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La mitad desconocida de África está ante mí

En Londres, seis meses antes de que Stanley abandonara el lago Tanganica y marchara en busca del Lualaba, Christopher Rigby, el fiel amigo de Speke, había recorrido a pie toda la City intentando conseguir alguna copia de la edición del Daily Telegraph que contenía los primeros informes enviados por Stanley sobre el lago Victoria. La búsqueda del coronel Rigby fue vana, pues «todas las copias habían sido compradas de una vez». Al final, se vio obligado a ir a la RGS, donde había leído el periódico y le habían enseñado «el mapa del lago Victoria original de Stanley», que lo llenó de júbilo al ver que era «en su forma tan parecido al que había hecho Speke».

Richard Burton fue otro de los primeros visitantes de la RGS. Volvió a ella el 29 de noviembre de 1875, dispuesto a enzarzarse en el debate en torno a los descubrimientos de Stanley. Pero si Rigby hubiera esperado que «B el C», como Speke había llamado a Burton, pidiera disculpas por haberse burlado durante más de una década de forma tan grosera por la descripción del Nyanza llevada a cabo por su compañero de viaje, se habría quedado atónito al oír decir a Burton que «todavía consideraba posible que el Tanganica estuviera comunicado con el Nilo [pues] todavía cabía la curiosa posibilidad de que se descubriera que el Lukuga era su fuente definitiva». Demostrando una vez más su hipocresía, Burton «expresó su sincero pesar por el hecho de que su antiguo compañero no hubiera vivido […] para ver las correcciones [la cursiva es mía] que el Sr. Stanley había hecho con respecto a su maravilloso descubrimiento del magnífico lago del que salía el ramal este del Nilo». El ramal oeste, seguía sosteniendo Burton, debía de salir de su lago Tanganica: esperaba que el Lukuga desembocara en el Lualaba, que a su vez se uniría al Nilo en algún punto más arriba del lago Alberto, tal como había pensado Livingstone.

Mientras tanto, en África, Stanley todavía no había excluido esa posibilidad. Cuando pasó por Manyema camino del Lualaba, seguía anhelando —y no por Burton precisamente— que este río fuera el Nilo, para corroborar las esperanzas de su padre honorario, David Livingstone. Antes de cruzar el lago Tanganica, Stanley había sido víctima de numerosas deserciones de sus acompañantes, de modo que su cuadrilla había quedado reducida a ciento treinta y dos individuos, la mayoría de ellos aterrados por los peligros que pudieran aguardarles en el río. Kalulu, el joven al que Stanley había rescatado y educado, fue uno de los desertores. Cuando lo capturaron de nuevo, el explorador no pudo perdonarlo. Pero al final quedaría patente que la decisión de escapar que había tomado Kalulu era la acertada. Seguramente habría alcanzado la edad adulta si hubiera conseguido no ser capturado de nuevo.

El 17 de octubre de 1876, la expedición llegó a las riberas del Lualaba y Stanley vio por primera vez un inmenso río de color gris pálido que serpenteaba lentamente en dirección norte hacia lo desconocido, con las orillas densamente pobladas de árboles. Por el Lualaba, Livingstone había sacrificado su vida, pero, como Cameron, no había sido capaz de seguir su curso más allá de Nyangwe. Stanley no tenía forma de saber hasta dónde llegaba en dirección norte antes de desviarse hacia el este o hacia el oeste, declarando así su parentesco con el Nilo o con el Congo.

