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Ecuatoria y la tragedia de Sudán del Sur

No puede negarse que la nacionalidad de Burton, Speke, Grant, Baker y Stanley fue uno de los factores más importantes que determinaron la breve «propiedad» británica de Sudán, Uganda y Kenia. El hecho es significativo porque el futuro de estos países se vería profundamente afectado por su inclusión en la cartera de los activos coloniales de una única «gran potencia». Si Francia, por ejemplo, se hubiera anexionado Sudán, y Gran Bretaña Uganda (como sucedió), la ubicación precisa de la frontera entre los dos países africanos habría sido una cuestión de arbitraje internacional en vez de decidirse por el diktat de una sola nación, y, en este caso, con una frontera trazada de manera distinta, probablemente se habría evitado la trágica guerra que se desencadenó en el siglo XX en Sudán del Sur. Y tal vez no habría estallado en Uganda el duro enfrentamiento entre el norte y el sur que ha dado lugar en este país a tantos derramamientos de sangre y a tantas desgracias.

Nunca resulta fácil decidir cuál es el primer acontecimiento significativo de una larga sucesión de consecuencias que acaban en tragedia muchas décadas después. En el caso de Sudán del Sur, alguien podría esgrimir que el primero tuvo lugar cuando John Speke habló del lago Alberto a Samuel Baker, poniéndolo así en el camino de la fama que más tarde le permitiría que el jedive de Egipto se interesara por él para nombrarlo su flamante gobernador general en Sudán. Pero parece más convincente situar este primer acontecimiento significativo en Gondokoro, en 1871, cuando Baker izó la bandera egipcia, autoproclamándose fundador de Ecuatoria, el nombre con el que había bautizado a la provincia más meridional de Egipto. Sir Samuel no tardaría en reivindicar para el jedive, y para Ecuatoria, el país de los bari y los dinka, y un territorio que se extendía por el sur hasta el lago Alberto y el reino de Bunyoro, en el que quedaban incluidos todo el Bahr el-Ghazal y el país de los acholi. A su debido tiempo, Ecuatoria se extendería por el norte hasta Malakal, a orillas del Nilo Blanco, localidad de la que se ha dicho correctamente que «se halla entre dos mundos». En su mercado, los árabes del norte se mezclan con los africanos de las etnias nuer, dinka y shilluk. Al sur de la ciudad están los pantanos, las llanuras, las religiones y las lenguas de África.

En el siglo XIX, y hasta bien entrado el siglo XX, los habitantes de Ecuatoria (tanto hombres como mujeres) solían ir desnudos. Los varones llevaban arcos con flechas adornadas de plumas y se untaban el cuerpo de grasa y ceniza. Un grupo de hombres dinka, con el que se encontró Samuel Baker, también «se teñía el pelo de rojo con una mezcla de cenizas y orina de vaca […] De todos los demonios de aspecto sobrenatural que haya podido ver en mi vida —señalaba sir Samuel, que no era un etnógrafo—, estos son sin duda los más sorprendentes». En realidad, Ecuatoria era un territorio totalmente africano en el que los árabes del norte eran considerados unos intrusos y unos explotadores. A comienzos de la década de 1870, durante su avance al sur, hacia Bunyoro, y su posterior viaje de vuelta, Baker puso mucho empeño en expulsar de la región del Alto Nilo a los traficantes de esclavos árabes. Cuando sir Samuel regresó a Inglaterra en 1873, el general Gordon y Emin Pachá (como gobernador general de Sudán y gobernador de Ecuatoria, respectivamente) consolidaron y extendieron las fronteras de Ecuatoria, sin dejar de acosar, como Baker, a los negreros. Durante los mandatos de ambos gobernadores, las condiciones de Ecuatoria mejoraron notablemente, hasta tal punto que el profesor Robert Collins, el gran especialista en historia de Sudán, considera que ese período permitió que las tribus más pequeñas se salvaran de la extinción.

