Para ayudarse a pasar el lento aburrimiento de las clases de la mañana, Mena Akaran siempre se sentaba en el mismo lugar, sobre un herboso montículo detrás de sus hermanos. Acababa de cumplir los doce años y desde su ventajosa posición podía ver a través de un diente que faltaba en la balaustrada de piedra que cercaba el patio. Enmarcaba una escena que empezaba con las terrazas de varias capas del palacio. Bajaba a través de una extensión de espacio más allá de la muralla occidental de la ciudad y después daba paso a las altas hileras de las colinas cultivadas. La elevación de territorio más distante era la más alta: el lejano promontorio conocido como la Roca del Puerto. Había estado allí con su padre y recordaba la maloliente y cacofónica vida de las aves marinas del lugar, con sus vertiginosas vistas que caían directamente unos escarpados quinientos metros sobre el espumoso oleaje de abajo.
Sentada en la alta clase al aire libre en la cual los hijos del rey se reunían con su preceptor, los pensamientos de Mena se alejaban. Esta mañana se imaginaba a sí misma como una gaviota que emprendía el vuelo desde la cara de la roca. Bajaba en picado y volaba sobre la superficie del agua. Volaba velozmente entre las velas de los veleros de los pescadores y allá sobre las barcazas comerciales que flotaban sobre el mar a merced de las corrientes circulares que las movían de uno a otro lugar. Las dejó atrás y las olas se volvieron más empinadas. El agua turquesa adquirió un color azul oscuro y después negro foca. Voló sobre bancos de relucientes boquerones y sobre los lomos de las ballenas buscando las cosas desconocidas que ella sabía que al final emergerían del borde de cabrillas del horizonte…
—¿Mena? ¿Estás con nosotros, princesa? —Tanto Jason, el preceptor real, como sus dos hermanos y su hermana la estaban mirando. Los niños permanecían sentados en la húmeda hierba. Jason se encontraba de pie delante de ellos con un viejo volumen en una mano y la otra apoyada en la cadera—. ¿Has oído la pregunta?
—Pues claro que no ha oído la pregunta —dijo Aliver. A sus dieciséis años era el mayor de los hijos del rey, el heredero manifiesto del trono. Recientemente había crecido más allá de la estatura de su padre y su voz había cambiado. Su expresión era de interminable aburrimiento, una enfermedad que se había apoderado de él hacía aproximadamente un año y aún tenía que soltarlo—. Estaba volviendo a pensar en peces. O en delfines.
—Ni los peces ni los delfines tienen nada que ver con el tema que estamos discutiendo —dijo Jason—. Por consiguiente, lo repetiré: —¿A quién destituyó el fundador de la dinastía Akaran en Galaral?
¿Ésta era la pregunta que se había perdido? ¡Cualquiera la podía contestar! Mena aborrecía responder a preguntas sencillas. Sólo hallaba placer en el conocimiento cuando destacaba por encima de los demás. Dariel, su hermano menor, sabía quién había sido el primer rey y qué había hecho, y eso que sólo tenía nueve años. Se reprimió todo lo que pudo, pero, cuando Aliver abrió la boca con cierta altivez, ella se precipitó a hablar.
—Edifus fue el fundador. Nació en medio del sufrimiento y la oscuridad en los Lagos, pero triunfó en una sangrienta guerra que afectó a todo el mundo. Se enfrentó con el Infiel Rey Tathe de Galaral y aplastó sus fuerzas con la ayuda de Portavoces santoth. Edifus fue el primero de una línea ininterrumpida de veintiún reyes Akaran, de los cuales mi padre es el más reciente. Los hijos de Edifus, Thalaran, Tinhadin y Praythos emprendieron la tarea de asegurar y solidificar el imperio a través de toda una serie de campañas llamadas las Guerras de Distribución…
—Muy bien —dijo Jason—. Más de lo que he preguntado para…
—Una gaviota.
—¿Cómo?
—Yo era una gaviota, no un pez ni un delfín.
