7

Rialus Neptos creía haber encontrado un método con el que seguir la pista de cualquiera que entrara o saliera de la fortaleza norteña de Cathgergen. Sabía que semejante vigilancia era esencial para un gobernador, especialmente uno con tanto afán de poder como él. Había ordenado que se arrojara una sola hoja de cristal a los hornos que había en la base de la fortaleza. Extrajo una parte de la pared de granito en su despacho y colocó la hoja para que formara una enorme ventana. El cristal era más alto que un hombre y era tan ancho como para que él pudiera extender sus delgados brazos a ambos lados. La obra era imperfecta. Su grosor era irregular, lechosa en algunos lugares y toda ella salpicada de burbujas de aire. Pero había algunas zonas de verdadera claridad; Rialus había localizado cada una de ellas por medio de largas horas de inspección.

Solo en sus aposentos, apoyaba la frente contra la plancha de cristal. Y más a menudo que no, el roce le provocaba un estremecimiento de frío y le estimulaba la tos, un tormento que agobiaba su frágil pecho de pájaro de toda la vida. Durante algún tiempo hasta adquirió la costumbre de tumbarse en el suelo. Una cinta de cristal a lo largo del borde inferior de la plancha deformaba el mundo de tal manera que él podía estudiar tranquilamente la entrada de los cuarteles generales del ejército y controlar quién entraba y salía en el mundo de Leeka Alain. La mejor ventaja la obtenía cuando permanecía de pie en un taburete y echaba un vistazo con un solo ojo que le permitía alcanzar la muralla occidental y la puerta que había en el centro. Desde aquel lugar había observado a las tropas del general Alain marchar en contra de sus órdenes directas. Desde el mismo lugar había presenciado la llegada del segundo de los hermanos Mein, Maeander, algunas semanas más tarde.

Rialus se apartó del cristal. Volvía a tener frío. La fortaleza se calentaba por medio de unos humeantes charcos de agua caliente que subían burbujeando desde la tierra. Una complicada cadena de tuberías y conductos de aire canalizaban el calor a través de una estructura laberíntica. Los ingenieros de Cathgergen afirmaban que era una maravilla de complicada técnica, pero lo cierto era que el lugar raras veces se calentaba lo suficiente. A veces sospechaba que a sus aposentos se les negaba deliberadamente una buena cantidad de calor, pero no tenía manera de demostrarlo.

Rodeó su escritorio una vez y cuarto, después se acercó a la pared cubierta de estanterías de libros y recorrió con un dedo los lomos de los volúmenes que allí había, unos polvorientos tomos llenos de archivos, documentos de contabilidad y diarios gubernamentales que se llevaban desde la primera implantación de la hegemonía acacia en la satrapía. Su padre había tratado aquellos archivos con sobria reverencia. Él había intentado infructuosamente transmitírsela a su único hijo. Rialus era sólo la segunda generación de su familia en supervisar el Mein… lo cual no era un largo ejercicio del cargo según las normas acacias. Al cesar en el cargo la anterior familia gobernante, su padre había sido enviado al Norte en castigo por algún desaguisado del cual Rialus ni siquiera se podía acordar. Con el paso de los años los demás gobernadores acabaron por dar por descontada a la familia Neptos. Los Akaran simplemente los ignoraron a todos. Le atacaba los nervios que se esperara de él que pagara por un crimen que nadie podía mencionar tan siquiera. Le atormentaba que el mundo exterior no comprendiera su mente tan afilada como una navaja, en cierto modo cautiva en el interior de su achaparrada figura, traicionada en todas las ocasiones por la tendencia de su mandíbula a paralizarse justo en los momentos equivocados. Si otros pudieran ver más allá de estos defectos externos, comprenderían que él estaba desaprovechado en aquella plaza.

