficiente claridad como para captar palabras sueltas y tararear la melodía para sus adentros. ¿Qué hacer ahora? Intentó una y otra vez concentrarse en esta pregunta. Era un general que se enfrentaba con una tragedia; antes que cualquier otra cosa tenía que elaborar un plan de acción. Pero nunca consiguió ir más allá de hacerse la pregunta antes de que algún recuerdo del horror apartara su atención. Aunque su mente estuviera llena de escenas de la matanza, no podía centrarse en una sola imagen en la que hubiera visto caer una sola de aquellas criaturas enemigas. A lo largo de su trabajo de aquel día no había encontrado ni uno solo de los muertos enemigos. Todas las extremidades que recogió y arrojó a las llamas eran de sus propios hombres. No encontró nada que demostrara que siquiera un enemigo hubiera resultado muerto, nada que le llevara a pensar que habían resultado heridos.
El rastro del invasor se podía ver fácilmente en la bruñida luz de la mañana. A pesar de los borrosos efectos de la nieve y el viento, el camino que habían dejado atrás era como un río seco, abierto en la tundra. Cualquier vehículo de ruedas que arrastraran o del que tiraran tenía que haber sido enorme, pues las estrías que dejaban abrían en el hielo unas acanaladuras de varios palmos de profundidad. Vio las huellas cruzadas de los rinocerontes. En ellas y a su alrededor había miríadas de huellas de pisadas de los propios enemigos. Algunas de ellas eran una vez y media más grandes que las de un hombre. Otras eran lo bastante pequeñas como para pertenecer a niños. Otras parecían de botas de soldados acacios. ¿Prisioneros?
Leeka empezó a bajar por el camino. Caminaba con todos los pertrechos que había podido salvar, arrastrados a su espalda en uno de los trineos más pequeños. Convirtió los postes de tienda en bastones para caminar y los clavó en el hielo a cada paso que daba. Siguió adelante, una solitaria figura en busca de un ejército. No tenía mucho sentido. Todavía no estaba seguro de lo que pretendía hacer. Simplemente tenía que hacer algo. A fin de cuentas, era un soldado del imperio y había un enemigo preparado y una nación a la que advertir.