Le hizo una mueca a Aliver y después se volvió para hacerle lo mismo a Corinn.
Poco después, tras haber intentado infructuosamente recuperar sus imaginaciones aviarias, Mena se conformó con seguir la conversación. El debate había pasado a la geografía. Corinn enumeró las seis provincias y consiguió decir algo acerca de las familias gobernantes y las formas de gobierno: el Continente casi en el Norte, la satrapía del Mein en el extremo norte, la Confederación Candovia hacia el Noroeste, Talay al Sur y las tribus de la montaña de Senival al Oeste. Las islas unidas colectivamente y llamadas el archipiélago de Vumu constituían la última provincia, aunque no tenían el mismo gobierno centralizado que las demás.
Jason desenrolló un mapa sobre la hierba e hizo que los niños inmovilizaran los bordes con sus rodillas. Dariel experimentaba un placer especial con los mapas. Se inclinó sobre él y repitió todo lo que dijo el preceptor como si tradujera la información para otro oyente. Algo en su lenta manera de hacerlo indujo a Mena a interrumpirlo.
—¿Por qué Acacia es siempre el centro de todos los mapas? —preguntó—. Si el mundo es curvo y no tiene fin, tal como tú nos has enseñado, Jason, ¿por qué un lugar es el centro y no otro?
A Corinn la pregunta le pareció tonta. Miró a Jason con las cejas enarcadas y frunció los labios. A los quince años, era atractiva y lo sabía, con una tez aceitunada y un redondo rostro que había acabado por ser el compendio de la belleza acacia. Buena parte de su difunta madre Aleera perduraba en ella, por lo menos eso era lo que todo el mundo parecía pensar.
—Es simplemente el centro, Mena. Todo el mundo lo sabe.
—Dicho brevemente —dijo Jason—, pero Mena se apunta un tanto. Todos los pueblos se consideran los primeros. Los primeros, los centrales y los principales, ¿está claro? Alguna vez os tendría que mostrar un mapa de Talay. Ellos dibujan el mundo de una manera muy distinta. ¿Y por qué no deberían considerarse a sí mismos el centro del mundo? También son una gran nación…
Aliver soltó una risotada.
—¡Seamos serios! Los hombres y las mujeres de allí andan medio desnudos. Cazan con lanzas y adoran a unos dioses que parecen animales. Utilizan todavía unos pequeños gobiernos tribales… con jefes y demás. No son mejores que los pendencieros meins.
—Y allí hace demasiado calor —añadió Corinn—. Dicen que la tierra se pasa medio año secándose hasta convertirse en polvo. Tienen que beber a través de unos agujeros cavados en el suelo.
Jason reconoció que el clima talayo era duro, sobre todo en el lejano Sur. Y sabía que éstos siempre considerarían que su comportamiento era inferior a las costumbres acacias. Había una razón por la cual Acacia dominaba sobre todo el Mundo Conocido.
—Somos un pueblo muy bien dotado. Pero somos también benévolos. No deberíamos desdeñar a los talayos ni a ningún otro pueblo.
—Yo no he dicho que los desdeñe. Tienen sus costumbres y, cuando sea rey, intentaré respetarlos. Bueno, ¿por qué está aquí fuera este mapa? ¿Tienes algo que enseñarnos o no?
Jason, percibiendo la llamarada de impaciencia en el tono de Aliver, asintió con la cabeza. Accedió con una sonrisa y dejó correr la cuestión. Era un profesor, sí, pero jamás olvidaba que también era un criado. A veces tal cosa le parecía una desgracia a Mena. ¿Cómo podrían ellos aprender algo acerca del mundo si podían acallar a sus preceptores, elevando simplemente el tono de sus voces?
