Introducción

A mediados del siglo XIX la localización de las fuentes del Nilo seguía siendo el secreto más elusivo del planeta, como venía siéndolo desde los tiempos de los faraones. Cuando enseñaron a Alejandro Magno el templo de Amón en Luxor, se dice que lo primero que preguntó fue: «¿Qué causa la crecida del Nilo?». En efecto, el deseo de hallar una respuesta a los dos misterios, el de la localización de las fuentes del río y por qué la inundación se producía siempre en verano y no en invierno, había atraído a Alejandro hacia Egipto casi tanto como cualquier motivo de carácter militar, comercial o político. A partir del año 30 a. C. Egipto fue gobernado por Roma. En la Europa del siglo XIX seguía siendo válido un proverbio latino —Facilius sit Nili caput invenire («Sería más fácil encontrar la fuente del Nilo»)— para rebatir de un plumazo las utopías de los soñadores de todo tipo. En 66 d. C., el emperador Nerón —que, curiosamente, era muy aficionado a la geografía— envió una expedición río arriba, al mando de dos centuriones, con órdenes de encontrar la legendaria cabecera del río. A más de tres mil kilómetros del Mediterráneo (a medio camino entre su desembocadura y sus ignotas fuentes), los centuriones cayeron derrotados por un pantano inmenso que se extendía a lo largo de cientos de kilómetros. Se trataba del Sudd, infestado de mosquitos, donde un laberinto de canales que cambian constantemente su curso bajo un sol abrasador se ve bloqueado por islas flotantes de papiro y plantas acuáticas entrelazadas.

Durante milenios el misterio del Nilo siguió sin resolverse. ¿Cómo es posible —se preguntaba la gente— que el río fluya indefectiblemente todos los días del año a lo largo de casi dos mil kilómetros a través del desierto más grande y más seco del mundo conocido sin recibir ni un solo afluente que incremente su caudal? No es de extrañar que la inundación anual del delta del Nilo durante el mes más caluroso del año causara respeto y no poca ansiedad por si un día sus misteriosas fuentes se agotaban y Egipto perecía. Pero, a pesar de la apasionada curiosidad de sucesivas generaciones, pasarían dos mil años sin que se realizara ningún descubrimiento significativo acerca del Nilo Blanco. Al sur de los 9,5.º de latitud norte (posición del Bahr el-Ghazal y del Sudd), los mapas de mediados del siglo XIX seguían mostrando su canal principal adelgazándose hasta quedar reducido a una línea de puntos suspensivos cada vez más incierta.

El río más largo del mundo tiene dos grandes ramales: el Nilo Blanco, que discurre a lo largo de unos seis mil setecientos cincuenta kilómetros desde sus fuentes más remotas en África central hasta el Mediterráneo, y el Nilo Azul, que nace en las alturas de la meseta etíope y recorre más de dos mil trescientos kilómetros antes de unirse al Nilo Blanco en Jartum. Para entonces el Nilo Blanco ya ha recorrido casi cuatro mil kilómetros.

Durante las primeras dos décadas del siglo XVII, dos jesuitas españoles, Pedro Páez y Jerónimo Lobo, llegaron a la cabecera del Nilo Azul. El escocés James Bruce se saltó a la torera este descubrimiento y publicó un popular relato de su propio «hallazgo», que tuvo lugar ciento cincuenta años después. Desde entonces se sospecharía que la crecida anual del Bajo Nilo entre julio y octubre se debía a las lluvias monzónicas que caen sobre el macizo etíope y se precipitan con una fuerza espectacular a lo largo de una sucesión de rabiones hacia la cuenca madre a través del Nilo Azul y otros ríos.

Pero sobre el Nilo Blanco propiamente dicho no se hicieron descubrimientos semejantes, aunque este río, mucho más largo, llevaba agua a lo largo de todo el año, incluso durante los meses de invierno y de primavera, cuando el Nilo Azul y el Atbara se convertían en cauces secos. Pese a la total dependencia de Egipto de la continua afluencia de caudal del Nilo Blanco, a comienzos de la década de 1850 ni uno solo de la larga serie de comerciantes y aventureros griegos, italianos, malteses y franceses que llevaban dos décadas intentando localizar sus fuentes había conseguido llegar más al sur de la actual ciudad de Juba, a unos mil kilómetros al sur de Jartum.

