CODA

Sin varita mágica

En menos de un cuarto de siglo, un pequeño grupo de exploradores extraordinariamente valerosos y sus notables porteadores, guías, intérpretes y servidores africanos habían resuelto el enigma geográfico más grande de la Tierra, recorriendo para ello muchísimos miles de kilómetros, en su mayoría a pie. Habían arriesgado sus vidas repetidamente, se habían visto detenidos sucesivamente durante meses por jefes locales y reyes, y habían sobrevivido gracias a sopesar con prudencia cuándo les convenía ser pacientes y cuándo mostrarse inflexibles. Raras veces, en el curso de sus exploraciones, se habían encontrado en condiciones de imponer su voluntad. Sus esfuerzos conjuntos permitieron levantar el velo de uno de los misterios más grandes del planeta.

El coste en vidas humanas había sido muy alto, como pone de manifiesto el gran viaje de Stanley desde un extremo a otro de África. De las doscientas veintiocho personas que salieron con él de Zanzíbar perdió la vida exactamente la mitad. De los cuatro europeos que formaban parte de la expedición, él fue el único superviviente. La inmensa mayoría de los fallecimientos afectó a los wangwana, que constituían el grupo más numeroso con diferencia. «La ejecución y el cumplimiento de todos los planes y designios —dijo Stanley a un amigo—, se debieron al valor y a la bondad intrínseca de veinte hombres… Si me hubieran quitado esos veinte hombres, no habría podido yo pasar de los primeros días de viaje». Entre ellos se encontraban Manwa Sera y Chowpereh, que habían acompañado a Livingstone en su último viaje. Con él había ido también Uledi, al que Stanley valoraba más que a cualquier otro capataz de aquella gran expedición de 1874-1877.

El carácter indispensable de los servicios de los principales capataces y porteadores wangwana queda patente cuando vemos la lista de los viajes que hicieron posibles. Uledi había acompañado ya a Stanley en su famosa búsqueda de Livingstone y previamente había estado con Speke y Grant entre 1860 y 1863. Sidi Mubarak Bombay había viajado con Burton y Speke en 1857-1859, y luego con Speke y Grant unos años después, y con Stanley durante la búsqueda de Livingstone. Susi había estado con Livingstone desde 1863. Junto con Chowpereh, Susi se puso al frente de los hombres que llevaron el cadáver de su señor a la costa en 1873. Luego sirvió a Stanley en el Congo entre 1879 y 1884, y recibió el encargo de construir el primer puesto comercial de Leopoldville. Dualla, el gran diplomático de Stanley en el curso de esa misma expedición, se convertiría luego en el jefe de caravana africano más valioso de Lugard durante la década de 1890. Algunos de estos hombres vivieron lo bastante para retirarse, como haría Bombay en 1885, y vivir de una pensión de la Royal Geographical Society, pero esos fueron sólo los más afortunados, ya que fueron muchos más los que murieron durante los viajes.

De los protagonistas europeos de la búsqueda del Nilo, sólo David Livingstone murió en África. Pero Samuel y Florence Baker estuvieron lo más cerca de la muerte que cabe imaginar sin llegar a perder la vida, pues se empeñaron en cruzar un territorio pantanoso e infestado de mosquitos cuando se les había agotado la quinina. En una ocasión Stanley se adentró en el túnel de luz que popularmente se asocia hoy día con las experiencias cercanas a la muerte. Richard Burton se vio tan gravemente aquejado de malaria que estuvo sin poder andar casi un año entero; Speke padeció una enfermedad dolorosísima, con síntomas como hidrofobia aguda, además de episodios de fiebre, ceguera transitoria y pérdida permanente de la audición de un oído. Durante nueve meses, Grant quedó inmovilizado a causa de las úlceras tropicales en las piernas, y Farquhar y Shaw, los dos compañeros de Stanley durante la búsqueda de Livingstone, murieron a consecuencia de las complicaciones de la malaria. En el segundo viaje de Stanley, los dos hermanos Pocock y Frederick Barker murieron, respectivamente, uno de viruela, otro ahogado y otro de malaria.