Pero en 1889, después de que Henry Stanley evacuara de la región a Emin Pachá ante el inminente avance hacia el sur de los mahdistas, el segundo al mando del pachá, Selim Bey, se instaló junto al lago Alberto con varios centenares de soldados sudaneses. En lugar de proteger a la población local, sus hombres instauraron un régimen que se caracterizaba por los continuos robos de ganado, los raptos y las violaciones. Mientras tanto, más al norte, los bari y los azande combatían a los mahdistas en la que para ellos no era más que la última de una larga cadena de desgracias. Sólo después de la batalla de Omdurman pudieron los británicos entrar en la región de Bahr el-Ghazal, en Ecuatoria, para tratar de poner fin a tanta anarquía. Para su conquista utilizaron una mezcla de fuerza y persuasión, pero no sería hasta finales de los años veinte del pasado siglo cuando algo parecido a la paz quedara más o menos establecido en esta expoliada y recelosa región.

Ecuatoria avanzó todavía más hacia la tragedia cuando Gran Bretaña partió este territorio de mil trescientos kilómetros de longitud y ochocientos de anchura en dos, asignando una mitad a Uganda, y la otra a Sudán. El gobierno británico nunca consideró seriamente la posibilidad de salvaguardar su identidad singular como nación en potencia por propio derecho. En 1913, el gobernador general inglés de Sudán, el general sir Reginald Wingate, nombró una comisión de arbitraje fronterizo para determinar dónde terminaba Sudán y comenzaba Uganda. Dicha comisión estaba presidida por el capitán Harry H. Kelly, oficial del cuerpo de ingenieros, vencedor del campeonato de boxeo, en la categoría de pesos pesados, del ejército británico. Uganda estaba representaba por el capitán H. M. Tufnell, que había ayudado a someter a las tribus del sur de Ecuatoria, y que no tenía inconveniente alguno en ordenar a los cincuenta soldados negros de la comisión que abrieran fuego con sus fusiles cuando el grupo explorador encontraba resistencia en aldeas hostiles. Kelly deploraba el uso de la fuerza y, a diferencia de Tufnell, que tenía prisa por irse de permiso, temía tomar una decisión precipitada que pudiera dividir innecesariamente las tribus. Aunque no fuera antropólogo, se daba cuenta de que los raajok y los obbo eran «en realidad tan acholi como los demás». De hecho, los langi, los acholi y los obbo tenían mucho en común porque compartían el mismo legado luo. Kelly indicaba en su diario que su pretensión era quedarse diez días más para «llegar a una conclusión definitiva, basada en el conocimiento, y no en meras suposiciones» acerca de los acholi que habitaban en las colinas. Pero a pesar de todos los esfuerzos del cuerpo de ingenieros, los madi serían divididos por la comisión, y los acholi del norte quedarían también separados del resto de su tribu. Sin embargo, como se desprende de la lectura de sus diarios, Kelly fue extremadamente paciente a la hora de llevar a cabo su misión, incluso después de que algunos de sus hombres murieran a mano de las tribus. En realidad, el problema no residía en los hombres destacados sobre el terreno, sino en el Foreign Office y en el llamado «Ministerio de las Colonias», y en los individuos que tomaban las decisiones al más alto nivel en Gran Bretaña.

El capitán Harry H. Kelly, de los Ingenieros Reales.

Para el problema que planteaba el futuro de «los salvajes» de Ecuatoria, los altos oficiales habían encontrado una solución artificial que debía aplicarse sin contemplaciones. Así pues, Uganda recibiría la llegada de grupos de nilóticos, con los que los bantúes del sur, como el importantísimo pueblo de Buganda (los baganda), considerarían que no tenían nada en común. Del mismo modo, los árabes del norte de Sudán serían incapaces de relacionarse con las tribus del sur, cuya cultura despreciaban y a cuyos miembros habían perseguido y esclavizado durante largo tiempo. La decisión de Gran Bretaña de disponer a su antojo de Ecuatoria daría lugar a una cantidad incalculable de sufrimientos y penalidades. Ni que decir tiene que el daño habría podido mitigarse si los funcionarios civiles de Jartum hubieran concebido políticas destinadas a facilitar el entendimiento entre los árabes y los africanos de Sudán. En realidad, el plan que elaboraron tendría unas consecuencias totalmente distintas, pues no haría más que exacerbar los sentimientos de desafección y hostilidad.

