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Creando Ecuatoria

Durante los meses de febrero y marzo de 1870, sir Samuel Baker, caballero comendador de la Orden del Baño, cuyo reciente nombramiento como gobernador general de la región del Nilo ecuatorial por el jedive de Egipto le otorgaba el poder de decidir sobre la vida y la muerte de sus hombres, se vio temporalmente derrotado por montones de plantas acuáticas en los cambiantes canales del Sudd. Debía encontrar la manera de superar el obstáculo más famoso del Nilo Blanco para llegar a Gondokoro y a los lejanos reinos de Bunyoro y Buganda. Muchos de sus hombres estuvieron «con el agua hasta el cuello» durante días, tratando de cruzar la espesura de papiros con la ayuda de azadones, podaderas y rastrillos, y fallando en el intento. Siete murieron en los dos meses que duró esa pesadilla, y ciento setenta acabaron tan enfermos que tuvieron que ser enviados de vuelta a Jartum, lo que obligó a Baker a retirarse siguiendo la corriente del río hasta Taufikia, donde permaneció hasta diciembre de 1871 sin poder avanzar. Sólo para el transporte del sorgo, alimento básico de la expedición, se necesitaban cincuenta barcazas. De modo que con los camellos, los caballos, los burros, los constructores de barcas árabes y los mil quinientos soldados que también necesitaban medios de transporte, los problemas logísticos provocados por aquella prolongada demora amenazaban el futuro de toda la empresa.

Baker logró escapar del Sudd al cabo de siete meses de haber entrado en esta región, y no pudo llegar a Gondokoro (a la que bautizaría como Ismailia) hasta el 14 de abril de 1871. En aquellos momentos sólo le quedaban dos años de contrato, pero al menos había conseguido alcanzar la frontera septentrional del vasto territorio en el que se esperaba que impusiera el control egipcio. El firmán que había recibido del jedive lo autorizaba a:

Organizar y someter a nuestra autoridad los países situados al sur.

Acabar con el tráfico de esclavos. Introducir un sistema de comercio regular.

Abrir a la navegación los grandes lagos del ecuador y establecer una red de puestos militares y de almacenes comerciales, distanciados a intervalos de tres días de marcha.

Este programa absurdo y ambicioso dependía en gran medida de su habilidad para llegar a un acuerdo con los nativos de la región. Baker confiaba en que la tribu de las inmediaciones de Gondokoro, los bari, aceptara de buen grado su protección frente a los agentes del principal traficante de esclavos del país, Muhammad Ahmad al Aqqad. No podía imaginar que no la quisiera. Pero, para su consternación, se enteró de que el jefe bari, Alloron, se había aliado hacía poco con los esclavizadores, y sus súbditos actuaban voluntariamente como porteadores y mercenarios de al-Aqqad. De modo que cuando Baker intentó comprar alimentos, no quisieron vendérselos. Es innegable que para los intereses de los bari resultaba muy conveniente obtener la inmunidad llegando a un pacto con la casta dirigente árabe establecida de manera permanente en el sur. A Baker ya no le había gustado esa tribu cuando cruzó su territorio en un viaje anterior, y ahora los calificaría de «perversos y traicioneros por naturaleza».

Aunque los bari suponían un grave problema, a Baker le esperaba otro peor en su propio campamento, pues como contaría Florence en su diario, «debo confesar que estoy bastante indignada con toda la expedición, con los nativos y también con los soldados, son de una crueldad extrema en todos los sentidos; sé que a Sam le preocupa mucho estar al frente de semejantes hombres». Florence quedó horrorizada cuando oyó a las tropas jactarse del número de africanos que habían matado. Un individuo desertó después de romper la mira de su fusil, y cuando fue capturado, Baker lo condenó a recibir el espeluznante número de doscientos latigazos. Aplicó a otro el mismo castigo por un crimen mucho más grave, el asesinato de un prisionero. A veces, Baker se sentía avergonzado por el comportamiento de los miembros de su cuerpo de élite de camisas de color escarlata, formado por árabes sudaneses negros, a los que había apodado cariñosamente «los cuarenta ladrones». Florence vio cómo uno de ellos capturaba a una niña de diez años para convertirla en su esclava. Cuando se enteró de lo que había visto, Baker le arrancó la ropa con violencia al individuo en cuestión, le quito su arma de fuego y le dijo que sería ejecutado de un disparo si volvía a cometer un delito. Quería acabar realmente con el tráfico de esclavos y ser considerado un liberador por los africanos, pero el desprecio que sentían lógicamente esos mismos africanos por su asociación con los egipcios esclavistas frustraron todos sus esfuerzos desde un principio.