Livingstone habría podido morir fácilmente varios años antes de lo que lo hizo —y de la misma forma violenta en que perdieron la vida los exploradores británicos Mungo Park y Richard Lander—, pero las lanzas que le arrojaron no lo alcanzaron por poco. Menos afortunados fueron Burton y Speke, que recibieron los dos varias heridas graves de arma blanca a manos de unos nativos somalíes. Por aquella época no era infrecuente que los viajeros europeos fueran asesinados por africanos. Entre 1845 y 1865, un oficial de la marina francesa, el teniente Maizan, el científico alemán Albrecht Roscher y su compatriota el barón Klaus von der Decken fueron todos asesinados por nativos de África oriental. El amigo de Stanley, Ernest Linant de Bellefonds, pereció a manos de los bari en 1876, y dos misioneros compañeros de Mackay y dos oficiales del ejército británico, Frederick Carter y Thomas Cadenhead, fueron asesinados junto con sesenta de sus hombres por Mirambo y sus secuaces en 1878 y 1880, respectivamente. Cinco años después, el obispo James Hannington y sus servidores fueron apuñalados por orden de Mwanga, el kabaka de Buganda, y poco después Emin Pachá fue asesinado por un señor de la guerra, Kibonge.

A pesar de sus méritos evidentes, Speke y Livingstone no recibieron del estado británico ninguna recompensa por su contribución al incremento del conocimiento humano. A Grant le concedieron una miserable medalla de compañero de la Orden del Baño, Baker fue nombrado caballero y Stanley, que fue quien por fin aclaró definitivamente la geografía de todo el sistema hidrográfico de África central, recibió ese mismo honor muchos años después de cosechar sus grandes triunfos geográficos. Burton recibió también el título de caballero gracias a la incansable labor de zapa de su aristocrática esposa. Como recompensa por una campaña que acabó en una sola mañana de matanza mecanizada, el general sir Horatio Kitchener fue hecho barón y el Parlamento le concedió en recompensa la asombrosa suma de treinta mil libras.

Como los exploradores fueron los primeros blancos en llegar al interior del continente, seguidos poco después por los misioneros y luego por los funcionarios del imperio, ¿es justo afirmar que la carrera por el reparto de África fue un proceso único y concatenado? En cierto sentido la vinculación entre unas fases y otras es evidente, pues la exploración fue el paso previo esencial para el posterior dominio y asentamiento de los blancos. Pero ¿qué querían realmente los exploradores del Nilo que fuera de África después de que ellos recorrieran y cartografiaran buena parte del continente? No resulta fácil responder una pregunta como esta, pues, con la excepción de Richard Burton (que desdeñaba las colonias africanas por considerarlas impracticables, ya que, a su juicio, los habitantes del «continente negro» eran demasiado primitivos para absorber la cultura europea), varios de ellos, aunque en un momento dado se mostraran favorables a la creación de colonias, cambiaron de opinión con el tiempo. Un caso muy ilustrativo en este sentido es el de Samuel Baker, el explorador más directamente responsable de extender Sudán hacia el sur con unas consecuencias tan espantosas en el futuro. En 1889 protagonizó un cambio de postura absoluto y dijo que en adelante Gran Bretaña no debía tener nada que ver con Ecuatoria y Uganda y que no le convenía ocupar ninguno de estos países, pues el África tropical no sería nunca nada más que una sangría para el contribuyente británico. Ni que decir tiene que nadie hizo caso de esta última opinión suya.

David Livingstone, cuyas opiniones y teorías influirían en la opinión pública británica más que las de todos los demás exploradores del Nilo juntos, empezó dudando de si el contacto a gran escala con los blancos no sería para los africanos nada más que algo perjudicial. «Si el contacto con los europeos no sirve para hacer progresar a los nativos —escribía—, es seguro que los perjudicará. He observado con mucho dolor que todas las tribus que he visitado últimamente [en Botsuana y en la colonia del Cabo] están experimentando este último proceso». Livingstone se negó a condenar la poligamia afirmando que no podía ser considerada adulterio. Comprendió inmediatamente que se necesitaban muchas esposas para crear las grandes familias que eran imprescindibles para el poder de los jefes. Se dio cuenta también de que como a los individuos no se les permitía acumular un excedente de grano para su uso personal (so pena de ser acusados de hechicería), la tribu estaba en mejores condiciones de alimentar a todos sus integrantes en caso de hambruna de lo que lo habría estado si el grano fuera de propiedad privada, y no colectiva. Como misionero, sin embargo, Livingstone se había visto obligado a descartar la posibilidad de dejar a los africanos a su aire. Su obligación impuesta por Dios, pensaba, era salvar las almas del mayor número posible de personas.

De modo que entre 1849 y 1851 realizó tres viajes al extremo norte de Botsuana en un intento de encontrar una tribu incontaminada, cuyos miembros fueran más receptivos —o al menos eso esperaba él— a las enseñanzas de Cristo que las que vivían cerca de los boers. Para mayor espanto suyo, a comienzos de la década de 1850 descubrió que hasta las tribus más remotas del Zambeze habían sido visitadas por traficantes de esclavos portugueses o por sus agentes africanos, los mambari. En efecto, resultó que los miembros de la tribu favorita de Livingstone, los kololo, habían vendido hombres y mujeres a los mambari a cambio de telas, armas de fuego y reses robadas. Parecía muy poco probable que llegara a encontrar tribus incontaminadas a lo largo del Zambeze. En unas circunstancias tan poco alentadoras, Livingstone llegó a la conclusión de que sólo la intrusión generalizada de los europeos podía tener una mínima posibilidad de provocar un cambio moral.

