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Hechos sangrientos inauditos

Henry M. Stanley había visitado a Mutesa, el kabaka de Buganda, en abril de 1875, cuando intentaba determinar si Livingstone y Burton tenían derecho a rechazar la pretensión de Speke de haber localizado la fuente del Nilo en el lago Victoria. Así pues, las expediciones al Nilo fueron las responsables del encuentro, trascendental para su nación, entre el kabaka y el explorador. Aunque Stanley no lo dijera, su éxito al persuadir al rey de que invitara a venir a Buganda a algunos misioneros cristianos se debió menos al interés de Mutesa por las doctrinas de Cristo que a las esperanzas del monarca de poder comprar rifles de retrocarga a cualquier europeo que decidiera venir a su país en respuesta a su invitación. Mutesa temía desde hacía tiempo que, sin esas armas, los egipcios «se comieran» a su país.

A Stanley le había sorprendido comprobar que los negreros árabes presentes en la corte de Mutesa compraban al kabaka suficientes esclavos como para hacer de Uganda, según sus palabras, «la fuente septentrional del tráfico de esclavos [de África oriental]». De modo que su intención al pedir a Mutesa que mandara llamar a evangelizadores cristianos había sido contrarrestar la influencia de los traficantes de esclavos musulmanes en su corte.

La llegada a Buganda de Alexander Mackay, de la Church Missionary Society británica, con su impecable traje blanco y su sombrero tirolés, en noviembre de 1878, inauguró un nuevo capítulo en la historia de ese país y los reinos limítrofes. Un año antes ya habían llegado siete misioneros, pero sólo quedaba un superviviente para recibir a Mackay. Dos habían muerto a manos de unos pescadores a orillas del lago, otro había perecido a consecuencia de las fiebres y otros tres se habían retirado a Zanzíbar para recuperarse de las fiebres. Mackay era de corta estatura, pulcro, hombre de muchos recursos y muy valiente. Como antiguo ingeniero, estaba en condiciones de enseñar a construir barcos, a trabajar la madera y a montar una imprenta. Era asimismo experto en horticultura. En 1879 empezó a traducir el Evangelio de san Mateo al lugandés, junto con algunos textos y oraciones breves. Ese mismo año, llegó un grupo de «frailes blancos» franceses a las órdenes del padre Siméon Lourdel.

Alexander Mackay.

Durante los primeros años de la década de 1880, los misioneros ingleses y franceses llevaron a cabo las primeras conversiones, sobre todo entre los jóvenes pajes enviados a la corte por sus familias para aprender el arte de ejercer la autoridad. Entre aquellos chicos y otros adolescentes al servicio de los misioneros se puso de moda aprender a leer. Acabarían siendo llamados colectivamente los «lectores». También se convirtieron varios jefes, que formaron un grupo claramente diferenciado en la corte. En 1884 había en Buganda más o menos unos cien cristianos, y durante los dos años siguientes el número de conversos se cuadriplicó. A lo largo de todo este extraordinario proceso, casi sin parangón en África, Mutesa mantuvo una inquietante altivez, y expresó su cólera por el hecho de que los misioneros sólo enseñaran a su pueblo cosas sobre Dios, aunque Stanley le había hecho creer que iban a enseñar a los baganda «cómo fabricar pólvora y pistolas». Su pueblo necesitaba esos conocimientos, explicó a Mackay, pues los egipcios estaban «royendo [su] país como ratas».

Los árabes que ya residían en la corte tenían mucho que perder si los misioneros se imponían, pues estos podían persuadir a Mutesa de que no siguiera organizando cacerías de esclavos fuera de sus fronteras, actividad que le permitía pagar a los negreros sus telas y demás mercancías con esclavos. Naturalmente hicieron cuanto pudieron para indisponer a Mutesa con los recién llegados, diciendo que los blancos estaban interesados únicamente en «comerse su país» y que eran fugitivos de la justicia en sus propias tierras de origen.

En 1884, Mutesa se hallaba agonizante de una enfermedad incurable y por consejo de sus ngangas sacrificó a miles de personas para apaciguar a los espíritus de sus antepasados. En un solo día fueron ejecutados dos mil individuos. Mackay llegó a llamarlo «monstruo» y declaró: «Todo es él, él, él. Uganda existe sólo para él». El kabaka fue sucedido por su hijo Mwanga, joven obstinado de diecinueve años, que, gracias a los consejos de moderación de Mackay, decidió no asesinar a sus hermanos, como habían hecho tradicionalmente sus antecesores. Pero Mwanga siguió mostrándose sumamente receloso de los misioneros. Le habían contado que unos blancos se internaban en el continente desde la costa de África oriental firmando tratados por el camino. Eran unos alemanes que iban al mando del imperialista Karl Peters. Mwanga había oído decir también que los británicos habían asumido el poder en Egipto después de una gran batalla. Como no estaba seguro de cuáles eran las diferencias entre las distintas naciones europeas, tuvo la impresión de que todos aquellos blancos se habían aliado para robarle su país. Era la conclusión natural que cualquiera habría sacado.

