Corinn Akaran comprendía que había muchas cosas que ella no conocía acerca del mundo, muchos nombres y muchos linajes familiares y acontecimientos históricos que se negaban a grabarse en su memoria. No importaba. Muy poco de ello guardaba relación con su vida cotidiana. Lo que ella consideraba significativo era el hecho de ser la hija mayor del rey Leodan, concretamente la más guapa. No pretendía heredar el control del reino de su padre —eso le correspondía a Aliver—, pero era algo que también le interesaba. No le llamaba para nada la atención la perspectiva de enfrentarse a aquella serie de preocupaciones. Mejor permanecer al margen y ejercer su influencia dentro de la esfera de las intrigas de la corte. Estaba segura de que resultaría más interesante. Puede que el mundo fuera muy grande, pero la parte que ella ocupaba en él era más pequeña y, en aquel mundo más pequeño pocas personas estaban mejor situadas que ella para contemplar el futuro con sublime optimismo.
Sin embargo, ella albergaba un secreto que ninguno de sus allegados hubiera podido adivinar. A, pesar de ser por naturaleza una persona jovial con interés por los bonitos vestidos, los chismes y los juveniles y románticos comentarios, llevaba consigo la conciencia de la muerte. Era una nube que permanecía en suspenso en el fondo de su mente, siempre cerca para amenazarla cuando levantaba los ojos para prestar atención a cosas más grandes. Su madre había muerto cuando ella tenía diez años. Desde entonces la maldición de la mortalidad jamás había estado lejos de su mente. Aleera Akaran había desaparecido de la vida cuando la primavera daba paso al verano. La devoró por dentro una enfermedad que empezó como un dolor de espalda y se convirtió en una sanguijuela insaciable que le succionó la vida.
Corinn recordaba con doloroso detalle los últimos momentos que había pasado con su madre. En sus sueños solía sentarse a menudo al lado de su cama, con las palmas de las manos alrededor de la pálida piel y los huesos de las manos de la mujer. Su cuerpo estaba tan devastado que parecía haberse fundido en el colchón. Como el tiempo era caluroso, a menudo permanecía tumbada sin los cobertores, con las piernas desnudas asomando por debajo de la camisa y los pies y los dedos de los pies aparente y artificialmente grandes ahora que eran lo primero que veía Corinn al entrar en la estancia. Sus semanas transcurrían alrededor de la cama. Aleera estaba tan débil que no podía llegar a la banqueta que había junto a la ventana sin la ayuda de su hija. Sus pies ya no sabían encontrar el suelo. Corinn permanecía de pie sosteniendo el frágil peso de su madre mientras a cada paso los talones de ésta trazaban círculos en el aire, tal como hubiera podido hacer un niño que diera sus primeros pasos.
Todo eso que convergía en la joven le hacía comprender que el mundo encerraba cosas mucho más aterradoras en realidad que las que encerraban sus más oscuras imaginaciones. ¿Dónde en esta escena estaba la todopoderosa madre que siempre conocía la mente de su hija antes de que ésta hablara, que se burlaba de los temores de Corinn de los dragones, las serpientes gigantes y los monstruos? ¿Dónde estaba el héroe que ahuyentaba a semejantes criaturas con sólo entrar en la habitación, con sólo sonreír, con sólo pronunciar su nombre? ¿Dónde estaba la belleza junto a cuyo codo permanecía sentada Corinn mientras la preparaban para las funciones oficiales, la mujer con la cual todas las demás se comparaban? Todavía se sorprendía de que las cosas hubieran cambiado con tanta rapidez, sin apenas una velada sugerencia de que todo lo demás tuviera un significado.
Por muy doloroso que ello fuera, estaba compuesto por el hecho de que ella se veía a sí misma en cada parte del moribundo cuerpo de su madre. Su madre le había dado la forma del rostro, el carácter de sus labios, el diseño de las arrugas que surcaban su frente. Ambas tenían las mismas manos: igual de largas y afiladas, el mismo carácter de los nudillos, las mismas finas uñas de los dedos, la misma desordenada inclinación del dedo meñique. La niña de diez años había conservado entre las palmas de sus manos una deteriorada y débil imagen de sí misma, como una extraña combinación del pasado con el presente o del presente con el futuro.
Aunque a menudo programaba los días que tenía por delante con juvenil optimismo, una parte de sí misma estaba dominada por el temor de que no vería terminar el año. O, en caso de que lo viera, sólo sería para que primero lo ganara todo y después lo perdiera y muriera. Eso había pensado desde que tenía diez años y después once y doce y así sucesivamente, pero la sensación era tan fuerte como siempre. El hecho de que equilibrara estos malsanos pensamientos con una naturaleza por lo demás efervescente era tan desconcertante para ella como lo hubiera sido para los que la veían desde fuera. Ocultaba sus más oscuras meditaciones lo mejor que podía, alarmada y avergonzada de ellas. A menudo se recordaba a sí misma que todos los seres vivos se enfrentaban con la muerte; a pocos de ellos se les ofrecía una vida de potencial tan rico como a ella. Y a lo mejor estaba equivocada. A lo mejor viviría una larga y gozosa existencia, a lo mejor hasta encontraría la manera de vivir para siempre, eternamente joven y sin contacto con la enfermedad.
