No hay nada terrenal que me haga abandonar mi trabajo
Antes de abandonar Zanzíbar para emprender su viaje de regreso a Inglaterra, Stanley se había preocupado de seleccionar para David Livingstone cincuenta y seis hombres, veinte de los cuales habían trabajado para él durante su viaje a Ujiji. Había equipado a cada uno de ellos con un mosquete y munición, y también les había proporcionado harina, azúcar, café, té, diversos tipos de alimentos enlatados, cientos de metros de distintas telas y dos burros de montar. Stanley envió a su amigo una carta que refleja los grandes contrastes de su personalidad, combinando en un mismo párrafo palabras que denotan afecto, pero también interés propio, y palabras de exhortación al éxito en su misión por el Nilo.
Mi querido doctor, he conocido a muy pocos hombres a los que aprecie tanto como a usted […] Inglaterra y América esperan que sus gentes cumplan con su deber. Cumpla con el suyo con la misma persistencia que ha mostrado hasta ahora y regrese a su país, al lado de sus amigos, para ser coronado con el laurel, que yo cumpliré con el mío […] Por favor, le ruego que no se olvide del Herald. El Herald me estará agradecido por haberle proporcionado un corresponsal como usted.
Livingstone tuvo que esperar casi seis meses a que llegaran los hombres y las provisiones de Stanley. Pero el 9 de agosto de 1872 una avanzadilla de porteadores entraba en Tabora. «No sé cómo expresar todo mi agradecimiento», escribía el doctor en su diario. Con los cinco seguidores que lo acompañaban desde 1866 —Abdullah Susi, James Chuma, Hamoydah Amoda Mabruki (Nathaniel Cumba) y Edward Gardner—, disponía ya de sesenta y un hombres, algunos de los cuales iban con sus esposas, con sus amantes e incluso con sus esclavos. Pero a pesar de que desaprobara esas costumbres, Livingstone era perfectamente consciente de que nunca había contado con un equipo tan bueno. De hecho, veía sus posibilidades de completar la misión con el optimismo suficiente para escribir a un amigo pidiéndole que le buscara alojamiento en Londres, cerca de Regent’s Park —«confortable y digno, pero no excesivamente caro»— y hablara con un dentista «sobre la colocación de una dentadura postiza en el menor tiempo posible».
El día de su cincuenta y cinco aniversario, 19 de marzo, el explorador reiteraba en su diario toda su fe y su confianza:
Jesús mío, Señor mío, mi vida, mi todo; de nuevo me dedico en cuerpo y alma a ti. Acéptame y concédeme, Padre Misericordioso, que antes de finalizar este año pueda terminar mi misión. Te lo pido en el nombre de Jesús. Amén, y que Dios lo permita. David Livingstone.
Su misión consistía en alcanzar el extremo meridional del lago Tanganica —a unos setecientos kilómetros al suroeste—, luego rodear el lago Bangweulu y las «cuatro fuentes de Heródoto» —otros ochocientos kilómetros— y al final, tras identificar y situar en el mapa todas las fuentes del río, poner rumbo al norte navegando por el Lualaba hasta donde la corriente lo llevara.
El 25 de agosto de 1872, Livingstone emprendió su viaje en dirección al lago Tanganica. Hacía un calor abrasador, y prácticamente a la vez comenzaron a ocurrir diversas desgracias. Su mejor burro murió por la picadura de una mosca tse-tse, y también sus diez vacas después de haber sido conducidas por error a un campo infestado de esos terribles insectos. Como la leche era el único alimento que mejoraba su salud cuando tenía diarrea, estos infortunios no auguraban nada bueno. En medio del intenso calor, sus porteadores se agotaban de tanto subir y bajar los valles que rodean la costa meridional del lago Tanganica. Sus pies no tardaron en abrasarse y llenarse de ampollas por culpa del terreno que pisaban. A mediados de octubre el propio Livingstone tenía fiebre y disentería, y tres semanas después comenzaron las hemorragias anales. Ante la inminencia de la estación de las lluvias, habría debido abandonar su plan de rodear el lago Bangweulu y los pantanos circundantes, pero en el pasado ya había estado tan enfermo como en aquellos momentos, y vivido en peores condiciones, por lo que no vio ningún motivo para no seguir adelante.