Al día siguiente conoció al traficante de esclavos árabo-swahili más importante de Manyema, Hamid bin Muhammad el-Murebi (cuyo apodo, Tippu Tip, se suponía que remedaba el sonido de las balas; una de sus abuelas había sido la hija de un jefe lomani, lo que explicaba su apariencia africana). Tenía poder para conceder o para negar a Stanley las canoas y demás pertrechos que necesitaba para su viaje corriente abajo. El explorador pensó, pues, que no tenía más remedio que negociar con él para no quedar bloqueado sin poder seguir el río. El árabe disponía además de hombres de sobra para que hicieran de escolta y protegieran a los de Stanley de las tribus hostiles que vivían a orillas del Lualaba inmediatamente al norte de Nyangwe. Aquellas tribus resultaban peligrosas para los extranjeros debido a las incursiones llevadas por individuos como Tippu Tip para capturar esclavos, pero Stanley necesitaba protección y estaba dispuesto a pagarle la increíble cifra de cinco mil libras (lo mismo que le había costado toda la expedición en busca de Livingstone) por acompañarlo con ciento cuarenta hombres armados durante sesenta días de marcha al norte de Nyangwe. Si no llegaba a un acuerdo con el árabe, Stanley sabía que su misión sería un fracaso. Cameron había intentado llegar a un acuerdo parecido, pero Tippu Tip lo había rechazado. El pacto alcanzado por Stanley no supuso una disminución del odio que sentía por los traficantes de esclavos. En un informe escrito por esa misma época, instaba a Gran Bretaña a que actuara militarmente contra «un comercio especialmente dañino para la humanidad, un comercio basado en la violencia, el asesinato, el atraco y la estafa».

El acuerdo estipulaba que los hombres de Tippu Tip se separaran de Stanley después de recorrer unos trescientos kilómetros juntos y a partir de ese momento el explorador y los ciento cuarenta y seis integrantes de su séquito, sólo ciento siete de los cuales tenían un contrato, se arriesgaran a seguir adelante solos. Era inevitable que las muertes por ahogamiento, enfermedad, hambre o por los ataques de los nativos redujeran esa cantidad al término del viaje. Antes de salir de Nyangwe con Tippu Tip el 5 de noviembre de 1876 para adentrarse en la selva de Mitamba, Stanley escribió a un amigo admitiendo que temía correr la misma suerte que el explorador Mungo Park, que había sido muerto a lanzadas en el Níger.

Tippu Tip.

Pero no daré marcha atrás […] La mitad desconocida de África está ante mí. Es inútil imaginar lo que pueda haber en ella […] No puedo decir si seré capaz de descubrirlo en persona o si quedará para mis acompañantes de color. Dentro de tres o cuatro días empezaremos la gran lucha contra este misterio.

Durante semanas, los hombres de Stanley y su escolta árabo-swahili se abrieron paso a duras penas por la margen derecha del gran río, bajo el dosel de la selva tropical, sudando bajo la pesada atmósfera de aquel tenebroso invernadero. En aquel lado del río, no podía pasar por alto la existencia de un ramal que discurriera hacia el este en dirección al Nilo a través del Bahr el-Ghazal. Como el Lualaba parecía lo bastante caudaloso como para suministrar agua al Nilo y al Congo, Stanley no descartaba todavía la posibilidad de que existiera semejante ramal: «Podría ser, pues en África hay más maravillas de las que pueda soñar la filosofía común de la geografía». Al cabo de dos semanas intentando abrirse paso por la selva, su séquito se adentró en el Lualaba, después de hacer el truculento hallazgo de unos huesos humanos chamuscados junto a unas hogueras recién apagadas. Independientemente de que fueran o no caníbales, Stanley se sintió acongojado al ver salir corriendo a hombres, mujeres y niños de la etnia wenya en cuanto avistaban a los hombres de Tippu Tip y a los suyos.

En diciembre, mientras seguían remando hacia el norte, se vieron envueltos en una serie de pequeñas escaramuzas exageradas torpemente por Stanley en sus despachos al New York Herald como «luchas». Dos días después de Navidad, Tippu Tip rompió el pacto y regresó a Nyangwe. Había perdido a tres de sus esposas víctimas de la viruela, y en el plazo de cinco días siete de sus soldados habían muerto de úlceras tropicales y de fiebre. Como estaban sólo a doscientos kilómetros de Nyangwe, y no a los trescientos cincuenta que habían acordado recorrer juntos, Stanley pagó a Tippu la mitad de la suma pactada. Para convencer a sus hombres de que embarcaran en las veintitrés canoas que acababa de comprar para ellos, el explorador tuvo que pedir a Tippu Tip que los amenazara con pegarles un tiro si no lo hacían. De lo contrario, la mayoría de ellos habría suplicado al árabe que se los llevara consigo a Nyangwe: tal era el terror que les producía navegar por el río. ¿Y quién podía culparles? Desde las orillas a menudo se oía el grito: «Niama, niama [carne, carne]», y los habitantes de un poblado intentaron capturar a los tripulantes de una canoa con una red enorme. «Nos consideraban piezas de caza a las que debían atrapar, disparar y meter en el zurrón en cuanto las vieran», escribió Stanley. Pero sabía que no había nada que hacer para despejar las sospechas que su presencia pudiera provocar. Los traficantes de esclavos ya se habían ocupado de que así fuera. De manera que, cuando sus canoas eran perseguidas agresivamente por otras impulsadas por un mayor número de remeros y por lo tanto más rápidas, no tenía más remedio que disparar para no permitir que abordaran sus embarcaciones.