La mañana en que iba a recibir a una delegación de la nación de Aushenia, Corinn se pasó largo rato mirándose al espejo de su tocador y contemplando su reflejo. Se inclinó hacia delante y tomó un cepillo de pelo de caballo utilizado para aplicar maquillaje. Lo introdujo en unos polvos hechos de conchas marinas y se pasó las cerdas por las mejillas. Esperaba que el resplandor completara el brillo de las fibras de plata de su vestido, una suave prenda de color azul cielo que envolvía su figura. A pesar de sus malsanos pensamientos, se alegraba de la perspectiva de los días que tenía por delante. No tenía —como Aliver— que permanecer sentada durante las estúpidas formalidades de las reuniones oficiales. Pero, a diferencia de Mena y Dariel, era lo suficientemente mayor como para actuar con cierta capacidad oficial. Esta vez actuaría como anfitriona y guía del príncipe aushenio Igguldan.
A pesar de la advertencia de su criada de que el día iba a ser frío, sólo llevaba una fina camisa bajo su vestido. Podría soportar el frío, dijo, no aguantaba parecer desaliñada. Como única concesión a las inclemencias del tiempo, decidió ponerse una nueva prenda que le acababan de enviar desde Candovia, una banda de piel blanca alrededor del cuello, ajustada con presillas. Pensaba que la bufanda le confería una cierta elegancia. Así lo esperaba, pues no era tan aficionada a vestirse para el frío como lo era para las tres temporadas de calor que Acacia ofrecía.
Corinn recibió al príncipe aushenio en los peldaños de la sala de Tinhadin. La rodeaban varios servidores, un traductor y unos cuantos ayudantes del despacho del canciller, todos ellos enmarcados por las columnas de granito de la fachada del palacio toscamente labradas y surcadas por las vetas de la edad y de las inclemencias del tiempo. De una cosecha arquitectónica anterior a la de la mayoría de los edificios de la ciudad, el palacio se había construido cuando los dirigentes de la nación parecían mirar de soslayo las suaves líneas y los arcos de cultas ciudades como las de la costa talaya en las que se habían inspirado las generaciones posteriores.
El príncipe vestía con sencillez. A Corinn la hubiera podido decepcionar, pero su comportamiento demostró tanta reverencia que ella tuvo que reconocer que sus modales eran impecables. Caminaba con los ojos inclinados, con los brazos pegados a los costados y las palmas de las manos dirigidas hacia ella. Al subir, tanto él como los miembros de su grupo ajustaban la posición de sus pies de tal manera que se movían como obedeciendo a una sola mente. En cuanto llegó al peldaño situado debajo de ella, el joven se detuvo. Su mirada se elevó, se cruzó con la suya y la sostuvo ligeramente más tiempo que el adecuado. Ella se sintió inclinada a perdonarlo, tanto por la temerosa y torcida sonrisa que exhibía como por el hecho de saber que su propio vestido y la bufanda de piel blanca que le rodeaba el cuello y las complicadas trenzas de su cabello y los resplandecientes polvos de concha marina que realzaban sus mejillas se habían combinado para causar un efecto impresionante.
Las facciones de Igguldan eran típicamente aushenias: sus cabellos como paja sumergida en tinte cobrizo, sus ojos intensamente azules, como si fueran cuentas de cristal iluminadas por detrás. Antes Corinn pensaba que la piel pálida y pecosa era defectuosa comparada con la cremosa y morena de los acacios o la casi negra de los talayos, pero, mientras miraba a Igguldan, se sintió atraída simplemente por sus rasgos. Hubiera querido alargar la mano, tocarlo justo por debajo del ojo y deslizar el dedo de una peca a la otra.
Acompañó al grupo en un recorrido por el edificio principal, pasando por las distintas alas del palacio, bajando hasta las salas de adiestramiento y alrededor de los edificios gubernamentales. Los aushenios se entusiasmaron al ver los monos dorados que vagaban por los alrededores e incluso por el interior del palacio. No había nada parecido en su país, explicaron. Corinn asintió con la cabeza sin dejarse impresionar. Veía aquellas criaturas todos los días de su vida. Eran de pequeño tamaño, como unos gatos en realidad, con un pelaje esponjoso que oscilaba entre el amarillo y el casi carmesí. Tenían un significado sagrado, pero Corinn no recordaba cuál y no lo mencionó.
