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Thaddeus Clegg pudo ver en cuanto entró en su cámara que la mujer estaba a punto de desplomarse de agotamiento. Permanecía de pie en el centro de la estancia iluminada por una antorcha de cara a la pared más alejada, con su silueta perfilada por el resplandor anaranjado de la chimenea. Osciló de un lado a otro con los torpes y desordenados movimientos de los profundamente cansados. Su ropa estaba tan sucia y manchada como la de un campesino, pero por debajo de la tierra reseca y la mugre Thaddeus pudo distinguir el brillo de su cota de malla. El ajustado casquete de su yelmo ya era suficientemente característico con su singular penacho de crin de caballo en la parte superior.

—Mensajera —dijo Thaddeus—, mis disculpas por haberte hecho esperar de pie. Mis criados se atienen a la formalidad incluso en presencia de la razón.

Los ojos de la mujer se iluminaron.

—¿Por qué he sido retenida aquí, canciller? Mi mensaje es para el rey Leodan, siguiendo las órdenes del general Leeka Alain de la Guardia Norteña.

Thaddeus se volvió hacia su criado, que se había situado a su lado para protegerlo al entrar en la estancia, y le ordenó servirle a la mensajera un plato de comida. Mientras el criado se retiraba, Thaddeus le indicó por señas a la mujer que se sentara en uno de los reclinatorios que tenía a su espalda. Le costó un poco convencerla, pero, cuando él se sentó, la mensajera imitó su ejemplo. Éste explicó que estaba allí delante de él precisamente porque su mensaje era para el rey. En su calidad de canciller, él recibía todas las comunicaciones primero.

—Tú eso ya lo sabes ciertamente —dijo con una sombra de reprimenda en el frunce de sus labios.

A sus cincuenta y seis años, Thaddeus había dejado a su espalda la bella apariencia de su juventud. El invariable sol de los veranos acacios había labrado unas profundas arrugas en su piel, unas líneas que parecían brotar de nuevo cada vez que él se miraba en un espejo de mano. Sin embargo, sentado muy enhiesto al alcance de la trémula luz del fuego de la chimenea, con los brazos cruzados sobre sus rodillas y el raso rojo oscuro de su capa de invierno a su alrededor, el canciller parecía sentirse muy a gusto con su papel de confidente del gobernante del imperio más grande del Mundo Conocido. Había nacido pocos meses después que Leodan Akaran, en el seno de una familia de estirpe casi real, pero muy pronto le habían dicho que su misión era servir al futuro rey, no aspirar él mismo a tales alturas. Era un confidente constante, el primer oído para cualquier secreto, los ojos que veían al monarca como sólo les estaba permitido ver a los miembros de su familia inmediata. Le habían asignado su papel y su condición social, tal como había ocurrido con cada uno de los miembros de las veintidós generaciones que lo habían precedido.

El criado regresó portando una bandeja con platillos de ostras y anchoas ahumadas, racimos de uva y dos botellas, una de agua de lima y otra de vino. Thaddeus hizo señas de que la mujer se podía servir.

—Que no haya discordia entre nosotros —dijo—. Veo que eres una soldado de verdad y, a juzgar por la ropa que llevas, has tenido un viaje muy duro. El Mein debe de ser un lugar helado en esta época del año. Bebe. Tómate un respiro. Recuerda que te encuentras dentro de las murallas de Acacia. Y después dime lo que tengas que decirme.

—El general Alain envía…

—Sí, has dicho que te envía Leeka. ¿No te envía el gobernador?

—Este mensaje procede del general Alain —dijo la mensajera—. Envía sus más fervientes alabanzas y afecto al rey y a sus cuatro hijos. Les desea larga vida. Les jura su lealtad ahora y siempre y ruega que el rey escuche sus palabras con cuidado. Todas son verdaderas, aunque su mensaje parecerá increíble.

Thaddeus miró a su criado. Cuando éste abandonó la estancia, el canciller dijo:

—El rey escucha a través de mí.

—Hanish Mein está organizando una guerra contra Acacia.

Thaddeus sonrió.

—No es probable. Los meins no están locos. Su número es muy reducido. El Imperio acacio los aplastaría como hormigas bajo sus pies. ¿Cuándo se le ocurrió a Leeka semejante…?

—Perdonadme, señor, pero no he terminado mi informe. —La mensajera pareció entristecerse. Por un instante se frotó las bolsas que le rodeaban los ojos—. No es sólo con los meins con quien tenemos que enfrentarnos. Hanish Mein ha concertado una cierta alianza con los pueblos de más allá de los Campos Helados. Han rebasado el techo del mundo y se han desplazado al Sur y penetrado en el Mein.

