«Salvar» a Emin Pachá y a Uganda
En agosto de 1887 Stanley se encontraba en la ribera sur del estanque que llevaba su nombre con poco menos de ochocientos hombres, dos toneladas de pólvora, cien mil balas Remington, trescientas cincuenta mil cápsulas fulminantes, cincuenta mil balas Winchester y una ametralladora Maxim, material todo él que debía ser entregado a Emin Pachá, siempre y cuando siguiera vivo y pudiera ser localizado. Como el rey Leopoldo continuaba pagando a Stanley sus honorarios en virtud de su viejo contrato, su antiguo delegado jefe se había visto obligado a viajar al lago Alberto (donde se creía que estaba el pachá) remontando el Congo en vez de seguir la ruta por tierra, bastante más corta, a través de África oriental. El rey de Bélgica quería que Stanley entrara en el lago Alberto por el oeste porque desde esa dirección podría extender las fronteras del Estado Libre del Congo abriendo una ruta hasta el lago a través del bosque de Ituri, todavía sin explorar, al este del Congo. Como incentivo, el rey había ofrecido a Stanley el uso de todos los vapores de su propiedad que por entonces recorrían el Alto Congo. Stanley podría así transportar a sus hombres y los pertrechos destinados a Emin por vía fluvial remontando el río a lo largo de casi dos mil kilómetros en dirección al este, lo que suponía que sus porteadores sólo tendrían que cargar con la impedimenta por tierra a lo largo de unos setecientos kilómetros hasta el lago Alberto.
Stanley sabía que Leopoldo también esperaba de él que atrajera a Emin Pachá para que dejara el servicio del gobierno anglo-egipcio con sede en El Cairo con la oferta de un sueldo enorme. De ese modo, Ecuatoria podría ser devorada —o al menos eso esperaba Leopoldo— por su ya enorme Estado Libre del Congo. Pero Stanley no estaba dispuesto a permitir que sucediera nada parecido. El plan que había trazado con Mackinnon era convencer a Emin y a sus tres mil soldados de que se trasladaran fuera del alcance de los yihadistas sudaneses del Mahdi a una región situada al este de Buganda, donde estarían bien situados para controlar este país e impedir a los alemanes convertirlo en una colonia suya.
Emin Pachá.
Sin embargo, el plan de Stanley dependía de que consiguiera ser el primero en llegar adonde estuviera Emin, antes de que lo mataran las fuerzas del Mahdi y, si sobrevivía a esta contingencia, antes de que Karl Peters convenciera al pachá, alemán de nacimiento, de unir su suerte a la de sus compatriotas y entregar Ecuatoria y Buganda al káiser.
En esta primera fase era esencial que Stanley lograra mantener sus fuerzas unidas de modo que cuando rescatara a Emin y llegara hasta donde se encontraban los misioneros de Uganda, siguiera teniendo hombres suficientes para actuar independientemente en ayuda de Mackay, en caso de que se presentara la necesidad. Así que, cuando al llegar al estanque de Stanley se enteró de que tres de los cuatro vapores del rey se habían averiado o que habían sufrido daños irreparables, y que el más grande, el Stanley, estaba siendo reparado, se sintió desolado. Aunque lograra convencer a las dos sociedades de misioneros más numerosas del país de que le prestaran sus vapores, acumularía un retraso de varios meses y probablemente cuando llegara adonde estaba Emin fuera demasiado tarde.
El explorador sabía que el vapor que llevaba su nombre, el Stanley, una vez reparado, tendría que hacer varios viajes remolcando barcazas arriba y abajo por el Congo antes de que sus ochocientos hombres pudieran desembarcar a casi mil setecientos kilómetros río arriba. Incluso en caso de que consiguiera que le prestaran otros vapores habría sido preciso hacer como mínimo dos viajes de oeste a este. Por consiguiente, para que hubiera alguna oportunidad de llegar a tiempo de salvar a Emin, iba a tener que dividir la expedición en dos contingentes y establecer un campamento base a unos mil setecientos kilómetros de distancia hacia el este. Una columna de cola formada por varios centenares de hombres tendría que quedarse atrás para guardar el grueso de los pertrechos de la expedición, mientras que la columna avanzada, más ágil de movimientos y provista de equipos ligeros, marcharía hacia el este en busca de Emin con el fin de suministrarle suficientes rifles y municiones para mantener a raya a sus enemigos.