El 6 de enero, tras recorrer ochocientos kilómetros en dirección al norte desde Nyangwe, llegaron a la primera catarata de una serie de siete que se extendían a lo largo de casi cien kilómetros. Así que hubo que sacar del agua todas las embarcaciones y arrastrarlas por tierra a lo largo de las siete cataratas, la mayoría de las cuales tenían varios kilómetros de extensión. El ruido del río al chocar con las rocas y encauzarse a lo largo de estrechos cañones era tan estruendoso que los hombres no se oían hablar unos a otros, ni siquiera cuando estaban parados a corta distancia. Tardaron veinticuatro días en atravesar las cataratas. Entonces al fin quedó patente la verdad. Poco después de pasar la última catarata, Stanley se dio cuenta de que el río había girado bruscamente hacia el oeste.

Por fin, el 7 de febrero de 1877, oyó llamar por primera vez al río «Ikuta Yacongo». Fue un momento histórico. Después de dos años y dos meses de viaje realmente extraordinario, Stanley había demostrado que el Lualaba era el Alto Congo y no el Nilo. El curso del Lualaba en dirección al norte a lo largo de más de mil quinientos kilómetros desde su fuente, donde había muerto Livingstone, hasta el punto en el que efectuaba el giro decisivo hacia la izquierda no volvería a engañar nunca más a geógrafos y exploradores. Lo que no estaba claro, ni mucho menos, era si él viviría para llevar la noticia personalmente a Inglaterra o «si la tarea de revelarla quedaría para [sus] compañeros de color». Estaba todavía a casi mil cuatrocientos kilómetros del Atlántico.

La teoría de Speke quedaba demostrada y las de Burton y Livingstone habían sido echadas por tierra. Stanley se alegró por la memoria de Speke y deploró cómo había arremetido contra él la RGS después de su muerte. Pero sus emociones más profundas se reservaron para aquel viejo y valeroso explorador […] [y] la tremenda determinación que lo [había] animado […] ¡Pobre Livingstone! Desearía tener toda la fuerza de un maestro de la lengua inglesa para describir lo que siento por él.

¿Pero realmente había desentrañado Stanley todo el misterio que había desconcertado a una generación tras otra desde los tiempos más remotos? Cuando había expresado su opinión de que el Kagera probablemente fuese «el padre del Nilo Victoria [Blanco]», ¿había pretendido restar importancia al emisario descubierto por Speke en las cataratas Ripon? En un informe enviado al New York Herald con fecha de agosto de 1876, Stanley repetía la pregunta planteada originalmente por Speke: «¿A qué debemos llamar la fuente de un río, a un lago que acoge a los ríos insignificantes que desembocan en él y después desagua todos ellos por un gran río emisario, o a los tributarios que dicho lago recibe?». Stanley sugería que optar por los tributarios no sería más que un paso que llevaría a pensar que las «fuentes» eran la humedad y el vapor que absorben las nubes. Así pues, él era partidario de dar la razón a Speke.

Speke había sido el primero en ver el Kagera en 1861, cuando había estado con el rey Rumanika, y lo había llamado Kitangule. El explorador sabía que este gran río formaba una serie de pequeños lagos y dedujo que sus orígenes se situaban en los manantiales y en las precipitaciones de lluvia de los montes de Ruanda. Un anochecer divisó lo que denominó unos «escarpados conos volcánicos que trepaban hacia el cielo» a unos ochenta kilómetros al oeste. Haciendo gala de una perspicacia asombrosa, consideró esos montes «la línea que marca la vertiente de los ríos de África central», como en efecto son, junto con la cadena de los Ruwenzori, situados más al norte.

