Como todos los niños de las casas de la nobleza, Aliver Akaran se había criado en medio de la opulencia. Cuando se despertaba siempre encontraba sus zapatillas descansando en su sitio en el suelo a su lado, y pétalos de flores en la jofaina de agua perfumada en la que se lavaba la cara. A partir del momento en que había empezado a tomar alimentos sólidos, cada comida había sido preparada cumpliendo los más altos criterios, con los mejores ingredientes, teniendo en cuenta hasta el último detalle los efectos en el paladar. Jamás había entrado en una estancia fría un día de invierno, jamás se había preparado su propio baño ni se había mojado las manos lavando ropa. Jamás había presenciado siquiera el lavado de unos platos manchados de comida. Si le hubieran preguntado, hubiera tenido que inventarse de la nada el proceso mediante el cual las cosas se limpiaban, arreglaban y sustituían. Había vivido en el centro de un engaño masivo. Un engaño extremadamente agradable en el cual el mundo funcionaba en buena parte para su satisfacción. A sus dieciséis años de edad, sin embargo, nada de todo ello le impedía ver el mundo a través de unos ojos enojados.
Dejando sus aposentos privados después del paseo por la playa con su padre y sus hermanos, el príncipe tomó sus zapatillas de cuero de entrenamiento y se echó sobre los hombros su chaleco de esgrima. En el pasillo que había en el exterior de su habitación avanzó entre los guardias que permanecían de pie como estatuas a ambos lados de su puerta y después pasó por delante de una hilera de maniquíes que cubrían una sola pared. Aquellas figuras de tamaño natural se habían labrado en madera de pino hasta el último detalle humano y alisado con la misma suavidad de la piel hasta evocar la carne sobre el hueso. Se habían colocado en distintas posiciones y vestían atuendos militares de distintas naciones: un mensajero talayo con la piel pintada casi de negro para imitar su color, y un venablo de hierro en los dedos de su mano derecha; un soldado de infantería senivalio, con armadura de escamas imbricadas y una larga y curvada espada al cinto; un jinete del Mein con su característico peto envuelto a su alrededor en andrajosos pliegues; un guerrero vumu adornado con plumas de águila, y acacios con sus distintos y pulcros uniformes, apenas armados, con unos sueltos y holgados pantalones por debajo de unas preciosas cotas de malla.
Los aposentos de Aliver contenían más objetos de guerra de los que el rey hubiera podido imaginar. Éste había señalado una vez que Acacia había gobernado un imperio en buena parte pacífico durante varias generaciones. Pero a este respecto al príncipe no le importaba la desaprobación de su padre. Sus interacciones diarias con sus iguales eran más unos desafiantes forcejeos que sus relaciones con su padre. Leodan ya no se abría paso entre un tropel de jóvenes. Aliver, por otra parte, aún tenía que superar las pruebas de su virilidad. Tal como él lo veía, todas las más altas actividades de que su padre disfrutaba habían sido posibles gracias a la valentía de hombres y mujeres dispuestos a llevar armas. Las iniciales proezas militares habían permitido a sus antepasados tomarlos distintos elementos de las luchas encarnizadas del Mundo Conocido y unificarlos en un consorcio de naciones que los benefició a todos. ¿Cómo se hubiera podido ello alcanzar sino por medio de la fuerza? ¿Cómo se podía conservar sino a través de la amenaza de la fuerza?