Cuando organizó la expedición de socorro, Stanley había decidido por primera vez en su vida llevar como colegas a caballeros, y no a hombres de clase trabajadora, como había hecho en sus anteriores viajes. Lamentaría el cambio casi desde el primer momento. El comandante Edmund Barttelot, cuyo padre ostentaba el título de baronet y que contaba con numerosas recomendaciones de oficiales del ejército de alta graduación, resultó ser un individuo irritable y aficionado a golpear a los africanos sin mayor motivo con un bastón rematado con una contera de metal. Aunque Stanley había mostrado sus dudas sobre la conveniencia de confiarle la columna de cola, sabía que, como segundo al mando de la expedición, no podía esperar que el comandante sirviera en un contingente destacado a las órdenes de nadie más que su superior en el mando. A Stanley lo tranquilizó hasta cierto punto saber que iba a quedarse con Barttelot el amigo más íntimo que este tenía entre los integrantes de la expedición. Se trataba del popular deportista y etnógrafo James Sligo Jameson, perteneciente a una familia irlandesa de fabricantes de whisky, y su alegre presencia parecía ejercer sobre sus colegas una influencia casi tan relajante como la bebida que lo había hecho rico. Barttelot se quedaría con doscientos sesenta africanos bajo su mando, en su mayoría wangwana y sudaneses, encargados de vigilar los pertrechos pesados de la expedición. Stanley supervisó la construcción de una empalizada y un foso alrededor del campamento, y dijo a Barttelot que si Tippu Tip mantenía su promesa de suministrarle seiscientos porteadores, la columna de cola no tardaría en marchar hacia el este siguiendo las huellas de la columna avanzada. Si no se conseguían los porteadores, Barttelot tendría que quedarse allí hasta que Stanley volviera a buscarlo, o deshacerse de sus pertrechos y avanzar con la mayor cantidad de porteadores de los que pudiera disponer. El campamento de Barttelot se encontraba a las afueras de un poblado llamado Yambuya, a orillas del río Aruwimi. Dentro de la empalizada había comida en abundancia, tanto fresca como en conserva.
Barco de vapor en el Alto Congo.
El teniente Stairs herido de flecha.
El 28 de junio de 1887 Stanley emprendió la marcha hacia el este desde Yambuya al frente de trescientos ochenta y nueve hombres, menos de la mitad de los que tenía cuando llegó al estanque al que había dado su nombre. Ante él se extendían cientos de kilómetros de selva sin explorar habitada por nativos cuyos únicos encuentros con extranjeros se reducían a las incursiones de los traficantes de esclavos árabo-swahilis. Para protegerse de los negreros, habían abierto hoyos astutamente disimulados a lo largo del sendero y habían clavado en el suelo pequeñas estacas con la punta envenenada. Cualquiera que se hiciera una herida con ellas moría en cuestión de días. Poco después de toparse con esas trampas, Stanley y sus hombres se encontraron a trescientos guerreros con los arcos tensados que les cerraban el paso. Habían llegado al final de un sector del sendero que había sido ensanchado y plantado de decenas de pequeños pinchos envenenados, ocultos bajo una alfombra de hojas. Mientras los rastreadores retiraban cuidadosamente estas púas, una auténtica lluvia de flechas cayó sobre los hombres de Stanley que permanecían a la espera y que contestaron a la agresión disparando sus rifles. En adelante no cabía esperar que pudieran comprar comida a nadie durante muchos kilómetros.