Así pues, ¿qué pasaba con el Kagera y sus fuentes en los montes de Ruanda, que Speke había desdeñado con su pregunta retórica en torno a los méritos respectivos de «un único gran río emisario [y] los tributarios que recibe el lago»? Hasta 1891 —cuando Burundi, Ruanda y Tanzania fueron clasificadas como partes constituyentes del África Oriental Alemana—, un etnógrafo y explorador austríaco, el Dr. Oscar Baumann, no rastreó el que, al parecer, es el tributario más meridional del Kagera, el Ruvubu, hasta un punto del sur de Burundi situado a unos ochenta kilómetros al sur del extremo septentrional del lago Tanganica y a unos treinta de dicho lago. En 1935, el Dr. Burckhardt Waldecker, que había salido de Alemania huyendo de la persecución de los judíos por los nazis, encontró una fuente marginal situada más al sur, en el vecino monte Kikizi. Pero estar más al sur no era la única cualidad exigida para llevarse el premio. En 1898, el Dr. Richard Kandt, un médico, científico y poeta alemán, había rastreado la línea principal del Kagera, a través de su afluente el Rukarara, hasta el monte Bigugu, cerca del extremo meridional del lago Kivu. Se afirmaba que esta fuente estaba unos sesenta kilómetros más lejos del Mediterráneo que la fuente del Kikizi, una superioridad muy exigua teniendo en cuenta que la longitud total del Nilo es de casi seis mil ochocientos kilómetros. Pero dada la enorme dificultad técnica de calcular la longitud de un río tan largo, los geógrafos no alcanzarán nunca un resultado definitivo. La complejidad del delta y los canales cambiantes del lago Kyoga y la llanura de aluvión del Sudd plantean problemas especiales.

Durante los últimos cincuenta años se ha demostrado que la línea del Rukarara se extiende un poco más hacia el interior del bosque de Nyungwe de lo que había dicho Kandt. Pero en una zona pantanosa con numerosos manantiales resulta muy difícil establecer de manera irrefutable cuál es la del Kagera. Aunque Neil McGrigor y su equipo anglo-neozelandés afirmaron en 2006 haber añadido casi otros cien kilómetros al Nilo con ayuda del GPS, cabría señalar que durante los años sesenta del siglo pasado el padre Stephan Bettentrup, sacerdote alemán residente en Ruanda, hizo otras afirmaciones similares que extendían el río más allá de la fuente de Kandt. Posteriormente, a finales de la última década, un equipo japonés de la universidad Waseda aseguró haber superado también la medición de Kandt. En mi opinión, añadir unos pocos kilómetros a los manantiales y arroyuelos de curso cambiante del Rukarara no significa destronar a Kandt, ni mucho menos supone una amenaza a los logros de los exploradores victorianos que llegaron a África sin mapas, sin medios de transporte rodado, ni medicinas eficaces, y a pesar de ello resolvieron el misterio de todo el sistema fluvial de África central.

En 1875-1876, cuando Stanley demostró que Speke tenía razón en lo tocante al lago Victoria, seguía existiendo la posibilidad de que un río que discurriera en dirección al norte hasta el extremo meridional del lago Alberto pudiera originarse en la región del lago Tanganica (aunque no tuviera ninguna relación con dicho lago) y constituyera un rival convincente del Kagera como fuente última del Nilo. En realidad, semejante río existe. Cuando Stanley creyó que se acercaba al lago Alberto en 1876, divisó una extensión significativa de agua poco antes de ser obligado a retroceder por hombres de la etnia nyoro. En ese momento no lo supo, pero se trataba de un pequeño lago aún «por descubrir» unido a otro mayor y entre los dos constituían la fuente del río Semliki, cuyas aguas discurrían hacia el norte hasta entrar en el extremo meridional del lago Alberto. Sorprendentemente, el Semliki no fue investigado en 1876, cuando el lago Alberto fue circunnavegado por el temperamental teniente Romolo Gessi, a las órdenes de Gordon. Finalmente le tocaría a Stanley cartografiar el Semliki y explorar los dos lagos —el Eduardo y el Jorge— que constituían sus fuentes.