Al final, llegaron a unas viejas ruinas que albergaban las piedras fundamentales de una de las primeras torres defensivas de Edifus. Los ruinosos restos de esta estructura se albergaban en un moderno edificio, una especie de pabellón que se asentaba sobre unas arqueadas patas y ofrecía vistas de tres direcciones del compás. En el centro se levantaba una estatua de Elenet en su juventud. Uno de los ayudantes del canciller se adelantó para recitar la historia del primer brujo, que era también en muchos sentidos la historia de la Donante.
Al principio, entonó el ayudante, una figura divina conocida como la Donante creó el mundo como una manifestación física de alegría. Dio forma a todas las criaturas de la Tierra, incluyendo a los humanos, aunque no los separó de las demás criaturas. Paseaba por la Tierra cantando y creando con el poder de las palabras. Su lenguaje al mundo. En medio de aquella felicidad apareció el mal. Elenet, que era un huérfano humano de siete años, vio una vez al dios pasando por su pueblo. Se acercó a la Donante y se le ofreció como criado para poder estar cerca de la gracia del dios. La Donante, que se prendó de él, accedió. Pero Elenet no era como los demás animales que seguían a la Donante. Elenet no podía por menos que escuchar el canto del dios. Aprendió las palabras. Llegó a entenderlas y a reconocer su poder. Disfrutaba de la posibilidad de ejercerlo él. En cuanto aprendió lo suficiente, escapó.
—Se convirtió en el primer Dios Parlante —dijo el ayudante—. Enseñó sus conocimientos a unos pocos conocidos. Cuando la Donante se enteró del engaño de Elenet, sufrió una decepción. Volvió la espalda al mundo y se calló. Jamás la volvieron a ver pasear por la Tierra. Ya no volvió a cantar. A causa de todo esto tenemos el mundo tal como está ahora.
A juzgar por la manera en que Igguldan hincó una rodilla y pasó las manos por las grietas de la antigua piedra, hablando en susurros para sus adentros, la historia ya le era conocida y lo afectaba mucho. Corinn estuvo tentada de fruncir el ceño ante su severidad, pero a lo largo de la siguiente hora más o menos éste resultó ser un compañero agradable. Hablaba casi perfectamente el acacio como casi todos los miembros del grupo. El traductor y los ayudantes del canciller no tardaron en retirarse hacia el fondo del grupo, el cual se rompió en grupos más pequeños como unos niños que hubieran salido en una gira educativa.
—Me pregunto —dijo Igguldan— si es cierto que Edifus era uno de los discípulos de Elenet. He oído decir que era un brujo. Por eso él, y Tinhadin después de él, triunfaron tan completamente. ¿Tú qué piensas, princesa?
—Pues no he pensado demasiado en ello, pero no veo ninguna razón para creer en la magia. Si mi pueblo tenía semejante don, ¿por qué no lo seguimos teniendo?
—¿O sea que no lo tenéis? —preguntó Igguldan, sonriendo—. ¿No puedes, por ejemplo, lanzarme un encantamiento y obligarme a obedecerte?
—No necesito la magia para nada para conseguirlo —replicó Corinn, y las palabras le salieron tan espontáneamente que las pronunció antes de darse cuenta de que las había pensado. El calor le brotó del pecho y le subió por el cuello—. A lo mejor, creamos después las historias de magia como medio de explicar las cosas que Edifus logró. Es difícil que personas de inferior categoría crean en la grandeza.
—Puede que así sea… —El príncipe tamborileó con los dedos sobre la piedra curtida por la intemperie, se puso de puntillas un momento y contempló el panorama que tenían a sus pies hacia el Este—. Pues creo que soy un hombre inferior porque me encantan las Viejas Historias tal como son. Vuestro saber popular interpreta una buena parte de nuestras propias leyendas. En Aushenia no nos cabe la menor duda de que los hombres y las mujeres practicaban antiguamente la magia y que vuestro pueblo la utilizó para dominar el mundo. Hay un maravilloso poema acerca de la manera en que los seres humanos adquirieron este conocimiento. No lo voy a recitar ahora para no hacer el ridículo, pero tal vez más tarde tendré la oportunidad de cantar para ti.
—¿Y qué hay ahora de la magia? —preguntó Corinn—. No veo a ningún brujo por aquí.
El príncipe aushenio sonrió, pero no dijo más. Mientras abandonaban las ruinas de Edifus y seguían el camino de atrás en su lento ascenso hacia el Descanso del Rey, Corinn reconoció:
—No sé tanto acerca de tu pueblo. ¿Cómo sois los aushenios?