Su posición era dolorosamente irónica. Había llegado en busca de unas gentes incontaminadas, pero, después de comprobar que estaban corrompidas, ahora se disponía a defender un mayor contacto con los forasteros. Aunque si no se permitía a los kololo vender sus pieles, su cera de abeja, sus resinas y su marfil al tipo de mercaderes que no esperaban ser pagados con esclavos por los productos manufacturados que tanto ansiaba la población local, el tráfico de esclavos y la frontera de las armas de fuego continuarían extendiéndose como un fuego sin control. Livingstone creía que sólo «el comercio y el cristianismo», y en último término las colonias, podían impedir este desastre. Estaba convencido de que los jefes locales no abandonarían nunca su derecho consuetudinario de esclavizar a los cautivos hechos entre las tribus vecinas hasta que pudieran ver la prueba de la superioridad material de la sociedad europea respecto a la suya. Sólo la aparición de los barcos de vapor con casco metálico y de las máquinas parecía probable que pudiera crear en los poderosos jefes de tribu africanos una crisis de confianza. La simpatía que en un principio había sentido Livingstone por las costumbres africanas hizo que le resultara tanto más difícil pensar de esta manera.

Sin embargo, en el momento en que decidió que el tráfico de esclavos sólo podía ser derrotado si los europeos creaban colonias africanas, Livingstone empezó a presionar a los sucesivos gobiernos británicos. Sus desvelos en este sentido no se verían satisfechos durante los catorce años de vida que le quedaban. En 1860, lord Palmerston escribió: «No tengo la menor intención de embarcarme en nuevos proyectos de posesiones británicas. La información del Dr. L. es muy valiosa, pero no debe permitírsele que nos tiente a crear colonias a las que sólo puede llegarse en vapor y además salvando unas enormes cataratas». A mediados de siglo, Gran Bretaña era la gran fábrica del mundo, cuya producción superaba a la de todos sus rivales, y, a juicio de sus políticos, no necesitaba nuevas colonias para aumentar su riqueza y su poder.

Al igual que David Livingstone, John Speke creía que la creación de colonias era la mejor manera de hacer progresar la vida de los africanos. Cuando llegó por primera vez al lago Victoria, quedó estupefacto al ver la pobreza de los habitantes de la zona, teniendo en cuenta la extraordinaria fertilidad del suelo. ¿Por qué eran tan pobres, se preguntaba? Parecía que la causa de semejante situación era la abundancia del propio entorno. No hacía falta fabricar vestidos debido a lo benigno del clima, y el terreno producía de por sí suficientes frutos para hacer de la agricultura un esfuerzo innecesario. Así que, ¿para qué acumular un excedente de alimentos destinado a la venta y obtener así los medios necesarios para llevar a cabo otros proyectos? Pero sobre todo culpaba de la pobreza a las mezquinas guerras locales. «El motivo fundamental [de la pobreza] es su necesidad de un gobierno fuerte y protector, capaz de preservar la paz, sin la cual no puede prosperar nada». Pensaba que

[…] si en vez de estar en manos de sus actuales propietarios, esta comarca estuviera gobernada por unas cuantas decenas de europeos, podría producirse en pocos años una revolución total. Se abriría a todo el mundo un mercado enorme […] y el comercio allanaría el camino a la civilización y el progreso.

De nuevo como Livingstone, Speke temía que los africanos fueran «borrados de la faz de la Tierra» por el tráfico de esclavos árabo-swahili, a menos que Inglaterra estableciera un equivalente africano del Raj británico. Unos años después, pidió que se enviaran misioneros a Sudán, Bunyoro, Buganda y Ruanda, que allanaran el camino al «comercio legítimo». En su opinión, los africanos «consideraban el tráfico de esclavos legítimo por el hecho de que los esclavos se compran con artículos mercantiles europeos». Lo que se necesitaba, decía Speke, era enseñar a los propios africanos «a odiar el tráfico de esclavos». Además, afirmaba, había que presionar al sultán de Zanzíbar para que pusiera fin a ese tipo de comercio en sus dominios. Si Speke no hubiera muerto en 1864, su voz se habría sumado a la de Livingstone defendiendo la creación de nuevas colonias por motivos humanitarios.

