El asesino abandonó la fortaleza de Mein Tahalian por el gran pórtico central, cabalgando a través de una grieta de las grandes vigas de madera de pino blindadas, justo lo suficientemente ancha como para permitirle salir. Se fue al amanecer, vestido como cualquier soldado del Mein. Llevaba una capa de piel de alce que le envolvía el cuerpo por completo. Incluso le cubría las piernas y daba calor a la poderosa montura que tenía debajo. Llevaba un peto de doble grosor sobre el torso: dos gavillas de hierro ajustadas a los contornos de su cuerpo con una capa de piel de nutria alisada debajo de ellas. Se dirigía al sur a través de una tierra nevada, congelada en un brillo glacial.
El invierno era tan amargamente frío que durante los primeros días el aliento del hombre cristalizaba al salir de sus labios. El vapor formaba una extraña protuberancia alrededor de su boca, convirtiendo el paso hacia ella en un canal cavernoso. Unos nudos de hielo le colgaban de la barba y se rozaban entre sí como campanillas de cristal. Vio a unas cuantas personas incluso al atravesar poblados de bajos refugios abovedados. Vio huellas de zorros blancos y de liebres en la nieve, pero raras veces las criaturas propiamente dichas. Una vez un gato de las nieves se detuvo para observar su paso desde una roca con una mirada de indecisión, sin saber si huir del jinete o perseguirlo. Al final, no hizo ninguna de las dos cosas y el hombre se echó la bestia a la espalda.
En una ocasión subió a lo alto de una loma y contempló una llanura cuajada de renos. Era un espectáculo que casi no se veía desde tiempos lejanos. Al principio, pensó que había llegado a una reunión del mundo espiritual. Después aspiró el mohoso olor de los animales. Eso rompió el aire de misterio. Descendió hacia ellos y disfrutó de la manera en que el rebaño se apartaba de él mientras el sonido de sus pezuñas se convertía en un retumbo dentro de su pecho. Si las tierras del Mein hubieran sido suyas, él habría podido cazar aquellas criaturas tal como habían hecho sus antepasados. Pero su deseo no cambió la realidad. La raza de personas llamada mein, la elevada altiplanicie norteña del mismo nombre, la gran fortaleza de Tahalian, la estirpe real de hombres que hubiera tenido que gobernar el territorio sin interferencias, todos habían sido siervos de Acacia a lo largo de los últimos quinientos años. Fueron derrotados, masacrados en gran número y dominados desde entonces por gobernadores extranjeros. Habían sufrido impuestos injustos, privados de combatientes, muchos de los cuales habían sido enviados a servir a los militares acacios en tierras muy distantes de su hogar, lejos del oído de sus antepasados. Así por lo menos lo veía el jinete… como una injusticia que no debería perdurar eternamente.
Dos veces en la primera semana se apartó del camino principal para evitar los puntos de control de la Guardia Norteña. Su documentación estaba en regla. Con toda probabilidad no se hubiera retrasado, pero no se fiaba de los acacios y aborrecía la simple idea de simular reconocer su autoridad. Cada vuelta que daba para apartarse de ellos lo acercaba más a las Montañas Negras que discurrían paralelas a su camino. Sus picos se proyectaban hacia arriba desde la nieve como enormes copos de obsidiana recortados como con navaja. Según las antiguas historias, las cumbres eran las puntas de unas lanzas arrojadas a través del techo del mundo por una raza de airados gigantes cuyo propio país se extendía bajo la piel de la tierra.