A Rialus le encantaba decir que la Donante recompensa a sus ilustres, pero él aún tenía que ver alguna evidencia de que las fuerzas divinas del mundo hubieran reparado siquiera en su existencia. Tras haberse pasado diez años bajo vigilancia, Rialus se había convertido en campo abonado para la intriga. El mayor de los hermanos Mein se había apurado a aprovecharlo. Hanish era un orador elocuente, un hombre apuesto que hablaba con tal compostura detrás de sus ojos grises que uno no podía por menos que confiar en él. Procedente de su boca, el extraño sistema de creencias del Mein no parecía una fantasía en absoluto. El mundo de los vivos era transitorio, había explicado Hanish, pero la fuerza de los tunishnevre era constante. Los tunishnevre estaban integrados por todos los hombres dignos de su raza que habían vivido y respirado en otros tiempos, pero ya no lo hacían. Su fuerza vital perduraba fuera de sus vasijas mortales. La energía palpable de su cólera demostraba que los muertos eran más importantes que los vivos. La vida era la maldición que caía sobre un alma antes de elevarse a un plano superior. Como el cuerpo que está separado del espíritu que lleva dentro y, sin embargo, causa al espíritu toda suerte de dolores, así el destino de los vivos causaba al núcleo ancestral unos sufrimientos incesantes. Los vivos mantenían a los muertos encadenados a ellos y el hecho de no saberlo hacía que la vida del más allá fuera una carga cuando ésta hubiera tenido que ser el dulce cumplimiento del viaje de la vida. Los antepasados, había asegurado Hanish, le imploraban que aliviara su tortura. Cuando el gobernador le había preguntado qué era lo que querían los tunishnevre y cómo iban a ser liberados exactamente de este sufrimiento, Hanish le había apretado el hombro como si ambos fueran íntimos amigos. Tenía la habilidad de pasar de un tono más serio a otro desenfadado en un momento.

—Yo sé que hay que hacer cambios para ordenar el mundo de los vivos. Ésta es la tarea para la que he nacido. Y tú, Rialus Neptos, eres un agente de mi enemigo.

Eso también se había dicho con ligereza, pero la lista de los crímenes perpetuados por la hegemonía de Acacia parecía larga y repugnante cuando Hanish la detalló. ¿Qué nación no sufría bajo su gobierno? Desde los pálidos hombres del Norte hasta los negros del Sur, de Este a Oeste, muchos pueblos distintos, centenares de razas de hombres habían sufrido graves injusticias. Varias generaciones habían vivido y muerto bajo el yugo de la «paz» de Acacia, pero los Mein jamás habían olvidado quién era su enemigo. Ahora, finalmente, Acacia tenía un rey que se había vuelto lo suficientemente débil como para que ellos lo pudieran derribar. Hanish creía que Leodan era el heredero más débil de la larga cadena de la historia de su familia. Una nueva era podía empezar, con un nuevo calendario que marcara los días, con nuevos conceptos de justicia, con una redistribución de la riqueza, con los privilegios finalmente en las manos de aquellos que durante tanto habían trabajado por el bien de otros hombres. Poco podía rebatir Rialus. Ocupaba a fin de cuentas un lugar privilegiado para saber cuántas cargas imponía Acacia a sus aliados.

Rialus ni siquiera podía recordar cuando los hermanos Mein se habían ganado su confianza, pero sí recordaba su incredulidad ante las afirmaciones de Hanish. Éste había dicho que sus aliados de la Liga eran más poderosos que los Akaran. Estaban decepcionados con los Akaran y furiosos con Leodan. Creían que el rey quería romper la Cuota y anular el comercio del vapor. Por este motivo habían decidido su destino. Sería apartado y sustituido por otro dispuesto a satisfacer más fielmente sus necesidades. Hanish decía que eso había ocurrido dos veces en las veintidós generaciones transcurridas desde Tinhadin, pero lo de ahora era distinto. Al rey no se le apartaría para que su hijo —más joven, más fácil de moldear y controlar— pudiera ocupar su lugar. Esta vez los lothan aklun querían que todo el linaje se extinguiera y que se estableciera una nueva dinastía, con los Mein en el trono.

Por eso Hanish tenía a su disposición una extraña raza de personas dispuestas a marchar por los Campos Helados y declarar la guerra en nombre de los Mein. Por eso contaba con unas nuevas armas que arrojaban unas balas de pez tan ardientes como el sol o bien que lanzaban piedras de gran tamaño. A ello cabía añadir un oculto ejército mein que se había estado adiestrando en las montañas al norte de Tahalian sin que el mundo exterior lo supiera. Con estas herramientas y varias otras sorpresas, Hanish prometía abatirse sobre un mundo desprevenido y destruirlo pieza a pieza.

Los hermanos habían aludido a distintos cargos de importancia que Rialus podría ocupar en el mundo reestructurado que ellos imaginaban, pero hasta ahora éste no había visto ninguna recompensa. Había esperado haber demostrado su utilidad. Por desgracia, los tratos con Leeka no estaban yendo como él quería. Sabía que el ejército del general había sido misteriosamente masacrado, pero no estaba en modo alguno seguro de que ello le causara a Maeander el placer que hubiera tenido que causarle. A fin de cuentas, la misión de Rialus había sido la de mantener al general enjaulado y hacer lo que pudiera para ocultar la llegada del forastero. Había fracasado en ambos propósitos.