En momentos de cólera Aliver imaginaba a su padre tratando de arengar a aquella primitiva chusma y de explicarle las virtudes de la paz y de la amistad. Se debían de haber reído de él y lo debían de haber echado de sus reuniones alrededor de la hoguera del campamento. Lo debían de haber echado a patadas hacia el frío, le debían de haber soltado escupitajos y lo debían de haber llamado cobarde. Y después debían de haber iniciado la enfurecida batalla que decidía las cosas en este mundo. A veces en el transcurso de sus imaginaciones Aliver acudía en rescate de su padre, blandiendo la espada; otras veces se limitaba a mirar. No es que dejara de amar a su padre. Lo apreciaba profundamente. Aborrecía pensar semejantes cosas. Se le ocurrían espontáneamente y eran tan difíciles de esconder como los inexplicados arrebatos de deseo carnal que lo habían atormentado en el transcurso de los últimos dos años. Pero eso tampoco venía al caso. Lo importante era que los Akaran eran los benévolos amos de un espléndido reino. Lo llevaban siendo veintidós generaciones y lo seguirían sido mucho más si Aliver tuviera algo que decir en el futuro. Por eso se tomaba tan en serio la cuestión de las artes marciales.
El paseo hasta la sala de adiestramiento marah le llevó sólo unos minutos, casi todos de bajada. La mole del palacio, la ciudad que se extendía a sus pies, la isla y el mar que la rodeaba se extendían ante Aliver. No era fácil calcular su reducida escala. Los cercanos edificios eran unas impresionantes moles de limpia arquitectura acacia. Los caminos bajaban en zigzag como montañas rusas tal como la escarpada pendiente requería. Más allá de las puertas, las figuras de la visible curva del camino eran lentos alfilerazos de ciervos serpeando por el brazo de un hombre. Las agujas de la ciudad inferior eran poco más que agujas de coser apuntando hacia arriba, tan diminutas que se hubieran podido aplastar entre el índice y el pulgar. Costaba imaginar que todo ello hubiera empezado con una simple fortaleza construida por Edifus, una estructura de defensa encaramada en lo alto para que el nervioso monarca pudiera contemplar los mares que lo rodeaban temiendo que los recién conquistados súbditos pudieran unirse contra él.
Acalorado a causa del enérgico paseo, Aliver entró en el inmenso espacio sostenido por columnas. Estaba iluminado con lámparas de aceite colgadas en las paredes o en soportes de tres patas y con tragaluces abiertos en el techo que arrojaban unos inclinados rayos sobre la piedra blanco grisácea del lugar. El olor del aceite hirviente era casi dulce, más fuerte que el aroma a humo que se escapaba de las estufas que se utilizaban para mantener a raya el frío. Saludó a los instructores. Inclinó la cabeza hacia otros jóvenes que entraban con él, aunque había también un puñado de muchachas que también asistían a las clases y que recibían adiestramiento militar en pie de igualdad con sus compañeros varones. De hecho, las mujeres constituían casi una cuarta parte de las fuerzas armadas acacias. Sin embargo, para aquel adiestramiento marah, todos eran hijos de aristócratas destinados a altos puestos como oficiales y funcionarios gubernamentales. Muchos de ellos pertenecían al agnate, el privilegiado grupo que podía demostrar un nexo ancestral con el árbol genealógico de Edifus.
El príncipe sabía que los primitivos gobernantes Akaran habían establecido fuertes vínculos con sus jóvenes compañeros. Se decía que su abuelo Gridulan estaba en constante compañía de trece varones, que comían y dormían, gobernaban y se casaban en un enmarañado grupo. A pesar de que sus compañeros se mostraban deferentes con él, Aliver no experimentaba semejante conexión de grupo. Procuraba despreciar la ausencia de camaradería y valorar su independencia de mente y de posición, pero temía que algo le faltara a su carácter, algo que él parecía incapaz de corregir.