A mediados de agosto, el oficial joven de más talento de Stanley, el teniente William Stairs recibió una herida de flecha justo debajo del corazón. El Dr. Thomas Parke, el oficial médico de la expedición, encontró a Stairs, en estado de shock, sangrando abundantemente. A su alrededor pudo escuchar el «pit, pit, pit» de las flechas al caer entre la maleza. Tras inyectar agua en la herida, Parker chupó valerosamente la llaga para extraer el veneno. Stairs sobrevivió, pero otros dos hombres que resultaron heridos en ese mismo momento sufrieron una muerte horrible a consecuencia de los espasmos. A finales de mes, los porteadores de Stanley no tenían para comer más que bananas verdes y plátanos, dieta absolutamente inadecuada para unos hombres obligados a cargar unos fardos pesadísimos. En siete días la expedición había perdido a treinta porteadores: unos habían muerto y otros habían desertado. Mientras caminaba por la orilla del río Aruwimi, Stanley disparó a un hombre que se disponía a lanzar una flecha desde una canoa. En la embarcación de aquel hombre el explorador encontró una decena de flechas recién envenenadas y un montón de babosas asadas. Era un indicio de la poca caza que había en esa selva. Los hombres empezaron a morirse de hambre, y el capitán Nelson, uno de los oficiales de Stanley, tuvo que quedarse en un campamento provisional con cincuenta y dos africanos que eran incapaces de seguir caminando. Sus esperanzas de supervivencia parecían muy escasas.
Stanley salió de la selva a menos de doscientos kilómetros del lago Alberto con la columna avanzada reducida a ciento setenta y cinco hombres. Eran doscientos catorce menos de los trescientos ochenta y nueve que habían emprendido la marcha en Yambuya cuatro meses antes. El 14 de abril de 1888, a pocos días de marcha del lago Alberto, Stanley oyó decir a unos nativos de la etnia zamboni que «Malleju» («el Barbudo») había estado recorriendo hacía poco el lago «en una gran canoa toda de acero». Dos semanas después, el vapor del pachá ancló justo debajo del campamento de Stanley. Resultó que Emin era un hombre delgado y de corta estatura tocado con un fez rojo y vestido con un traje de lino blanco perfectamente planchado. Llevaba barba y gafas y su cara —pensó Stanley— parecía más propia de un español o un italiano que de un alemán. Se decía que Emin contaba con la lealtad de unos tres mil hombres y que había repelido el ataque del Mahdi y sus secuaces, a diferencia de lo que le había ocurrido a Gordon. Pero en su primera entrevista Stanley no pudo detectar «la menor huella de mala salud ni de ansiedad» en su actitud, y esto le preocupó. Según la versión de los acontecimientos que dio el pachá, comunicada por correo a unos amigos de Gran Bretaña dos años antes, sus hombres y él habían sobrevivido a un período de intensa presión de los yihadistas.
Privados hasta de lo más necesario, sin cobrar durante mucho tiempo, mis hombres pelearon valientemente y cuando por fin el hambre los debilitó, cuando al cabo de diecinueve días de privaciones y sufrimientos increíbles sus fuerzas se agotaron, y cuando se habían comido ya hasta el último trozo de cuero de la última bota, lograron abrirse paso en medio de los enemigos y consiguieron salvarse.
Ahora, sin embargo, Emin y sus hombres parecían encontrarse bien y en forma, condición muy alejada del estado de trauma en el que se hallaban Stanley y sus hombres. Parece que el pachá había mentido acerca de su verdadera situación. Pero cuando respondió con entusiasmo al plan de Mackinnon de establecerse con sus hombres en la región situada justo al noreste del lago Victoria, Stanley y sus oficiales pensaron que sus sufrimientos no habían sido en vano. Stanley consideraba ahora que probablemente dentro de poco podría firmar un tratado con Kabaka Mwanga en beneficio de la empresa de Mackinnon, antes de que Karl Peters entrara en Buganda.
Inexplicablemente, durante las semanas siguientes, el pachá no confió a Stanley ninguno de los temores secretos que lo atormentaban. El peor de ellos era que los yihadistas partidarios del Mahdi se hubieran infiltrado ya en sus dos regimientos, haciendo del amotinamiento masivo una posibilidad terrorífica. Antes bien, Emin fingió que su posición era lo bastante estable como para que Stanley se sintiera seguro de emprender la marcha hacia el este a fin de establecer contacto con la columna de cola, mientras Emin se dirigía a Wadelai, al norte del lago Alberto, para que sus hombres votaran si querían o no establecerse en otro sitio. Stanley estaba cada vez más preocupado por Barttelot y Jameson y se sintió encantado al pensar que al fin había llegado el momento de ir a comprobar si se encontraban bien. Después de perder a tantos hombres, necesitaba urgentemente los servicios de los wangwana que se habían quedado con la columna de cola. Si no reforzaba el número de sus acompañantes, las oportunidades de poder actuar por su cuenta en Buganda se verían seriamente limitadas.