Maeander entró en los aposentos del gobernador con visible desprecio de las formalidades debidas a un funcionario acacio. Pasó por delante del secretario que se estaba preparando para anunciarle y entró en la estancia con pasos rápidos que parecían lo bastante indiferentes y enérgicos como para partir las piedras bajo sus botas. Maeander era varios centímetros más alto que su huésped. Era ancho de espaldas y con una fuerza que se revelaba en los movimientos de sus musculosos muslos, en los vigorosos abultamientos de sus antebrazos y en los perfiles de su cuello. Llevaba el cabello largo por debajo de los hombros, con los mechones de color oro pajizo lavados diariamente con agua helada y alisados, algo insólito, pues casi todos los varones del Mein dejaban que el cabello se les enredara y andaban por ahí con un nido de serpientes derramándose en cascada sobre los hombros. Era por sus formas exteriores un modelo de los viriles y ásperos hombres de su raza, vestidos con prendas de cuero curtido, con las piernas envueltas en ajustados calzones.

Maeander se quitó los guantes forrados de piel y los arrojó a una mesa donde emitieron un seco y sonoro ruido. Hizo una rápida supervisión dela estancia y se detuvo junto a la ventana.

—O sea que ésta es tu ventana —dijo inspeccionando la plancha de cristal. Hablaba acacio con los tonos guturales de su lengua natal, unos sonidos que siempre molestaban a las orejas de Rialus—. Los guardias me gastaron bromas al entrar. Cuando les dije que te anunciaran mi llegada, uno de ellos dijo que tú ya lo sabías porque siempre tenías un ojo pegado al cristal. Otro dijo que parecías no darte cuenta de que se puede ver tanto desde dentro como desde fuera del cristal. Semejante impertinencia, gobernador, no se debe permitir.

Rialus se ruborizó. Jamás se le había ocurrido pensar que sería visible a la gente de fuera. Imaginó lo absurdo de que su imagen se viera desde el exterior, se torció en distintas contracciones mientras los de abajo lo miraban con el rabillo de los ojos, disimulando sonrisitas, riéndose de él… Y, de esta manera, con unas cuantas palabras improvisadas, acabó pareciendo un imbécil total. Recordó la vez en que los hermanos Mein le hablaron tal como correspondía a su cargo, pero todo eso ya había cambiado. No tenía ni idea de cómo recuperar su antigua posición. De hecho, sospechaba con creciente intensidad que jamás había tenido ninguna.

Maeander se apartó de la ventana. Sus ojos eran sorprendentemente grises. No tanto miraba a la gente cuanto que la apuntaba con ellos. Jamás, pensó el gobernador, había conocido a una persona que clavara tanto los ojos y con tan indisimulada voluntad. Su mirada era la de un niño sobre un escarabajo que estuviera a punto de aplastar bajo su talón.

—¿Sabes qué le ocurrió al ejército de Alain?

Por regla general, Rialus no hablaba con fluidez. En presencia de Maeander, se convenía en un desastre tartamudo, cosa que él estaba seguro de que daba una impresión equivocada. Por suerte, Maeander tenía más interés en hablar él mismo que en hacer un verdadero interrogatorio. Tal como él contaba, unos exploradores de Numrek fueron enviados para despejar el camino antes de que el grueso de su nación hubiera visto la columna del general. Sin que los vieran, los espiaron en secreto varios días hasta situarse en posición de emboscada. Se abatieron sobre ellos siguiendo el viento de cola de una tormenta de limpieza y masacraron hasta el último hombre y la última mujer.

—Te alegrará saber que los numreks son tan hábiles en matar como dicen —dijo Maeander—. Recibieron con agrado la prueba que les dio el ejército de Alain. Los reconfortó, dijeron ellos. —Se volvió y se puso a pasear por la estancia sin propósito definido. Tenía tres finas trenzas de cabello que bajaban desde la coronilla de la cabeza por el lado izquierdo. En dos de ellas se habían entretejido dos cintas de color azul y en la tercera se había trenzado una tira de cuero tachonada de cuentas de plata. Rialus sabía que eran una especie de primitivo sistema de contabilidad: la cinta azul equivalía a diez hombres muertos, la de cuero, a veinte. ¿O acaso era al revés? El gobernador no se acordaba—. Jamás en mi vida he visto cosa igual en este ejército de Numrek. Absorben y escupen todo lo que encuentran. Sus mujeres y sus niños disfrutan tanto con las matanzas como los hombres. Dudo mucho que todas las fuerzas combinadas de Acacia se les pudieran comparar en el campo de batalla.

—Entonces todo ha sido para bien —dijo Rialus—. La Donante cuida de los notables. ¡Un gran éxito!

A Maeander no le gustaba que lo manejaran.