Stanley no llegó a convencerse de que debían crearse colonias (en contraposición con los ríos internacionalizados y los puestos comerciales) hasta que en 1883 se encontró con dos mil trescientos esclavos recién capturados en el Alto Congo y pensó que estaba viviendo «una especie de pesadilla», al contemplar aquella «inhumanidad indescriptible». Suponía que para conseguir esa cantidad de esclavos habría sido preciso matar a balazos a otros tantos para impedir que opusieran resistencia. Por aquella época, cada año eran desplazadas o esclavizadas en África central medio millón de personas.

Había muy buenos motivos para exigir la intervención. Aquellos exploradores no habían abierto violentamente —como se ha dicho a veces— las puertas de un paraíso virgen y lo habían expuesto por vez primera a la codicia explotadora de los capitalistas del mundo. A comienzos de la década de 1860 Samuel Baker encontró en el Alto Nilo traficantes de esclavos europeos, egipcios y sudaneses estableciendo puestos comerciales a unos ochenta kilómetros del lago Alberto. También en la década de 1860 David Livingstone había quedado desconcertado al comprobar que los jefes de las tribus nyamwezi vendían a los miembros de las tribus vecinas e incluso a su propia gente a un puñado de intrusos llegados de otras tierras. El comercio interno de esclavos de los propios africanos lo llevó a decir que «aquella constante captura y venta de niños» de las tribus sometidas hacía que los negreros portugueses y árabes «parezcan en comparación un mal menor». Unos diez años antes, David Livingstone había coincidido con el traficante de esclavos portugués Silva Porto a orillas del Zambeze, en el centro del continente.

En la década de 1840 la pasión de la sociedad victoriana por los pianos con teclas de marfil, o los mangos de cuchillo y los cepillos de este mismo material ya no podía ser satisfecha sólo por los mercaderes africanos, así que los árabo-swahilis (cuyos antepasados árabes habían llegado a la costa de África oriental en el siglo IX) habían empezado a penetrar más y más en el interior del continente para volver con un número cada vez mayor de colmillos de elefante y de esclavos, necesarios para cargar con ellos. Stanley escribió con incredulidad:

Cada libra de marfil ha costado la vida de un hombre, una mujer o un niño; por cada cinco libras se ha quemado una choza; por cada dos colmillos se ha destruido un poblado entero […] Resulta sencillamente increíble que por el hecho de que se necesite marfil para fabricar adornos o bolas de billar, haya que devastar el corazón de África.

Samuel Baker comentaba sarcásticamente que como los traficantes de esclavos habían hecho que el país fuera tan peligroso, a menudo no había tenido más remedio que sumarse a sus grandes caravanas para poder viajar:

Resulta curiosamente agradable viajar en compañía de estos bandoleros, pues convierten cualquier país en un nido de avispas. No existe ningún plan de acción ni de viaje, y al depender de sus movimientos, me parezco más a un burro que a un explorador.

Desde Ruanda y Buganda por el norte, hasta el lago Nyasa (Malawi) y la meseta del Shire por el sur, los exploradores del Nilo comprobaron que los mercaderes árabo-swahilis habían llegado una década o dos antes que ellos, trayendo tras de sí la destrucción y el sufrimiento. Los traficantes de esclavos y de marfil habían llevado también al interior del continente la pólvora y las armas de fuego, aunque, por desgracia, estas últimas no eran objetos de importación recientes. Hacía más de un siglo, desde aproximadamente 1700, que los holandeses venían vendiendo veinte mil toneladas de pólvora anuales a lo largo de la costa de África occidental, mientras que en la costa de África oriental los portugueses habían entrado por vez primera en el estuario del Zambeze con pólvora y cañones a mediados del siglo XVI.

Las migraciones y las guerras africanas provocaron asimismo disturbios generalizados. El traslado hacia el norte de los ngoni fue presenciado por Speke y por Livingstone, que registraron los asesinatos y los robos de ganado perpetrados cerca del lago Nyasa. En la década de 1870, el guerrero nyamwezi Mirambo, con su ejército de niños soldados y mercenarios ngoni, se enfrentó a los árabes para hacerse con el control de las rutas de las caravanas hacia los lagos Tanganica y Victoria en un dilatado conflicto que se llevó por delante a muchos inocentes, mientras que Msiri, otro cacique de África central, extendió su poder invadiendo las tierras de sus vecinos y aliándose con el gran traficante de esclavos Tippu Tip. Ello le permitió asesinar al kasembe de los luba-lunda y consolidar su poder sobre el sureste de Katanga y sus minas de cobre.