Después de diez días de cabalgar, llegó al Borde Methaliano, la frontera sureña del Mein. Se detuvo un instante para contemplar las fértiles y boscosas tierras situadas seiscientos metros más abajo, sabiendo que jamás volvería a respirar el aire de los altos parajes. Sacó la cabezada a su cabalgadura y la arrojó allí donde él se encontraba. Eligió una manera más suelta de llevar las riendas que no revelara la menor huella de sus orígenes. A pesar de que hacía todavía mucho frío y de que la tierra estaba cubierta de escarcha, se desabrochó la capa y la arrojó al suelo. Extrajo una daga y aflojó la tira de cuero que sujetaba su yelmo. Arrojó el yelmo entre los arbustos y se sacudió el cabello. Fuera de los confines del metal batido, el cabello largo y castaño se agitó como de alegría a causa de la reciente libertad. Su trabajo había sido una de las características que lo habían inducido a asumir aquella tarea. Su tono se parecía muy poco al frágil color pajizo de casi toda la raza mein y siempre lo había avergonzado.
Tras haberse puesto una camisa de algodón para disimular el peto, jinete y montura bajaron de las alturas. Recorrieron una pendiente de muchos vaivenes que reveló un territorio de una clase totalmente distinta, un bosque templado de árboles de madera dura, salpicado de los pequeños y selváticos poblados que constituían el sector norte de las tierras administradas directamente desde Alecia, la sede burocrática del gobierno de Acacia.
Su dominio de la lengua del imperio le era tan odioso que raras veces lo hablaba con nadie, excepto en las ocasiones en que no tenía más remedio. Cuando le vendió el caballo a un tratante del extremo sur de los bosques, masculló contra el dorso de la mano, murmurando con voz ronca. Aceptó a cambio monedas del reino, prendas de vestir que no llamaran la atención y un par de sólidas botas de cuero, puesto que pensaba recorrer a pie el resto del camino hasta la costa. Y, de esta manera, se volvió a transformar.
Siguió el principal camino hacia el sur con un voluminoso saco echado al hombro. Éste contenía amontonadas aquí y allá las cosas que todavía iba a necesitar. Pasó las noches acurrucado en depresiones situadas en el extremo de las granjas o en sectores del bosque. Aunque la gente que lo rodeaba creía que la tierra estaba sufriendo los efectos del invierno, para él todo aquello era más bien un verano tahalio, lo bastante caluroso como para hacerlo sudar.
No lejos del puerto de Alecia se desprendió una vez más de su ropa. Se quitó el peto, lo ocultó debajo de unas piedras en el lecho de un río y tomó una capa cosida en las frías cámaras del Mein, confiando en que pasara por auténtica. Con los hombros envueltos en ella parecía un vadayo. Aunque constituían una antigua orden, los vadayos ya no eran la secta religiosa que antaño habían sido. Eran unos eruditos que estudiaban y conservaban la antigua ciencia bajo la dirección ceremonial de la sacerdotisa de Vada. Eran un grupo muy reservado que despreciaba las obras del imperio. Como tal, no resultaría extraño que él apenas se intercambiara unas palabras con quienes lo rodeaban.
Para completar su aspecto, el hombre se rasuró las partes laterales de la cabeza y se ató el largo cabello en un apretado moño en la parte superior de la cabeza, con unas finas tiras de cuero. Su piel a ambos lados de la cabeza era tan pálida y sonrosada como la carne de cerdo. Se frotó un bronceador que se utilizaba para pintar la madera. Al terminar, ni los ojos más perspicaces lo hubieran podido tomar por otra cosa que no fuera el estudioso que pretendía ser.
Aunque llevaba todos esos disfraces con compostura, en realidad no era ninguna de las cosas por las que se hacía pasar. Se llamaba Thasren Mein. Nació de sangre aristocrática, hijo del difunto Heberen Mein. Era el hermano menor de Hanish, el legítimo jefe de las tribus de la altiplanicie del Mein, y de Maeander, jefe de los punisaris, las fuerzas de guardia de elite y el orgulloso núcleo de la tradición marcial de su pueblo. Era un linaje del que sentirse orgulloso, pero todo esto lo había apartado a un lado para convertirse en un asesino. Por primera vez su existencia tenía sentido para él. Jamás había estado tan centrado como ahora, más satisfecho de sí mismo, entregado a una misión a la que había consagrado su vida. ¿Cuántos de los muchos que caminan por la Tierra saben exactamente por qué respiran y comprenden exactamente lo que tienen que hacer antes de pasar al más allá? Qué suerte tenía.