Casi quince años antes de cartografiar el Semliki, el compañero de Stanley, Frank Pocock, había localizado un elemento sumamente significativo: «Una magnífica montaña coronada de nieve». Los dos hombres y su séquito habían acampado cerca del lago Eduardo. Por desgracia, Frank había enfermado y no había mencionado a Stanley el detalle de la nieve, de modo que hubo de pasar más de una década antes de que se produjera un descubrimiento trascendental. El tiempo brumoso debió de impedir a Baker, Gessi y Emin Pachá divisar la cadena de los Ruwenzori en 1864, 1876 y 1884, respectivamente. Pero en 1888 y 1889, Stanley y dos de sus acompañantes, el Dr. Thomas Parke y Arthur Mounteney Jephson, divisaron las cumbres nevadas de los Ruwenzori, que inmediatamente relacionaron con los montes de la Luna de Ptolomeo. Siguiendo el curso del Semliki hacia su fuente, Stanley cruzó al menos sesenta torrentes que desembocaban en este río procedentes de las laderas de los montes. Se percató inmediatamente de que la lluvia que caía en ellos desempeñaba un papel importante y comprendió que el deshielo y las precipitaciones alimentaban al Nilo a través del Semliki y el lago Alberto. Pero resultó que las dos fuentes del Semliki se hallaban a la misma latitud que la ribera septentrional del lago Victoria, de modo que aunque el considerable caudal de este río constituía una contribución sumamente significativa al del Nilo Blanco, no podía superar en importancia a los dos ramales del Kagera.

Lo que arroja más dudas sobre el Kagera y sus afluentes como verdadera fuente del Nilo —ya que no como principal tributario del lago Victoria— es que la desembocadura del Kagera en el Victoria se encuentra separada de las cataratas Ripon de Speke por casi doscientos kilómetros de lago, y por lo tanto en puridad no puede decirse que forma un río continuo. Pues bien, ¿dónde deja todo esto la fuente del Nilo de Speke? En palabras de Stanley, el lago Victoria y las cataratas Ripon merecían un «título superior» que el que en justicia podía darse a los lagos y tributarios rivales. Sólo a partir de las cataratas Ripon puede decirse que el Nilo asume un curso definido: atraviesa primero el lago Kyoga, bastante poco profundo, que de hecho se parece más a un río ancho o salido de su cauce, para luego precipitarse por las cataratas Murchison en el lago Alberto, y salir de él al cabo de unos pocos kilómetros, convirtiendo la estrechez del extremo norte del lago en un río que continúa discurriendo, siempre hacia el norte, por gargantas y cataratas hasta Dufile y Gondokoro. Así pues, una vez que Stanley desechó el Lualaba como rival, resolvió efectivamente el misterio del Nilo y concedió con toda justicia a Speke el correspondiente galardón póstumo. Pero aunque Stanley había salido airoso en su búsqueda de la fuente del Nilo, su propia supervivencia no estaba ni mucho menos segura.

El 11 de febrero de 1877, Stanley y sus hombres fueron atacados con armas de fuego por primera vez desde que se embarcaron en el río. Ver «el humo de la pólvora salir de las canoas de los nativos» supuso una experiencia nueva y alarmante. En la batalla naval a tiros que se desencadenó a continuación, murieron dos de sus hombres y fueron abatidos un número desconocido de enemigos. La presencia de armas de fuego en manos de los congoleños demostró a Stanley que había llegado al punto más alejado del río hasta el que había penetrado la influencia indirecta de los portugueses desde sus puestos comerciales de la costa. Pocos días después, Stanley y su séquito fueron perseguidos por seis canoas y una vez más hubo intercambio de disparos y se produjeron bajas.