El general Gordon, gobernador general del Sudán, había enviado un pequeño grupo de soldados a Uganda en 1876, y últimamente se había tenido noticia de que otro británico había llegado inesperadamente al extremo nororiental del lago Victoria. Joseph Thomson acababa de abrir una ruta a través de Masailandia y, por desgracia, su aparición convenció a Mwanga de que su país estaba siendo estrujado por todos lados. Cuando los misioneros dijeron que lo único que querían era enseñar a su pueblo la religión, no los creyó y sospechó que su intención era atraer a más compatriotas para quitarle su reino. Mackay se enteró de que varios jefes de tribu convertidos al islam instaban a Mutesa a que matara a los bautizados y expulsara del país a los misioneros. Los traficantes de esclavos —llamados, según Mackay, Kambi Mbaya (Rashir bin-Shrul) y Ahmed Lemi— eran, al parecer, los que más insistían al kabaka en que matara a los misioneros.

En enero de 1885 Mwanga detuvo a Mackay junto a tres de sus jóvenes lectores. El misionero fue mantenido bajo vigilancia, pero sus protegidos fueron arrastrados a un pantano a las afueras de la ciudad real de Mengo. Mackay se presentó precipitadamente en la corte y protestó alegando que los muchachos no eran culpables de ningún delito, pero por orden de Mwanga el verdugo jefe les cortó los brazos, y luego los asó lentamente en un pincho. Una vez puesto en libertad, Mackay censuró valientemente a Mwanga por aquel acto execrable. A partir de entonces toda la misión estaría en peligro.

Fue en ese momento tan poco halagüeño cuando llegó al extremo nororiental del lago el jovial obispo James Hannington con un séquito de cincuenta individuos, después de atravesar el país de los masai por la ruta prohibida de Mwanga. Aquel clérigo de espíritu aventurero y optimista educado en Oxford había sido enviado a Buganda por la CMS para fijar su residencia en el país como primer obispo del África ecuatorial oriental. No llegaría nunca a su destino. El 21 de octubre de 1885 fue detenido en Busoga junto con sus cincuenta porteadores wangwana. Mackay quedó estupefacto y se presentó tres días seguidos en la corte de Mwanga para suplicarle que perdonara la vida al obispo. Su rival francés, el padre Lourdel, también pidió clemencia. Pero no sirvió de nada. Al cabo de ocho días de encarcelamiento en una choza oscura e infestada de parásitos, el obispo Hannington fue conducido a un claro del bosque, despojado de sus vestiduras y apuñalado junto con todos sus porteadores, excepto cuatro que lograron escapar. Uno de ellos informó de que las últimas palabras de Hannington habían sido: «Decid al rey que voy a morir por su pueblo, que he pagado con mi vida el viaje hasta Buganda». Durante varios meses, Mackay estuvo a punto de abandonar Buganda, pero la situación fue calmándose poco a poco y el misionero reanudó en secreto la labor de evangelización.

Luego, el 30 de junio de 1886, Mwanga tomó una resolución drástica, deteniendo y ejecutando a cuarenta y cinco nativos conversos, católicos y protestantes en la misma proporción. A varios los estranguló con sus propias manos. A otros los castró antes de quemarlos vivos. El verdugo jefe comunicó al rey que «nunca hasta entonces había matado a gente tan valerosa, y que habían muerto invocando a Dios». La respuesta de Mutesa fue echarse a reír diciendo: «¡Pero Dios no los libró del fuego!». Mackay anotó en su diario: «¡Oh, noche de dolor! ¡Qué hecho sangriento más inaudito! Si lo que temen es una invasión, deben pensar sin duda que con un acto semejante dan a esos invasores imaginarios una excusa capital para entrar con todas sus fuerzas […]».