Aliver esbozó una sonrisa al ver entrar a Melio Sharratt, un joven de su edad. Melio era lo más cercano que el príncipe tenía como amigo. Ambos habían nacido con sólo unas semanas de diferencia y, desde sus primeras clases juntos, el tipo de inteligencia de los ojos del muchacho había atraído a Aliver a él. Durante algún tiempo, cuando ambos tenían diez años, se pasaban varios días seguidos escondiéndose en el laberinto del palacio, jugando a un juego en el que uno de ellos se convertía en un narrador de cuentos y el otro en el principal personaje de lo que invariablemente se convertía en un relato bélico y de aventuras, de bestias míticas abatidas y de mal destruido. Aliver se sentía a gusto con Melio como no se podía sentir con otros. Sin embargo, a pesar del afecto que le inspiraba el muchacho, el príncipe nunca abandonaba del todo su altivez con él ni con ningún otro. Si acaso, ésta aumentó cuando la adolescencia cambió y alteró sus cuerpos y emociones. Q sea que la sonrisa que antes hubiera sido amistosa se transformó en una expresión más difícil de definir.
—Hola, príncipe —dijo Melio—. Espero que el día te encuentre bien.
—Así es, en efecto —contestó Aliver, mirando más allá de él, como si algo al fondo de la sala de adiestramiento le interesara.
Melio se apartó de la frente los largos mechones de cabello negro con los dedos e imitó afablemente el benévolo examen de Aliver de los demás alumnos mientras éstos llegaban.
—¿Has practicado la Quinta Forma? Vi que Biteran te estuvo adiestrando la semana pasada. Si lo has aprobado, podrías empezar a adiestrarte con la lanza.
—Lo aprobaré —dijo Aliver—. Tendrías que preocuparte por ti. Te ayudaré con la Cuarta Forma, si te hace falta.
—¿Tú? —preguntó Melio, riéndose—. ¿Mi preceptor real?
Tenía una cara que hubiera podido pasar inadvertida en una sala menos cuando sonreía. Entonces todos los distintos componentes de sus rasgos se situaban como si hubieran sido diseñados sólo con regocijo mental. La blancura de sus dientes en contraste con su tez aceitunada le confería un resplandor de salud. Ambos chicos sabían que en cuestiones marciales el territorio no era igual. Puede que Aliver hubiera sido adiestrado en una forma de marah más elevada que sus compañeros —siguiendo una larga tradición—, pero Melio había recibido la sugerencia de adiestrarse como miembro de la Elite. La Elite era muy distinta del marah. Era un grupo todavía más pequeño, seleccionado simplemente por la habilidad sin ninguna consideración al rango o a la posición social. La sugerencia de que Melio se incorporara a él era un honor que significaba que los instructores habían visto una singular capacidad en el joven.
—Mira, está Hephron —dijo Melio—. Se está volviendo muy bueno. El otro día luchó hasta detenerse con el padre de Carver. Puedes estar seguro de que sorprendió al viejo.
Mientras hablaba, Melio señaló con la barbilla al muchacho en cuestión. Hephron Anthalar tenía un año más que casi todos los demás, y les superaba una cabeza de estatura, con un cabello pelirrojo que le brotaba de la cabeza en desordenados bucles. Los Anthalar eran también agnates, del linaje que se había intersectado varias veces con los Akaran a través del matrimonio. Hephron podía alegar su pertenencia a la estirpe real. De hecho, podía contar con los dedos de ambas manos los pasos que lo separaban del trono. Caminaba rodeado de sus seguidores; un grupo de aduladores que se aferraba a él porque la posición que encontraban a su sombra era más grande que la que cualquiera de ellos hubiera podido alcanzar por su cuenta.
Hephron se inclinó cuando alcanzó al príncipe en un gesto que sus compañeros imitaron con deferencia menos fingida y más genuina.
—Príncipe —dijo—, ¿estás preparado para luchar contra los fantasmas?