Curiosamente, los integrantes del llamado Sudan Political Service, el ejecutivo británico en Sudán, constituyeron la minoría dirigente más culta de la historia del imperio. Suele decirse que Sudán fue «un país de negros gobernados por azules». De hecho, durante cincuenta años, uno de cada cuatro de sus oficiales había ganado un azul por su excelencia deportiva en Oxford o en Cambridge, y el 10 por 100 de ellos había obtenido un título en una u otra de estas universidades. Sin rebasar nunca el número de ciento veinticinco, estos hombres gobernaron con gran eficacia (al menos en el norte), aboliendo la esclavitud y promocionando la agricultura, la sanidad pública y la educación en la colonia más grande de África. La mayoría de estos jóvenes tan inteligentes hablaba árabe y opinaba que los sudaneses del norte, con los que se relacionaban a diario en Jartum, tenían ansias de aprender y de desarrollarse económicamente. Pero los del sur les parecían muy distintos, pues su actitud sorprendía a los altos funcionarios civiles del país, que los consideraban reliquias del «lago Serbonio al que se habían dejado arrastrar o empujar… [garantizando que] todos los elementos raciales más viles que sobreviven al norte del ecuador» se encontraran en Sudán del Sur.

Sir Harold MacMichael, que escribió esas palabras, era el principal funcionario civil de Sudán. Con su licenciatura en clásicas por Cambridge, su galardón azul y su aristocrática madre, adoraba la vida social de Jartum, y después de su nombramiento pospuso durante siete años su visita al «lago Serbonio». Al final, en 1927, decidió lanzarse a aquella aventura, y los pocos días que pasó en el sur lo impresionaron profundamente. Dependiendo del momento del año, de si era la época de lluvias o la estación seca, toda la región del sur o bien era un pantano gigantesco, o bien una árida e interminable llanura de barro cocido. Los pueblos nilóticos que vivían en aquellos sofocantes páramos —los dinka, los nuer y los annuak— se caracterizaban por su elevada estatura, su belleza física, su orgullo y su férrea determinación de preservar su estilo de vida en aquel hábitat remoto e inaccesible. MacMichael, protegido de los mosquitos por la red que cubría la cubierta de pasajeros de su confortable barco de vapor, temía que fuera imposible convencer a semejantes individuos de que abrazaran «la civilización» como parecía que deseaban hacerlo los árabes del norte. En Ecuatoria no había ninguna «administración nativa» sobre la que empezar a construir algo, y tampoco se perfilaban muchas oportunidades de iniciar un sistema de exportaciones agrícolas que pudiera sustentar el desarrollo de la región. Así pues, el alto funcionario británico se negaba a poner a su administración en el compromiso de tener que construir carreteras y mejorar la distribución de agua. Este proyecto habría debido encabezar la lista de sus prioridades, pero prefirió concebir una política de desatención benigna (en realidad, maligna). Sería denominada insultantemente «de cuidado y mantenimiento». Además, «Macmic», como llamaban afectuosamente a MacMichael, no estaba dispuesto a enviar a ninguno de sus brillantes jóvenes arabistas del Sudan Political Service a aquella región meridional infestada de mosquitos para que sudaran la gota gorda o acabaran muriendo atravesados por una lanza.