Desde una embarcación de transporte, observó cómo la isla de Acacia surgía del mar verde pálido en un nudoso revoltijo de rocas. De lejos parecía de lo más inocente. El punto más alto de la isla se encontraba en el extremo sur. En el centro, las montañosas tierras de labranza y las lomas bajaban un poco pero se volvían a elevar en una serie de mesetas que varias generaciones de poblados habían labrado en una tierra apta para albergar el palacio. Los árboles de Acacia se elevaban tan oscuros como los talayos de morena piel del Sur que lucían grandes penachos de plumas, salpicados aquí y allá de blancos capullos. A pesar de la tortuosa longitud de la línea costera de la isla, una parte relativamente pequeña de ella era accesible; las playas y los puertos eran escasos.
Navegando por delante de las torres de protección del puerto, Thasren vio un estandarte del imperio colgando flojo a causa de la falta de brisa. Él sabía por los colores lo que vería si estuviera desplegado: un sol amarillo dentro de una plaza bordeada de rojo, en el centro una silueta negra del árbol que daba este nombre a la isla. Todos los niños del Mundo Conocido identificaban el emblema por muy distante que estuviera su lugar de nacimiento. El asesino tuvo que reprimir su deseo de quitarse carraspeando los gorgojos de la garganta y escupirlos con desprecio.
Subió desde el barco al muelle principal junto con todos los demás pasajeros, mercaderes y trabajadores, mujeres y niños, todos saltando la brecha por encima del agua más clara que el cristal como un rebaño de animales. Había otros vadayos entre ellos, pero Thasren evitó el contacto visual con ellos. De pie sobre la sólida piedra del muelle mientras sus compañeros de pasaje se movían a su alrededor, comprendió que estaba a punto de saltar al interior de la boca del enemigo. Si alguien a su alrededor descubriera ahora su nombre o pudiera adivinar sus pensamientos, se convertiría en el blanco de todas las dagas, espadas y lanzas de la isla. Esperó un momento más de lo que pretendía hacer, sorprendiéndose de que nadie lo condenara. Nadie le hizo advertencias a gritos o se detuvo siquiera para echarle un vistazo.
Estudió la gran muralla de piedra rosada con sus fríos ojos. Más allá, espiras y torres y cúpulas se elevaban en el aire, muchas de ellas pintadas de azul oscuro o de sombrío rojo o marrón con un polvoriento tono herrumbroso, algunas doradas y resplandecientes bajo el sol. Las estructuras subían en terrazas nivel a nivel, tan empinadas como una escarpada montaña. Era bello de contemplar; hasta él lo podía reconocer. No se podía comparar con la baja y cavilosa presencia del hogar del asesino. Tahalian estaba construido con enormes tablones de madera de abeto medio clavados en la tierra como protección contra el frío, sin adornos porque buena parte del año estaban envueltos por la oscuridad invernal mientras la nieve se acumulaba sobre todas las superficies planas. La diferencia entre ambos era difícil de establecer y por eso Thasren se lo quitó del pensamiento.
Se dirigió como dando un paseo hacia las puertas de la ciudad inferior. Puede que tardara algún tiempo, pero encontraría su manera de llegar hasta el centro de la ciudad, asumiendo cualquier disfraz que necesitara para entrar en el palacio propiamente dicho. Allí contestaría a cualquier pregunta que le hubiera planteado casualmente su segundo hermano hacía sólo un mes atrás. Si ellos quisieran que matara a la bestia con muchos brazos, Maeander había dicho, ¿por qué no empezar por cortarle la cabeza? Después podrían ir por las extremidades y el cuerpo mientras la criatura diera tumbos por ahí sin visión y sin liderazgo. El asesino sólo tendría que acercarse lo bastante a esta cabeza y esperar el momento apropiado para asestarle un golpe, y hacerlo en público para que los rumores sobre aquel hecho se propagaran como un contagio de una boca a otra.