A primera vista parece increíble que en la era de la máquina de vapor, la pila galvánica, las comunicaciones telegráficas y los cronómetros de precisión, el Nilo siguiera guardando sus secretos. Pero había muy buenos motivos para esa falta de progresos en la resolución de aquel gran enigma: las «fiebres» y otras enfermedades tropicales sin explicación diezmaban las expediciones, las cataratas bloqueaban el paso río arriba, la mosca tse-tse mataba a las bestias de carga y hacía imposible el transporte rodado, los porteadores desertaban, la estación de las lluvias convertía en lodazales regiones enteras, y los conflictos locales atizados por el tráfico de esclavos hacían que muchos jefes locales recibieran a los extranjeros con una lluvia de lanzas y flechas envenenadas en vez de cubrirlos de regalos.

Pero entre 1856 y 1876, el Nilo Blanco revelaría por fin sus secretos a un peculiar grupo de exploradores británicos excepcionalmente valerosos que resolverían paso a paso el misterio de las fuentes, a pesar de las enfermedades, entre otras la pérdida de la vista y del oído y, en un caso, el uso de ambas piernas, al menos temporalmente. Sufrieron también los estragos de úlceras necróticas, malaria, hemorragias gastrointestinales y heridas profundas de flechas y lanzas. Curiosamente, al término de sus viajes, casi todos discreparían profundamente acerca de cuál de ellos merecía la corona de vencedor.

Hace cincuenta años se publicó el best seller internacional de Alan Moorehead acerca de la búsqueda de las fuentes del Nilo. Aunque durante las décadas posteriores a la aparición de El Nilo Blanco ha salido a la luz, tanto en forma manuscrita como impresa, una multitud de hechos desconocidos en torno a esta empresa, no se ha llevado a cabo ningún intento a gran escala de escribir otro libro sobre el tema, en el que se usaran los nuevos materiales para profundizar en los caracteres de los primeros exploradores del Nilo y las relaciones que mantuvieron entre sí, para ofrecer una nueva imagen suya, estudiar una vez más sus viajes, y hacer una nueva evaluación de las perennes y trágicas consecuencias de la exploración de la cuenca del Nilo desde el siglo XIX hasta nuestros días. Existen nuevas informaciones que arrojan luz sobre todos los asuntos arriba citados, pero también sobre otras cuestiones más personales, que irían desde la supuesta traición de Speke a Burton, la forma en que Baker se echó la amante que luego llevó consigo a África, la posible aventura amorosa de Speke con una mujer de la corte de Uganda, y si el Livingstone y el Stanley reales se parecen efectivamente al retrato que de ellos ofrece El Nilo Blanco. Al final del presente volumen, en las páginas 521-526 ofrezco una relación exhaustiva de libros que tienen que ver con el tema y de mis propias investigaciones.

Hoy día, suele darse por hecho que la motivación de los exploradores de mediados del siglo XIX eran la avaricia y el deseo de explotar África y a los africanos para obtener beneficios comerciales, o la dudosa satisfacción de ejercer el poder sobre los más débiles. En realidad, diez años antes del descubrimiento de diamantes en Kimberley y casi veinte años antes de que se encontrara oro en el Witwatersrand, las motivaciones de hombres como Burton, Speke y Grant eran muy distintas de las que tenían los administradores, militares y comerciantes europeos que fueron al continente negro en las décadas de 1880 y 1890, cuando ya estaba en marcha el reparto de África. En las décadas de 1850 y 1860 lo que impulsó a aquellos hombres a arriesgar sus vidas con el fin de hacer «descubrimientos» tendría mucho más que ver con el deseo de aventura que con el afán de abrir nuevos mercados. En efecto, fue el deseo de escapar de lo que Stanley llamaba «esa vida superficial de Inglaterra, donde no se permite al hombre ser auténtico y natural» lo que atrajo a África tanto a él como a los demás.

Sólo el «continente negro» y otros lugares salvajes parecían ofrecer a los individuos fogosos de los países industrializados la oportunidad de escapar de las fábricas, los despachos y las oficinas de las ciudades en expansión. Muchos se habrían identificado con el lamento de Rimbaud, tantas veces citado, antes de marchar de Europa con destino a Harar en Etiopía: «¿Qué vida es esta? La verdadera vida está en otro sitio». Samuel Baker hablaba en sus escritos de su deseo de ser «un espíritu errante» y zambullirse «en lo desconocido». Cuando a Speke le concedían algún período de permiso mientras prestaba servicio en el ejército de la India, viajaba a las montañas del Tíbet o a Somalia, en vez de regresar a las insulsas tazas de té y el cotilleo social de Inglaterra. Y uno de los primeros misioneros en Nyasalandia (Malawi) señalaba un elemento esencial del atractivo de África. «El sentimiento de individualidad es el principal aliciente. En la incesante vorágine de la civilización el elemento personal se ha perdido de alguna manera en la masa. En las selvas de África eres el hombre en medio de todo lo que te rodea».