Los hombres elegidos para «cuidar» del sur fueron llamados sarcásticamente por la élite de Jartum «los barones del lago». En su mayoría antiguos oficiales del ejército, trataban a los habitantes de sus distritos administrativos con una mezcla de arrogancia despótica y verdadero afecto. No dudaron en poner en peligro su vida en su afán por conseguir que los dinka o los nuer reconocieran el gobierno de Jartum, y algunos, como el capitán V. H. Fergusson, perecieron en el intento (en su caso a manos de un nuer que creyó, debido a una confusión de palabras, que «Fergie» había venido a su poblado para castrarlo). Este asesinato, como todos los demás, dio lugar al envío de una brutal expedición británica de castigo. Pero el comandante Mervyn J. Wheatley, futuro alcalde y diputado del Parlamento, que se negaba a aplastar a los dinka por medio de las armas, optó valientemente por recurrir al contacto personal para intentar convencerlos de llegar a un acuerdo pacífico. Jack Herbert Driberg no era militar, pero ejemplifica las mejores cualidades de los barones del lago: no sólo despreciaba a los oficiales de Jartum por su actitud, sino que este poeta y boxeador, que había sido crítico musical, amaba a los didinga, luchaba enérgicamente por ellos, y en 1930 publicó un libro para que la gente los conociera mejor, People of the Small Arrow. Al final, fue destituido por permitir que ese partidismo lo llevara a atacar en persona a los enemigos de los didinga. Algunos barones eran extremadamente excéntricos, como el oficial que vistió a la tripulación de su vapor privado con jerséis bordados con una frase en árabe, cuya traducción sería: «Estoy oprimido». Como es comprensible, en aquel estado de aislamiento varios barones tuvieron amantes africanas.

Pero el éxito obtenido por los barones del lago a la hora de ganarse la confianza de los pueblos indígenas del sur no bastaba si lo que se pretendía era que esas gentes un día participaran como iguales en el desarrollo de un Sudán independiente. Ante todo, era imprescindible un mejor entendimiento entre el norte y el sur, especialmente en lo tocante a la educación, la lengua y la cultura. Sin embargo, desde 1898, sir Reginald Wingate ya había comenzado a animar a los misioneros británicos a trasladarse a Ecuatoria para convertir a los nativos y enseñarles inglés. Su idea era transformar Sudán del Sur en un baluarte cristiano que protegiera Uganda y Kenia del islamismo que se difundía hacia el sur.

En 1910, Wingate dio un paso más, aprobando la creación de un Cuerpo Ecuatorial independiente, formado por africanos no musulmanes, para actuar militarmente en el sur. En apenas siete años, todas las tropas del norte habían sido retiradas de la región de Bahr el-Ghazal. La enseñanza de la lengua inglesa y la exclusión del árabe en las escuelas del sur formaban parte de la política oficial desde 1904, pero, como ya había indicado Wingate, todas esas medidas debían ser implementadas «sin aspavientos y sin poner muy claramente los puntos sobre las íes». Así pues, el inglés fue convirtiéndose sigilosamente en la lengua franca del sur, y no fue la oficial hasta 1930.

Algunos pueden pensar que Wingate y sus sucesores planearon en secreto unir Sudán del Sur y Uganda. Pero no hay testimonio directo alguno que demuestre que esta fuera realmente su intención. La parsimonia no es la única razón que explica las pocas inversiones en educación que hubo en el sur. Entre los barones del lago había un verdadero temor de que la educación per se pudiera socavar un estilo de vida rico en tradiciones sin aportar nada realmente valioso a cambio. «Es primordial —decía un orador en el curso de una conferencia sobre educación celebrada en Juba en 1933—, que nosotros, que estamos comprometidos con la educación, tengamos bien claro que la educación es una preparación y un adiestramiento para la vida en una comunidad tribal que conserva una serie de virtudes sociales que nosotros, en nuestra civilización occidental individualista, estamos perdiendo o ya hemos perdido».

Tendrían que pasar once años para que el consejo del gobernador general abandonara, de una vez por todas, su visión arcádica del sur. En 1944 se aceptó a regañadientes que Gran Bretaña disponía de menos de veinte años (en realidad de doce) para preparar el país para la independencia. Sería imposible enmendar los errores del pasado en medio de una guerra mundial en la que Gran Bretaña luchaba por sobrevivir. Pero en 1948 la lengua del norte fue introducida finalmente en las escuelas secundarias del sur, en un último intento desesperado de evitar que los sudaneses de la zona quedaran en una peligrosa situación de desventaja en un país que no tardaría en ser gobernado por individuos de habla árabe.