No es que Mwata Kasembe VII fuera un ángel cuando en 1867 David Livingstone hacía el siguiente comentario:

Cuando usurpó el poder hace cinco años, su país estaba densamente poblado; pero fue tan severo a la hora de imponer castigos, cortando orejas, amputando manos, y efectuando otras mutilaciones, o vendiendo niños por cometer las faltas más baladíes, que sus súbditos se dispersaron gradualmente por los países vecinos a los que no llegaba su poder.

Si Gran Bretaña, Francia y Alemania no hubieran establecido colonias y protectorados en la zona investigada por los exploradores del Nilo, los traficantes de esclavos árabo-swahilis habrían continuado Nilo arriba extendiendo su control sobre Bunyoro y Buganda. El destino de las tribus de Ecuatoria habría sido su exterminio. Los árabes sudaneses también se habrían diseminado por el oeste a través del Chad, tras imponerse al sultanato de Darfur. Incluso en los tiempos de Baker y Gordon habían llegado ya al Bahr el-Ghazal y a Ecuatoria. Los árabes del sur habían hecho del lago Victoria un inmenso almacén para el tráfico de esclavos diez años antes de que llegara a él Stanley. Para entonces el imperio de Tippu Tip se extendía desde el lago Tanganica y Manyema hasta el Congo y el Lomani. Todo el centro del África ecuatorial habría pasado irremisiblemente a formar parte del mundo musulmán, un elemento inevitable del cual habría sido el esclavismo, si las potencias coloniales no hubieran llegado dispuestas a quedarse. Y así lo hicieron, de modo que durante los primeros años del siglo XX habían eliminado el tráfico de esclavos de toda el África oriental, poniendo fin a una pérdida anual de población auténticamente espantosa. Entre 1800 y 1870 casi dos millones de esclavos habían sido exportados a través del Sahara o por vía marítima a Egipto, Arabia y el Golfo Pérsico.

En 1859 Speke había enumerado los beneficios que, en su opinión, se habrían acumulado si se hubieran presentado «unas cuantas decenas de europeos» a gestionar la ribera sur del lago Victoria, y un poco después Livingstone definía cuál era su ideal de administrador colonial. Un individuo versátil como este no podría competir nunca con los africanos en el trabajo manual, sino que «desempeñaría un papel de protagonista en la gestión de la tierra […] y ampliaría las variedades de producción del terreno». Asumiría «también el protagonismo en el comercio y en todos los demás asuntos públicos […] [y] constituiría una clara ventaja para todos los situados por debajo de él y a su alrededor, pues ocuparía un lugar que se halla prácticamente vacante». Era casi una descripción anticipada del cargo de lo que luego sería el comisario de distrito de una colonia. Indudablemente Livingstone habría aprobado los títulos universitarios de estos personajes, y sus conocimientos prácticos de agricultura y su capacidad asesora, pero habría admirado bastante menos su presunción colonialista de ser superiores en todos los terrenos. A mediados de la década de 1850 había escrito refiriéndose a los africanos en tono muy distinto:

Según la opinión general, son más prudentes que sus vecinos blancos […] Cada tribu tiene una conciencia considerable de lo que es la bondad […] Para sostener sus opiniones en África la gente tiene menos de eso que los alemanes llaman filosofía; menos diplomacia, menos protocolos y notas […] Tiene menos teorías, pero sí muchas ideas […] No se da entre ellos la búsqueda del bien supremo, tal como hacemos nosotros, si hemos de creer a los filósofos antiguos […] Pero el africano no se preocupa en absoluto de esas especulaciones completamente inútiles. Los placeres de la vida animal están siempre presentes en su mente como bien supremo, y, si no fuera por sus innumerables fantasmas, el africano disfrutaría de su magnífico clima tanto como pueda hacerlo un hombre.

Antes de las expediciones militarizadas de la última década del siglo XIX, los exploradores del Nilo habían estado a la misma altura que la gente cuyo territorio se dedicaban a investigar aun a riesgo de su vida. Pagaban con mercancías por el derecho a pasar por las tierras de las tribus, y en muchas ocasiones tuvieron que detenerse en ellas contra su voluntad durante meses para satisfacer los caprichos de los jefes y reyes africanos. Speke fue retenido por Mutesa cinco meses; Baker por Kamrasi diez, y Livingstone por Kasembe, tres. Sus anfitriones habrían podido quitarles la vida en cualquier momento. Esta situación fue habitual en el período más inocente que precedió a las dos décadas durante las cuales el país fue arrebatado por la fuerza a sus propietarios.

Commoro, el jefe de los latuka, que, como recordará el lector, tenía una actitud muy fatalista, expuso en 1863 sus inquietantes ideas a Samuel Baker:

Casi todas las personas son malas. Si son fuertes, les quitan todo a los débiles. Los buenos son todos débiles; y son buenos porque no son lo bastante fuertes para ser malos.