Aliver comprendió de inmediato a qué se refería y sintió el pinchazo de la ironía. Una peculiaridad de su adiestramiento era la de que, después de la lección y las pruebas iniciales, Aliver y los otros muchachos se tenían que separar. Los otros formaron parejas y se enfrentaron entre sí con las espadas acolchadas, utilizando a veces la variedad de madera que carecía de hoja para cortar pero podía provocar un doloroso golpe o pinchazo o incluso romper huesos si se blandía con habilidad. Aliver, por otra parte, sólo se adiestraba con un instructor que, además, le enseñaba las Formas clásicas, prestando atención a los más mínimos detalles de la postura y la colocación de su alumno, la aspiración o exhalación de su respiración, la posición de su cabeza e incluso de sus ojos. Utilizando las espadas de madera, combatían juntos en lentos movimientos ajustados con la mayor precisión. En eso Aliver siempre se había considerado especial. Su adiestramiento tenía una pureza que siempre lo distinguiría de los demás. Era un regalo digno de envidia. Así lo había creído hasta que Hephron lo socavó todo con una sola pregunta.
—¿Fantasmas? —preguntó Aliver—. No creo en los fantasmas, Hephron. Creo que los instructores conocen la mejor manera de adiestrar al próximo rey de la nación.
—Sí —dijo el otro—, supongo que sí. Muy cierto, como siempre.
Mientras se volvía, sus ojos miraron hacia arriba, haciéndoles una seña a sus compañeros. Dijo algo. Aliver no pudo oírlo y los demás jóvenes se alejaron con divertidos murmullos.
Aliver procuró olvidar a Hephron en las horas que siguieron. Las lecciones empezaron con una disertación. La de hoy la impartiría el segundo instructor, Edvar, un hombre de cuello de toro y herencia mixta, cuyo origen candovio se reflejaba en la solidez de tonel de su torso. Habló de la técnica del bloqueo suave de la espada, una táctica defensiva en la cual uno contrarrestaba los ataques de un oponente con la mínima fuerza necesaria. Era arriesgado, explicó. No se pretendía subestimar la fuerza del oponente, pero era una valiosa maniobra en el sentido de que se podía utilizar la energía del oponente para iniciar los propios movimientos, empezando con ello el siguiente movimiento con un impulso hacia arriba antes de que el enemigo se recuperara. Era un método para ahorrar energía cuando uno tenía por delante un largo combate, tal como le ocurrió a Gerta cuando luchó contra los hermanos gemelos Talack y Tullus y sus tres perros lobo.
Después los alumnos se separaron para practicar las Formas. Eran unos hábitos que derivaban de antiguas reconstrucciones de secuencias específicas de movimientos de personas específicas en antiguas batallas. La primera fue Edifus en Carni, cuando combatió en solitario contra un jefe tribal. La segunda fue Aliss, una mujer de Aushenia que mató al Loco de Careven con una sola espada corta. Era una Forma única en el sentido de que los aushenios no honraban a Aliss tanto como los acacios. De hecho, el Loco de Careven estaba considerado un héroe por los aushenios porque había combatido en defensa de sus viejas religiones contra el movimiento secular que Aliss defendía. La Tercera Forma era la del caballero Bethenri, que iba a la batalla con las horcas del demonio, unas armas cortas similares a unas dagas, pero con unas largas púas que se extendían lateralmente desde la hoja central. Las manos hábiles las utilizaban para partir en dos las espadas de los adversarios.
Siguieron otras Formas, cada una más complicada que la anterior hasta llegar a la Décima y más difícil, la de Telamathon contra los Cinco Discípulos del dios Reelos. Aliver tenía sus dudas a propósito de la existencia de Telamathon, los Cinco Discípulos o el dios Reelos, pero estaba deseando aprender la Forma. Sabía que una considerable parte de ella contaba de qué manera Telamathon había combatido desarmado y con un hombro dislocado. A pesar de su incapacidad, había conseguido derrotar a sus adversarios con una deslumbrante y vertiginosa serie de puntapiés aéreos.