A mediados de marzo de 1877 tuvo lugar el comienzo de una experiencia todavía peor cuando Stanley empezó a bajar por la gran extensión de agua llamada durante casi ochenta años «estanque de Stanley». Tuvo que exigir a sus porteadores wangwana unos niveles de entrega que razonablemente cabría pedir a los soldados en la guerra, pero no a unos civiles contratados. Sin aquellos hombres extraordinarios, Burton, Speke, Grant y Stanley no habrían hecho gran cosa. Como este último dijo a un amigo, no podría haber hecho más que un viaje de unos cuantos días «sin el valor y la bondad intrínseca de esos veinte hombres». Destacarían entre ellos Uledi, Manwa Sera, Chowpereh, Wadi Safeni y Sarmini. El número de sus acompañantes había disminuido de los doscientos veintiocho que llevaba en Bagamoyo a ciento veintinueve. En los últimos cuatro meses y medio desde que habían salido de Nyangwe se habían perdido catorce vidas. Ninguno de ellos sospechaba que lo peor estaba a punto de comenzar. Los primeros rápidos después del estanque hicieron pensar a Stanley en «una franja de agua barrida por un huracán». Pero las aguas mansas podían ser también fatales. El 29 de marzo, el piloto de la canoa en la que iba Kalulu dejó que la embarcación se metiera en la parte más rápida del río, condenándose a sí mismo y a sus pasajeros a «deslizarse por aquella superficie traicionera, aparentemente serena, como una flecha hacia la perdición». La canoa estuvo dando varias vueltas al borde de una catarata, antes de precipitarse en el torbellino. Sus seis ocupantes, incluido Kalulu, perecieron ahogados.

Muerte de Kalulu.

El 12 de abril, Stanley y los tripulantes de su embarcación de unos tres metros de eslora se vieron de pronto bajando sin control por otra serie de rápidos.

Cuando empezamos a pensar que era inútil luchar con la corriente, un terrible estruendo repentino nos obligó a mirar hacia abajo, y vimos cómo el río casi se incorporaba, como si un volcán hubiera entrado en erupción debajo del agua […] En una o dos ocasiones fuimos lanzados sin miramientos de un lado a otro, y la corriente inconmovible hizo que nos pusiéramos a dar vueltas como si fuéramos demasiado insignificantes para hacernos naufragar.

Nadie sabe cómo reunieron la fuerza para seguir remando por aquel torbellino de agua blanca. El 3 de junio, Frank Pocock —el último compañero blanco de Stanley— se ahogó al volcar su canoa. Wadi Safeni, cuya presencia de ánimo había salvado a Stanley y al resto de sus hombres la primera vez que visitaron Bumbireh, sufrió durante aquel período espantoso un ataque de nervios y se adentró en la jungla, donde murió.

Cuando el 9 de agosto de 1877, Stanley y su séquito llegaron al puesto comercial establecido por los portugueses en el punto más alejado hasta el que habían llegado remontando el río, sólo pudieron contarse ciento quince individuos y, según comentaría Stanley, se hallaban todos «en un estado de consunción inminente». Durante varios meses los nativos se habían negado a venderles comida. Sólo regresarían a Zanzíbar ciento ocho personas, entre hombres, mujeres y niños, significativamente menos de la mitad de las doscientas veintiocho que habían zarpado de la isla. Su épico viaje desde Bagamoyo hasta la costa del Atlántico había durado mil días. Stanley fue el único de los cuatro británicos que sobrevivió. Aunque había encanecido prematuramente y había perdido dos tercios de su peso, había mantenido una confianza en sí mismo casi mística.

Este pobre cuerpo mío ha sufrido terriblemente [escribió durante el descenso de las cataratas], se ha visto degradado, y dolorido, se ha fatigado, ha enfermado, y casi se ha hundido bajo el peso de la tarea impuesta, pero eso no era más que una pequeña parte de mí. Pues mi verdadero yo estaba encerrado en la oscuridad, y fue siempre demasiado orgulloso y elevado para un entorno tan miserable como el cuerpo que lo estorbaba cada día.

Aunque finalmente se había demostrado que los laureles del descubrimiento de la fuente pertenecían a John Hanning Speke, era inevitable, al cabo de dieciséis años de su hallazgo, que la atención del público se fijara en el viaje sin par de Stanley. De modo que el daño infligido por Richard Burton en su constante afán de empequeñecer los logros de su compañero de viaje no sería reparado nunca. Lo habría sido si Burton se hubiera comportado honradamente y hubiera hecho una declaración en la RGS, o incluso escrito una carta sincera a The Times admitiendo que había estado equivocado casi veinte años. Pero no. Esperó hasta 1881 y decidió enterrar su retractación donde nadie pudiera verla, en un comentario sobre los viajes del poeta portugués de Luís de CamÕes. En una nota marginal casi irrelevante y sin nombrar a Speke escribió: «Me veo obligado formalmente a abandonar la idea que siempre había favorecido, a saber, que el Tanganica vertía sus aguas en la cuenca del Nilo a través del Lutanzige». Haría esta retractación seis años después de que Stanley hubiera resuelto el misterio. El biógrafo de Speke afirma que Burton escribió una carta en su lecho de muerte en la que decía a Grant que retiraba todas las duras palabras que hubiera podido decir contra Speke. Pero como Burton murió en plena noche de un ataque al corazón parece harto improbable que sea verdad.