Pero tal vez se estuviera a tiempo de salvar el sur de la subordinación y de que sus habitantes fueran considerados ciudadanos de segunda si se tomaba una valiente decisión política. En 1943, C. H. L. Skeet, gobernador de Ecuatoria, seguía confiando en que el gobierno británico mantuviera abiertas todas las opciones:

Todavía no puede determinarse cuál será el futuro político de Sudán del Sur, pero, sea cual sea, debemos avanzar hacia un proyecto de autogobierno que resulte adecuado para la inclusión final de los pueblos meridionales en el sur o en el norte [esto es, en Sudán o en Uganda] […] La política que se sigue hace que la adhesión política al norte parezca improbable desde el punto de vista del sur.

Un años más tarde, el gobernador general, sir Douglas Newbold, intentó convencer a los nacionalistas sudaneses, que pronto gobernarían Sudán, de la conveniencia de dejar el sur en manos de los británicos, pero su propuesta fue rechazada airadamente. Así pues, en abril de 1944, el consejo del gobernador general decidió por fin embarcarse en un proyecto de «desarrollo intensivo de la economía y la educación en Sudán del Sur». Sería financiado con dinero del norte, pues no había otros fondos disponibles. Este hecho tan penoso acabó con «cualquier perspectiva seria de separación de las dos regiones». Ni que decir tiene que ningún programa «intensivo» podía remediar treinta años de desatenciones, y el sur quedó condenado a convertirse en una región de segunda cuando llegara la independencia. Tampoco había ninguna posibilidad práctica de incluir a los pueblos nilóticos de Sudán del Sur en Uganda, cuya mitad meridional estaba dominada por las etnias bantúes. Los oficiales británicos y la élite baganda habrían rechazado de plano la idea.

En realidad, la única manera de evitar la tragedia que tendría lugar en un futuro habría sido preservar Ecuatoria como nación por derecho propio. Pero cualquier intento de volver a trazar la frontera de 1913 en la década de 1940 probablemente habría provocado que los sudaneses del norte se opusieran con las armas. Y, en cualquier caso, es harto dudoso que los habitantes del norte de Uganda, con su educación misionera, accedieran a formar parte de Sudán del Sur, país mucho menos desarrollado que el que en aquellos momentos era el suyo.

Pero el sur de Sudán no iba a aceptar ser absorbido y controlado por el norte musulmán. La rebelión que había venido fraguándose durante dos décadas estalló en Sudán del Sur el 18 de agosto de 1955, cinco años antes de la llegada de la independencia, cuando el Cuerpo Ecuatorial se amotinó contra los oficiales sudaneses del norte que acababan de sustituir a los populares comandantes británicos de su formación. Había comenzado la larga y trágica guerra civil de Sudán. Se prolongaría, con un intervalo de once años, hasta 2005, con un coste de dos millones de vidas tras cuatro décadas de sangrientos combates.

Por supuesto, la lista de los responsables, tanto a título individual como colectivo, de esta horrible tragedia es larga. Sir Reginald Wingate, sir Harold MacMichael y los sucesivos ministros de las Colonias británicos tienen parte de culpa de lo ocurrido, pues no supieron planear el desarrollo del sur ni prever el sufrimiento que iba a producirse si esta región seguía formando parte de Sudán cuando llegara la independencia. También sir Samuel Baker fue en parte responsable, pues no tuvo inconveniente en expandir la dominación egipcia hasta las fronteras de la futura Uganda y más allá, uniendo así, por primera vez, el Sudán árabe y la Ecuatoria africana por un vínculo que estaba destinado a perdurar. Para ser justos con él, debemos añadir que fueron Gordon y Emin Pachá los que siguieron su camino y consolidaron el territorio que había reivindicado.