En noviembre, la grave escasez de alimentos obligó a Livingstone a abandonar su plan de dirigirse al este y luego al sur del Bangweulu, pues los nativos de la zona le informaron de que en aquella dirección encontraría menos comida aún. De modo que siguió a su guía local, que lo condujo directamente al extremo septentrional del lago justo cuando comenzaron las lluvias. Para realizar este viaje de más de doscientos setenta kilómetros tardó un mes, y tuvo suerte de no tardar más, pues los ríos se desbordaban y era necesario recurrir a las canoas para atravesar los más grandes. Por desgracia, cuando había visitado el lago en 1868, una avería en su cronómetro había impedido que pudiera realizar un cálculo preciso de las longitudes, haciendo que el lago pareciera mayor de lo que en realidad era. Así pues, Livingstone creía encontrarse mucho más al este de la posición a la que el guía decía que lo había traído, por lo que pensó que el hombre mentía y se negó a seguir sus consejos para rodear el lago. En vez de marchar hacia el noroeste, como indicaba el guía (y que en poco tiempo, avanzando por la costa occidental del lago, lo habría llevado directamente al Luapula), puso rumbo al este, dispuesto a ignorar en un futuro cualquier consejo de los africanos. Su decisión tendría trágicas consecuencias.
Cuatro años antes el famoso explorador había establecido que el lago tenía una anchura de casi doscientos cincuenta kilómetros de este a oeste, cuando en realidad sólo tiene cuarenta, con una vasta región pantanosa al este, que se extiende a lo largo de unos ciento sesenta kilómetros. Cuanto más avanzaba hacia el este, más confuso estaba. Esperaba encontrar agua, pero sólo veía juncales y barro. Cuando pudo realizar nuevos cálculos más precisos, esta vez con un cronómetro en perfecto funcionamiento, se negó a creérselos porque eran muy distintos a los deducidos en 1868 en unas condiciones climatológicas mucho mejores. Llegó a la conclusión de que el agua había estropeado los reflectores de su sextante.
Avanzaron fatigosamente hacia el este durante todo el mes de enero de 1873, antes de girar hacia el sur en dirección al Chambesi (recorriendo poco más de tres kilómetros al día). La salud de Livingstone seguía empeorando debido al frío y a la humedad, así como a la mala alimentación. El explorador ya estaba demasiado débil para vadear ríos y arroyos. El día 24 escribía:
Cruzar uno de los grandes y profundos ríos llenos de juncáceas cargando conmigo resulta una misión verdaderamente difícil […] En la primera fase, el agua le llegaba a Susi hasta la boca y mojó mi silla y mis piernas. Detrás de nosotros, un hombre sostenía en alto mi pistola, entonces fueron pasando [los porteadores] uno a uno, y cuando uno de ellos se hundió en el hoyo que había dejado la pisada de un elefante, fueron necesarios dos hombres para levantarlo.
Poco después, Livingstone fue atacado por las sanguijuelas, que se agarraron a su carne «con tanta fuerza como la viruela», aunque, como naturalista que era, aprovechó la experiencia para observar la forma y el tamaño de sus mandíbulas. Las anotaciones que escribió en su diario durante aquellos angustiosos días no contienen lamentaciones ni palabras de autocompasión. La descripción de todo lo que observa a su alrededor es tan detallada como de costumbre.
Atrapado en medio de una lluvia torrencial, que me obligó, exhausto como estaba, a permanecer sentado debajo de un paraguas durante una hora […] Mientras permanecía allí sentado bajo la lluvia, una pequeña rana arborícola de poco más de un centímetro de longitud saltó sobre una hoja de hierba y empezó a croar con tanta fuerza como muchos pájaros, emitiendo un dulce sonido; resultaba sorprendente escuchar tanta música de un músico tan diminuto. Bebí un poco de agua de lluvia porque me sentí mareado; en los caminos el agua cubre prácticamente hasta la rodilla.
A partir de ese momento la pérdida de sangre comenzaría a afectar sus ideas. Empezó a obsesionarse cada vez más con el Nilo y las cuatro fuentes de Heródoto, y a escribir incluso borradores de comunicados dirigidos al ministro de Exteriores como si ya las hubiera encontrado, omitiendo sólo las fechas y las posiciones geográficas. «Tengo el placer de informar a Su Excelencia de que el día [espacio] conseguí por fin llegar a sus cuatro famosas fuentes, y de que cada una de ellas, a no mucha distancia una de otra, se convierte en un gran río […].» Pero, mientras oía caer la lluvia y los chillidos del pigargo vocinglero, le asaltaban viejas dudas, dudas relacionadas con la altura del Lualaba a su paso por Nyangwe. ¿Acaso se encontraba en la fuente del Congo en lugar de la del Nilo? Enseguida descartó esta posibilidad y dedicó toda la energía que le quedaba a la adquisición de unas canoas que le condujeran hacia el sur a través de los pantanos. Cuando caía la noche, el doctor y sus hombres se cobijaban debajo de las canoas volteadas para protegerse de la lluvia, pues con su fuerza el viento les había arrebatado las tiendas de las manos. «Un hombre colocó mi cama en el pantoque, por lo que pasé la noche resguardado de la lluvia».