Como a Burton le gustó siempre presentarse a sí mismo como peor de lo que era en realidad, para asustar a la gente respetable, y aludir a sus relaciones homosexuales aparte de otras muchas de carácter heterosexual, y como además escribió algunas cartas tremendamente divertidas y realizó traducciones integrales del Kama Sutra de Vatsayana y del Libro de las mil y una noches, sigue constituyendo en la actualidad un personaje fascinante, aunque, como ha señalado recientemente un especialista, la última obra mencionada resulta «escabrosa y arcaizante», y su lectura es menos amena que la de la versión de Edward Lane, cincuenta años anterior. Burton es recordado también por criticar el racismo británico en la India —a pesar de ser un partidario convencido del Raj— y por su profundo y genuino conocimiento de la cultura árabe e india. Pero las numerosas expresiones degradantes que utiliza al hablar de los africanos, por ejemplo «la naturaleza casi de gorila de los negros» y las referencias que hace a «sus dedos semejantes a los de los chimpancés» han sido pasadas por alto por la mayoría de sus biógrafos, lo mismo que su despiadada destrucción del derecho de Speke a ser recordado, a pesar de haberse dado cuenta muy pronto de que su «subordinado» tenía casi con toda seguridad razón.

Speke no sólo descubrió la fuente del Nilo, sino que instintivamente comprendió la naturaleza de toda su cuenca mucho antes de que cualquier otro europeo se percatara de ella. Disfrutó además con la compañía de los africanos, mucho más que Livingstone, y gozó del privilegio único de ser el primer europeo que entró en el reino de Buganda. Sus libros de viajes resultan más amenos de leer que los de Burton y no son tan presuntuosos. A pesar de su reputación de ser un personaje poco convencional, Burton anheló siempre obtener el reconocimiento del estado y le molestó mucho el hecho de que al padre de Speke le dieran permiso para añadir un hipopótamo y un cocodrilo al escudo de la familia (en realidad una recompensa bien nimia), comentando a numerosos amigos que él sí que merecía un cambio semejante de su divisa y además el título de caballero. «Yo abrí el camino e hice todo el trabajo de apertura [del continente] desde África oriental», diría en tono de queja al historiador William Hepworth Dixon. Después de la enérgica campaña encabezada por su aristocrática esposa, a la que esta se lanzó con la total aprobación de Burton, fue nombrado caballero en 1886, y no por sus méritos literarios, sino por los logros alcanzados como explorador. Isabel Burton había enviado cartas y memorandos al primer ministro y a todo su gobierno, a los diputados, a los altos oficiales del ejército y a varios miembros de la familia real. Ese mismo galardón se le había denegado a Speke veintidós años antes, a pesar de los éxitos inmensamente superiores que había cosechado en África. Burton había tenido que ser llevado en litera durante la mayor parte de su expedición al Tanganica, y no había visitado la ribera occidental del lago, como había hecho Speke, ni había acompañado a este al Victoria Nyanza.

Al tiempo que confirmaba su grandeza, Stanley eclipsó a Speke con su propio viaje, absolutamente incomparable. Pero su llegada a la patria no sería más feliz que su regreso a Londres al término de su exitosa búsqueda de Livingstone. En Zanzíbar esperaba encontrar alguna carta de Alice, su prometida. Efectivamente allí lo aguardaban algunas cartas suyas, pero todas fechadas en 1874. Así que siguió angustiosamente inseguro de si a la vuelta iba a encontrar la felicidad o el dolor del rechazo. Una carta de su editor, Edward Marston, ponía de manifiesto con qué iba a encontrarse.