Los sudaneses del norte también tuvieron su parte de culpa, comportándose incluso algunos como verdaderos criminales. Hasta el último momento, antes de que se desencadenara el motín, el primer gobierno electo de Sudán había podido hacerse eco de las peticiones del sur y elegido a individuos de esta región para ocupar puestos destacados en la administración y en la policía. Sin embargo, en vez de demostrar la unidad de la nación con nombramientos que habrían impedido que los habitantes del sur se sintieran marginados, Ismail al-Azhari y su gabinete los insultaron ofreciéndoles como una limosna cargos menores en lugar de los puestos de relevancia en los gobiernos provinciales que habían solicitado. El error de descartar deliberadamente una solución federal en beneficio de una militar lo repetirían Jafar Numeiri, Sadiq al-Mahdi y, sobre todo, los fundamentalistas Hassan al-Turabi y Omar al-Bashir. Al final, a pesar de que el 90 por 100 de los miembros de los Hermanos Musulmanes de Sudán habían recibido una educación británica o americana, y a pesar de la existencia de una política multipartidista, los fundamentalistas religiosos urdieron un golpe de estado que los llevó al poder a finales de la década de 1980, tras perder las elecciones en 1986.

Poco más de un siglo después del asesinato del general Gordon en la escalinata de su palacio, y treinta años más tarde de la llegada de la independencia, un general sudanés, Omar al-Bashir, convertido en presidente de Sudán, se dirigía a una multitud en Jartum mientras sostenía en una mano el Corán y en la otra un Kalashnikov. Era como si el fundamentalismo religioso del Mahdi, que había permanecido sumergido durante los tiempos apacibles de la dominación británica, simplemente hubiera salido a la superficie al cabo de cien años. Bajo la dictadura islámica de Bashir, la guerra contra el sur se transformó en una yihad, y el gobierno sudanés fomentó activamente que las milicias realizaran incursiones en la zona, y en Darfur, en busca de esclavos. Bashir y su mentor, Hassan al-Turabi, erudito islámico y licenciado en derecho por la Sorbona, acogieron en su país a grupos interesados en unirse a la «guerra contra América». Entre los que optaron por Sudán como base de operaciones había un magnate de la construcción de origen saudí llamado Osama bin Laden. Su elección, por lo visto, acabó modulando el lenguaje que utilizaría contra los americanos, pues guardaba un sorprendente parecido con las arengas lanzadas por el Mahdi un siglo antes contra británicos y egipcios. Entre los ataques terroristas que se prepararon en Sudán figuran el atentado contra el presidente de Egipto, Hosni Mubarak, y diversos bombardeos en Israel, Kenia y Tanzania. Por muchos errores y omisiones que cometieran los administradores británicos, ninguno será nunca comparable con los crímenes perpetrados por sus sucesores sudaneses.

Omar al-Bashir.

Ahora, en 2011, el 99 por 100 de los votantes de Sudán del Sur han optado por separarse del norte, como tenían derecho a decidir en virtud del tratado de paz de 2005 propiciado por Estados Unidos y Gran Bretaña. Así pues, lo que habría debido ocurrir antes de que Sudán se independizara en 1956, ha ocurrido cincuenta y cinco años después. El remedio, sin embargo, no será definitivo mientras la mitad sur de Ecuatoria siga perteneciendo a Uganda. Tampoco hay la absoluta certeza de que Sudán del Norte respete la independencia de Sudán del Sur en los años venideros.

En 1955 y 1956, los funcionarios civiles británicos de Jartum hicieron un último esfuerzo desesperado por proteger al sur con medidas de precaución, pero el lío de Suez supuso su derrota. T. R. H. Owen, el último gobernador británico de Bahr el-Ghazal, compuso un angustioso poema en el que expresaba su sensación de traición, una sensación compartida por los otros barones del lago:

«Lo lamentamos mucho». «Por razones de estado es necesario».

¿Qué? ¿Que nuestras promesas no se cumplirán?

¿Que el apaciguamiento cortés y nuestros abyectos temores pongan fin a una confianza de cincuenta años?