La lección se reanudó y todos ellos escucharon a Jason sin volver a interrumpirlo. Pero la cosa no duró demasiado. Unos minutos después su padre, el rey Leodan, cruzó la puerta y aspiró una bocanada de aire matinal. Su rostro tenía la textura del cuero curtido. Una fina mata de cabello blanco le rodeaba las sienes realzando su cabello por lo demás oscuro y traicionando su edad y sus responsabilidades reales. Miró a sus hijos y saludó con una inclinación de la cabeza a su preceptor y después contempló la vista panorámica de la isla.
—Jason —dijo—, voy a interrumpir tus enseñanzas esta mañana. La delegación de Aushenia está al llegar y no dispondré de todo el tiempo que quisiera para mis hijos en las próximas semanas. Me he despertado con el deseo de salir a correr con los caballos. Estoy dispuesto a cumplirlo. Si mis hijos me quisieran acompañar, la cuestión ya estaría decidida…
A los hijos les apetecía mucho y, en cuestión de una hora, salieron galopando a través de una de las pequeñas puertas laterales del palacio. Todos los hijos cabalgaban desde los cuatro o cinco años y todos estaban más que capacitados para hacerlo, hasta Dariel. Una guardia de diez jinetes los siguió desde una discreta distancia. Nadie podía imaginar que el rey corriera peligro estando en Acacia, pero, como monarca que era, a menudo los obligaba a cumplir tradiciones de épocas más peligrosas.
Cabalgaron a toda velocidad por el alto camino rumbo al Oeste. El estrecho sendero atravesaba a veces unas crestas tan estrechas que desde allí uno podía contemplar panoramas a ambos lados que bajaban por unas pendientes cubiertas de enebros que descienden hasta el mar. Las espinosas copas de las acacias rompen ocasionalmente el dosel finamente entretejido. Ellas fueron, naturalmente, las que dieron su nombre a la isla y el título informal a la dinastía Akaran. Eran una característica distintiva del paisaje, singular en comparación con las demás islas del Mar Interior, ninguna de las cuales tenía acacias. De cerca, los árboles asustaban a Mena cuando era más joven. Nudosos y cubiertos de espinas, tan inmóviles y, sin embargo, siempre con una amenaza de vida latente, de una inteligencia interior que ella sospechaba que optaban por mantener oculta por sus propios motivos. Sólo últimamente se había empezado a sentir a gusto cerca de ellos. Un ejemplar viejo, lijado y domesticado se había trasplantado a la habitación de Dariel como pieza sobre la cual saltar, un juguete. Todo ello había sido muy útil para aliviar sus inquietudes. Se podían cortar y mover y convertir en juguetes infantiles; difícilmente hubieran podido inspirar temor.
Los jinetes bajaron a la áspera playa de la costa sureña, un tramo de costa dejado en su estado natural, con vistas al otro lado de la bahía, a unas rocas rebosantes de vida aviar. Se pasaron un buen rato cabalgando en un grupo suelto alrededor y entre grandes trozos de maderas arrojadas a la playa y blanqueadas por el sol o en medio de las cristalinas aguas de color verde donde los caballos acoceaban a través de la espuma. Aliver desmontó y empezó a arrojar conchas marinas contra las olas. Corinn se colocó de pie sobre el putrefacto tronco de un árbol enorme, con los brazos estirados a ambos lados y el rostro apuntado hacia la helada brisa. Dariel perseguía cangrejos de mar por la arena.
Mena decidió permanecer de pie a la derecha de su padre mientras éste caminaba del uno al otro, interesado por todo lo que hacían y riéndose, pues muchas cosas parecían distraerlo cuando estaba con sus hijos. Sostuvo entre sus dedos una rama arrojada por el mar a la orilla, pasando las yemas de los dedos por la superficie de la madera curtida por la intemperie. Así tenía que ser la vida. No se planteaba la cuestión de si tal cosa —un rey retozando con sus hijos— era insólita. Era simplemente lo que siempre había sido. No podía imaginar ninguna otra posibilidad. Se preguntaba, sin embargo, si alguien más que ella veía la tensión oculta detrás de la apariencia de su padre. Su alegría era sincera, pero no carecía de esfuerzo. Era dolorosa en cierto modo a causa del que estaba ausente.