Stanley llegó al Aruwimi al cabo de dos meses y para mayor espanto descubrió que la columna de cola sólo había podido llegar hasta Banlaya, apenas a unos ciento cincuenta kilómetros de Yambuya, antes de venirse abajo. Pero ¿dónde estaban todos los hombres que había visto por última vez en junio de 1887? Los únicos a los que pudo encontrar caminando o tumbados en el suelo parecían esqueletos vivientes. Algunos padecían incluso úlceras del tamaño de platos. De los oficiales que había dejado, no salió a recibirlo ni uno solo; únicamente quedaba el sargento Bonny, el auxiliar médico de la columna. Media hora después Bonny había contado a Stanley «uno de los capítulos más espeluznantes de incidentes desastrosos y fatales con los que, según he oído contar, podía encontrarse una expedición a África». Seguían vivos menos de cien individuos de los doscientos setenta y uno que se habían quedado en Yambuya. Stanley garabateó en su diario alguno de los increíbles detalles que le contó Bonny:
El comandante hizo que dieran trescientos latigazos a John Henry, un chico de la misión. El muchacho murió esa misma noche. Ward [otro oficial] ordenó en Bolobo que un amotinador recibiera tantos latigazos que el hombre murió también a las pocas horas […] El comandante dio a su chico, Sudi —un niño de sólo trece años— una patada en la espinilla en la que tenía una úlcera de cinco centímetros por siete que le impedía moverse. El comandante mandó fusilar a un sudanés a manos de un pelotón de compañeros suyos por robar un trozo de carne. William Bonny me cuenta que esto último llevó al comandante a comportarse como un auténtico malvado. Tenía un bastón de madera de ciprés rematado con una punta de acero y con él infligía graves heridas. A un hombre, un manyema, lo apuñaló diecisiete veces con esa punta de acero […] El comandante recorría el campamento arriba y abajo enseñando en todo momento su gran dentadura blanca […] En esas ocasiones se lanzaba contra la gente a diestro y siniestro, como si estuviera loco.
Stanley se llevó una gran sorpresa cuando se enteró de que el comandante Barttelot al final había sido asesinado por un porteador manyema. Se enfadó muchísimo cuando le dijeron que los oficiales de Barttelot no se habían enfrentado a él cuando había ordenado la ejecución de un hombre hambriento por robar un trozo de carne; y le causó verdadero espanto que nadie hubiera puesto objeción alguna a la condena a trescientos azotes con un látigo de piel de hipopótamo por un «delito» igualmente trivial. Un hombre perdía el conocimiento después de recibir unos cincuenta golpes y raramente sobrevivía a más de cien. Stanley cuidó al pequeño Sudi en su propia tienda hasta que falleció seis días después. La mayoría de los wangwana que habían perdido la vida habían muerto de hambre o envenenados. Yambuya era rica en nutritivos tubérculos de mandioca, pero Barttelot había obligado a los wangwana a trabajar tan duro que casi nunca tenían tiempo de macerar las raíces en agua y dejarlas luego secar al sol varios días para que soltaran el ácido cianhídrico que contienen de forma natural. En consecuencia, «con tal de satisfacer su hambre canina se comían crudo el producto venenoso». A juicio de Stanley esta falta de atención hacia los wangwana constituía simple y llanamente un asesinato. Pero ni siquiera ese era el crimen más grotesco del que llegó a enterarse.
