El protectorado del primer ministro
El Dr. Karl Peters, el explorador alemán culto y delgado que disfrutaba disparando contra los africanos y decapitando sus cadáveres, había confiado en hacer frente común con Emin Pachá en su avance hacia Buganda y Ecuatoria; pero cuando el pachá desapareció adentrándose en el interior del continente, Peters se vio obligado a actuar completamente solo. Dispuesto siempre a correr riesgos, apostó por avanzar únicamente con sesenta hombres. Tras tomarle la delantera a Frederick Jackson —el viajero británico enviado por Mackinnon en el último momento para tratar de interceptarlo—, llegó a la corte de Mwanga y convenció al kabaka de la conveniencia de firmar un tratado. Este logro se consiguió con la ayuda de los sacerdotes franceses, que sabían que si Mackinnon ganaba la partida, los misioneros británicos se verían favorecidos en aquel reino en detrimento suyo. Confiaban plenamente en que los alemanes se mantuvieran neutrales. Pero cuando parecía que los alemanes habían triunfado, lord Salisbury decidió de repente que, al fin y al cabo, también estaban en juego los intereses vitales de Gran Bretaña.
¿Qué llevó al primer ministro a cambiar de opinión en el último minuto? La respuesta es que se dio cuenta de que en toda la región en general estaba produciéndose un cambio brutal y radical. Mientras los fundamentalistas mahdistas controlaron sin oposición Sudán y el Alto Nilo, lord Salisbury había tenido la seguridad de que el califa en el poder no iba a estar en posición de construir un embalse en el río, ni tratar de interrumpir su curso, porque no disponía de ingenieros que hubieran recibido la debida preparación occidental. Pero cuando en 1889 un ejército italiano ocupó Abisinia estableciendo un protectorado, Salisbury declaró públicamente que Gran Bretaña estaba dispuesta a impedir que esas tropas, o las de cualquier otra nación, llegaran al Nilo.
En junio de aquel mismo año, el conde Hatzfeld-Wildenburg, embajador alemán en Londres, dándose por aludido, garantizó a Salisbury que todos los territorios situados al norte y al este del lago Victoria quedaban «fuera de la esfera de influencia del proyecto de colonización alemán». De modo que para el primer ministro británico fue evidente que el príncipe Bismarck ya no prestaría su apoyo a los planes coloniales de Karl Peters. Pero Bismarck fue destituido en marzo de 1890, momento en el que Salisbury fue advertido por el secretario de Estado germano, el barón Von Marschall, de que no había pacto alguno entre sus dos países en lo concerniente a los territorios situados al oeste del Victoria, la región en la que Stanley había llegado supuestamente a «unos acuerdos verbales». En aquellos momentos parecía que sólo un pacto de las distintas potencias europeas en África oriental podía disuadir a aventureros alemanes como el Dr. Peters de avanzar hacia el Nilo a través de Ecuatoria.
En cuanto se enteró del inoportuno tratado firmado por Peters y Mwanga, Salisbury supo que sería necesario dar un golpe maestro para recuperar Uganda y las fuentes del Nilo. Así pues, como un ilusionista que extrae un conejo de un sombrero de copa, se sacó de la manga la isla de Heligoland para ofrecérsela al emperador alemán, que la recibió encantado. El conde Hatzfeld-Wildenburg, encargado de negociar en nombre del káiser, fue informado por su señor de que esa isla estéril del mar del Norte, capturada por los británicos durante las guerras napoleónicas, era vital para la futura defensa de Hamburgo y el canal de Kiel. No había que hacer nada que pudiera poner en peligro su anexión. De modo que se revocó el tratado de Peters, y Buganda, incluyendo buena parte de Uganda y Ecuatoria, pareció que de nuevo estaba destinada a convertirse en protectorado británico. Pero la cosa no acabaría allí. Los montes Ruwenzori, junto con medio lago Alberto, todo el lago Jorge y las tierras situadas al oeste del Victoria, que se extendían por el sur hasta el río Kagera, no entrarían en la esfera de influencia alemana como parte de Tanganica. Así pues, los «pactos entre hermanos de sangre» alcanzados por Stanley no iban a caer en saco roto. Lord Salisbury también negoció la ampliación de una franja costera en Witu, a orillas del océano Índico, para cerrar el Alto Nilo a cualquier posible incursión alemana.