El 25 de marzo, Livingstone escribía: «No hay nada terrenal que me haga abandonar mi trabajo presa de la desesperación. Encuentro fuerzas en Dios, mi Señor, y sigo adelante». Al día siguiente Livingstone y su séquito cruzaron el Chambesi, que desembocaba en el lago Bangweulu por el este y que posteriormente se confirmaría como la fuente más lejana del Lualaba. Una esclava, propiedad de Hamoydah Amoda, uno de los viejos seguidores de Livingstone, murió ahogada durante la travesía por el río. El 10 de abril, Livingstone reconoció por fin la gravedad de su estado: «Estoy pálido, desangrado y débil después de padecer tantas hemorragias desde el 31 de marzo pasado: una arteria descarga un gran flujo de sangre y me arrebata las fuerzas. ¡Oh, cómo anhelo que el Todopoderoso me permita terminar mi trabajo!».
Al final, el grupo llegó a tierra más firme, dejando atrás los interminables pantanos, y puso rumbo al suroeste. Aunque a Livingstone le había gustado que cargaran con él para cruzar las corrientes fluviales, detestaba que lo hicieran cuando avanzaban por tierra firme, pero era evidente que cualquier esfuerzo lo mareaba, y no le quedó más remedio que aceptarlo. Cuenta que el chillido del pigargo vocinglero le parecía «de otro mundo». «Lo emite con voz aguda de falsete, muy alto, y parece que esté llamando a alguien que habita en el otro mundo».
Livingstone viajando por los pantanos semanas antes de su muerte (grabado incluido en su libro The Last Journals).
En aquellos momentos se encontraba al sur del Bangweulu y avanzaba, dibujando un gran arco, por la costa meridional del lago, como había esperado poder hacer en noviembre. Pero en noviembre tenía todavía fuerza suficiente para cumplir alguno de sus objetivos, y en aquellos momentos todo había cambiado irremediablemente. Livingstone estaba muy enfermo y lleno de dolores, y atribuía sus males a la fiebre. «Las hemorragias y casi todos los achaques en este territorio son formas de ella». El 19 de abril, «aunque “excesivamente debilitado” e incapaz de dar un paso», consiguió montar durante una hora y media el último burro que le quedaba vivo. Aquella noche escribiría un comentario sublime, no exento de ironía: «En esta expedición no todo son placeres».
Al día siguiente realizó sus últimas observaciones detalladas, aunque seguiría anotando el número de horas que caminaban cada día. El 21 de abril cayó de su burro, y tuvo que ser trasladado a una choza de una aldea cercana. A pesar de su flaqueza física, mandó a sus hombres que le pidieran al jefe de la tribu unos guías para el día siguiente. La muerte estaba próxima, pero el famoso explorador se negaba a admitirlo. Veinte años atrás había escrito: «Si Dios ha aceptado mis servicios, entonces mi vida está protegida hasta que concluya mi trabajo». Y era evidente que no había concluido aún su trabajo. El 25, después de viajar durante cuatro días echado en una litera, Livingstone, moribundo, reunió a varios nativos y preguntó si alguno había oído hablar de una colina con cuatro fuentes en sus inmediaciones. Para su consternación, todos negaron con la cabeza. La última anotación que aparece en su diario fue escrita el 27 de abril. Dice así: «Completamente extenuado; me quedó aquí (debo reponerme). He mandado comprar unas cabras lecheras. Nos encontramos a orillas del río Molilamo». Pero no encontraron ninguna cabra, y Livingstone no pudo tomar el sorgo molido que le prepararon.