A pesar de todo, en mayo de 1871 Baker pudo izar la bandera egipcia en Gondokoro, bautizando la ciudad con el nombre de Ismailia y proclamando simultáneamente toda la zona de los alrededores —hasta Buganda y el lago Alberto por el sur— parte de una nueva provincia egipcia a la que llamó Ecuatoria. Este acontecimiento se revelaría como uno de los más importantes de la historia de la región.

Izado de la bandera en Gondokoro (del libro de Baker, Ismailia).

En diciembre, Baker había violado sus propios principios robando grano y ganado a las tribus locales para alimentar a sus hambrientos soldados. Pero la cantidad de alimentos capturados era muy escasa, y no le quedó más remedio que ordenar el regreso a Jartum de ochocientos hombres con sus trescientos «dependientes». Después de intentar durante nueve meses imponer la dominación egipcia a los bari, se vio obligado a avanzar hacia el sur con sólo quinientos dos soldados y cincuenta y dos marineros, dejando al pueblo de Alloron tan firmemente decidido a ofrecer resistencia como lo había estado a su llegada.

Pero cuando Baker entró en Fatiko —a unos ciento veinte kilómetros al norte de las cataratas Karuma— su suerte cambió un poco. La población local, los acholi, se puso de su parte contra los traficantes de esclavos árabes y lo ayudó a conseguir porteadores para el resto del viaje hasta Bunyoro. Para recompensar a estos nativos, destinó tropas a los fortines locales y permitió a los acholi que mantuvieran su independencia en los momentos críticos. Hoy día, Baker sigue siendo honrado en las tradiciones de los acholi, al igual que su esposa, que todavía es recordada con el nombre de Anyadwe, o «Hija de la Luna», por su larga melena rubia.

Sin embargo, a pesar del apoyo de los acholi, a finales de 1871 Baker había abandonado la idea de incorporar Buganda a Ecuatoria. No obstante, aún confiaba en realizar esta hazaña en Bunyoro. Pero en vista de la gran desconfianza que había demostrado con él Kamrasi, el anterior omukama de Bunyoro, era verdaderamente de ingenuos imaginar que podría conseguir dar gato por liebre a su sucesor, Kabarega.

Baker llegó a Masindi, la capital de Bunyoro, el 25 de abril de 1872. Como sólo disponía de una escolta de un centenar de hombres, corría el peligro de ser detenido o incluso asesinado si Kabarega decidía que había venido a apropiarse de su país. Pero su primera entrevista con el omukama —al que describiría «muy bien vestido, con tela de corteza a rayas negras primorosamente fabricada»— pareció ir bien. Sin embargo, cuando el joven monarca de veintiún años devolvió la visita, nada de lo que dijo Baker logró convencerlo para que entrara en su choza. Es evidente que Kabarega sospechaba que pudiera hacerle una mala jugada. Furioso, Baker lo llamó «jovenzuelo descortés» y «zoquete sin decoro ni educación». El jovenzuelo era de hecho el vigésimo tercero de su dinastía, y había ascendido al trono a la muerte de su padre, después de alzarse con la victoria en una encarnizada guerra de sucesión. Es comprensible que Kabarega recelara de un hombre del que su padre había desconfiado, y que se había presentado en su país en calidad de representante de un gobierno de una nación remota. Pero, en realidad, Baker era el que estaba pisando un terreno peligroso. Una multitud de dos mil personas había acompañado a Kabarega, «haciendo un ruido horrible con silbatos, cuernos y tambores». El monarca se negó a hablar de comercio y civilización, y dijo a Baker que lo único que necesitaba era ayuda militar para luchar contra su tío Rionga que se había sublevado.

Kabarega devuelve la visita a Baker (del libro de Baker, Ismailia).

El 14 de mayo, Baker, según cuenta, tomó «oficialmente posesión de Unyoro en nombre del jedive de Egipto». Esto supuso, ni más ni menos, que se vistiera con su uniforme de gobernador general, hiciera desfilar a sus hombres y luego mandara izar la bandera egipcia. En respuesta a esta ultrajante ceremonia, Kabarega autorizó la construcción de una serie de chozas y cercados que dejaron rodeado el campamento de Baker. También se negó a podar la hierba alta que ofrecía cobertura a cualquier guerrero que quisiera acercarse al campamento sin ser visto.