Lord Salisbury.
Parecía, pues, que Mackinnon estaba a punto de conseguir por fin lo que durante largo tiempo había solicitado, y que Gran Bretaña podría conservar el legado de Speke, Grant, Baker y Stanley, sus exploradores del Nilo. Otra manera de contemplar el tratado de Heligoland es desde el punto de vista humano: dos estados europeos se habían intercambiado una minúscula isla rocosa del mar del Norte por un buen pedazo de África sin tener en cuenta a la población afectada. Sin embargo, para Mackinnon y Stanley, la participación de Mwanga en el tráfico de esclavos, el asesinato del obispo Hannington por orden del kabaka y la mutilación de un gran número de conversos —muchos de los cuales fueron desollados vivos— en las misiones constituían una justificación más que suficiente para intervenir.
Pero en el África decimonónica, pocos pactos acordados en lugares distantes se desarrollaban sin contratiempos, ni siquiera cuando un primer ministro británico y un jefe de estado alemán entronizado decretaran que así fuera. En realidad, la situación en Buganda seguiría siendo sumamente volátil, incluso después de que Alemania dejara de constituir una amenaza inminente. La capital de Buganda, Kampala, estaba a más de mil quinientos kilómetros de la costa, y Mackinnon, cuya Compañía Imperial Británica de África Oriental se encontraba al borde de la bancarrota, recibió, sin embargo, la orden de hacerse con el control de aquel reino lo antes posible.
Para conseguirlo, el magnate y los directores de su compañía enviaron a África central al capitán Frederick Lugard, un apasionado oficial de ojos oscuros del ejército indio, que se distinguía por su característico bigote negro y espeso y por su afición a vestir ligeros uniformes caqui con los pantalones abolsados. Sus antecedentes eran los idóneos para triunfar como aventurero en África, sobre todo después de que su amada prometida lo rechazara tras haberla pillado en la cama con otro. ¿Qué mejor lugar que África para recuperar ante el mundo su autoestima como hombre? Ya había comenzado a hacerlo en 1888 cerca del lago Nyasa, donde combatió con arrojo y fue herido cuando intentaba salvar a unos misioneros de morir a manos de unos árabes que se dedicaban al tráfico de esclavos.
A su llegada a Kampala a finales de 1890, Lugard pudo comprobar que las decisiones de Mwanga dependían enteramente de la poderosa facción de jefes que estaban de parte de los misioneros franceses. Así pues, siguiendo sus consejos, el kabaka se negó a firmar un tratado con Lugard. Al fin y al cabo, ¿por qué iba a permitir que un extranjero limitara sus poderes como dinasta de Buganda y eliminara su derecho a declarar la guerra, adquirir pólvora y traficar con esclavos? Sólo el contingente de Lugard, reducido pero disciplinado, y su ametralladora Maxim, convencieron finalmente a Mwanga de que no tenía otra opción más que firmar. No era la primera vez que el kabaka sufría un duro revés. Los musulmanes habían limitado su independencia desde hacía tiempo, y la rivalidad entre los misioneros franceses y británicos y sus distintos partidarios africanos había desencadenado una guerra civil en su reino que lo llevó incluso a exiliarse durante un breve período.