La sonrisa del canciller se desvaneció.

—Eso no es posible.

—Señor, os juro por mi brazo derecho que han llegado al Sur por miles. Creemos que lo hacen atendiendo a la llamada de Hanish Mein.

—¿Ha salido del Mundo Conocido?

—Los servicios de reconocimiento los han visto acercarse. Son un pueblo extraño, bárbaro y fiero…

—Los pueblos forasteros siempre se consideran bárbaros y fieros.

—Su estatura rebasa la de los hombres normales en más de una cabeza. Cabalgan a lomos de unas criaturas peludas, unos animales con cuernos que aplastan a los hombres bajo sus pies. Vienen no sólo con soldados sino también con mujeres, niños y ancianos, en unos enormes carros que parecen ciudades ambulantes, tirados por troncos de cientos y cientos de bestias que yo jamás había oído describir. Dicen que arrastran sobre ruedas torres de asedio y otras extrañas armas y que conducen grandes rebaños de ganado…

—Tú describes unos nómadas errantes. Eso son inventos de la fantasía de algún embustero.

—Si son nómadas no son como ninguno que jamás haya visto nuestro mundo. Saquearon una ciudad llamada Vedus en el lejano Norte. He dicho que saquearon, pero, en realidad, simplemente la arrasaron. No dejaron nada a su espalda, pero se apoderaron de todo lo que de valor había y se lo llevaron consigo.

—¿Cómo sabes que Hanish Mein tiene algo que ver con eso?

La mensajera clavó la mirada en el canciller. Puede que no rebasara los veinticinco años, pero en su rostro había más sufrimiento y perseverancia de los que hubieran podido caber en ellos. Thaddeus había pensado a menudo que ello era cierto en las mujeres soldado. Estaban coladas en buena medida en un acero mejor que la mayoría de los hombres. Ella sabía de lo que hablaba y él debería reconocerlo.

Thaddeus se levantó y le señaló a la mujer un mapa de gran tamaño del imperio en la pared del fondo.

—Muéstrame todas estas cosas en el mapa. Dime todo lo que puedas.

Ambos se pasaron una hora hablando: uno haciendo preguntas con creciente gravedad, la otra respondiendo con convicción. Recorriendo el mapa con la mirada, Thaddeus no pudo por menos que imaginar la rugiente fiereza del lugar del que estaban hablando. Ninguna otra región del Mundo Conocido era tan incómoda como la satrapía del Mein. Era una áspera región de la meseta norteña, una tierra de inviernos de nueve meses con una raza de personas de rubio cabello que conseguía sobrevivir allí. La meseta llevaba el nombre del pueblo que la habitaba, pero los meins no eran naturales de aquella región. Habían sido antaño un clan del Continente procedente de las estribaciones montañosas orientales de las montañas de Senivalia, no demasiado distinto de los primitivos acacios. Después de un anterior desplazamiento —a manos de los antiguos Akaran— se habían establecido allí y se habían visto obligados a llamarlo su hogar durante veintidós generaciones, de la misma manera que los Akaran habían convertido Acacia en su base durante el mismo período de tiempo.

Los meins eran un pueblo tribal, guerrero y pendenciero, tan áspero y duro como el paisaje en el que habitaban, con una cultura construida alrededor de un malévolo panteón de espíritus llamados los tunishnevre. Tenían en común el orgullo que compartían por sus antepasados, que protegían viviendo una existencia retirada. Sólo se casaban entre sí y condenaban la mezcla con otras razas. Debido a su reconocida pureza racial, cualquier varón mein podía reclamar el trono como propio siempre y cuando lo ganara por medio de un duelo a muerte llamado el Maseret.

Este sistema dio lugar a un rápido cambio de las normas, en el que cada caudillo tenía que ganarse la aprobación de las masas. Una vez coronado, el nuevo caudillo adquiría el nombre de la raza como suyo propio, dando a entender con ello que representaba a todo su pueblo. De esta manera, el dirigente actual, Hanish del linaje Heberen, se convirtió en Hanish Mein a partir del día en que disputó su primer Maseret y retuvo la corona de su difunto padre. El hecho de que Hanish odiara Acacia no era ninguna novedad, por supuesto que no para el canciller. Pero lo que esta soldado le estaba diciendo rebasaba todos los límites de su imaginación.

