Una princesa árabe y una escuadra de guerra alemana
En enero de 1887, después de dejar su trabajo al servicio del rey Leopoldo, Stanley estaba dispuesto a arriesgar la vida, primero abasteciendo de provisiones y pertrechos a Emin Pachá, el gobernador acorralado de Ecuatoria, y luego ayudando a los misioneros escoceses y sus conversos en Buganda. El gobierno de lord Salisbury había llegado a la conclusión de que la lejanía de la región tropical administrada por Emin Pachá y el poderío militar de los mahdistas hacían demasiado peligroso cualquier intento de rescate. Pero Stanley y su amigo, el filántropo William Mackinnon, ya habían esbozado un plan para actuar por su cuenta y riesgo. Pretendían hacer llegar las provisiones necesarias a Emin Pachá y salvar a Mackay, pero también favorecer los intereses comerciales de Mackinnon en África y, sobre todo, impedir que Alemania se adueñara del Tanganica, de Uganda y de las fuentes del Nilo.
El canciller alemán, el príncipe Bismarck, había revelado hacía poco que, en virtud de diversos tratados «negociados» con jefes de la región del Tanganica por el Dr. Karl Peters —un joven filósofo y explorador germano que se caracterizaba por sus distinguidas gafas de pinza—, había sido expedida una cédula imperial por la que se autorizaba a la compañía colonizadora de Peters a establecer un protectorado alemán sobre el territorio que se extendía desde Zanzíbar hasta el lago Tanganica. Para asegurarse de que el sultán de Zanzíbar aceptara esta confiscación arbitraria de su imperio continental, en agosto de 1885 el Canciller de Hierro envió a la isla una escuadra de cinco buques de guerra alemanes.
Los alemanes, sin embargo, contaban con un arma mucho más sutil que la fuerza bruta. A bordo de uno de esos navíos viajaba una pareja extraordinaria: una mujer de origen árabe nacionalizada alemana, y su hijo, Rudolph. Era una pareja extraordinaria porque diecinueve años antes la madre de Rudolph, originalmente princesa Salme bint Said ibn Sultan al-Busaidi y hermana del sultán Bargash de Zanzíbar, había tenido una relación sentimental con un hombre de negocios alemán llamado Heinrich Ruete, que la dejó embarazada. Fue una situación verdaderamente dramática, pues el castigo previsto por la sharia para este tipo de delito era la ejecución de los dos amantes, en el caso de la mujer por lapidación hasta la muerte. Ruete consiguió escapar, pero cuando la princesa Salme, «una hermosa joven de aproximadamente veinticinco años», trató de huir como polizón en uno de los barcos propiedad de la compañía de su amante, fue traicionada por un criado y confinada en su casa por su hermano.
Un oficial de la escuadra de la Marina Real que combatía el tráfico de esclavos en África oriental, el capitán Thomas Malcolm Sabine Pasley, fue informado por el Dr. John Kirk (por aquel entonces vicecónsul británico) de que si la princesa Salme se quedaba en Zanzíbar sería «asesinada tarde o temprano». Apiadándose de ella, el capitán Pasley planeó un rescate, que fijó para el 26 de agosto de 1866, día de una fiesta religiosa local en la que los musulmanes piadosos acudían en masa a la playa para lavarse. Una chalupa, tripulada por marineros de su fragata, la Highflyer, fue enviada a un punto de la playa previamente acordado con la orden de recoger a la princesa y a sus criados. Pasley se encontraba cerca de la costa a bordo de un chinchorro (la embarcación más pequeña del navío) para poder actuar rápidamente si surgía algún problema.