Indudablemente, en el contexto de la carrera por el reparto de África, los europeos eran los fuertes y quitaron las tierras y la soberanía a los débiles en nombre de principios altisonantes, algunos de los cuales eran genuinos, como el deseo de acabar con el tráfico de esclavos, y otros falsos e inspirados por el afán de explotación. Se producirían episodios de resistencia y conquista en muchos rincones de casi todas las colonias africanas. Monarcas como Kabarega, Mwanga y Prempeh, rey de los asante, serían desterrados. En la mayoría de los casos los enfrentamientos serían de poca envergadura, aunque continuaran a lo largo de varias décadas, y el sometimiento acabaría imponiéndose mediante un proceso gradual de intrusión no cuestionada de un reducido número de hombres blancos. En un singular momento de pesimismo, Livingstone calificaba la llegada de los colonizadores de «necesidad terrible», pero seguía sosteniendo que las «esperanzas de libertad y progreso del mundo» dependían de gentes de estirpe británica. En efecto, la mayoría de los funcionarios imperiales británicos creían firmemente que estaban en África no sólo gracias a la superioridad de su armamento, sino también porque eran, según su propia valoración, los representantes culturalmente superiores de un imperio cuya misión era llevar la paz, la prosperidad y la justicia a unas gentes menos afortunadas. La incoherencia moral de tener que matar de vez en cuando a los individuos que oponían resistencia a su «misión civilizadora» no arredró a sir Hesketh Bell, primer gobernador británico de Uganda, como ponen de manifiesto sus palabras a propósito de ciertos nativos bagisu «salvajes» del este del país:

Envío dos compañías de los fusileros africanos del rey para que les hagan [a los bagisu] darse cuenta de que deben amoldarse como el resto del protectorado […] Casi no hay año que no sea preciso castigar a estas tribus salvajes por la matanza de comerciantes pacíficos y desarmados, y sólo una demostración de fuerza los inducirá a cambiar de sistema.

Como los bagisu habían pensado siempre que tenían libertad para matar a los intrusos que se metieran en su país, es lógico que se preguntaran por qué tenían que cambiar de repente de comportamiento si no habían firmado ningún acuerdo con nadie ni habían sido derrotados en el campo de batalla. Pero Bell sabía que sólo podría llevar la paz a un país tan grande como aquel y gobernarlo sabiamente si lograba erradicar los actos de violencia contra todas las personas, fuera cual fuese su raza. Para llevar a cabo esta tarea se le había asignado un presupuesto que apenas habría bastado para dirigir unas cuantas parroquias británicas, un pequeño contingente militar y un cuerpo de veinte comisarios y funcionarios civiles. Con unos recursos tan ridículos no sólo tenía que castigar a los africanos que mataran a los comerciantes, sino también hacer frente a los traficantes de esclavos, a los señores de la guerra y a los aventureros deseosos de dinero fácil.

Arthur Mounteney Jephson, el oficial favorito de Stanley en la expedición de Emin Pachá, había escrito en su diario varios años antes de que Uganda se convirtiera en un protectorado:

El nativo normal y corriente sólo cultiva el grano suficiente para su consumo y el de su familia; hagámosle ver que lo que cultiva tiene un valor muy grande y cultivará más y será más laborioso y ahorrativo; entonces no estará tan dispuesto a ir a la guerra contra su vecino […] y las pequeñas guerras que hoy día son la peste de África cesarán gradualmente con la llegada del ferrocarril y el consiguiente aumento del comercio.

Hombres como Jephson, Mackay, Stanley y Mackinnon abrigaban la esperanza de que con la introducción de los métodos agrícolas europeos por los colonos, la tierra acabaría produciendo lo suficiente para que los africanos cobraran salarios, que un día podrían ser gravados con impuestos que generarían los fondos necesarios para la construcción de ferrocarriles, carreteras, hospitales y escuelas. Como se suponía que los misioneros debían llegar a África antes que los comerciantes y los colonos, mejoraría la condición espiritual de los africanos, y no sólo su situación material. Eso al menos decía la teoría. Livingstone, Stanley, Speke y Baker (auténtico guerrero contra el tráfico de esclavos) creían en esta estrategia para alcanzar el progreso de África.

En la segunda mitad del siglo XIX la población de Gran Bretaña había aumentado en un 70 por 100 gracias a los adelantos de la medicina, al agua limpia y a las modernas medidas higiénicas; la alfabetización era casi universal y el abaratamiento de los productos alimenticios había mejorado la dieta media de la población. Hacia 1880 la mayoría de los hogares contenía una cantidad de materiales impresos e ilustrados que habrían causado asombro a las generaciones de épocas anteriores. Aunque el traslado de todos esos beneficios a África fuera lento y poco sistemático, a los exploradores no les habría cabido duda alguna de que si las futuras autoridades coloniales lograban aplastar las actividades de los negreros árabo-swahilis, se habría causado un beneficio incalculable a millones de personas.