Aquella noche, de vuelta una vez más a la cálida colmena del palacio, Mena y Dariel se acurrucaron en la cama de ella para oír a su padre contar una historia. Como todas las estancias del palacio, la de Mena era grande, ancha y alta, con un suelo de reluciente mármol blanco. No era una sala en la cual Mena pudiera ejercer alguna influencia, a diferencia de lo que podía hacer Corinn en su nido de encaje, con sus alegres colores y sus distintos almohadones. El mobiliario era uniformemente antiguo, unas piezas hechas de nudosa madera dura, con tapicerías que rascaban la piel. Los tapices que colgaban en las paredes representaban figuras de la historia acacia. Ella sólo podía contar las hazañas de algunas de ellas, pero sentía su presencia en la estancia como una fuerza protectora. Velaban por ella. Eran, a fin de cuentas, la gente de su padre. Su propia gente.
Leodan se sentó en un escabel a su lado.
—Bueno pues —dijo—, creo que hemos llegado al punto en el que tengo que contaros la historia de los dos hermanos y de cómo empezaron las grandes desavenencias entre ellos. Es una lástima que Corinn y Aliver sean demasiado mayores para las viejas historias; antes les gustaba ésta, a pesar de que es triste.
El rey explicó que hubo un tiempo en el lejano pasado en que los dos hermanos, Bashar y Cashen, estaban tan unidos que no se podían separar. Una hoja de cuchillo no se podía deslizar entre ellos, tanto era el amor que se profesaban y el placer que experimentaban estando juntos. Por lo menos así fue hasta el día en que una delegación de una cercana aldea acudió a ellos y les dijo que, puesto que ambos eran tan buenos y nobles hermanos, rezaban para que uno de ellos se convirtiera en algo llamado un «rey». Un profeta soñador les había dicho que, si tuvieran un rey, alcanzarían la prosperidad. Era algo que necesitaban amargamente, pues se habían pasado años sufriendo hambre y discordias. Ninguno de ellos podía decidir quién de ellos debería ser el rey y por eso ahora imploraban que uno de los hermanos aceptara el papel.
Los dos hermanos preguntaron si ambos podían ser reyes, pero los aldeanos contestaron que eso no era posible. «Sólo un hombre puede ser el rey de un lugar», dijeron. Eso era lo que les había dicho el profeta. Pero a los hermanos les seguía gustando la idea de ser reyes. Dijeron que los aldeanos eligieran entre ellos y que el no elegido aceptaría la decisión. Acordaron en secreto que, al cabo de cien años, se intercambiarían los papeles y el que no había sido rey lo sería a partir de entonces.
Cashen fue elegido y se convirtió en rey. Durante cien años gobernó sin incidentes. El pueblo prosperaba. Bashar estaba siempre a su lado. Pero el primer día de los primeros ciento y un años Bashar pidió que Cashen entregara la corona. Cashen lo miró fríamente. Estaba acostumbrado a ser rey y le gustaba el poder que ejercía. Bashar le recordó su acuerdo, pero Cashen afirmó que jamás se habían intercambiado tales palabras. Al oírlo, Bashar se llenó de cólera. Llegó a las manos con su hermano. Cashen se lo quitó de encima y, dominado súbitamente por el temor y la vergüenza, huyó de la aldea hacia las montañas. Se libró de todo el amor que sentía por su hermano y se llenó en su lugar de amargura. Bashar lo persiguió por las colinas y las montañas. Unas nubes de tormenta se reunieron en el cielo y los truenos y relámpagos iluminaron el firmamento mientras la lluvia caía copiosamente sobre ellos.
Dariel rozó la muñeca de su padre con un dedo.
—¿Es eso cierto?
Inclinándose hacia él, Leodan murmuró:
—Todas y cada una de las palabras.
—Hubieran tenido que turnarse —dijo Dariel con un tono de cansancio en la voz.