Cuando todo hubo terminado, el Dr. Kirk escribió las siguientes líneas a su prometida:
[La princesa consiguió] traer todos sus cofres de táleros [de María Teresa], y subió a bordo de la chalupa, aunque estaba tripulada por infieles. Sus dos criadas, que no entendían nada de lo que estaba ocurriendo, gritaban, chillaban y clamaban como hacen las mujeres; pero un marinero tapó con la mano la boca de una de ellas, y la subió a bordo a la fuerza para que acompañara a su señora. Por desgracia, la otra escapó sin dejar rastro, corriendo y gritando cuesta arriba por una calle […] Algunos culparon de lo sucedido al consulado británico, como si los buques de guerra fueran nuestros […] ¡Oh, si hubieras visto a los europeos al día siguiente! ¡No estaban preocupados que digamos! […] En cuanto a Ruete, el alemán, es un estúpido; en países más normales, le habrían propinado unos cuantos azotes con la fusta […] Costaba pensar que una joven tuviera que pasar por tantas penalidades mientras él escapaba, por lo que me alegro mucho de que ella haya podido huir también.
Pasley y su tripulación condujeron a la princesa y sus sirvientes a la seguridad de la colonia británica de Adén. Para prevenir cualquier ataque que pudieran llevar a cabo los musulmanes en represalia contra los europeos residentes en Zanzíbar, el Almirantazgo dispuso que un buque de guerra británico permaneciera anclado en el puerto durante unos meses. Ya en el verano, la princesa Salme escribió una carta al capitán Pasley, adjuntado una fotografía suya y contándole que había sido instruida en la fe cristiana y bautizada en Adén con el nombre de Emily antes de contraer matrimonio con Ruete. Su misiva terminaba con una triste noticia. La princesa estaba «muy afligida por la pérdida del pequeño Henry [su hijito], entre Lyon y París», de camino a Hamburgo. Pero en esta ciudad Herr y Frau Ruete pronto serían los orgullosos padres de un niño, Rudolph, y dos niñas, ninguno de los cuales habría nacido si el capitán Pasley no hubiera salvado la vida de su madre. Cuando tuvo lugar el incidente, el gobierno alemán se dio cuenta de que la familia Ruete podría un día ser de utilidad, por lo que tomó las medidas necesarias para que Rudolph fuera educado debidamente y su familia recibiera la ayuda suficiente, sobre todo después de que su padre, Heinrich Ruete, muriera atropellado por un tranvía en Hamburgo en 1870.
Casi veinte años después del rescate de Emily, la princesa y su hijo quinceañero, Rudolph, fueron enviados a Zanzíbar (como ya se ha indicado) a bordo de un buque de guerra alemán, el Adler, con una escolta de cuatro cruceros igualmente imponentes, entre los que figuraban el Gneisenau y el Prinz Adalbert. La presencia de Rudolph en el puerto permitía a Bismarck lanzar una seria advertencia al sultán: si este se negaba a ceder los territorios continentales de su imperio —con la excepción de una estrecha franja costera—, Alemania lo derrocaría y sentaría en el trono al hijo de su hermana. Así pues, sin pretenderlo, el acto caballeresco de un oficial británico permitió que Alemania presionara a su país para que renunciara al mejor bocado de África oriental. Pero la providencia evitó que el capitán Pasley (que casualmente es bisabuelo mío por parte de madre) viviera aquel hecho tan vergonzoso. En 1870, cuando acababa de regresar a Gran Bretaña procedente del océano Índico, falleció a consecuencia de la malaria contraída durante los años en los que se había dedicado a perseguir dhows de traficantes de esclavos por laberintos de manglares y por calas entre Kismayu y Kilwa. (En el siglo XIX, diecisiete mil miembros de la Marina Real murieron prestando servicio en las escuadras británicas que combatían el tráfico de esclavos en África oriental y occidental).
El buque Adler, de la marina del imperio alemán.
Ante aquella amenaza el sultán Bargash, temiendo perder el trono en favor de su sobrino medio alemán, no pudo más que ceder a la exigencia alemana de establecer un protectorado en el continente. Así pues, las tripulaciones de la escuadra de guerra recibieron la orden de poner fin al estado de alerta. Emily desembarcó y solicitó entrevistarse con su hermano, quien se limitó a decir: «Ya no tengo hermana. Murió hace muchos años». De modo que el 24 de septiembre, con la misión cumplida, el Adler y sus buques escolta pusieron en marcha las máquinas de vapor, comenzaron a alejarse del puerto y desaparecieron por el horizonte.