Los demás alumnos estaban trabajando la Cuarta Forma. Aliver, siguiendo la tradición, trabajaba la Quinta Forma, aprendiendo el método con el cual el sacerdote de Adaval se había enfrentado a los veinte guardias de cabeza de lobo del culto rebelde de Andar. El príncipe lo acababa de estudiar. Se había pasado buena parte de la lección sosteniendo la vara de madera de abedul, escuchando y tratando de imaginar la escena que su instructor le estaba describiendo. Como de costumbre, la Forma detallaba un triunfo casi imposible en el que el anciano sacerdote conseguía romper un cráneo de perro tras otro, teniendo sólo un arbolillo por arma.
Aliver sentía a veces encima los ojos de los demás. Otras veces no podía evitar mirarlos él, diseminados como estaban entre las columnas, casi cien de ellos en total, muchas parejas en la posición de parada-inicio de la esgrima. De vez en cuando un alumno era atrapado por el golpe vencedor de otro. Con las espadas acolchadas era casi un placer, algo de que reírse, entre juramentos y promesas de venganza. No así cuando las espadas de madera de fresno golpeaban el muslo de alguien o pinchaban unas costillas no protegidas. Aliver nunca era presa de semejante contacto y era muy consciente de ello cada vez que alguien emitía un grito de dolor.
Cuando terminaba la sesión de la jornada, los instructores dejaban que los alumnos devolvieran las armas al lugar que les correspondía. A pesar de ser hijos e as privilegiados, aún les quedaba por aprender la reverencia por las herramientas de la guerra. Aliver, mezclándose una vez más con los demás, hizo todo lo que pudo por bromear con naturalidad. Procuró soltar comentarios casuales, las burlas y bromas de la juventud. Pero lo que parecía salir sin esfuerzo de los demás era para Aliver un esfuerzo tan concentrado como cualquier otra cosa de su adiestramiento.
Experimentó una sensación de alivio cuando se puso las suaves botas de cuero, se levantó del suelo y recogió su chaleco y sus zapatillas de adiestramiento. Al pasar por delante de un grupo de chicos cerca de la salida, Hephron se levantó de su posición agachada. Habló por lo bajo de manera ostensible al joven que tenía al lado, pero justo lo bastante alto y en el momento adecuado para que el príncipe lo oyera.
—Me pregunto cómo puedes perder o ganar si sólo combates contra el aire. Curioso que algunos de nosotros nos midamos los unos con los otros mientras que algunos no se miden en absoluto.
La salida hacia el pasillo se encontraba a pocos pasos de distancia. Aliver hubiera podido llegar allí en pocos segundos. En su lugar, giró sobre sus talones.
—¿Qué has dicho?
—Ah, no he dicho nada, príncipe. Nada importante…
—Si tienes algo que decirme, dímelo sin más.
—Simplemente te envidio, claro —dijo Hephron—. Tú te adiestras con la espada, pero nunca te golpean el cráneo como a los demás.
—¿Te gustaría entonces practicar la esgrima conmigo? Si crees que a mi adiestramiento le falta…
—No. Por supuesto que no… —Una nota de cautela se advirtió en la voz de Hephron. Sus ojos se desviaron hacia sus compañeros para comprobar si se había pasado o si podía seguir pinchando—. No quisiera ser el que magullara la carne real. Tu padre me exigiría la cabeza por eso.
—Mi padre no quiere ninguna cabeza como la tuya. ¿Y quién sabe si podrías tocarme y tanto menos magullarme?
Hephron pareció entristecerse, algo sobre lo cual Aliver reflexionaría más tarde, aunque apenas reparó en ello en el acaloramiento del momento.
—No hace falta que lo hagamos —dijo—. No quería ofender. Tu adiestramiento es muy distinto del nuestro. Tú nunca necesitarás combatir en una batalla real. Todos lo sabemos.
Aunque Hephron pronunció las palabras con cierta sinceridad, Aliver sólo observó los aspectos que parecían una burla, un insulto. El príncipe hizo ademán de acercarse a la rejilla donde se guardaba el equipo.
—Practicaremos la esgrima tal como tú haces con los demás, con espadas de madera. No te reprimas. Tócame si puedes. Tienes mi palabra de que no me ofenderás.
