5

No eran tan sólo los rumores acerca de un ejército saqueador que andaba suelto por allí. No era sólo la noticia acerca de la destrucción de Vedus. Éstas eran la clase de historias exageradas que el general Leeka Alain había debidamente ignorado en anteriores ocasiones. Esta vez era distinto. Toda una patrulla se había extraviado en algún lugar de la blanca extensión del Mein. Y no era algo que se pudiera explicar fácilmente. Algo estaba realmente en movimiento por allí. No podía dormir o comer o pensar en nada que no fueran las sombras ocultas detrás de la esplendorosa blancura. Ya le había enviado un mensajero al rey para transmitirle las noticias que conocía, pero sabía que no podía esperar una respuesta. Decidió emprender la acción que pudiera.

Leeka despertó a su ejército del capullo de calor que lo protegía en la fortaleza de Cathgergen. Lo hizo salir a la oblicua luz del invierno norteño y marchar a través de la gélida piel de la altiplanicie del Mein. En el borde oriental del Mein se extiende una vasta tundra llamada los Yermos, un ondulado e irregular territorio sin árboles a causa de la naturaleza azotada por el viento del lugar y del hecho de que los bosques que antes había se habían privado de sus frutos varios siglos atrás. El viaje a través de él era difícil en la mejor de las temporadas. En pleno invierno era especialmente peligroso. Unos trineos enganchados a troncos de perros abrieron caminos por delante del ejército, cargados con los suministros y la comida del campamento suficientes para abastecer a quinientos seres humanos durante seis semanas por lo menos. Los soldados caminaban calzados con sus pesadas botas y vestían prendas de lana con revestimientos exteriores de cuero grueso y llevaban las armas ajustadas al cuerpo para facilitar el movimiento. Se protegían las manos con mitones de piel de conejo.

Llegaron a los puestos fronterizos de Hardith sin inesperadas dificultades. Acamparon durante dos días alrededor de la estructura de tierra, para el asombrado placer de los soldados estacionados allí, unos hombres cuya misión especial era la de supervisar el tráfico del camino, pero cuya verdadera lucha era la supervivencia diaria y el extremo aislamiento. Los puestos fronterizos marcaban el borde occidental de los Yermos. Más al oeste la tierra caía en una serie de anchas y superficiales depresiones en las cuales perduraban manchas de bosques de abetos.

Tres días más allá de Hardith bajó una tempestad de nieve del Norte que atacó al apretujado grupo. Se abatió sobre ellos como un lobo, los inmovilizó en el suelo y trató de despedazarlos. Perdieron el camino y se pasaron un día entero tratando inútilmente de encontrarlo. La nieve se amontonó en altos y tortuosos camellones que se desplazaban como olas oceánicas e imposibilitaban la navegación. No podían trazar el paso del sol ni distinguir ninguna de las estrellas nocturnas. Leeka les decía a sus hombres que avanzaran calculando a ciegas. Era un proceso muy lento que obligaba al grueso del ejército a permanecer inmóvil durante largos períodos, lo cual nunca es una buena cosa en semejantes condiciones.

Cada noche, el general intentaba elegir un lugar donde acampar cerca de alguna protección natural, una cordillera de colinas o un refugio arbóreo, de la misma manera que ahora encontraban grupos de pinos en las hondonadas. Los soldados cortaban leña y construían cortavientos. Cuando las hogueras de campamento ya eran lo suficientemente fuertes, arrastraban árboles enteros a las llamas. Permanecían de pie alrededor de aquellos explosivos hornos con las caras arreboladas y sudorosas a causa de las llamas y los ojos irritados por el humo mientras el viento aullaba a su espalda. Por muy alta que llegara a ser la hoguera en las primeras horas de la noche, más entrada la noche ésta empezaba a fallar y las cenizas y los trozos de leña carbonizada eran empujados por el viento sobre el paisaje nevado. Cada mañana al salir del congelado tegumento los soldados se pasaban horas buscándose los unos a los otros bajo los ventisqueros, desenterrando y aguijoneando a los perros para que se pusieran en marcha.

Al vigesimosegundo día se encontraron con un viento brutal que soplaba desde el Norte. Unos cristales helados chirriaban lateralmente y rasgaban la piel como unos fragmentos de cristal que alguien hubiera arrojado. Acababan de dejar a su espalda el viejo campamento cuando uno de los exploradores regresó a trompicones a la columna principal y pidió hablar con el general. En realidad, no tenía nada concreto de que informar. El territorio que tenían por delante era llano, que él supiera. Creía que se había adentrado por una pendiente gradual que los conduciría a Tahalian. Pero había algo que le causaba inquietud. Había un sonido en el aire y en la tierra congelada que pisaba. Lo había podido oír simplemente porque estaba solo, lejos del ruido del ejército en movimiento y más allá de los trineos. Mientras regresaba pasando por delante de los perros de los trineos, pudo ver que los perros también lo habían oído y estaban preocupados por su causa.

El general habló acercándose al hombre para que el viento no le robara las palabras.

—¿Qué clase de sonido?

El explorador parecía haber temido la pregunta.

—Como de respirar.

Leeka se burló.

—¿Respirar? No seas loco. ¿Qué es el sonido de la respiración en un tiempo como éste? Se te han estropeado las orejas.