—Aushenia te parecerá fría. No tan fría como el Mein… allá arriba apenas ven el sol en invierno y puede nevar cualquier día del año, incluso en pleno verano. No así en Aushenia. Cierto que tenemos un verano muy corto, pero es vibrante. Todas las criaturas y las plantas aprovechan los pocos meses que tienen. En primavera los brotes de las flores y los nuevos retoños crecen directamente de la nieve, como si un día la Donante les diera permiso y después ya nada pudiera interponerse en su camino. En verano el tiempo es muy caluroso. Nadamos en los lagos del Norte. Algunos incluso nadan en el mar. En Killintich se celebra un concurso de natación y una carrera a pie el día del solsticio cada verano. Los participantes nadan desde el muelle del castillo hasta un punto del otro lado del puerto. Después regresan corriendo. Se tarda todo un día.
Ambos se detuvieron un momento al pie de la última escalera. Los demás se habían quedado rezagados a cierta distancia.
—Tiene gracia que en determinado momento digas que hace frío y al siguiente hables de flores que brotan y de natación. ¿Cuál es la verdad, príncipe?
—En un lugar tan norteño como Aushenia no es el frío lo que más te afecta. Son los momentos en que el frío se retira.
Corinn respondió asintiendo con la cabeza y ambos permanecieron un momento en silencio.
—Pero nosotros somos como vuestro país en muchos sentidos. Mi pueblo admira el aprendizaje tanto como el vuestro. Algunos de nuestros mejores alumnos hasta se adiestran en Alecia. Tú lo sabes, estoy seguro de que Aushenia fue el primer país norteño que se alió con Edifus contra el Mein. Por desgracia, la alianza no perduró tras haberse resuelto el conflicto. Por eso mi padre desea que tu padre nos honre con su presencia. Mi padre no está bien, ¿sabes? No puede viajar, pero se ha pasado toda la vida trabajando en favor de una alianza con vuestro pueblo. Cree que juntos seríamos más fuertes.
Los demás aún no les habían dado alcance, pero Igguldan subió otro paso y Corinn hizo lo mismo. Ascendieron juntos, preservando un poco más su soledad.
—Y somos poetas —dijo el príncipe.
—¿Poetas?
—Así conservamos nuestra historia en poemas épicos cantados por nuestros bardos. En nuestros tribunales, los casos se tienen que discutir en verso. Es una antigua formalidad, pero los casos más complicados atraen a multitudes.
—Qué extraño —dijo Corinn, aunque no pareciera tan extraño.
No tenía paciencia en absoluto para los procedimientos oficiales. Tal vez si a todos los burócratas del gobierno se les obligara a hablar en verso, ella lo podría resistir sentada.
—¿Eres el hijo mayor de tu familia? —preguntó Corinn.
Igguldan asintió con la cabeza.
—Lo soy. Hay tres después de mí, y dos de la segunda esposa de mi padre.
Corinn trató de enarcar una ceja aunque lo que ocurrió en realidad fue que las dos se arrugaron en unas líneas irregulares.
—¿La segunda esposa?
—Bueno… Sí, mi padre volvió a la práctica de los antiguos códigos y tomó dos mujeres para asegurar la producción de un heredero. No hubiera tenido que tomarse la molestia, pero… quiso ser muy perfecto.
—Comprendo. ¿Y tú también tienes tendencia a ser tan perfecto?
—No, yo sólo me casaré una vez.
Habían llegado al alto balcón de la parte posterior del Descanso del Rey. Corinn apoyó las puntas de los dedos en la balaustrada de piedra y levantó la barbilla, señalando hacia más allá de la extensión del claro mar verde azulado que tenían delante.
—Eso lo dices tú. Debes de tener abundantes bellezas en tu país… las suficientes como para que un hombre pueda casarse con más de una.
—Te equivocas. Piénsalo al revés. Las mujeres tienen la mitad de las virtudes que en Acacia. Créeme… —El príncipe tocó el dorso de la mano de Corinn—. Princesa, el día que tengas la bondad de ponerlos pies en Aushenia serás recibida como la mujer más bella del país, y yo seré el primero de tus admiradores.
El príncipe no hubiera podido hacer una afirmación más eficaz para ganarse el aprecio de Corinn. Con esta sencilla frase la halagó, aludió a su perdurable fidelidad y le prometió la admiración universal. Ella permaneció en silencio unos momentos tamborileando con los dedos mientras se imaginaba la posibilidad de pasar la vida como un cisne rodeado de patos. Contestó tímidamente al príncipe y siguió adelante con el recorrido, pero decidió averiguar todo lo que pudiera acerca de Aushenia. A lo mejor, acababa de encontrar a su futuro esposo. Todo el mundo sabía que Acacia y Aushenia ansiaban aliarse. Su boda podía ser un golpe político. Ella podría ser princesa de una nación y reina de otra. Eso era algo digno de esperar.