En ese momento de emergencia urgentísima para los misioneros, llegó como llovido del cielo a la misión de Mackay un explorador nacido en Rusia, el Dr. Wilhelm Junker, que se había pasado diez años cartografiando los ríos Welle y Ubangi. Junker contó a los misioneros una cosa muy significativa y Mackay se dio cuenta enseguida de que, si lograba implicar a la prensa británica, aquello tal vez podría suponer indirectamente su salvación y la de sus conversos. Al parecer, Emin Pachá, el gobernador anglo-egipcio de Ecuatoria, la provincia más meridional de Sudán, se retiraba por el sur hacia el lago Alberto, acosado por los musulmanes fundamentalistas seguidores del autoproclamado Mahdi o «Esperado». Hombre de humilde cuna originario de Sudán, Muhammad Ahmad el Mahdi había sabido aprovechar los profundos sentimientos antiegipcios para crear un movimiento que era en parte una yihad religiosa y en parte una sublevación nacionalista. De hecho, recientemente unos diez mil seguidores suyos habían conquistado Jartum y habían matado al general Gordon, gobernador general del Sudán. Como Gordon había sido todo un héroe nacional británico, su sangriento asesinato en las escaleras de su palacio había suscitado profundo dolor y furia en Gran Bretaña. La indignación de la opinión pública se había enconado todavía más al conocerse que la expedición de socorro enviada por el primer ministro Gladstone no había podido salvar al gobernador acorralado porque había llegado con dos días de retraso.

Muhammad Ahmad el Mahdi.

La muerte de Gordon dio lugar a la caída del gobierno liberal de Gladstone, lo que convenció a Alexander Mackay de que el nuevo primer ministro, el conservador lord Salisbury, haría todo cuanto estuviera en su mano para que Emin Pachá, el último gobernador nombrado por Gordon que había sobrevivido, no corriera la misma suerte que su superior. Y si lord Salisbury enviaba fuerzas para salvar a Emin, esos mismos soldados podrían venir luego a rescatar a los misioneros cristianos y a sus conversos, que se encontraban a poco más de trescientos kilómetros en el interior de Buganda. Por suerte para él, Mackay conocía a Emin Pachá, que lo encontraba de su agrado y había mantenido alguna correspondencia con él en el pasado. Calculaba, pues, que si podía mandar una carta al pachá y recibir de él en contestación un apasionado llamamiento en pro de la intervención británica en Ecuatoria y Buganda (que Mackay haría llegar luego a la prensa británica), lord Salisbury no tendría más remedio que mandar a Ecuatoria un contingente en ayuda del pachá acorralado.

Tras encontrar mensajeros dispuestos a correr el riesgo de llevar una misiva a Emin hasta Wadelai, a orillas del Nilo, Mackay se puso a escribir de la forma más persuasiva que sabía. El resultado fue la llegada a los pocos meses de una respuesta que superaba sus expectativas más optimistas. Emin le hablaba en ella de su desesperada lucha por la supervivencia y afirmaba que estaba dispuesto a resistir hasta que sus hombres y él fueran aniquilados o salvados. Mackay confió inmediatamente la carta de Emin a la primera caravana que salió con destino a Zanzíbar y al cabo de pocos meses su comunicado apareció publicado en The Times de Londres. Pero lord Salisbury no era un hueso fácil de roer y decepcionaría tanto al pachá como a Mackay. El primer ministro y su gabinete llegaron a la conclusión de que como Emin, que conocía bien el África central, consideraba imposible llegar a la costa con los pocos miles de hombres que tenía a su disposición, carecería de sentido enviar unos pocos miles más a salvarlo. Recientemente un contingente anglo-egipcio de diez mil hombres al mando de un general inglés, William Hicks Pachá, había sido exterminado por los secuaces del Mahdi, de modo que lo único que habrían conseguido habría sido que se repitiera la historia; y, en cualquier caso, si las fuerzas británicas lograban llegar hasta donde estaba Emin y luego entrar en Buganda, probablemente Mwanga, enfurecido, asesinara a todos los misioneros en cuanto se enterara de su llegada. Así que el pragmático primer ministro decidió cruzarse de brazos.

Pero hubo dos personas que se negaron a aceptar que no se hiciera nada por los misioneros y por Emin Pachá. Eran Henry Morton Stanley y su íntimo amigo, un hombre hecho a sí mismo, el armador millonario y filántropo William Mackinnon. Stanley se mostró dispuesto a dirigir una expedición formada específicamente para reabastecer a Emin Pachá y salvar a los misioneros, si Mackinnon lograba reunir las veinte mil libras que calculaba que serían necesarias para pagar a una brigada de socorro en toda regla. El empresario escocés consiguió el dinero rápidamente, lo que permitió a Stanley, que había sido el responsable en primera instancia de hacer venir a Mackay al lago Victoria, desempeñar un papel trascendental en la curiosa y violenta serie de acontecimientos que en último término llevarían a Uganda y a toda la cabecera del Nilo a los confines del imperio británico. Pero antes de abordar estos convulsos sucesos, debemos fijarnos en los escarceos de los países europeos en África occidental, cronológicamente un poco anteriores, pues ejercerían una influencia decisiva en la forma en que quedarían configuradas el África oriental y la cuenca del Nilo.