Al poco de restringir los poderes de Mwanga, Lugard repelió una incursión musulmana en Buganda emprendida desde Bunyoro. No obstante, el antagonismo cada vez mayor entre los partidarios de la Misión Católica, la Fransa, y los de la Misión Protestante, la Inglesa, se convirtió en su principal problema, sobre todo después de que Mwanga alentara a la Fransa a reafirmarse con el uso de las armas. Consciente de que los franceses, aliados con Mwanga, superaban en número al grupo formado por sus hombres y los partidarios de la misión británica, Lugard reforzó la posición de la compañía de Mackinnon dirigiéndose al lago Alberto para reclutar a doscientos soldados sudaneses que habían estado al servicio de Emin Pachá. En diciembre de 1891, ya de vuelta en Buganda, constató que las relaciones entre las misiones habían empeorado. Parecía inevitable otra guerra civil, en la que probablemente la misión británica y sus partidarios de Buganda fueran el bando perdedor. Además, a su regreso le esperaba una carta de los directores de la compañía en la que le comunicaban la insolvencia de la entidad y ordenaban su retirada. Lord Salisbury había perdido la mayoría en la Cámara de los Comunes, y los liberales y los diputados irlandeses votaban invariablemente contra todas las mociones de los conservadores que defendían el apoyo gubernamental a la construcción de una línea ferroviaria en Uganda, por lo que parecía que la compañía de Mackinnon no iba a tener ninguna oportunidad de conseguir beneficios en un futuro próximo.
Pero en lugar de poner en peligro la vida de los misioneros protestantes y los conversos de la Inglesa, Lugard desobedeció la orden y prometió quedarse hasta que la falta de munición y de otras provisiones lo obligaran a marchar. Sin embargo, antes de que se llegara a este extremo, una recolecta urgente en Inglaterra impulsada por partidarios de la Church Missionary Society permitió al joven oficial seguir en Buganda.
Luego, el 22 de enero de 1892, precisamente el día del trigésimo cuarto aniversario de Lugard, uno de los jefes de la Fransa partidario de los padres blancos franceses asesinó a un converso de la Inglesa. El crimen fue cometido en Mengo, cerca del palacio del kabaka, y el cadáver permaneció al sol todo el día. Lugard subió a lo alto de la colina y exigió que el kabaka entregara al asesino para que fuera juzgado y, si era hallado culpable, ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Sin embargo, Mwanga liberó al detenido, aduciendo que había actuado en defensa propia. Más tarde los sacerdotes franceses incitaron a su rebaño a recurrir a la violencia, diciendo que Lugard era simplemente el representante de una empresa comercial y podía «ser expulsado a palos». Acusaron a los protestantes escoceses de herejía, y se negaron a ordenar a su rebaño que se dispersara y depusiera las armas como pidió Lugard. Su líder, monseñor Jean-Joseph Hirth, advirtió al capitán británico de que la nación francesa observaba atentamente el desarrollo de los acontecimientos en Buganda.
Lugard temía que, si no conseguía obligar a Mwanga a entregar al asesino, el kabaka y la Fransa verían este hecho como un signo de debilidad y se atreverían a atacar la Inglesa y a los hombres de la compañía. Así pues, envió al diplomático Dualla, su intérprete de confianza (que antiguamente había prestado sus servicios a Stanley y se había revelado como el ayudante más valioso del explorador en el Congo), a la corte de Mwanga para advertirle que, si no entraba en razón, se preparara para la guerra. Flanqueado por los jefes de la Fransa, Mwanga respondió que él y sus aliados no iban a entregar nunca el supuesto asesino, y estaban dispuestos a combatir. Cuando recibió esta noticia, Lugard armó a todos sus porteadores, así como a sus criados y a sus soldados. No obstante, el enemigo seguía superándolo en número, aunque su ametralladora Maxim y los modernos fusiles Snider de sus doscientos soldados sudaneses compensaban en parte esta desventaja. Hacía poco que una segunda ametralladora Maxim había llegado procedente de la costa, pero no funcionaba debidamente.
El 24 de enero, Lugard observaba con sus prismáticos cómo las vanguardias de la Fransa y la Inglesa se enfrentaban de manera desordenada en el valle situado entre dos colinas de exuberante vegetación, Rubago y Mengo. Unos hombres de la Fransa enarbolaban una enorme bandera tricolor. Antes de que se produjera la derrota de los escoceses protestantes y sus seguidores, Lugard hizo uso de su ametralladora Maxim con los resultados predecibles. Los hombres de la Fransa y los misioneros franceses huyeron despavoridos hacia la isla de Bulingugwe. Una vez allí, rechazaron la invitación sincera que les hizo Lugard de regresar a Mengo para comenzar a negociar los términos de una paz. El kabaka cometió un trágico error rechazando aquel ofrecimiento. Lugard ordenó a su segundo al mando, el capitán Ashley Williams, que preparara un destacamento de soldados sudaneses, cogiera la ametralladora Maxim y obligara al enemigo a salir de la isla. Se desencadenó un feroz combate en el que perderían la vida un centenar de hombres (muchos de ellos ahogados), y Mwanga tomó el camino del exilio con la mayoría de sus secuaces católicos.