—No te pases. No conseguiste aherrojar a tu general. Te quedaste aquí junto a tu ventana mientras él salía para amenazar todo aquello que mi hermano lleva años planeando. ¿Y es cierto que tu general envió mensajeros… varios en total?

—Es cierto, pero no te preocupes. Los mandé perseguir a todos y matar.

—No es verdad. Uno de ellos pasó. Uno de ellos se reunió con el canciller del rey. Thaddeus Clegg.

—Ah —dijo Rialus.

—Pues sí. Oh. Pero, una vez más, te ha salvado la suerte. —Hizo una pausa para permitir que Rialus se retorciera un momento para salir del apuro y añadió—: Thaddeus es… tan inepto como para que no vea que sus intereses pueden alinearse con los de Leodan.

La boca de Rialus formó una «O».

—¿Inepto?

—Ni más ni menos —dijo Maeander. Se inclinó hacia delante e introdujo las yemas de los dedos entre las aceitunas de un cuenco que descansaba sobre el escritorio de Rialus, unas exquisiteces importadas muy difíciles de encontrar en el Mein. Se introdujo unas cuantas en la boca y miró al gobernador—. De hecho, Rialus, las razones de este inepto estado de ánimo se cruzan con tu propia situación. ¿Serías tan amable de explicármelo?

Rialus asintió con la cabeza, vacilando, pero demasiado curioso como para negarse. Maeander habló sin dejar de masticar. Le pidió a Rialus que retrocediera con él en el tiempo e imaginara a Leodan y a Thaddeus tal como eran en su juventud. Que imaginara al joven príncipe: soñador, idealista, indeciso en su aceptación del poder que estaba siendo adiestrado para ostentar, prendado de una joven belleza —Aleera— que parecía importarle más que su trono. A su lado, su canciller: decidido, confiado, disciplinado, un experto espadachín, ambicioso como Leodan no lo era.

—Leodan nunca fue exactamente una joya a los ojos de su padre —dijo Maeander sonriendo.

Gridulan, señaló, creía débil a su hijo. Pero un hijo es un hijo; Gridulan no tenía otro. No se podía negar. Por eso Gridulan hizo todo lo que pudo para fortalecer a Leodan mientras miraba con el rabillo del ojo a Thaddeus. Quería que su hijo tuviera un canciller fuerte, pero tenía motivos para temer las dotes de Thaddeus. Thaddeus era un agnate a fin de cuentas. Podía seguir su linaje hasta Edifus. En determinadas circunstancias podía hacer valer una reclamación legítima al trono. Lo cual se convirtió en una gran amenaza desde el punto de vista del anciano rey cuando Thaddeus contrajo matrimonio con una joven, Dorling, perteneciente también a una familia agnate. En su primer año de vida en común tuvieron un hijo, nada menos que dos años antes de que Aleera diera a luz a Aliver. O sea que allí estaba el fuerte Thaddeus, un oficial del marah, con una joven esposa y un hijo, con un excelente linaje, la adoración del pueblo y el respaldo de los gobernadores, que veían en el canciller un astuto defensor de sus causas. En resumen, Thaddeus se había convertido en una amenaza que Gridulan no podía ignorar, aunque Leodan pareciera menospreciarla.

—Imagina lo que hizo al respecto —dijo Maeander—. ¿Tienes alguna idea?

Rialus no la tenía, aunque tardó unos momentos en convencer de ello a Maeander.

—Pues te lo tendré que decir yo —añadió el mein—. Gridulan conspiró con uno de sus compañeros. A instancias del rey, este compañero se hizo con un raro veneno, de la clase que utilizaban los hombres de la Liga. Una sustancia letal. Se encargó personalmente de que Dorling consumiera una dosis de ella en su té. Su hijo, al que todavía amamantaba, se envenenó a través de la leche de la madre. Ambos murieron.

—¿Los mataron por orden del rey? —preguntó Rialus.

—Exactamente.

Por aquel entonces nadie supo comprender aquellas muertes. Algunos sospecharon un asesinato, pero no hubo dedos que señalaran… por lo menos no en la dirección adecuada. Gridulan fue el primero en hacerle las condolencias a Thaddeus. Leodan no cabía en sí de dolor. El propio Thaddeus soportó de manera admirable su sufrimiento, pero ya nunca volvió a ser el mismo. Gridulan había elegido bien. Consiguió apagar la ambición de Thaddeus, dejándolo vivo para que ayudara a su hijo. Leodan no se enteró de los asesinatos hasta unos cuantos años más tarde, cuando murió su padre y él leyó sus diarios. ¿Pero qué iba a hacer con el conocimiento de que su propio padre había matado a la mujer y al hijo de su mejor amigo para protegerlo a él?