A instancias de Thaddeus, la mensajera consumió toda la comida de la bandeja. Sirvieron otra, esta vez con queso de la variedad dura que había que cortar con un afilado cuchillo. El canciller cortó lonchas para ambos y después retiró la hoja que sostenía en la mano. Contempló su reflejo en ella mientras escuchaba.

La mensajera procuró luchar contra el sueño, pero, a medida que la noche entraba en las silenciosas horas, los párpados se le cerraron.

—Temo desfallecer —dijo al final—, pero ya te lo he explicado todo. ¿Puedo ahora ser recibida en audiencia por el rey? Estas cosas están destinadas a sus oídos.

Al oír mencionar al rey, a Thaddeus se le ocurrió una inesperada idea que nada tenía que ver en absoluto con lo que había anticipado para aquel momento. Recordaba un día del verano anterior en que había encontrado a Leodan en los laberínticos jardines del palacio. El rey permanecía sentado en el banco de piedra de una glorieta, limitada a ambos lados por la antigua piedra cubierta de enredaderas que había sido el fundamento de la primera y más modesta morada del rey. Su hijo menor, Dariel, descansaba sobre su regazo. Juntos estaban examinando un pequeño objeto que el niño sostenía en la mano. Cuando Thaddeus se acercó, el rey levantó unos sorprendidos ojos rebosantes de alegría y dijo:

—Thaddeus, ven a ver. Hemos descubierto un insecto con alas moteadas.

Lo dijo como si fuera lo más importante del mundo, como si él fuera un niño igual que su hijo. Cuanto más le gustaba el rey a Thaddeus era durante aquellos días de ojos claros iluminados por el día en que los ojos reales se despejaban de la bruma que los empañaba todas las noches. En aquellos oscuros momentos podía ser muy aburrido permanecer sentado a su lado de no haber sido por sus hijos… bueno, con sus hijos era un necio que recordaba su juventud. Un necio sabio que todavía encontraba prodigios en el mundo…

—¿Canciller?

Thaddeus se sobresaltó. Se dio cuenta de que ambos habían permanecido sentados en silencio. La mensajera se había distraído debido a su cansancio mientras él se sentía atrapado por unos ensueños al azar. Sintió la afilada punta del cuchillo de cortar queso contra su dedo y dijo:

—El rey deberá saber todo eso antes de una hora. ¿Dices que el general Alain te ha enviado aquí directamente? ¿No has hablado de eso con los gobernadores?

—Mi mensaje estaba destinado al rey Leodan —contestó ella en tono tajante.

—Como debe ser. —Thaddeus se tiró del lóbulo de la oreja—. Quédate aquí sentada un momento. Dispondré una reunión con el rey. Nos has prestado un gran servicio.

El canciller se levantó. Sostenía todavía el cuchillo en la mano, pero empezó a apartarse como si lo hubiera olvidado y lo llevara con aire ausente. Mientras pasaba por delante del asiento de la mensajera y se situaba a su espalda, se volvió. Se pasó el cuchillo entre los dedos y asió el mango con un puño de blancos nudillos. En aquel mismo momento la mano comprimió la frente de la mujer mientras la otra le desgarraba el cuello de izquierda a derecha. No estaba seguro de si la herramienta sería suficiente para aquel propósito y utilizó más fuerza de la necesaria. Pero el trabajo ya estaba hecho. La mensajera se desplomó hacia delante sin una palabra de protesta. Él permaneció de pie un momento a su espalda con el cuchillo sujeto hacia un lado y toda la hoja y el puño que la sujetaba manchados lentamente de rojo oscuro. Con un esfuerzo consciente abrió voluntariamente la mano. El arma cayó ruidosamente al suelo y después permaneció inmóvil.

Thaddeus no era del todo el leal servidor del rey que parecía, pues por primera vez en su vida lo había demostrado con un acto de sangre que no se podía anular. La dura verdad lo sorprendió. Trató de serenarse y de encauzar sus pensamientos, de centrarse en los detalles y la acción. Tendría que apartar a sus siervos y después se desharía del cuerpo de aquella soldado y limpiaría el desastre. Tardaría el resto de la noche en hacerlo, pero ni siquiera tendría que abandonar su recinto. Había una mazmorra debajo de donde estaba él ahora. Sólo tendría que arrastrar a la mujer por una escalera de caracol que conducía a la misma; empujarla adentro; cerrar la puerta bajo llave, y dejársela a las ratas, los insectos y los gusanos, que limpiarían tranquilamente sus huesos.

Afrontar las ramificaciones morales de lo que acababa de empezar no sería tan fácil.