En efecto, sería justamente eso lo que hicieran ingleses y franceses en sus colonias africanas, dando lugar a un breve período de gobierno relativamente poco corrupto, en el que el imperio de la ley y los beneficios de la medicina y la higiene modernas permitieron a la población de África aumentar de los ciento veintinueve millones de 1900 a los trescientos millones de los años sesenta del pasado siglo, cuando la mayoría de las colonias obtuvieron la independencia. Este aumento era muy deseable, pues la escasa densidad de población había lastrado el desarrollo de África durante siglos. Planteado al nivel más elemental: el excedente de productos alimenticios carecería de valor si no existiera una cantidad suficiente de población viviendo en un radio de menos de quince kilómetros que quisiera cambiar el grano o la harina por otros productos. Además sería imposible emprender grandes proyectos agrícolas sin un número suficiente de trabajadores. El eminente historiador francés Fernand Braudel resumía sucintamente la situación en el siguiente aforismo: «La civilización es hija del número».

Las colonias establecidas tras la gran carrera por el reparto se caracterizarían por algunas hazañas genuinas y por ciertos desastres famosos, como las atrocidades cometidas en el Congo en la década de 1890, la matanza de los hereros en el África suroccidental alemana y la aniquilación de la sublevación del Mau Mau en Kenia. Allá donde existiera una población de colonos blancos de tamaño considerable, como en Kenia o en Rhodesia del Sur, la transición hacia la independencia sería sangrienta. En otras colonias subsaharianas de Gran Bretaña la independencia se alcanzaría pacíficamente, pues en ellas no se produjo ningún fenómeno parecido a los desastrosos esfuerzos de Portugal por mantener su dominio colonial. El colonialismo duró justo lo suficiente para destruir la fe de muchos africanos en el mundo espiritual que hasta ese momento había logrado imponer normas y cierto grado de responsabilidad personal, pero no lo suficiente para sustituir las creencias indígenas por la educación y los ideales sociales propios de Occidente. La confianza en sí misma de África quedó irremediablemente dañada.

Al menos tres mil grupos étnicos distintos acabaron convertidos en cuarenta y siete estados-nación en el continente africano, debido en todos los casos a decisiones tomadas durante el período colonial. Indudablemente —como en Uganda y Nigeria— las fronteras coloniales permitieron que los «grandes hombres» utilizaran los conflictos étnicos —y también por supuesto que los crearan— para afianzar su poder. A mediados de la última década del siglo XX había en África treinta y una guerras civiles, desencadenadas casi todas ellas como consecuencia directa de unas fronteras trazadas de mala manera y de la instigación de los políticos africanos. El genocidio de Ruanda fue planeado desde arriba en todos sus detalles. El número de esas guerras es menor en la actualidad, y el bandolerismo armado ha sustituido a los disturbios de mayor envergadura, excepto en el este del Congo y en el delta del Níger.

El problema más arduo para los países por los que pasa el Nilo será decidir cómo va a ser repartida el agua del río en el futuro. Las negociaciones para la consecución de un acuerdo continúan desde hace trece años y recientemente cinco países ecuatoriales han alcanzado su propio acuerdo, del que han quedado excluidos Sudán y Egipto, que desde los años cincuenta vienen reclamando entre los dos más del 90 por 100 del agua. En el peor de los casos, puede que en el futuro se desencadenen guerras del agua a orillas del Nilo; pero la dependencia mutua de los siete países ribereños quizá los obligue a aceptar la cooperación por motivos de supervivencia e inaugure un capítulo más pacífico de la historia de la región.

Parece probable que en el futuro el período colonial de la historia de África (que en la mayoría de las colonias ha durado sólo setenta y cinco años) sea considerado únicamente una etapa de muchos aspirantes —junto con la guerra fría, el fomento de los dictadores por las superpotencias, el sida, la malaria, la sequía, la corrupción, los gobiernos incompetentes, la guerra civil étnica y un sistema de comercio internacional injusto— al título de «causa principal» de por qué cincuenta años de independencia han resultado tan decepcionantes. John Iliffe, el principal experto en África oriental durante los períodos colonial y poscolonial, ha dicho que tal vez sea excesivo el pesimismo acerca de las secuelas del imperialismo: «Pensar que el colonialismo es la destrucción de la tradición supone subestimar la capacidad de aguante de África. Considerarlo sólo un episodio [de la historia de África] supone subestimar todo lo que la civilización industrial ha ofrecido a los africanos del siglo XX». Desde luego no muchos africanos urbanos desearían que las cosas volvieran a ser como en 1880.