—Cuando Bashar alcanzó a su hermano, le golpeó la cabeza con su bastón de mando. A Cashen se le debilitaron momentáneamente las rodillas, pero después se sacudió el golpe y se abalanzó de nuevo contra Bashar. Esta vez Bashar blandió el bastón a su alrededor y alcanzó a su hermano en las rodillas, arrojándolo de espaldas al suelo. Soltó el bastón y agarró a su hermano, lo sostuvo en alto por encima de su cabeza y se acercó al precipicio. El viento lo azotaba y aullaba a su alrededor, pero, aun así, él consiguió llegar al borde del precipicio, donde arrojó a su hermano al vacío.
»Pero Cashen no pereció. Bajó por la ladera brincando, rodando y dando tumbos. Recuperó el equilibrio y echó a correr. Cruzó el valle saltando y llegó al otro lado. Mientras llegaba a la cumbre de la lejana montaña, un relámpago desgarró el cielo. La luz era tan cegadora que Bashar se tuvo que tapar los ojos. Cuando pudo volver a ver, Bashar observó que Cashen había sido alcanzado. Pero, en lugar de caer muerto al suelo, su cuerpo se estremecía y vibraba de energía. Una luz azul se propagó en abanico sobre su cuerpo y sobre su carbonizada carne. Pero no pereció. Se puso a correr una vez más y ahora era más rápido que antes. Daba unas zancadas enormes y trepó a la cumbre de la lejana montaña y saltó por encima de ella sin dirigir siquiera una mirada hacia atrás para ver a su hermano.
Mena dejó que el silencio perdurara un momento y después preguntó:
—¿Eso es el final?
Leodan la hizo callar y señaló con la cabeza a Dariel para dar a entender que éste se había dormido.
—No —dijo, empezando a deslizar los brazos por debajo del muchacho—, no lo es de ninguna manera, pero es el final de la historia de esta noche. Bashar comprendió que algún dios se había inclinado para bendecir a su hermano. Supo entonces que ambos serían enemigos en una larga y difícil batalla. La verdad sea dicha, siguen luchando. —Leodan se levantó con Dariel echado sobre sus brazos con todo el peso muerto del sopor—. A veces, si prestas atención con cuidado, puedes oírlos arrojándose mutuamente piedras en las montañas.
Mientras contemplaba la espalda de su padre al cruzar la puerta abierta mientras se volvía hacia el resplandor de la amarilla luz de la lámpara del zaguán y salía afuera perdiéndose de vista, Mena reprimió el repentino impulso de llamarlo. Fue como un jadeo por falta de aire, como si hubiera contenido involuntariamente la respiración. Fue la súbita y temible certeza de que su padre se desvanecería en aquel pasillo para jamás volver a ser visto. Cuando era más joven a menudo lo llamaba una y otra vez para que volviera y la consolara con sus historias y promesas hasta que a él se le terminaba la paciencia o hasta que ella caía rendida de cansancio. Pero últimamente ella se avergonzaba de cualquier emoción que la embargara al separarse de él. Era la carga que tenía que soportar, y vaya si la soportaba.
Se dio cuenta de que había apretado fuertemente en sus dos puños las sábanas de la cama. Trató de aflojar los dedos y de extender la calma desde ellos y a través del resto de ella. Era un temor sin sentido, se dijo. Así se lo había dicho muchas veces Leodan. Él jamás la abandonaría. Se lo prometía con absoluta e innegable certeza paternal. ¿Por qué no podía creerlo? ¿Y por qué el deseo de creerle le hacía sentir un ligero desaire a su madre muerta? Sabía que muchos niños de su edad jamás habían sufrido la pérdida de un progenitor. Ni siquiera el dormido Dariel podía recordar lo suficiente a su madre como para echarla de menos. Él no sabía nada de lo que había perdido. Qué benévola era la ignorancia. Si ella hubiera sido la más joven en lugar de Dariel… No estaba segura de si era un pensamiento mezquino, cruel para con su hermano, pero se pasó mucho rato pensándolo.