Debidamente vestidos unos momentos después, ambos jóvenes se enfrentaron el uno al otro en el interior de un silencioso círculo creado por los demás alumnos, muchos de los cuales se volvieron a mirar hacia atrás por encima del hombro, temiendo que regresara un instructor. Hephron tenía un engañoso estilo de esgrima. No hacía nada con un ritmo claro y previsible. Cambiaba la velocidad e incluso la dirección de sus golpes a medio movimiento. Hacía quites de una determinada manera durante algún tiempo con la muñeca suelta y la espada describiendo arcos completos. Justo cuando Aliver había empezado a anticipar y casi a encontrar consuelo en el ritmo de todo ello, Hephron lo cambió todo a medio trazo. Se inclinó corporalmente una pulgada o dos. Su golpe se convertía en una arremetida. Su brazo cambiaba tan rápidamente de posición que dos movimientos distintos parecían no tener nada que ver el uno con el otro y no ser ninguno de ellos ni el precursor ni el resultado del otro.
Durante algún tiempo Aliver consiguió rechazarlo sin recibir ni un solo golpe. Lo hizo con unos movimientos ligeramente más frenéticos de lo que hubiera deseado, bruscas sacudidas, torpes desplazamientos de los pies y exhalaciones de aliento y repliegues del torso que lo mantenían justo fuera del alcance del otro. La espada de madera de fresno le resultaba cómoda en las manos, pero él se dio cuenta de que raras veces encontraba un momento para lanzar un golpe agresivo. Eran todo contramovimientos. Lo que quería era encontrar un momento tranquilo para entrar en una conocida secuencia de su adiestramiento. Se detuvo en el decimosegundo movimiento de la Primera Forma en el que se deslizaba lejos de un amplio golpe procedente de la izquierda; saltaba hacia delante y bloqueaba la inevitable respuesta; empujaba hacia abajo y hacia la izquierda la hoja de su adversario, cruzaba bajo sus rodillas y después cortaba hacia arriba en sentido diagonal el lado derecho de su torso. Con semejante corte, Edifus había conseguido extraer las vísceras de su adversario en unos nudos de varias vueltas que hicieron que el hombre se detuviera el tiempo suficiente para colocar su cabeza en la perfecta posición para que se la cortaran unos segundos después en un floreo innecesario, en realidad, pero que Aliver había imaginado a menudo.
Tres veces inició la secuencia, pero cada vez Hephron salió de ella y cambió su ataque. La última vez lo hizo con tal rapidez que Aliver se encogió bajo una tanda de golpes que le rozaron la coronilla de la cabeza. Si hubiera recibido directamente toda la fuerza del ataque, habría podido ser derribado inconsciente. Ningún instructor lo había atacado jamás de aquella manera. Oyó que uno de los demás decía algo, una burla seguida de un murmullo de risa. Se dio cuenta de lo silenciosos que habían estado hasta entonces, ningún sonido en la sala salvo el sibilante roce de sus zapatillas sobre los azulejos del suelo, los gruñidos de sus esfuerzos y los secos crujidos cuando las hojas de madera se cruzaban.
Aliver empezó a retroceder cada vez más sin apenas apartarse de los golpes de Hephron, pues cada vez necesitaba más espacio. Esperaba encontrar la muralla de jóvenes que tenía a su espalda, pero éstos se movían con él, el círculo se mantenía inmóvil a su alrededor. Incluso se abrió cuando el movimiento los llevó contra una columna. Él golpeó con el pie la base de granito. Medio inclinó la espada, pensando por un instante que ello era una razón suficiente para hacer una pausa. Vislumbró la posibilidad de que pudieran interrumpir el ejercicio, sonreír y bromear al respecto, sin que se hubieran hecho ningún daño. Pero Hephron blandió la espada, la hoja cortó por debajo de la barbilla de Aliver y golpeó la columna de madera.