El 31 de mayo, el teniente Julian Baker de la Marina Real, que había venido a África en calidad de segundo al mando de su tío, condujo estúpidamente a la mayoría de los hombres de la expedición hasta el poblado de Kabarega para hacer ejercicios de instrucción militar al aire libre. Así nos cuenta Florence la respuesta del omukama a la absurda provocación: «Diría que, en apenas diez minutos, aparecieron entre cinco y seis mil hombres con sus escudos y armas, y ninguna lanza llevaba funda». La matanza de los hombres de Baker parecía inminente. Intentando mantener la calma, el flamante gobernador general saludó con la mano a un jefe anciano al que reconoció entre la multitud en armas, y caminó hacia las lanzas que lo apuntaban, gritando a través de su traductor: «¡Bien hecho! ¡Dancemos todos juntos!». Entonces ordenó a su banda improvisada que tocara algo y mandó bailar a sus hombres, que así lo hicieron para desconcierto de los guerreros. Mientras seguían danzando, Baker dijo a un grupo de ellos que fueran acercándose lentamente hacia él con las bayonetas preparadas y que le cubrieran los flancos. Entonces, sintiéndose más seguro, solicitó entrevistarse con Kabarega. El joven rey hizo acto de presencia y mandó a sus guerreros que se retiraran.

Baker era consciente de que su argucia simplemente le había permitido ganar un poco más de tiempo. Kabarega estaba convencido, y con razón, de que lo que pretendía Baker era «engullir» su país, y no únicamente comerciar con él. De modo que, al cabo de una semana, el siguiente paso del joven monarca fue tratar de acabar con la vida de los Baker y la de sus hombres, regalándoles bebidas y grano previamente envenenados. Su intento se vio frustrado por la rápida reacción de Florence, que inmediatamente preparó una mezcla emética con grandes cantidades de mostaza y agua salada.

La batalla de Masindi (del libro de Baker, Ismailia).

A la mañana siguiente, Baker recibió un disparo por parte de unos guerreros que avanzaron a escondidas entre la espesura de la hierba alta. Su sargento, que caminaba detrás de él, fue alcanzado en el pecho y murió al instante. Otro integrante de los «cuarenta ladrones» fue herido en una pierna. Tras dar la señal de alarma y conseguir reunir a dieciséis miembros de su cuerpo de élite, Baker les mandó que respondieran con las armas. Mientras tanto, otros hombres recibieron la orden de prender fuego a todo el poblado de Kabarega, incluida la cabaña utilizada por el omukama para sus audiencias. Monsoor, el oficial favorito del explorador, cayó muerto poco después de que comenzara el combate junto con otros tres de sus compañeros. «Con mucho cuidado, le arrimé el brazo al cuerpo —escribió Baker—, pues consideraba a Monsoor un verdadero amigo». Durante todo el enfrentamiento, Florence, a la que Baker llamaba «mi pequeña coronela», fue pasándole a su esposo los fusiles cargados. También disparó proyectiles contra el poblado. Al cabo de cuatro días, los Baker no tuvieron más remedio que evacuar Masindi, aunque supieran que aquello significaba reconocer su derrota.

La retirada a Fatiko (del libro de Baker, Ismailia).

Durante la marcha a Fatiko, a lo largo de kilómetros y kilómetros en medio de la hierba alta, la columna de Baker sufrió numerosas emboscadas. Florence llegó a jurar que, si su marido moría, ella se pegaría un tiro antes de caer en manos del enemigo. El muchacho que conducía el caballo del explorador fue atravesado por una lanza y, moribundo, preguntó a su jefe: «¿Debo avanzar sigilosamente hacia la hierba, Pachá? ¿Hacia dónde voy?». Y cayó muerto a los pies de su patrón, cuyo principal temor era que sus hombres no lograran contrarrestar la superioridad numérica del ejército de Kabarega. Por fortuna, Baker pudo mantenerse a distancia de sus perseguidores. No obstante, durante la retirada de Masindi, diez de sus hombres perdieron la vida y once fueron heridos: unas bajas importantísimas para un contingente de apenas cien efectivos.

De camino a Fatiko, Baker fue a la isla en la que se encontraba el tío rebelde de Kabarega, Rionga, para entrevistarse con él y ofrecerle el apoyo de Egipto en su lucha para derrocar a su regio sobrino.

En el viaje de regreso a Jartum por el Nilo, tras derrotar a un grupo determinado de traficantes de esclavos que atacaron el fuerte de Fatiko, Baker interceptó tres barcazas en las que había setecientos esclavos, lo que ponía seriamente en entredicho sus últimas declaraciones afirmando que había limpiado el río de mercaderes de seres humanos. De hecho, el traslado por tierra de esclavos a las regiones de Darfur y Kordofan —a raíz del descubrimiento del río Bahr el-Ghazal— había disminuido durante los últimos diez años el número de esclavos transportado por el Nilo en una proporción de seis o siete a dos. Desde Ismailia, sir Samuel escribió a su hermano John, con la intención de que entregara su carta a la prensa:

Todos los obstáculos han sido superados. Todos los enemigos han sido sometidos; y los esclavistas que tuvieron la osadía de atacar a las tropas han sido aplastados. Se ha puesto fin al tráfico de esclavos por el Nilo Blanco, y la región ha sido anexionada, por lo que Egipto se extiende hasta el ecuador.