Burton se hacía eco de esos mismos sentimientos, pero daba un paso nietzscheano más: «El hombre quiere viajar —afirmaba— y debe hacerlo o morirá». Como es bien sabido, decía a un amigo: «Después de empezar el viaje en un tronco hueco y tras haber recorrido varios miles de kilómetros río arriba, con unas perspectivas mínimas de regresar, me pregunto: “¿Por qué?”, y sólo se oye un eco: “¡Maldito loco! […] Te lleva el diablo”». Hubo muchos otros exploradores que disfrutaron viviendo al filo de la navaja y que a menudo sufrieron profundas depresiones cuando regresaban a casa después de pasar largos períodos expuestos al peligro.

Para un hombre que había vivido su infancia en un asilo como Henry Morton Stanley, África ofrecía la oportunidad de transformarse a sí mismo y de asumir otra identidad con una misión nueva en la vida. Galopando por la sabana a lomos de su corcel blanco en busca del Dr. Livingstone, era un hombre literalmente reconstruido, una vez abandonadas su antigua personalidad y su antigua nacionalidad, que no deseaba (lo mismo que su nombre). En África, declararía, el espíritu humano «no es reprimido por el temor, ni humillado por el ridículo y los insultos […] [sino que] renace libre y sin limitaciones […] [e] imperceptiblemente cambia al hombre en su totalidad».

Estaba además la sed acuciante de descubrimientos que sentían todos estos hombres, una manifestación exacerbada de la curiosidad innata en todo ser humano. «Los descubrimientos son mi principal obsesión», confesaba Burton. Esa «obsesión» parecía relegar a veces a los exploradores a una especie distinta, separada del resto de sus congéneres por una resolución extrema y una capacidad extraordinaria de sufrir y arrostrar peligros. Pero dicha «obsesión» no tenía siempre un carácter masoquista ni tampoco era puramente egoísta. Speke describe cómo su determinación de convertirse en explorador lo «condujo de dedicarme a cazar, coleccionar cosas, confeccionar mapas y recorrer el mundo en general» hasta un punto en el que se sintió «gradualmente casado con la investigación geográfica». «Casado» era un término bastante fuerte, y desde luego Speke estaba firmemente decidido a realizar observaciones científicas precisas aun cuando ello requiriera permanecer despierto toda la noche con un tiempo de perros hasta que se abriera un claro en las nubes que le permitiera calcular la posición de la Luna. También Stanley estaba dispuesto a confeccionar sus mapas con exactitud, fueran cuales fueran los costes personales que ello comportara.

Junto con los indudables sueños de gloria personal a través del éxito de sus libros y la promoción social, los exploradores del Nilo abrigaban en su mayoría una auténtica fe en que estaban llevando a cabo descubrimientos geográficos en beneficio del género humano en su conjunto y no sólo de sí mismos. Independientemente de que alcanzaran o no la fama, la hazaña de llegar hasta un lago, un río o una fuente buscados durante largo tiempo proporcionaba un gozo que era casi religioso. Convencido de que tenía ante sus ojos el principal depósito de agua del Nilo, Baker, por lo general tan arrogante, dio gracias a Dios diciendo: «Había sido el humilde instrumento al que se ha permitido desentrañar esta parte del gran misterio […] Lo consideraba demasiado serio como para dar rienda suelta a mis sentimientos con vanos gritos de triunfo». Entre todos los exploradores, David Livingstone es el que, al parecer, menos afectado se vio por el deseo de alcanzar la gloria personal. Según escribió, «cuando se viaja con el objetivo específico de mejorar la situación de los nativos todos los actos de uno quedan ennoblecidos […] el sudor de la frente deja de ser una maldición cuando se trabaja para Dios». Pero hasta Livingstone deseaba «quitar de en medio» a sus rivales encontrando la fuente del Nilo y restableciendo su reputación como el mayor explorador del mundo.

Cuando Baker vio a Speke y Grant salir de África central en el Alto Nilo, consumidos y quemados por el sol, con las ropas hechas jirones después de tres años de viaje, exclamó espontáneamente: «¡Hurra por la vieja Inglaterra!». El mero patriotismo era sin duda un gran incentivo para estos exploradores en una época en la que Gran Bretaña era dueña y señora de los mares y la indiscutible «fábrica del mundo». Speke contó a un amigo que había vuelto a África porque «preferiría morir cien veces» antes que levantarse un día y enterarse de que «cualquier extranjero había arrebatado a Inglaterra el honor del descubrimiento». Pero eso no quería decir que quisiera conquistar territorios para la Gran Bretaña. Lo que lo enorgullecía era ser el primero, según creía, en hacer un determinado descubrimiento, por delante de los exploradores de otros países.