—Puede que un hombre fuerte lo hubiera confesado todo a su amigo —dijo Maeander, encogiéndose de hombros, pues no parecía muy seguro—. Quizá. En cualquier caso, Leodan mantuvo la boca cerrada. No dijo nada a nadie, sólo castigó al compañero de su padre, al que había administrado el veneno. ¿Tienes idea de quién fue esta persona?

Maeander no esperó esta vez a que Rialus contestara.

—Pues sí —dijo—. ¡Tu querido padre Rethus hizo que entrara en juego el veneno! Por eso estás tú aquí ahora delante de mí, un miserable gobernador de una miserable provincia. Estás siendo castigado —tal como antes lo fue tu padre— por lealtad a Gridulan. Los secretos familiares llegan muy hondo, Rialus. Veo por la perplejidad de tu rostro que te he dado una sorpresa y he respondido al mismo tiempo a viejas preguntas.

Rialus tardó un momento en hacer suficiente acopio de su ingenio como para preguntar:

—¿Cómo sabes todo esto?

Maeander miró de soslayo y escupió un hueso de aceituna.

—Mi hermano tiene muchos amigos en situación de saber estas cosas. La Liga, por ejemplo, lo observa todo con interés y se complace en facilitar información para ayudarnos a remover la olla. Puedes creerme, Rialus, lo que te acabo de decir es verdad. Hace unos meses mi hermano compartió esta información con el propio Thaddeus Clegg. La noticia le causó una honda impresión. Debido a ello considero justo decir que ya no está del todo del lado de Leodan. Piensa en la vida que ha llevado Thaddeus desde la muerte de Dorling y su hijo. Piensa en el amor que ha prodigado en los hijos de Leodan. Piensa en cómo apoyó al rey cuando éste se enfrentó con la muerte —por causas naturales, por supuesto— de su propia esposa. Piensa en lo que fue descubrir que todo se basó en una mentira, en el asesinato y en la traición. En su lugar, ¿tú no quisieras ver castigados a los Akaran? La venganza es la emoción más fácil de comprender y manipular. ¿No estás de acuerdo?

Rialus lo estaba, pero necesitaba desesperadamente tiempo y soledad para digerir todo lo que Maeander le acababa de revelar.

—En cualquier caso —dijo Maeander, volviendo al tema que había dado lugar a la digresión—, yo no te mataré por tus errores, pero me temo que tendrás que pagar por ellos. Les he prometido Cathgergen a los numreks. Cuando lleguen, les entregarás la fortaleza. Confío en que no provoques el enojo de su capitán Calrach; por lo que he visto de él, no es de naturaleza clemente.

—¿No estarás diciendo…?

Maeander pareció ofenderse.

—¿Estás protestando? No querrías que les hubiera dado Tahalian, ¿verdad? No hay otro camino. La fortaleza es suya para que descansen y se reagrupen. Si quieres, puedes dejar que el ejército organice una defensa y después puedes escapar al destino que te espere. No me mires así. Neptos, jamás he conocido a un hombre que se parezca tanto a una rata como tú y de tan distintas maneras. —Por un instante, la cólera se encendió en la voz de Maeander, pero éste la dominó y consiguió hablar fríamente—. Puedes seguir respirando, pero la verdadera recompensa es para aquellos que nos sirven con más eficacia.

—Me has condenado —dijo Rialus.

—No te he condenado. Si estás condenado, las semillas se sembraron antes de que yo te conociera. Es lo que nos ocurre a todos. Eso es todo lo que tengo para ti.

Rialus sólo consiguió hablar después de que Maeander se diera la vuelta para retirarse.

—Olvidas que yo… yo soy el gobernador de esta fortaleza. —Maeander clavó en él una mirada estupefacta. Rialus cambió de táctica, apartándose de la amenaza inherente en su declaración—. Quizá todavía me puedo poner a prueba.

—Ah, ¿pero es que eres tan traidor como tu padre? ¿Cómo te podrías poner a prueba?

—Si lo que yo te ofrezco te complace, tengo que contar con tu garantía de que seré recompensado. Te ofrezco la familia real… sus cabezas, quiero decir.

—Ya tengo agentes preparados para abalanzarse sobre el rey. La noticia puede que ya esté a punto de llegar a Hanish.

—No, no… eso ya lo sé —dijo Rialus. Casi experimentó el impulso de sonreír, sabiendo que con toda probabilidad acababa de lanzar el salvavidas que necesitaba—. No me refiero al rey. El linaje de Akaran no empieza ni termina con Leodan.