La versión de los hechos —comprensiblemente emotiva— que Monseñor Hirth envió a París provocó una gran indignación entre los franceses. En Londres, lord Salisbury y la prensa británica minimizaron el incidente, y defendieron a Lugard de los que lo acusaban de haber actuado con mala fe y con brutalidad. Al final resultó que no había muerto ningún misionero francés. Poco después del incidente, Lugard envió unos emisarios para que invitaran a Mwanga a regresar a Kampala, lo que hizo el 30 de marzo de 1892, firmando varios días más tarde un tratado que marcaría el fin de la independencia de Buganda. Los diversos departamentos del estado dejaron de depender del kabaka para ser repartidos por Lugard entre los distintos grupos religiosos, incluidos los musulmanes. El control de diferentes partes del país también pasó a manos de las facciones, entre las cuales la de los protestantes fue la mayor beneficiada. Pero fue en aquel momento de aparente victoria para Lugard y Mackinnon cuando lord Salisbury perdió su frágil mayoría en la Cámara de los Comunes, y el señor Gladstone fue invitado por la reina Victoria a formar gobierno.
El anciano prohombre era absolutamente contrario a convertir Buganda, y Uganda en general, en un protectorado británico. Sabía que extender el imperio, cuando pretendía conceder autonomía a los irlandeses, carecería de toda lógica. Sir William Harcourt, el nuevo ministro del Tesoro, era de la misma opinión. En aquellos momentos Lugard viajaba de regreso a Inglaterra, decidido a luchar con uñas y dientes para que Uganda fuera británica en lugar de francesa, algo difícil de lograr si Gladstone y Harcourt se salían con la suya. Ya le había comentado a sir Gerald Portal, nuevo cónsul general británico en Zanzíbar, que se produciría un baño de sangre si el gobierno se negaba a ayudar a la Compañía Británica de África Oriental a permanecer en Uganda más allá de finales de 1892. Los árabes regresarían, advertía, y, en alianza con Francia, se lanzarían contra los misioneros británicos y la Inglesa. Como era de esperar, Portal había enviado un mensaje a lord Rosebery, nuevo ministro de Exteriores, indicando que la retirada de la compañía daría lugar «inevitablemente a una matanza de cristianos sin precedente en la historia de este país». El comunicado no impresionó ni a Gladstone ni a Harcourt, que no veían motivos para dejarse arrastrar hasta un país lleno de facciones en lucha, en el que «un sinfín de gastos, problemas y desastres» probablemente fueran las únicas recompensas a una intervención.
En cuanto Lugard llegó a Londres, comenzó en todo el país un feroz debate acerca de la conveniencia de conservar o abandonar Uganda. Henry Stanley, el veterano explorador, se unió al joven oficial del ejército en los salones de numerosos ayuntamientos y en las cámaras de comercio. Una y otra vez, preguntaban a su público si la nación debía verse privada de una oportunidad única para expandir su comercio del café, del algodón, del marfil y de las resinas simplemente porque el gobierno carecía de visión de futuro y de valentía para anexionarse Uganda. Por su parte, la Church Missionary Society y sus seguidores organizaban recolectas, instando a la gente a prestar su apoyo a la compañía y a salvar a los misioneros protestantes de los musulmanes y de los católicos.