No obstante, con el paso del tiempo las motivaciones de los exploradores sufrirían cambios y modificaciones. Al tiempo que el misterio del Nilo fue resolviéndose entre 1856 y 1877, la presencia de los defensores de las causas humanitarias, de los deportistas y los aventureros iría aumentando a lo largo del río y en toda el África ecuatorial. Luego vendrían los intereses políticos, que acabaron constituyendo el factor predominante. Samuel Baker regresó a África para combatir el tráfico de esclavos, pero también para expandir el territorio del jedive de Egipto, y Henry Stanley viajó al África occidental para introducir los barcos de vapor en el río Congo y construir una carretera y diversos centros comerciales para el rey Leopoldo II de Bélgica. Mientras tanto, los viajes de Hermann von Wissmann y Karl Peters serían utilizados por Alemania para justificar sus pretensiones sobre la mayor parte de África oriental. Para entonces la rivalidad entre De Brazza y Stanley había llevado al gobierno francés a apropiarse de un vasto territorio a lo largo de la margen derecha del río Congo.

El primer «presidente vitalicio» de Malawi, el Dr. Hastings Banda, sugirió que la idea que tenían los exploradores europeos de que habían realizado «descubrimientos» era insultante y absurda. «No había nada que descubrir», decía el Dr. Banda. «Nosotros ya estábamos allí desde siempre». Y efectivamente, los ojos de los africanos habían contemplado todos aquellos grandes lagos y ríos durante incontables generaciones antes de que ningún explorador europeo pudiera jactarse de haber hecho lo mismo. Sin embargo, ningún africano conocía la extensión de las cuencas del Nilo, el Congo o el Níger, ni sabía cómo estaban comunicados entre sí los lagos y ríos de África. Las distancias que había que recorrer antes de sacar ninguna conclusión sobre estos asuntos ascendían a miles de kilómetros, y los mismos problemas que hacían que los viajes resultaran tan difíciles para los europeos los tenían también los africanos, que, aunque supieran dónde estaban situadas las fuentes del Nilo o del Congo, no habrían tenido acceso a los cronómetros, los sextantes o los horizontes artificiales necesarios para situar la cabecera de dichos ríos en un mapa preciso.

Cuando Livingston le preguntó por la dirección que seguía un río de la zona y dónde estaba su fuente, el jefe Kasembe le respondió: «Dejemos que las corrientes sigan su curso, y no preguntemos dónde nacen ni adónde van». Otro jefe se negó a hablar acerca de un lago situado en las inmediaciones alegando que «sólo era agua, y no había nada que ver en él». Las preguntas sobre este tipo de cosas chocaban a muchos africanos, que las encontraban sospechosas o absurdas. En el caso de los lugares que todavía no habían sido visitados, la mayoría de los indígenas juzgaban que probablemente hubiera razones sobrenaturales de que así fuera y que lo mejor que cabía hacer con dichos lugares era evitarlos.

Bien es cierto que fueron pocos los exploradores europeos que expresaron debidamente en sus libros algún reconocimiento por las informaciones geográficas obtenidas de los traficantes de esclavos árabo-swahili o por el papel esencial desempeñado por los africanos que los acompañaron y posibilitaron sus viajes portando las mercancías usadas para comprar comida por el camino y pagar a los jefes por permitirles el paso a través de sus territorios. Los africanos actuaban además como intérpretes, guardianes y guías. Algunos exploradores, sin embargo, que les dieron el crédito que se merecían. Livingstone a menudo elogió a sus hombres, a pesar de las deserciones y los robos constantes. Speke se puso de parte de sus porteadores frente a Burton en el curso de una larga disputa sobre supuestos malos tratos, y Stanley a menudo rindió tributo en sus libros a sus hombres. «Sus nombres deberían escribirse con letras de oro», dijo a propósito de los valerosos tripulantes que se ofrecieron voluntariamente a acompañarlo en una pequeña barca por las aguas inexploradas del lago Victoria. Los guías africanos más famosos, como por ejemplo Sidi Mubarak Bombay y Abdullah Susi, adquirieron su pericia y sus conocimientos a lo largo de muchos viajes. Bombay estuvo en dos ocasiones al servicio de Speke, antes de trabajar para Stanley, y Susi fue liberado de una caravana de esclavos por Livingstone, tras lo cual trabajó para él ocho años, antes de ponerse al servicio de Stanley en el Congo. La mayoría de los exploradores debían su vida a sus porteadores, que en muchos casos los salvaron más de una vez, pero suponer que esos hombres, en circunstancias distintas, hubieran arrostrado peligros equivalentes por su cuenta con el único fin de llevar a cabo descubrimientos geográficos similares es pura fantasía.