El general alargó las manos hacia la cabeza del hombre y trató de echarle la capucha hacia atrás como si quisiera inspeccionarle las orejas allí mismo. El explorador se lo permitió, preocupado e insatisfecho de su propia respuesta.

—O como un latido del corazón. No estoy seguro. Simplemente está ahí.

El general no dio a entender que pensaba que el mensaje del hombre tuviera una especial importancia, pero poco después se apartó de sus oficiales para pensar. Aunque el relato del hombre sólo fuera una enfermedad que estuviera reptando hacia él, seguía siendo un peligro. Los exploradores predicen más cosas que la simple configuración del territorio. Quizá les conviniera detenerse o volver sobre sus pasos hasta el último campamento que habían dejado a su espalda y donde aún había abundantes provisiones de combustible para sus hogueras. Podían esperar a que pasaran las tormentas, incluso comerse las reservas de comida en caso necesario. A fin de cuentas estaban cerca de Tahalian. Aunque Hanish Mein tramara algo, les tendrían que recibir con un amago de amabilidad…

Sólo porque se encontraba en el borde de la columna pudo oír por primera vez el sonido, si «oír» era la palabra apropiada. Con el fragor de las tropas a su espalda, los pesados pasos de sus pies y el chirrido de un trineo que se deslizaba a su lado, no podía realmente oír a través de las orejas. Oyó el sonido como si los huesos de su caja torácica captaran una sorda vibración y la amplificaran en su pecho. Se apartó unos pasos de la columna e hincó una rodilla. Uno de los oficiales lo llamó, pero él levantó un puño y el hombre guardó silencio. Leeka se arrodilló tratando de percibir el sonido capturado en su interior, de bloquear el aullido del viento y la fricción de su capucha a ambos lados de la cabeza. Cuando lo acalló todo lo mejor que pudo, encontró lo que estaba buscando. Era leve, sí, pero innegable. Como una respiración, muy cierto. Como un latido de corazón, sí… El explorador no había mentido. Había un ritmo, una palpitación. Una razón consciente y calculada…

Giró sobre su rodilla y gritó para que se formaran las filas. Regresó corriendo a ellas y ordenó a gritos que la columna se cerrara con los escudos en alto, mirando hacia fuera con las armas en la mano. Dio órdenes para que los arqueros hicieran vibrar las flechas y desenvainaran las espadas que no pudieran ser víctimas del viento y permitieran cerrar filas. Les dijo a los conductores delos trineos que describieran círculos en el interior de las tropas y reunieran a los perros. El mismo oficial que lo había llamado antes le preguntó qué había descubierto. Él miró al joven a los ojos y le dio una simple respuesta:

—Se oye un tambor de guerra.

Cuando el ejército se formó en una cuña de defensa y quinientos pares de ojos miraron hacia la creciente furia del norte, entonces, finalmente, todos lo oyeron. Durante una larga hora eso fue lo que todos hicieron. El sonido pulsaba constante en pos del viento que ahora era más pesado mientras unos grandes copos de nieve se pegaban rápidamente a su ropa, sus escudos, sus chalecos forrados de piel e incluso en algunos casos a la gélida piel de sus rostros, haciendo que sus inmóviles formas parecieran unas complicadas esculturas. En determinado momento la reverberación se mezcló con el latido general. Por eso se quedó sin respiración a causa del sobresalto cuando el ruido terminó. Simplemente cesó. En los momentos que siguieron Leeka comprendió que había cometido un error. Cualquiera que fuera el tambor que sonara allí fuera, lo llevaba haciendo no horas sino días. Llevaba allí tal vez varias semanas antes de que él pudiera distinguirlo. ¿Cómo se le había podido escapar algo así?

Sin embargo, no iba a poder analizar mucho tiempo esta pregunta. Una criatura atravesó rápidamente y con gran estruendo la pantalla de nieve empujada por el viento. Se arrojó hacia delante, una cosa con cuernos, lanuda y enorme, montada por una especie de hombre, una figura vestida de pellejos y pieles, empuñando una lanza en una mano mientras un grito brotaba de su boca invisible. La bestia se lanzó contra las filas de hombres justo a un lado de la guardia del general. Se abrió paso entre ellas como si los soldados no tuvieran importancia. Despanzurró a algunos y a otros los apartó a un lado sin disminuir su velocidad ni alterar su curso. Se desvaneció a través del extremo más lejano de las tropas con tanta rapidez como había aparecido. En los pocos segundos que tuvo el general para contemplar la escena, éste contó diez muertos y el doble de hombres retorciéndose en medio de la nieve salpicada de sangre.

Una mano sobre su hombro le obligó a volverse y entonces vio —tal como ya sabía que iba a ver— que el jinete no estaba solo. Los demás se materializaron todos de golpe como si la nieve se hubiera disipado para mejorarle la vista. Eran muchos, una multitud extraña como la que jamás hubiera visto antes. Sospechaba que el horror que inspiraban sería lo último que vieran sus ojos y sabía que, aunque su mensaje se hubiera transmitido, él había fracasado en su intento de advertir al rey y al pueblo del imperio del horrible carácter de la amenaza que se había congregado contra ellos.