Bonny le comunicó que, cuando se dirigían a Kasongo, Jameson, el heredero de las destilerías de whisky, había comprado una niña de once años y se la había dado a los caníbales para ver cómo la apuñalaban, la cocían en una olla y se la comían, mientras tomaba apuntes y hacía dibujos de todo aquel macabro proceso. Según Bonny, Jameson se había internado río abajo y había regresado enseguida. De hecho había muerto de fiebres el mismo día que Stanley había llegado a Banlaya. Otro oficial había sido declarado inválido y devuelto a Inglaterra y otro había decidido instalarse a casi novecientos kilómetros de distancia siguiendo la corriente del Congo. Bonny no contó a Stanley que tanto él como los otros oficiales habían comprado esclavas a los negreros árabes de la zona. En su diario las llamaba «nuestras concubinas caníbales». El derrumbamiento moral de los oficiales de la columna de cola y las muertes que se habían producido en Yambuya perseguirían a Stanley durante el resto de su vida. Sabía que en Inglaterra la gente daría por supuesto que Barttelot y Jameson eran
[…] hombres de por sí perversos […] No se les ocurrirá pensar que las circunstancias los cambiaron […] En su país aquellos hombres no tenían necesidad de poner de manifiesto su brutalidad natural […] De repente habían sido trasplantados a África y a sus miserias. Se habían visto privados de la carne que se compra en la carnicería, del pan y el vino, de los libros, los periódicos, el trato social y la influencia de los amigos. La fiebre se había apoderado de ellos, había causado estragos en sus mentes y en sus cuerpos. La naturaleza bondadosa había sido desterrada por la angustia […] hasta quedar convertidos, moral y físicamente, en sombras de lo que habían sido en la sociedad inglesa.
Pero Stanley no podía permitirse el lujo de rendirse a la desesperación. Puede que Karl Peters estuviera ya camino del lago Victoria y los hombres del pachá tenían que estar allí antes que él, así que Stanley concedió a los supervivientes de Banlaya diez días para recuperarse, pues estaban medio muertos de hambre, antes de abandonar el lugar el 30 de agosto de 1888. Cuando llegó de nuevo al lago, se quedó espantado al comprobar que Emin Pachá todavía no había vuelto de consultar a sus hombres acerca de su traslado. Stanley recibió entonces la sorprendente noticia de que Emin estaba cautivo de los amotinados de uno de sus regimientos. La vida del pachá parecía pender de un hilo. Sencillamente se habían esfumado todas las esperanzas de que pudiera trasladarse con sus hombres a vivir al noreste de Uganda. En el mejor de los casos, daba la sensación de que Stanley tendría que llevarse al pequeño número de soldados leales de Emin a la costa camino de Egipto. Por no haber sido honesto y no haber hablado sinceramente del verdadero estado en el que se encontraba, Emin había convertido una situación difícil en un desastre. Ahora Ecuatoria probablemente fuera invadida por los yihadistas con la connivencia de los hombres de Emin, y Uganda pasaría a convertirse en una colonia alemana. Los oficiales de Stanley sentían un gran encono hacia el pachá. Según decía uno de ellos, «nos indujeron a fiarnos de gentes que eran absolutamente indignas de nuestra confianza y nuestra ayuda».
A finales de diciembre, Emin, acompañado de un puñado de oficiales y soldados leales, llegó a Tunguro, a orillas del lago Alberto, tras ser liberado sin recibir daño alguno de su detención involuntaria en Dufile, a unos doscientos veinticinco kilómetros más al norte, junto al Nilo. Aunque Emin afirmaba que seguía contando con la lealtad de unos mil hombres, el 10 de abril de 1889, la fecha acordada para emprender la marcha hacia la costa, sólo se reunieron en el campamento de Stanley ciento veintiséis oficiales, junto con casi trescientas cincuenta personas más entre servidores, esposas, concubinas, hijos, escribanos y funcionarios. Sacar de allí a aquellas personas, calificadas por un oficial de Stanley como «desechos de El Cairo y Alejandría», le había costado a Stanley hasta ese momento cuatrocientas vidas y había supuesto retrasar varios meses la fecha en que podría reunirse con Alexander Mackay y sus misioneros y bautizados de Buganda. Por fortuna, llegaría a sus oídos que toda aquella minoría perseguida había logrado escapar de Buganda a Usambiro, en la ribera meridional del lago Victoria.