Richard Burton se queja en una ocasión en los siguientes términos:

El viajero angloafricano en este momento del siglo XIX es un profesional que tiene demasiado trabajo […] pues se espera de él que revise y observe, que registre datos meteorológicos y trigonométricos, que cace y diseque pájaros y otros animales, que recoja muestras y teorías geológicas […] que haga avanzar los estudios todavía en pañales de la antropología, que lleve las cuentas, que haga dibujos y escriba un diario extenso y legible […] y que envíe largos informes para que los miembros de la Royal Geographical Society no se queden dormidos durante sus sesiones.

Todo ese trabajo había que hacerlo en un escenario realmente muy peligroso. A mediados del siglo XIX, cuando eran pocos los viajeros europeos que se adentraban en el África oriental, tres fueron asesinados, justo en la época en la que Speke y Burton realizaron su expedición al lago Tanganica y cuando Livingstone emprendió su último viaje. Los buscadores de las fuentes del Nilo no tenían más que fijarse en la suerte de los primeros exploradores del África occidental para saber que expediciones enteras habían perecido a consecuencia de la malaria. Durante la expedición de Mungo Park en 1805, cuarenta de los cuarenta y cuatro europeos que la integraban perdieron la vida, empezando por el propio Park, que fue asesinado. Treinta años después, en el curso de la expedición de Richard Lander a lo largo del mismo río sucumbieron treinta y ocho de los cuarenta y siete hombres que la integraban, y Lander murió a causa de las secuelas de una herida de bala. Entre 1853 y 1856, Livingstone demostró que la quinina reforzaba la resistencia a la malaria, aunque todos los compañeros blancos de Stanley murieron durante sus sucesivos viajes, y la misma suerte corrieron dos colegas europeos de V. L. Cameron.

La valentía y la iniciativa de los exploradores del Nilo y su capacidad de superar las limitaciones de los hombres corrientes quedaron demostradas una y otra vez a lo largo de los veinte años de su épica búsqueda de las fuentes. En 1861 Speke, en el curso de su magnífico viaje desde Unyanyembe hasta Buganda, tuvo que hacer frente a diversas enfermedades, a interrupciones forzosas que duraban meses, a los robos y a la deserción en masa de sus porteadores. En 1868, David Livingstone fue abandonado por todos sus hombres, menos por tres, y aun así tuvo la temeridad de salir en busca del lago Bangweulu en plena estación de lluvias. En 1877, cuando muchos de los hombres de Stanley se hallaban medio muertos de hambre en el Bajo Congo y habían perdido ya las ganas de vivir, él mismo se encargó de darles ejemplo y animarles a seguir adelante, sorteando los rápidos y logrando la salvación.

En aquella decisión audaz de llevar a cabo estas empresas que suponían un verdadero desafío a la muerte resonaban los ecos de la pasión que sentían los victorianos por la caballería medieval y de la idea cristiana de redención por el sufrimiento. De ese modo, la tendencia moderna de calificar a hombres como David Livingstone y Henry Stanley de autodestructivos o perversos habría causado grandísimo estupor a sus contemporáneos, para quienes el descubrimiento de las fuentes del Nilo supuso un acontecimiento tan trascendental como lo sería un siglo más tarde la llegada del hombre a la Luna. Tampoco se debe estigmatizar a aquellos hombres extraordinarios y acusarlos de tener los vicios expoliadores de la siguiente generación de aventureros y colonos europeos. (Ese cambio de actitud durante el último cuarto del siglo XIX es el tema de otros capítulos de mi libro).

Vista retrospectivamente, la búsqueda de las fuentes del Nilo podría considerarse la última manifestación del espíritu de aventura antes de que la competición de las «grandes potencias» y el «reparto» de las colonias quitaran de en medio a aquellos personajes extraordinarios y los sustituyeran por expediciones gubernamentales que avanzaban cada vez más deprisa por la senda de patrioterismo que, al término del viaje, conduciría a la muerte de la aventura en los barrizales del frente occidental.

TIM JEAL

Londres, 2011