El príncipe tropezó hacia atrás. Se sujetó con la mano libre y giró sobre sí mismo. De pie una vez más, recordó la cólera que había provocado todo aquello. ¡Hephron, aquel arrogante insensato! Parecía absurdo que pudiera golpearle de aquella manera, como si quisiera destrozarle la tráquea. Vio a Melio que en aquel momento permanecía de pie en el extremo más alejado del círculo, con el rostro contraído en una mueca de preocupación. Eso también le molestó. No quería compasión. Levantó la espada por encima de su cabeza y la inclinó violentamente hacia abajo, con la intención de golpear a Hephron con ella. Aunque el golpe quedara bloqueado, tenía intención de ejercer tanta fuerza con su peso como para derribarlo sólo con su furia.
Pero Hephron parecía saber lo que iba a ocurrir. Se deslizó hacia un lado del golpe hacia abajo de Aliver. Descargó su espada en un rápido golpe que alcanzó al príncipe justo en el borde de su hombro, en la articulación donde los huesos se encontraban. Desde allí el muchacho se apartó y giró en redondo en un círculo completo y alcanzó a Aliver —que se había paralizado en un gesto de dolor— en el centro del otro brazo, con una fuerza lo suficientemente grande como para que una espada de verdad le hubiera cortado limpiamente el brazo. Aliver gritó, pero Hephron no había terminado. Se acercó la espada al pecho y se abalanzó hacia Aliver con todo su peso extendiendo los brazos de tal manera que la roma punta de madera de su espada alcanzó a Aliver en el mismo centro de su pecho. Ya convulso con el dolor causado por el ímpetu de los dos brazos, la fuerza de este último golpe hizo que el príncipe se tambaleara y recuperara el equilibrio sobre sus talones y lo derribó al suelo sobre la estera.
La sonrisa de Hephron hizo que todos los rasgos de su rostro entraran en acción. Sus ojos rebosaban de tanta vanidad que una sola persona apenas la hubiera podido contener.
—Te has quedado sin brazo, señor. Por no hablar de la cabeza. Qué extraño resultado. ¿Quién lo hubiera podido imaginar?
Momentos después, Aliver se irguió con el rostro arrebolado y enfurecido más por él mismo que por Hephron. ¡Qué estúpido había sido! Se había rebajado, reconociendo las burlas de Hephron, desafiándolo, perdiendo por completo y —casi lo peor de todo— mostrando a todos los demás su frustración. Detrás de todo eso sabía que había jugado una apuesta que no era necesaria. Todo el misterio de su posible habilidad se había desvanecido en unos pocos golpes. Sabía que todos estaban rodeando a Hephron incluso ahora dándole palmadas en la espalda, alabándolo, riéndose de su primoroso príncipe. ¿Cómo podría éste volver allí y danzar a través de todos sus coreografiados movimientos mientras todos los demás lo observaban con el rabillo de sus despectivos ojos?
Melio le dio alcance mientras subía por una larga escalera.
—¡Aliver! —gritó—. Espérame.
Dos veces tocó el codo del príncipe, sólo para que su mano fuera apartada. Al llegar a lo alto de la escalera Melio pegó un brinco y se situó delante de él, lo rodeó con sus brazos y tiró de él para que se detuviera.
—Vamos. Te preocupa demasiado todo eso. No lo hagas. Hephron no es nada.
—¿Que no es nada? —preguntó Aliver—. Si él no es nada, ¿yo qué soy?