Hoy día en América y en Europa la prensa fija su atención inevitablemente en los desastres de África, pasando por alto sus dimensiones y el hecho de que hay millones y millones de personas que han permanecido toda su vida al margen de la violencia y el hambre. Esa misma historia de lugares pacíficos situados al lado de otros peligrosos se daba cuando los exploradores del Nilo vivían experiencias siniestras y violentas para recorrer unos pocos kilómetros y encontrar escenas maravillosas de belleza y serenidad. John Speke, tras su larga lucha con ciertos jefes rapaces y toda clase de rigores y escaseces imaginables, entró en Karagwe, al oeste del lago Victoria, y quedó cautivado por la belleza del escenario, por los rebaños de reses sanas y la abundancia de víveres. «Fuimos tratados como huéspedes favoritos por los jefes del lugar, que […] nos trajeron regalos en cuanto llegamos […] Cuanto más nos adentrábamos en este país, más nos gustaba, pues […] los jefes de los poblados eran tan corteses que podíamos hacer lo que quisiéramos». Rumanika, el rey de Karagwe, trató a Speke y a Grant con «gestos cálidos y afectuosos […] El tiempo volaba como por arte de magia, y la mente del rey era muy rápida e inquisitiva».

Aunque encontrara espantosas las crueldades que vio en Barotselandia, Livingstone se sintió abrumado ante la hermosura de las escenas de aquellos poblados antiquísimos:

¡Cuántas veces he contemplado, en mañanas tranquilas, escenas que son la quintaesencia de la serenidad, en las que todo está bañado por un aire sosegado y envuelto por un calor delicioso! El más ligero movimiento ocasional producía una placentera sensación de frescor, como la de un abanico. Los prados verdes, el ganado paciendo, las cabras triscando, los chivitos retozando, los grupos de pastorcillos con arcos, lanzas y flechas en miniatura; las mujeres encaminándose al río con los cántaros airosamente apoyados en su cabeza […] y los padres ancianos, de cabeza encanecida, sentados en el suelo, el bastón en la mano, escuchando el comadreo matutino.

Apenas unos días después de verse envuelto en unos combates en los que llegó a perder a veintidós personas, Stanley se encontró de repente en «un bellísimo paisaje pastoril» cerca del lago Victoria:

Me sentía tan gratificado como si tuviera una varita mágica […] Me aparté un poco y me senté en una peña gris […] a mi lado estaba sólo el encargado de llevar mi escopeta, y las voces de los wangwana llegaban hasta mí de vez en cuando amortiguadas por la distancia; de no ser por eso, habría sido, según estaba allí sentado, como si me hubiera perdido en la ilusión de que todo, tanto el pasado espantoso como la hermosura presente, era un sueño […] Me recreé serenamente en el delicioso olor del ganado y de la hierba fresca […] y desde los poblados rodeados de setos ascendían hasta mis oídos los balidos de los terneros y los mugidos de las vacas […] y podía contemplar los rebaños de cabras, de chivos y de ovejas, vigilados celosamente por sus pastorcillos. Toda la perspectiva era tan apacible e idílica que me causaba una impresión extrañamente conmovedora.

Pero sin «varita mágica» pocos son los occidentales que pueden ver hoy día África como una tierra encantada, a pesar de la belleza y la variedad de su naturaleza y el humor, la hermosura y la extraordinaria capacidad de aguante de sus gentes. Los éxitos africanos no han dado nunca titulares. En la mente de las personas hace décadas que está clavada la imagen de los ricos y famosos de la televisión animando al público a rascarse el bolsillo para prestar ayuda para el último episodio africano de desastre, de hambruna o de genocidio, así que no hay muchos occidentales que crean que el proceso que los exploradores pusieron en marcha en el siglo XIX merezca celebrarse demasiado. Total, dicen, para acabar así.

Semejante actitud me asombra por lo injusta que es. Los exploradores del Nilo abrieron África al interés de los occidentales en una época en la que cada año se producían nuevas devastaciones en zonas todavía más grandes del continente. El valor y la visión de este pequeño grupo de hombres no son menos loables por el hecho de que en el siglo XX no se hicieran realidad las esperanzas que abrigaban para el futuro de las regiones que ellos revelaron a los demás a costa de tantos inconvenientes y penalidades. Como tampoco han perdido su valor los planteamientos de los defensores de los principios humanitarios del siglo XIX por el hecho de que los gobiernos posteriores de Europa y África no hayan estado a la altura de sus ideales.