Donde Stanley y Mackinnon no consiguieron convencer a sucesivos gobiernos británicos de que siguieran una política agresiva en África oriental, Karl Peters, el príncipe Bismarck e, indirectamente, el joven Rudolph Ruete lograron que Gran Bretaña se aviniera en octubre de 1886 a aceptar, a instancias de Alemania, que los dos países dividieran el continente en sendas «esferas de influencia», quedándose Alemania con el vasto territorio meridional del imperio del sultán. La región se extendía al oeste de los montes Usambara, justo al sur de Mombasa, hasta los lagos Victoria y Tanganica, y por el sur hasta el lago Nyasa y el Rovuma. A Gran Bretaña le correspondió el sector septentrional, que se extendía por el oeste hasta la ribera oriental del lago Victoria. El acuerdo anglo-alemán fue alcanzado prácticamente un año después de que partieran de Zanzíbar los cinco buques de guerra germanos. Uganda, «la perla de África», y Ecuatoria no habían sido incluidas en el pacto. Por consiguiente, Stanley y Mackinnon temían aún que Peters intentara firmar un tratado con Mwanga, el kabaka de Buganda, antes de que un representante británico tuviera la oportunidad de hacerlo. Y si Peters llegaba en ayuda de Emin Pachá antes que Stanley, podría acabar añadiendo Ecuatoria, y no sólo Uganda, a la abultada cartera de acciones de su país en África oriental.
El hecho de que Bismarck consiguiera el enorme país que sería Tanganica (la moderna Tanzania) horrorizó a Mackinnon, que aquel mismo año no pudo convencer al gobierno británico de que apoyara su proyecto de construcción de una línea ferroviaria desde Tanga, en la costa, hasta el monte Kilimanjaro. Sin embargo, en mayo de 1886, el primer ministro aprobó la concesión de una cédula real a la Compañía Imperial Británica de África Oriental de Mackinnon, en línea con la política gubernamental de «fomentar que la empresa privada cercara con estacas las regiones de África Oriental en las que era probable que entraran en acción los alemanes». Pero saber que estaba siendo utilizado no detuvo al armador millonario. Hombre hecho a sí mismo, este antiguo dependiente de colmado era un idealista presbiteriano escocés, cuyo yate, cotos de caza y amigos famosos no le satisfacían tanto como la perspectiva de salvar Ecuatoria y Uganda para la cristiandad, el libre comercio y el gobierno británico.
Mackinnon y Stanley sentían verdadera pasión por Uganda debido a la larga relación de Inglaterra con ese país, primero gracias a Speke y a Grant, y luego al propio Stanley y a Mackay. Además, el obispo Hannington había sido martirizado cuando intentaba abrir un camino directo desde la costa, y un joven explorador británico había logrado posteriormente establecer la ruta. Los dos amigos sentían lo mismo por Ecuatoria, que había sido bautizada con este nombre por Baker, y luego administrada por Gordon y más tarde por Emin Pachá, quien, aunque era alemán, había sido contratado por Gran Bretaña y Egipto. Si los exploradores alemanes hubieran hecho tanto como los británicos por explorar el Nilo y resolver sus enigmas, probablemente Stanley y Mackinnon no se habrían sentido traicionados. Pero traicionado o no, Stanley estaba dispuesto a cancelar una serie de conferencias en América y perder diez mil libras esterlinas para encabezar la expedición en ayuda de Emin Pachá.
Mackinnon estaba sumamente nervioso y excitado ante la perspectiva de la expedición. Si Stanley llegaba demasiado tarde para salvar a Emin y a los misioneros, Peters sería el primero en plantarse en Uganda; y entonces Gran Bretaña perdería para siempre las fuentes del Nilo y Ecuatoria.