—El hijo del rey. Aliver, no te vayas. Y no te compadezcas de ti. ¿Crees que esta pelea tiene importancia? Te diré una cosa. —Melio se echó un poco hacia atrás, pero empujó con las palmas de las manos los hombros del otro como si quisiera decir que ya lo dejaba, pero todavía no—. De acuerdo, la verdad es que no estás a la altura de Hephron. Es bueno. ¡No, espera! Pero no te preocupes por eso. Aliver, él te envidia en todo. ¿No lo sabes? Su vanagloria es falsa. En realidad, quisiera ser tú. Te sigue constantemente con sus ojos. Escucha siempre todas las palabras que tú dices o que dicen de ti. En las clases cuando se sienta al fondo de la sala clava los ojos en la parte posterior de tu cabeza como si quisiera taladrarte.
—¿Pero qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que Hephron es una persona débil. Él mismo lo sabe y te envidia. Tú eres un príncipe y tu familia es maravillosa. Tienes una hermana muy guapa… De acuerdo, estoy bromeando contigo. Es cierto, pero estoy bromeando. Hephron puede convertirse en tu enemigo o puede llegar a ser un gran amigo. Pero, de momento, no dejes que se sienta triunfador. Eso olvídalo. —Melio señaló vagamente su espalda—. Regresa mañana como si nada hubiera ocurrido. Bromea al respecto. Hazle creer que las cositas que te puede hacer se lavan como el barro que te ensucia las botas.
El aire se había enfriado con la cercanía del crepúsculo y ambos jóvenes lo sintieron llenar el silencio. Melio apartó las manos y se frotó con ellas los brazos desnudos. Aliver apartó la mirada y ésta se posó en un cuadrado de cielo color fucsia enmarcado entre las frías sombras de dos edificios. Las siluetas de tres pájaros volaron a través del espacio como flechas en persecución los unos de los otros.
Aliver se oyó decir a sí mismo:
—Es que me hace parecer tan estúpido… Estoy furioso, pero dejo que ocurra. Hice que… ocurriera. No sabes lo que es eso para mí.
Melio no discrepó. Transcurrieron unos momentos en silencio y después ambos, reaccionando al frío, subieron el siguiente tramo de escalera muy despacio.
—Todo el mundo pierde un duelo de vez en cuando y todos los de aquí detrás lo saben. Pero ¿cuántos de ellos podrían…? —Buscó las palabras adecuadas para decir con delicadeza lo que tenía que decir—. Bueno, ¿cuántos podrían avergonzarse como tú has hecho y encontrar el valor de quitarse el sentimiento de encima encogiéndose de hombros? Ésta es otra manera de demostrar la fuerza, tanto si ellos reconocen haberlo observado como si no. Y no hagas pucheros. La expresión no te sienta bien. Aliver, tú eres experto con una espada. Y tus Formas tradicionales son mejores que las de cualquiera. Lo que ocurre es que sólo conoces las Formas. La esgrima verdadera consiste en adaptarnos a ellas, en ajustarlas, en obligarnos a inventarnos combinaciones impensadas en un instante. Tienes que dejar que fluyan tan rápido que los hechos ocurran en un lugar distinto del pensamiento consciente. Como cuando golpeas un cuchillo contra la superficie de una mesa y consigues atraparlo antes de que caiga al suelo. No puedes pensar en hacerlo; simplemente ocurre. Eso es lo que tienes que hacer cuando combates. Entonces tu mente es libre para enfrentarse a otras cosas… como de qué manera le vas a colocar a ése en un instante un golpe ascendente.
—¿Cómo te has vuelto tan sabio? —preguntó Aliver, sonriendo no con entera amabilidad.
Melio alcanzó lo alto de la escalera y se volvió a mirarlo. Estaba sonriendo.
—Lo leí en un manual. Sé también un poco de poesía. Las chicas son así. Bueno, mira, vamos a hacer combates de esgrima alguna vez. No te voy a soltar tan fácil, claro, pero nos enseñaremos el uno al otro. Podemos trabajar la Cuarta Forma, tal como tú has sugerido. Hay muchas cosas que nos podemos enseñar el uno al otro. ¿Qué te parece?
—Quizá —dijo Aliver, pero ya sabía cuál era su respuesta efectiva.
Simplemente no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente.