A última hora de la tarde Leodan Akaran oyó entrar a alguien en su aposento privado. No levantó la vista, pero supo quién era. Las breves pisadas del canciller tenían un ritmo singular, algo que una vez el rey había señalado como una rigidez en la pierna derecha. Un criado acababa de encender su pipa de vapor y se había retirado. El acre aroma del narcótico era en aquel momento lo único que importaba. Un fantasma se había pasado todo el día pegado a la parte posterior de su cabeza, un deseo que él imaginaba como una criatura tipo murciélago que se acurrucaba alrededor de los perfiles de su cráneo, con unas garras tan finas y afiladas como agujas y que le traspasaban la carne y encontraban apoyo agarrándose al hueso. Se había aferrado a él durante sus reuniones matinales, le había dejado tranquilo durante la hora que había pasado con Corinn, pero había regresado con unas afiladas y perversas garras a lo largo de todo el atardecer. Lo había aguijoneado mientras cenaba y lo había torturado mientras acompañaba a Dariel a dormir.
Cuando Dariel le había pedido un cuento, Leodan había hecho una mueca. Fue sólo un momento, un segundo de resquebrajada expresión física que él lamentó instantáneamente. El niño ni siquiera la vio, pero a él le quedó la inquietante vergüenza que le produjo el hecho de poder anhelar sus propios vicios estando todavía en compañía de sus hijos. ¿Dónde estaría sin sus hijos? ¿Sin Mena que todavía —durante varios valiosos meses más quizá— quería que le contara cuentos? ¿Y sin Dariel que se aferraba a sus palabras con una confiada certeza que su padre sabía que el tiempo destrozaría? Sería un cascarón vacío sin ellos. Se avergonzaba de haber dejado pasar un momento de distracción estando en su compañía. Le contó a Dariel el cuento que le había pedido y después permaneció de pie unos cuantos momentos más al lado de la puerta del chico, escuchando su amodorrada respiración y lamentando sus propias debilidades.
Todo eso había sido antes; su débil penitencia había terminado. Ahora la pipa descansaba sobre la mesita que tenía delante. Era una complicada confusión de tubos de cristal y cámaras llenas de agua y mangas de cuero, una de las cuales el rey sujetó entre las yemas de los dedos de ambas manos. Se colocó el extremo más estrecho entre los dientes, en contacto con su lengua. Al principio inhaló muy suavemente. Después —mientras saboreaba la amarga y putrefacta dulzura del vapor— sus mejillas se hundieron contra las mandíbulas. La pipa burbujeó y chisporroteó. Permaneció inclinado hacia delante con los ojos cerrados, consciente de que su canciller se encontraba de pie cerca de él, pero sin que le importara. Eso no era nada que Thaddeus no hubiera visto antes.
Cuando volvió a recostarse contra los almohadones de su lecho, exhaló un penacho de verde vapor. La criatura de su cabeza sacó los talones uno a uno. Se desvaneció en la nada, llevándose consigo el peso gris que había soportado como una capa de granito a lo largo de todo el día. El narcótico le entumeció los bordes de su mundo. No notó ninguna púa. En su lugar, se llenó de una borrosa tranquilidad, de una cálida sensación de conexión con los millones de personas de su imperio enganchadas a la misma droga. Campesinos y herreros, guardias municipales y basureros, mineros, esclavistas: en eso en concreto, era igual que todos ellos. Era —según las reflexiones de su enmudecida mente— una ofrenda secreta realizada a cambio de su perdón.
Abrió los ojos, ahora empañados y surcados de venas castaño-rojizas.
—¿Qué noticias nos tiene que comunicar el canciller?
Thaddeus se había sentado en un cercano diván. Mantenía las piernas cruzadas a la altura de la rodilla y sostenía una copa de oporto entre el pulgar y el índice de la mano derecha. El rey contempló el pequeño recipiente, absorto en algún detalle del movimiento del líquido contra el cristal, la mancha que había dejado mientras Thaddeus lo hacía girar. Escuchó mientras el canciller le informaba de los preparativos para la llegada de la delegación aushenia. Estaban preparados, dijo, para mostrar a los forasteros tanto su fuerza como su riqueza y para tenderles una cautelosa mano de bienvenida. Si los aushenios confirmaban que reconocían la hegemonía acacia, todo estaría dispuesto para responder positivamente a ellos, si tal fuera el deseo del rey.
Leodan asintió con la cabeza. Era su deseo, pero sabía que en varias ocasiones anteriores Aushenia había estado a punto de formar una alianza con Acacia, sólo para que una mínima disputa acabara con ella. Todo lo que había oído decir hasta entonces del príncipe Igguldan era prometedor, pero seguía habiendo aspectos de semejante alianza en los que no quería pensar. Cambió de tema aunque sus pensamientos no se apartaron de las cosas que lo preocupaban.
—El otro día Mena me preguntó acerca del Justo Castigo.
—¿Qué le dijisteis?
—Nada. ¿Por qué tiene que saber que corre por sus venas la sangre de los asesinos en masa? Fue hace mucho tiempo y ya no somos así.
—Tienes razón en que hace mucho tiempo —dijo Thaddeus—. Veintidós generaciones… ¿Qué hijo puede comprenderlo?
El rey recordó que cuando Mena le hizo la pregunta, él vislumbró algo menos que la fe en los ojos de su hija, menos que una completa aceptación de sus exigencias. ¿Y eso no había sido una muestra de astucia por su parte? A fin de cuentas, él había soltado otra de sus descaradas mentiras. ¿El Justo Castigo no tiene ninguna influencia en nuestras vidas? Una evidente mentira pronunciada con lengua de plata. ¿Cuánto tiempo podría seguir adelante con semejantes cosas? No era sólo Mena, claro, la que había empezado a hacer preguntas. Aliver había llevado durante algún tiempo una incertidumbre y desconfianza detrás de los ojos que siempre parecía a punto de estallar.
El canciller dijo:
—Debería señalar que el poder judicial ha decretado que los gobernadores intercedan en la denuncia que los mineros de Prios han presentado contra los…
—¿Tengo que encargarme de eso? Aborrezco cualquier cosa que tenga que ver con las minas.
—Muy bien. Podemos dejar que se encarguen los gobernadores. Pero hay algo que ellos no pueden manejar. —Thaddeus frunció los labios y esperó a que la mirada del rey se cruzara con la suya—. Los representantes de la Liga quieren comprobar que vos vais verdaderamente a rechazar la petición de los lothan aklun en el sentido de que se aumente la Cuota.
La afirmación era casi suficiente para despejar la cabeza del rey de los efectos entontecedores de la droga. Los lothan aklun… el acuerdo conocido como la Cuota… Aquellas dos cosas eran el gran pecado disfrazado del Imperio Akaran. Leodan dio una calada a su pipa. Experimentó el momentáneo deseo de que los gobernadores se encargaran de aquel asunto. En realidad, aquellos representantes de las provincias, radicados en la populosa ciudad de Alecia, se encargaban de buena parte de los asuntos prácticos del imperio. Pero Tinhadin, el primitivo rey que era en muchas cuestiones el principal arquitecto del Imperio Akaran, había escrito las directrices de la Cuota con explícita simplicidad. Control, autoridad, responsabilidad… todo descansaba sobre los hombros del monarca, un secreto conocido por muchos, pero del que sólo él era propietario. Por esta razón, la gestión de todo se manejaba desde el palacio. Se costeaba mediante un presupuesto separado y desligado de cualquier otra rama del gobierno. No se hablaba de ello más que en círculos cerrados y las verdaderas intrigas de lo que ocurría lejos no eran vistas por el rey aunque éste las imaginaba a menudo. Por mucho que estudiara los antiguos textos, los detalles exactos de la forma en que se había llegado al acuerdo parecían muy complicados para Leodan. Sin embargo, la esencia se podía comprender.
Tinhadin, tras haber heredado el trono recién adquirido por su padre y haber sobrevivido a sus hermanos, estaba librando batallas en varios frentes. Las Guerras de Distribución, tal como las llamaban, marcaron un tenso y tumultuoso período. Su antiguo aliado, Hauchmeinish del Mein, era ahora un enemigo. Ya no confiaba en sus fieles brujos, los santoth. Las rebeliones provinciales estallaban como incendios en las colinas acacias durante el verano. Su propia comprensión del mundo era sesgada y horrible y él luchaba en la creencia de que cualquier palabra surgida de su boca podría cambiar el tejido de su existencia. Era también un santoth, el más grande de ellos, pero el control del peso de la magia sobre su lengua se había convertido en una tortura.
A ello se añadía otra amenaza más grande que la suya propia desde el otro lado de las Laderas Grises. Eran los lothan aklun. Pertenecían a las Otras Tierras, fuera del Mundo Conocido, separados de ellos por un gran océano. Eran un gran misterio para el primitivo rey. Su poder no era nada en realidad más que una exigencia, pero Tinhadin no quería otro enemigo en aquellos momentos. Les hizo ofrecimientos de paz, sugiriéndoles el comercio y las ganancias mutuas en lugar de un conflicto. Los lothan aklun no sólo brincaron de alegría ante aquel ofrecimiento sino que propusieron cuestiones específicas que Tinhadin no hubiera podido imaginar por su cuenta.
El acuerdo debió de parecer una ganga en aquel momento. Los lothan aklun prometieron no atacar la tierra asolada por la guerra y limitarse simplemente a comerciar con los Akaran. Lo único que tenían que asegurarse con aquel acuerdo era un envío anual de niños esclavos sin hacer preguntas y sin ninguna posibilidad de que los niños volvieran a ver Acacia alguna vez. A cambio, ellos ofrecían a Tinhadin el vapor, una herramienta que le sería muy útil para calmar a sus sectores rebeldes. Más tarde lo redondearían todo, pero sobre la base de aquellos términos se cerró el trato. Desde entonces, miles y miles de niños del Mundo Conocido habían sido enviados en cautiverio y millones de personas bajo el gobierno Akaran habían entregado sus vidas, esfuerzos y sueños a las fugaces visiones creadas por el vapor. Leodan Akaran inhalaba por la noche aquella misma droga. Tal era la verdad de Acacia.
—¿Exigencia? —preguntó finalmente Leodan—. ¿A eso lo llamas exigencia?
—En el tono sí, mi señor, suena a certeza beligerante.
—La beligerancia lothan no es ninguna novedad —dijo Leodan—. No es ninguna novedad… Ya tienen las almas de mi pueblo. ¿Qué más quieren? Los lothan aklun no son mejores que la gentuza que nos rodea: los mineros, los mercaderes, los propios miembros de la Liga. Ninguno de ellos está contento de un momento para otro. Aunque jamás haya puesto los ojos en un lothan, los conozco muy bien. Dile a la Liga que les transmitan este mensaje: la Cuota seguirá como siempre ha sido. El acuerdo es vinculante a perpetuidad, cerrado para que perdure más allá de mi existencia. No acepto ningún cambio ni ahora ni nunca.
Lo dijo con un tono definitivo, pero no pareció gustarle el silencio con el cual Thaddeus contestó.
—Hay algo más de lo que deberíamos hablar —dijo Leodan—. Esta mañana he recibido una carta de Leeka Alain de la Guardia Norteña. Se la había enviado a un mercader de la ciudad inferior, el cual me la hizo llegar a través de los criados de la casa. Todo muy insólito.
—Sí, muy raro. —Thaddeus carraspeó, primero muy suavemente y después con varios accesos más altos de tos—. ¿Qué tiene el soldado que decir?
—Era una carta extraña, llena de trascendencia, pero vaga en los detalles. Deseaba saber si yo había recibido a un mensajero que él me había enviado antes. Un tal teniente Szara. Por el tono, este mensajero había sido enviado con un mensaje más bien grave.
Thaddeus estudió al rey.
—¿Habéis recibido semejante mensaje?
—Tú conoces la respuesta. Yo lo hubiera recibido a través tuyo.
—Por supuesto, pero yo no he oído decir nada de eso. ¿Revelaba Leeka los detalles del mensaje en la carta?
—No. No se fía de la palabra escrita.
—No debería hacerlo. Una vez escrita, cualquiera la puede leer.
Los ojos del rey se movieron lenta y pesadamente. Se volvieron hacia el canciller y lo estudiaron, empañados por la droga, pero todavía capaces de enfocar. El rostro del hombre estaba sereno, aunque con cierta tensión en la frente.
—Sí, quizá… Me pregunto por qué optó por relacionarse conmigo en lugar de hacerlo con el gobernador. Sé que no aprecia a Rialus Neptos; ni yo tampoco, en realidad. ¿Sabes que Rialus me solía escribir por lo menos dos veces al año, ensalzando sus virtudes e insinuando que se le debería llamar desde el Mein y darle algún cargo más alto aquí en Acacia? Como si yo lo quisiera ver paseando enfurruñado por el palacio. Señala que es de pura ascendencia acacia, dice que el clima del Mein le perjudica la salud. La verdad es que no se lo puedo discutir; es un lugar miserable… Sea como fuere, Leeka quería tratar directamente conmigo y eso despierta mi curiosidad. ¿Dónde está este Szara?
Thaddeus encogió los hombros hasta las orejas y después los volvió a bajar.
—No sé nada pero hasta en estos tiempos pacíficos ocurren cosas malas. Son los muertos del invierno. Eso aquí significa muy poco, pero en las tierras altas del Mein el tiempo debía de ser muy malo. ¿Cómo pensaba ella viajar? ¿A caballo o navegando por el río Ask?
—No lo sé —contestó él.
—Dejadme que yo me encargue de eso —dijo Thaddeus—. Quitáoslo de la cabeza hasta que yo lo haya examinado. Mandaré a un enviado armado al Norte para que se reúna con Leeka. Con vuestro permiso, les otorgaré derechos reales para que puedan viajar rápidamente y dispongan siempre de nuevas cabalgaduras. Recibiremos noticias suyas dentro de un mes y puede que menos si zarpan rumbo a Aushenia y siguen el corto camino de tierra. Veinticinco días como mucho. Y después vos lo sabréis todo. —Thaddeus hizo una pausa y esperó la respuesta del rey. Fue poco más que un gruñido de afirmación, pero pareció satisfacer al canciller. Éste tomó un sorbo de su copa—. Y entonces sabréis que no era nada serio en absoluto. Leeka siempre ha sospechado del Mein, pero ¿cuándo ha ocurrido algo?
—Ahora las cosas son distintas —dijo el rey—. Heberen Mein era un hombre razonable, pero ha muerto. Sus tres hijos ya no son lo mismo. Hanish es ambicioso; lo vi en sus ojos incluso cuando era un niño, cuando visitaba la ciudad. Maeander es puro desprecio y Thasren es un misterio. Mi padre estaba seguro de que jamás podríamos confiar en ellos. Me hizo jurar que no caería en esta debilidad… la confianza. Tú también solías decirme que no me preocupaba lo suficiente. Juntos elaboramos unos planes para toda suerte de trágicos acontecimientos, ¿recuerdas?
Thaddeus sonrió.
—Por supuesto que sí. Es mi trabajo. En vos yo veía el peligro por todas partes. Pero Acacia nunca ha sido más fuerte. Lo digo en serio, amigo mío.