El día 29, sorprendentemente, ordenó a sus hombres que desmantelaran su cabaña para poder colocar la litera encima de la cama. No habría podido dar ni un paso, y, sin embargo, mientras hubiera vida, estaba firmemente determinado a seguir con la búsqueda de las fuentes. De nuevo, sus hombres estaban dispuestos a cargar con él. Pero para cruzar los ríos había que subirlo a una canoa, y los dolores que sentía Livingstone en la espalda, debido a la presión que ejercían en su cuerpo las manos de los que lo levantaban, eran atroces. Como veremos más adelante, tenía un coágulo de sangre del tamaño de un puño que le obstruía el intestino grueso. En aquellos momentos se encontraban a unos ciento diez kilómetros al sur del Bangweulu, en la aldea de un jefe llamado Chitambo. Era el final del viaje. En este poblado sus hombres construyeron una cabaña, fabricaron con palos un armazón para levantar del suelo su cama de arpillera y paja, y colocaron su botiquín en una caja junto al lecho.
Livingstone se pasó buena parte del día 30 dormitando, pero al atardecer el Nilo todavía dominaba sus pensamientos. «¿Es el Luapula?», preguntó de repente a Susi. El Luapula es el río que une el Bangweulu con el lago Moero y el Lualaba. Susi le dijo que aún estaban a tres días del Luapula. «¡Ay, Dios mío!», suspiró, y luego se quedó dormido. Aquella noche, Majwara, el muchacho encargado de vigilar a Livingstone, se durmió y no se despertó hasta tres o cuatro horas después.
A las cuatro de la madrugada, el joven irrumpió en la cabaña de Susi y le rogó que viniera inmediatamente. Un débil haz de luz iluminaba la entrada de la choza. Una vela, cuya cera la mantenía firmemente sujeta en lo alto de una caja, seguía encendida. Livingstone estaba medio vestido, arrodillado junto a la cama y con la cabeza apoyada en la almohada. Parecía que estuviera rezando. Susi y los demás no entraron de golpe, sino que aguardaron a la espera de algún movimiento. Como ese movimiento no se producía, se decidieron a entrar, y uno de ellos tocó al hombre arrodillado en la mejilla. Estaba prácticamente helado. David Livingstone llevaba muerto varias horas.
Es probable que pocos de los acompañantes de Livingstone, por no decir ninguno, entendieran por qué había arriesgado, y de hecho sacrificado, su vida en un vano intento de establecer la relación existente entre el lejano Nilo y unos ríos y lagos muy distantes unos de otros. Como le ocurriera al jefe que lo ridiculizó contestando con desprecio a sus insistentes preguntas sobre el Lualaba: «Es sólo agua», posiblemente a ellos también les pareciera incomprensible aquella obsesión, sobre todo teniendo en cuenta la tragedia que había supuesto para él. Pero sus hombres sabían reconocer el valor y la determinación cuando los veían, y respetaron a Livingstone como hombre extraordinario.
La leyenda cuenta que Chuma y Susi, dos de sus más fieles servidores, convencieron a los otros para que los ayudaran a trasladar el cuerpo de Livingstone hasta la costa. Esta versión de los acontecimientos está muy influenciada por el hecho de que ambos fueran llevados a Inglaterra por un acaudalado filántropo para que ayudaran a Horace Walter a publicar el volumen The Last Journals of David Livingstone in Central Africa. Por lo visto, lo que ocurrió en realidad fue más sorprendente. La decisión de correr el riesgo de trasladar el cuerpo de Livingstone hasta la costa —a pesar de que era muy posible que en el camino fueran acusados de brujería— se tomó, al parecer, después de que un número mucho mayor de africanos alcanzaran un consenso. El nombre de Chuma no figuraría entre los que fueron grabados en el árbol junto al que los criados africanos del explorador enterraron el corazón y los demás órganos de su patrón. Sin embargo, los nombres de Chowpereh y de Manwa Sera, que habían acompañado a Stanley a Ujiji y habían sido elegidos por este para trabajar para Livingstone en su último viaje, aparecían en el árbol junto con el de Susi. Ellos tres habían sido nombrados «jefes de sección» por Livingstone. Chowpereh y Manwa Sera se mantendrían activos y entrarían al servicio de Stanley en calidad de capitanes durante el gran viaje que este realizó a través del continente africano diez años después, y Susi también trabajaría para él en el Congo a comienzos de la década de 1880. Los nombres de estos tres hombres fueron grabados por Jacob Wainwright, que había estudiado en Nasik con los otros cinco discípulos de la escuela de la misión de Bombay elegidos por Stanley para acompañar a Livingstone. A diferencia de Chuma y Susi, que eran musulmanes, estos individuos eran cristianos, al menos por la educación que habían recibido, y probablemente desempeñaran un papel importantísimo en los acuerdos que se alcanzaron. Uledi y Mabruki también eran veteranos. Ya habían prestado sus servicios a Grant y a Speke, así como a Stanley, para el que volverían a trabajar. De modo que en el grupo de africanos que se reunió alrededor de la cabaña que ellos mismos habían construido en el poblado de Chitambo figuraban algunos de los jefes de caravana y de los capitanes de expedición con más experiencia de toda África, hombres capaces de demostrar sus numerosos conocimientos y su gran talento una y otra vez. Teniendo en cuenta las increíbles penalidades que caracterizaron el último viaje de Livingstone a través de los pantanos del Bangweulu, resulta harto sorprendente que ninguno de esos hombres desertara.