Cuando llegó al lago, a Stanley se le saltaron las lágrimas al ver el valor de Mackay, de sólo treinta y dos años. El misionero, pulcro y de corta estatura, no había abandonado Buganda hasta no estar seguro de que, de lo contrario, los habrían matado a todos. Mackay avisó a Stanley de que Karl Peters ya estaba abriéndose paso por Masailandia. Además, recientemente había penetrado en su «esfera de influencia» en África oriental un gran número de alemanes. De camino hacia el lago Victoria desde el lago Alberto, Stanley se había hecho hermano de sangre de varios jefes, una vez celebradas las correspondientes ceremonias, así que decidió presentarlas ante el gobierno británico como «tratados verbales» susceptibles de ser utilizados en las negociaciones para evitar que Uganda occidental cayera en manos de los alemanes.
Según Mackey, Peters estaba cerca ya de la propia Buganda, dejando tras de sí una estela de aldeas incendiadas y de guerreros masai muertos. Pero Stanley no estaba en condiciones de intentar llegar a Buganda antes que el alemán. Con sólo doscientos quince miembros de su expedición de los que echar mano y con la desventaja de tener que supervisar la columna de trescientos hombres, mujeres y niños sumamente debilitados de Emin, su grupo tenía que concentrarse en su propia supervivencia. Cualquier intento de hacer algo más que eso habría acabado en desastre.
Cuando llegó a los confines calcinados de Masailandia y vio extenderse ante él la llanura salpicada de acacias que tan bien recordaba de la expedición que había llevado a cabo en busca de Livingstone, Stanley pudo distinguir a través de la trémula bruma una caravana que se acercaba en su misma dirección. Iba capitaneada por un joven oficial alemán y el gran explorador quedó desconcertado al escuchar la «perfecta andanada de “guten Morgens” con la que lo saludaron los porteadores nyamwezi».
Aunque estaba convencido de que el pachá iba a acompañarlo a Europa, Emin había tomado en secreto la determinación de no abandonar nunca África. En 1875, durante la última visita a su Alemania natal, había abandonado a su amante turca, madame Hakki, y había huido a Egipto, llevándose sus joyas y su dinero. A raíz de su desaparición, la mujer había obtenido una sentencia judicial a su favor por valor de diez mil marcos, lo que hacía que Emin no abrigara la menor duda sobre su determinación de meterlo entre rejas si volvía a ponerse bajo la jurisdicción alemana o turca. Stanley no iba a tener conocimiento del escándalo de la amante turca de Emin y su pleito hasta que no llegaran a El Cairo. El explorador enterró la noticia en su diario y no dijo ni una palabra a nadie al respecto, a sabiendas de que el trato criminal que había dispensado Emin a su amante, de haberse hecho público, habría desencadenado una tormenta de cólera entre quienes recordaran la cantidad de vidas inocentes que se habían perdido para salvar a semejante sinvergüenza.
Ya en la costa, en la ciudad de Bagamoyo, a primeros de diciembre de 1889, Emin, que era muy miope, se cayó por un balcón en el curso de una cena de celebración y se partió la cabeza. Los oficiales alemanes que habían organizado la cena se lo llevaron rápidamente a su hospital militar y Stanley no volvió a verlo nunca más. Un mes más tarde, Emin anunció que tenía la intención de ponerse al servicio de Alemania y en abril de 1890 salió de Bagamoyo al frente de una expedición muy bien equipada. Esperaba poder reclutar a sus antiguos soldados sudaneses, que se habían quedado a orillas del lago Alberto, y con su ayuda reclamar Ecuatoria para Alemania. Pero no tardaría en descubrir que sus antiguos subordinados habían permanecido fieles a Egipto y a Gran Bretaña. De modo que Emin desapareció en el interior de África en el curso de una oscura misión que acabó con su captura por Kibonge, un señor de la guerra y traficante de esclavos árabo-swahili, al sur de las cataratas Stanley, en el Congo. Emin Pachá fue detenido y decapitado por orden de Kibonge. «El mismo día que recibió el beso de sus compatriotas, quedó condenado», comentaría secamente Stanley.
La ingratitud de Emin vino a subrayar el fracaso absoluto de la expedición de Stanley, que no consiguió hacer lo que Mackinnon y él más querían: a saber, fortalecer la posición estratégica de Gran Bretaña en África oriental y central. La cuestión de si Gran Bretaña, Alemania o incluso Francia se convertirían en la potencia guardiana de la fuente y la cuenca alta del Nilo seguía abierta.