El gobierno liberal no supo acordar una respuesta común para acallar aquel clamor levantado por la prensa. El octogenario primer ministro se oponía implacablemente a cualquier empresa colonial en África, por razones morales como prácticas, pero lord Rosebery, su joven ministro de Exteriores y aparente heredero, encabezaba el sector del partido de los llamados «imperialistas liberales», cuyos miembros favorecían políticas progresistas en el país, pero imperialistas en el extranjero. Rosebery seguía la misma línea que lord Salisbury, pues defendía la necesidad de asegurar las fuentes del Nilo por el bien de Egipto, y sintonizaba con Lugard cuando este predecía alarmantemente una matanza de protestantes por parte de los musulmanes, y la posterior dominación francesa, si la compañía se retiraba. Advertía a sus colegas de las consecuencias políticas que tendría permitir que los misioneros sufrieran algún daño. Si algo así sucedía, sería tan perjudicial para los liberales como lo había sido su incompetencia a la hora de socorrer y salvar al general Gordon. Sir William Mackinnon, al que lord Salisbury había recompensado con la dignidad de baronet por haber mantenido a raya a los alemanes, orquestó una campaña a escala nacional «por la salvación de Uganda», y aunque Harcourt se mofara de su esfuerzo, diciendo que le salía «toda la fuerza del patrioterismo por los pulmones», lo cierto es que en el seno del gobierno liberal estaban produciéndose graves divisiones.
Para evitar la dimisión de Rosebery, los antiimperialistas del gobierno se vieron obligados, muy a pesar suyo, a conceder a la compañía de Mackinnon un subsidio que le permitiera seguir en África hasta finales de marzo de 1893, y a enviar a Uganda en calidad de comisionado a sir Gerald Portal, que en su momento había manifestado con absoluta claridad su apoyo a Lugard, para que fuera informándoles sobre el futuro de la región. En el más absoluto secreto, Rosebery le dijo a Portal que allanara el terreno para que el estado asumiera el control del país africano en lugar de la compañía. Cuando el comisionado envió su informe, este contenía, como era de esperar, la recomendación de que el gobierno revocara la cédula concedida a la compañía y declarara que Uganda quedaba sometida a la supervisión del estado Británico. Además, aconsejaba la construcción de una línea ferroviaria desde la costa hasta el lago Victoria.
Gladstone se había rendido a los planes de Rosebery para Uganda con la esperanza de permanecer el tiempo suficiente en el poder para hacer realidad su sueño de llevar la autonomía a Irlanda. Pero su avanzada edad, las enfermedades y el nuevo imperialismo contra el que había luchado con tanta firmeza lo obligaron a presentar su dimisión en marzo de 1894, dando como razón la decisión de sus colegas de gobierno de aumentar el gasto destinado a la construcción de nuevos acorazados (también podría haber sido la cuestión de Uganda). Cinco semanas después de que el anciano prohombre abandonara la vida pública, Rosebery comunicó a las dos Cámaras del Parlamento que no se iba a abandonar Uganda. La región fue declarada protectorado británico el 27 de agosto de 1894, incluyendo Ecuatoria como su vastísima provincia septentrional. Parecía que al final todo iba en contra de las viejas políticas liberales, propias de mediados de la era victoriana, de aislamiento, libre comercio y laissez faire. Con el regreso de lord Salisbury al poder en 1895 empezaría una época mucho más competitiva en todo lo relacionado con los asuntos internacionales.
Hasta aquellos momentos, a diferencia de Uganda y Ecuatoria, un territorio inmenso, Sudán, y sus tierras del sur (todavía no cartografiadas) no habían atraído la atención del mundo. Speke, Grant, Baker, Gordon y sus oficiales habían cruzado de arriba abajo esta inmensa región situada entre Buganda y Jartum, que parecía ofrecer a cualquier país europeo que se atreviera a ocuparla la oportunidad de controlar el Nilo, a pesar de la ventaja de la que gozaba Gran Bretaña como dueña de la fuente ugandesa. Incluso después de la gran humillación que supuso el asesinato de Gordon, Gladstone y lord Salisbury habían ignorado este extenso territorio, pero los acontecimientos no tardarían en traer un cambio radical de postura. El control del Nilo desde sus fuentes hasta su desembocadura al mar estaba a punto de convertirse en el objetivo de una nueva competición.