Tal vez el interés personal y la esperanza de una recompensa tuvieran algo que ver con la decisión que tomaron, pero parece más probable que su principal motivación fuera honrar a un gran hombre, trasladando su cadáver para entregarlo a los suyos, junto con los diarios y los cuadernos que con tanto mimo había llenado de anotaciones. Tras la muerte de Livingstone, el primer paso de estos hombres fue ocultar al jefe Chitango la noticia y obtener su autorización para construir una choza en una palizada a las afueras del poblado. La nueva estructura carecía de techo para que el sol secara el cuerpo de su patrón después de que le hubieran extraído los órganos para enterrarlos. Fue mientras realizaban esta lúgubre tarea cuando descubrieron la presencia de un coágulo de sangre de varios centímetros de grosor en su intestino grueso, una obstrucción que debió de provocarle un dolor insoportable. Había dejado de llover, por lo que, tras echar sal en el tronco abierto, pudieron aprovechar el calor del sol para secar el cadáver durante dos semanas. Al final, el cuerpo del explorador fue recubierto de corcho y envuelto en un gran pedazo de lona. El olor a putrefacto no los dejaba comer, y para intentar disimularlo, untaron de brea todo el conjunto.
Los hombres de Livingstone tardaron cinco meses en llegar a Zanzíbar. Diez de ellos habían fallecido de enfermedad, y en una ocasión tuvieron que empuñar las armas para defenderse de los guerreros de un poblado hostil. En Unyanyembe se encontraron con el teniente Verney Lovett Cameron, que había sido elegido por la RGS en lugar de Stanley para dirigir una expedición con el objetivo de colaborar con Livingstone y resolver el enigma del Nilo. Incapaz de saber ver la grandeza y el significado de lo que estaban haciendo los hombres que trasladaban el cuerpo de Livingstone, Cameron les aconsejó que no corrieran más peligros con los supersticiosos jefes que podían encontrarse en el camino y que enterraran de una vez el cadáver del explorador. Pero ellos rechazaron cortésmente su sugerencia. Entonces el teniente les dijo que le entregaran los instrumentos geográficos de Livingstone para que sus hombres pudieran utilizarlos. Para impedir cualquier posible robo, Jacob Wainwright había elaborado un minucioso inventario de todas las pertenencias de Livingstone. Los viejos servidores del doctor no querían desprenderse de los sextantes y los cronómetros de su difunto patrón, pero el hombre blanco insistió, y al final cedieron.
John Kirk se había ausentado de Zanzíbar, y el cónsul en funciones, el capitán W. F. Prideaux, abonó a los hombres de Livingstone sus correspondientes salarios, pero no les dio ninguna paga adicional en recompensa por su actuación. Para unos individuos como Susi, Chuma, Gardner y Amoda, aquello fue una decepcionante conclusión a ocho años de servicios. Pasaría un año hasta que la RGS se decidiera a conceder una medalla a estos hombres, pero para entonces se habrían dispersado, y muy pocos llegarían a recibirla. Los que lo hicieron es muy probable que hubieran preferido un obsequio en forma de unos cuantos metros de tela, abalorios y ganado. Cuando Chuma y Susi llegaron a Inglaterra gracias a la generosidad de un amigo de Livingstone, James Young, el inventor de la parafina, ya se había celebrado el funeral del explorador en la abadía de Westminster. Sólo Jacob Wainwright, cuya colaboración y amistad con el famoso explorador no había sido ni mucho menos tan estrecha, logró llegar a Gran Bretaña a tiempo para el funeral después de que la Church Missionary Society pagara su pasaje.