—Lo sé, Thaddeus. —El rey levantó la vista al techo—. Muy pronto reuniré a todos los hijos y me los llevaré a un viaje. Visitaremos todas las provincias del imperio. Trataré de convencerlos de que yo soy su benévolo rey; y ellos tratarán de convencerme de que son mis leales súbditos. Y puede que la ilusión perdure durante algún tiempo. ¿Tú qué dices a eso?
—Me suena estupendo —dijo Thaddeus—. Haría muy felices a vuestros hijos.
—Por supuesto que su «tío» también nos acompañaría. Te quieren tanto como a mí, Thaddeus.
El otro hombre tardó un momento en responder.
—Me honráis excesivamente.
El rey se pasó un buen rato repitiendo mentalmente dicha afirmación y encontrando consuelo en ella mientras se apartaba de su contexto original. Una vez le había dicho algo similar a Aleera. ¿Qué había sido? «Tú… me amas excesivamente». Eso era lo que había dicho. ¿Por qué lo había dicho? Porque era verdad, claro. Se lo había explicado una noche pocos días antes de su boda. Había bebido demasiado vino y había escuchado demasiados discursos de alabanza. Ya no podía recibir más, por eso se apartó con su futura esposa y le dijo que tenía que saberlo todo acerca de él antes de que se casaran. Le confesó todo lo que sabía acerca de los crímenes del imperio, los viejos y los que todavía se estaban cometiendo en nombre de su propio padre y los que probablemente se seguirían cometiendo en el suyo. Lo soltó todo, lloroso, patético e incluso beligerante, en la certeza de que ella se apartaría de él, casi esperando que ella le diera la espalda y lo rechazara. Seguramente una mujer buena lo habría hecho. Y él no dudaba de su bondad.
Cuánto lo sorprendió su respuesta más tarde. Se acercó a él y ladeó su bello rostro de grandes ojos hacia él. No había asombro ni remordimiento ni juicio. «Un rey es el mejor y el peor de los hombres Claro. Claro». Después apoyó sus labios contra los suyos, tan suaves y llenos de hambriento placer que lo dejaron sin respiración. Aquél fue tal vez el momento en que se casaron efectivamente, el momento en el que se selló el acuerdo entre ellos. Ahora le costaba descifrar por qué aspecto de su amor se había sentido más atraído. ¿Era el hecho de poder perdonárselo todo y amarlo porque comprendía su bondad definitiva? ¿O el hecho de haber traicionado que era capaz de pasar por alto la verdad y vivir una mentira como él? En cualquiera de los dos casos, tras haberse confesado con ella y haber recibido su bendición, la amaba por completo. Jamás hubiera podido cumplir su papel de monarca sin su aprobación. Eso hubiera podido ser como no ser una cosa buena para el mundo, pero para un hombre tan inseguro de la autoridad como él, su afecto había sido un gran regalo.
—Puede que sí, Thaddeus —dijo Leodan, respondiendo con retraso al comentario—. Puede que te honre excesivamente. Todos cometemos este error a veces. ¿Pero qué mal hay en ello?
No oyó la respuesta del canciller, si es que efectivamente hubo alguna. Cerró los ojos y experimentó la sensación de que lo empujaban contra una pared invisible. El vapor se había concentrado en él, lo había llenado. Ahora el momento de desprenderse del mundo físico era finalmente suyo. Este momento siempre lo recibía como una presión, como si su pecho descansara sobre una piedra y una gran fuerza lo empujara gradualmente hacia ella. Justo cuando sentía que ya no podía resistir el peso, empezaba a deslizarse a través de la piedra, a fundirse en ella y a pasar a través de ella como si fuera porosa y él se encontrara en estado líquido. Al otro lado Aleera lo esperaba, la ilusión transitoria que ansiaba casi más que la verdadera vida. Se acercó a ella con reverencia.