Lejos de estar sometido, Kabarega seguía siendo el monarca independiente y obstinado de siempre, y al-Aqqad y otros traficantes de esclavos habían sufrido simplemente un pequeño revés en Fatiko. Baker tampoco había logrado pasar de la línea del ecuador, por no hablar de «anexionarse» territorios de la zona. Pero las exageraciones de Florence superarían a las de su esposo: «Tras grandes dificultades y muchas penurias —contaba a su cuñada—, hemos realizado numerosas conquistas y establecido en todo el país un buen gobierno». El jedive Ismail, el patrón de los Baker, no se dejó convencer por el autobombo del matrimonio europeo y declaró que «se ha exagerado mucho en lo concerniente al éxito [de la expedición]» y que Baker, aunque había sido «valiente», se había mostrado «muy proclive a empuñar las armas […] dando lugar a un sentimiento generalizado de hostilidad hacia los europeos y hacia mi gobierno en todo el Alto Egipto».

No obstante, a su regreso a Gran Bretaña, Baker consiguió que sus optimistas cartas fueran leídas en voz alta en las dos Cámaras del Parlamento, llevando incluso a The Times a comentar con efusión y entusiasmo que «la hazaña constituye, en la anodina historia de nuestros tiempos, un episodio verdaderamente audaz y legendario […] Nada de lo que se ha contado de los españoles en México logra despertar tanto interés como el relato de la retirada de Bunyoro». El carácter intrépido de la empresa de sir Samuel obnubiló incluso a un liberal como lord Derby, ministro de Exteriores, que lo elogió por escrito por «haber extendido la influencia británica en Egipto» y «acelerado los rápidos progresos que estamos realizando en la apertura de África al exterior». Era prácticamente como si, en 1874, lord Derby previera que, antes de diez años, Gran Bretaña iba a apartar a un jedive en bancarrota para convertirse en el nuevo gobernante de Egipto y sus territorios del Nilo. Pero si bien este estadista liberal supo percibir la dirección en la que comenzaban a soplar los vientos de la historia, no supo darse cuenta de que la receta de Baker para la creación de nuevas colonias, con unos cuantos barcos de vapor y uno o dos regimientos, tenía muy poco que ver con la aventura, y mucho con barrer de la escena a unos gobernantes africanos legítimos, cuyo único crimen era haber indicado, ante la amenaza de un poder superior, que querían seguir siendo independientes. En realidad, la «aventura» de la retirada de Baker de las tierras de Bunyoro había constituido una victoria para Kabarega, el «jovenzuelo descortés». Aunque Baker pudiera afirmar con razón que había tratado de acabar con el comercio humano en el Alto Nilo, no podía sostener que similares motivaciones lo habían llevado a emprender la invasión de Bunyoro, región que nunca había sido devastada ni convertida en el caótico escenario de sangrientas matanzas por los traficantes de esclavos.

En Europa, para mucha gente de la vida pública la expedición de Baker fue la primera en poner de relieve las posibilidades estratégicas y económicas de un gobierno extranjero en África tropical. Propició, por tanto, «la carrera por África». Baker aseguraba que, con su pacificación del Alto Nilo, había creado las condiciones esenciales para desarrollar el cultivo de grandes cantidades de algodón, lino y grano, garantizando la prosperidad de la población de la región y pingües beneficios a los que llegaran para comercializar esos productos. Es evidente que había echado el ojo a África justo cuando las minas de diamantes de Kimberley comenzaban a ofrecer a futuros colonos otra razón sumamente tentadora para que se interesaran por el continente. El 9 de diciembre de 1874, el editor de The Times se hacía eco de unos sentimientos que, de haber tenido noticia de ellos, habrían provocados las iras de Kabarega y de Mutesa:

Hasta hace bastante poco África central estaba considerada simplemente una región de tórridos desiertos y malolientes pantanos […] parece que en la actualidad hay buenas razones para creer que una de las mejores partes de la superficie de la costra terrestre está siendo destruida por la barbarie y la anarquía que la maldicen.

Lamentablemente, los infructuosos esfuerzos de Baker por hacer de Ecuatoria una realidad y por extender hacia el sur las fronteras de Egipto —y en consecuencia las de Sudán— hasta Bunyoro se reanudarían con más éxito gracias a la iniciativa de otros y a largo plazo resultarían desastrosos para toda la región en general.