Paso ahora a tratar un tema delicado sobre el que he discutido mucho conmigo mismo si debía escribirle o esperar a su llegada. Creo, sin embargo, que puedo decirle de una vez que su amiga Alice Pike se ha casado. Hace unos meses recibí la carta cerrada en la que se comunicaba que la señorita Pike es ahora la señora Barney… Me temo que esto constituirá otra fuente de disgusto para su naturaleza tan sensible.

Para un hombre que temía tanto el rechazo como él fue un golpe terrible. El señor Barney era más joven y más rico que él, pues era el heredero de una inmensa fortuna en vehículos y materiales rodantes. Pero los sinsabores románticos no serían el único motivo de infelicidad de Stanley. Como había exagerado imprudentemente al hablar de los encuentros hostiles que había tenido en el río y no había explicado el contexto adecuado de los sangrientos sucesos ocurridos en la isla de Bumbireh, al volver a Inglaterra tuvo que hacer frente a las acusaciones de brutalidad vertidas por Henry Yule, galardonado con la medalla de oro de la RGS, y de su aliado, el escritor socialista H. M. Hyndman. La campaña que lanzaron fue tan apasionada y tan larga que la reputación moral del explorador quedaría gravemente dañada, aunque sus críticos reconocieran que su viaje había sido «la hazaña más grande de la historia de los descubrimientos». Por desgracia para Stanley, en 1872 se había creado muchos enemigos entre la minoría dirigente de Gran Bretaña al indisponerse con los miembros del comité de la RGS y con el Dr. Kirk. En consecuencia, el gobierno británico se negó a considerar la idea de encargar a Stanley que regresara al Congo.

Después de la traición de Alice, lo único que lo mantendría cuerdo sería el sueño de transformar África y de acabar simultáneamente con el tráfico de esclavos, según las líneas trazadas ya por Livingstone. Había abrigado la esperanza de regresar a África para llevar a cabo una valoración comercial y geográfica del Congo como «gran ruta» livingstoniana por la que viajaran misioneros y comerciantes en su camino hacia el interior del continente. Antes de abandonar la costa atlántica de África, Stanley había escrito para los lectores del Daily Telegraph las siguientes palabras:

Estoy convencido de que con el tiempo la cuestión del Congo se convertirá en una cuestión política. De momento, parece que ninguna potencia europea tiene derechos de control sobre él. Portugal lo pretende porque descubrió su desembocadura; pero las grandes potencias, Inglaterra [sic], América y Francia, se niegan a reconocer su derecho… La cuestión es: ¿qué potencia será delegada para proteger la infancia del comercio en este mundo tan poco conocido?… Que Inglaterra se ponga de acuerdo con Portugal de una vez para proclamar su soberanía sobre el río Congo e impedir que las sensibilidades del mundo se escandalicen un día cuando menos se lo espere nadie.

Esta última frase se revelaría curiosamente premonitoria. Así pues, con el gobierno británico dándole la espalda, ¿quién iba a estar dispuesto a enviar a Stanley a África de nuevo?

En su último diario del Congo había hablado de su ferviente esperanza en que el río llegara un día a convertirse en «una linterna para los que buscan hacer el bien». Desgraciadamente, el hombre que más deseoso estaba de agarrar esa linterna contemplaba en secreto adoptar unas medidas que eran todo lo contrario del «bien». Se trataba del rey Leopoldo II de Bélgica que, en noviembre de 1877, escribió confidencialmente a su embajador en Londres lo siguiente: «No deseo perder una buena ocasión de llevarnos una buena tajada de este magnífico pastel africano».

En el mes de enero del año siguiente, durante el viaje de regreso a Londres desde el Congo, Stanley fue abordado en el ruidoso andén de la estación de ferrocarril de Marsella por dos diplomáticos enviados a su encuentro por el monarca belga. La tarea del barón Jules Greindl, diplomático de carrera, y de Henry Shelton Stanford, terrateniente de Florida y antiguo cónsul de Estados Unidos en Bruselas, era obtener los servicios de «este americano tan hábil y emprendedor» para un proyecto de la corona en África. La búsqueda de las fuentes del Nilo tendría numerosas consecuencias históricas, pero ninguna mayor que la que provocaría este encuentro en una estación de ferrocarril de Francia al término de la misión de Stanley en el Nilo.