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Trillar la paja ya trillada

A su regreso a Inglaterra el 1 de agosto de 1872, Stanley esperaba recibir los elogios y la admiración incondicional del pueblo británico por haber salvado a su héroe. Sin embargo, no tardaría en comprender que la «fama» es algo que hay que «detestar y evitar». En Dover encontró no ya una multitud que lo ovacionaba, sino a un primo hermano y a un hermanastro, ambos vergonzosamente borrachos. En el hotel de Londres estaba esperándolo su padrastro galés, que había acudido a pedirle insistentemente el pago de una pensión. Si su familia le causó una desagradable sorpresa, igualmente desagradable fue la que le causaron sus colegas de la prensa. Muchos se burlaron en los periódicos del absurdo formalismo de las primeras palabras que presuntamente había dirigido a Livingstone, y las risas que provocaron fueron contagiosas. En los escaparates de las sastrerías los maniquíes se preguntaban unos a otros: «¿El doctor Livingstone, supongo?». Más irritante todavía era la forma en la que algunos periódicos afirmaban que su pretensión de haber encontrado al gran explorador era una falsedad. Hasta que los diarios de Livingstone, que Stanley había traído de África, fueron autentificados por el Foreign Office y la familia, la prensa se dedicó a insinuar que su pretensión de que había encontrado al doctor probablemente no fuera más que una superchería.

Pero lo más grave de todo —pues afectaba a sus perspectivas futuras de poder volver a África— fue la hostilidad de la Royal Geographical Society. Como la RGS había enviado la «expedición de socorro a Livingstone», que acababa de desembarcar en Bagamoyo cuando Stanley ya había logrado ese mismo propósito, el consejo de la augusta institución ignoró por completo a aquel «gacetillero americano» por puro resentimiento. Camino de Londres, Stanley había cometido la imprudencia de atacar a John Kirk, el cónsul británico en Zanzíbar, en un discurso pronunciado en París durante un banquete ofrecido por el embajador americano.

Aunque Kirk había ayudado a Stanley antes de que este emprendiera su viaje, el periodista había localizado en Bagamoyo una gran cantidad de provisiones y pertrechos, comprados para Livingstone con fondos del gobierno británico, que evidentemente habían sido descargados allí y robados por los hombres contratados para portar los sacos y las cajas al interior del país. Según Stanley, Kirk habría debido llevar a cabo inspecciones intermitentes, en vez de descubrir la situación por casualidad en el curso de un viaje al continente con el fin de participar en una cacería. Stanley señaló también que, mientras había estado con Livingstone, el cónsul estadounidense, Francis Webb, le había enviado a él once paquetes de correo, pero que durante el mismo período el doctor no había recibido nada en absoluto de Kirk. John Kirk estaba emparentado por alianza con Horace Waller, que había estado en la meseta del Shire con Livingstone y formaba parte del comité principal de la RGS. Por desgracia para Stanley, sir Roderick Murchison había fallecido unos meses antes, y el nuevo presidente, sir Henry Rawlinson, era amigo íntimo de Waller y quedó horrorizado cuando este le dijo que Stanley había calumniado a Kirk. Rawlinson hizo la siguiente declaración a los periodistas: «Si ha habido algún descubrimiento y socorro ha sido el Dr. Livingstone el que ha descubierto y socorrido al señor Stanley».

John Kirk.

La publicación de las cartas de agradecimiento de Livingstone puso fin a tanto disparate, pero cuando Stanley pronunció un discurso ante la sección de geografía de la British Association el 16 de agosto en Brighton, Francis Galton, el promotor de la eugenesia, explorador y miembro del comité de la RGS, que presidía la mesa, lo ofendió calificando su discurso de «cuentos sensacionalistas». Preguntó además directamente a Stanley si era galés. En la prensa galesa habían aparecido ya algunos artículos en este sentido, y Stanley los había desmentido todos con tal vigor que varias publicaciones lo llamaban ya «originario de Misuri». Pero sabía que tarde o temprano no podría seguir ocultando sus orígenes de niño criado en un asilo y de hijo ilegítimo, si hombres como Galton se mostraban tan decididos a desacreditarlo y humillarlo. Al final, Livingstone salió en su defensa. Cuando el doctor se enteró de que Kirk había andado diciendo que Stanley se proponía «ganar una fortuna a su costa», dijo a su hijo Oswell que Stanley había sido «cordialmente bienvenido, pues me ahorró dar una vuelta muy enojosa […] y probablemente me salvó la vida». Además Livingstone no perdonaba a Kirk haber enviado a Manyema esclavos banian en vez de hombres libres.

Mientras tanto Stanley vivía aterrorizado pensando en lo que pudieran hacerle sus enemigos y su propia familia. «Estoy constantemente en vilo como si estuviera a punto de abatirse sobre mí alguna gran desgracia […] He gustado apenas con los labios el sabor de la fama, sustancia por lo demás inútil para mí, pues pueden quitármela en cualquier momento». Un audaz editor de Londres, John Camden Hotten, ya estaba preparando una biografía suya para su publicación, y había entrevistado a su madre y a otros parientes. Stanley escribió inmediatamente a The Times rechazando «todo cuanto [Hotten] pueda contar acerca de mí y los míos». En aquella época poco feliz hizo dos buenos amigos: Edwin Arnold, redactor del Daily Telegraph, y Edward Marston, su editor. Gracias a la influencia de Arnold consiguió una audiencia de la reina Victoria y esta muestra del favor regio indujo a la RGS a recompensarle, aunque a regañadientes, con la medalla de oro del patrono por su viaje al Rusizi en compañía de Livingstone.

Pero los ataques de la prensa y los constantes esfuerzos que se vio obligado a hacer para preservar su identidad americana hicieron que se sintiera sumamente cansado e infeliz. Vio con más claridad que nunca que en realidad África había sido para él un refugio y que probablemente volviera a serlo:

¡Qué contraste supone este mundo [elegante de Londres] con la vida pacífica e inocente de la que gocé en África! Uno me acarrea una cantidad exagerada de dolor secreto. La otra, en cambio, minaba mi fuerza física, pero ensanchaba mi mente y tenía un efecto purificador.

En la inmensidad de África, como dueño y señor de su pequeña cuadrilla —lejos de las mezquindades sociales del norte de Gales, y de la codicia y la crueldad de los esclavistas del profundo sur— se había sentido libre de todo lo que había sido. A cientos de kilómetros de cualquier otro blanco, rodeado de la inmensa selva, con Kalulu, el joven africano al que había salvado de los negreros árabes, con Selim, su joven intérprete sirio, con Uledi y Bombay y los demás criados que cada noche dormían en torno a la gran hoguera del campamento, se había sentido en paz. Con ellos había conocido que «podía hablar sin temor a que cualquier comentario fortuito fuera lanzado y divulgado entre los lectores». A veces lo habían sacado de quicio y, como era habitual entre todos los viajeros europeos de la época, había tenido que pegarlos como castigo por cometer algún robo o intentar desertar. Pero cuando había zarpado de Bagamoyo, había escrito en su diario: «Me sentí extraño y en cierto modo solo. Mis amigos de color, que habían viajado conmigo durante muchos centenares de kilómetros y habían compartido conmigo tantos peligros, ya no estaban, y yo… yo los había dejado». La idea de regresar a África le resultaba cada vez más atractiva a medida que su desilusión de la vida en la metrópoli se hacía más profunda.

Pero indudablemente el tiempo que pasó en Londres trajo también algo bueno. Había traído a Inglaterra los diarios y los informes de Livingstone, incluida su descripción de la matanza de Nyangwe, justo cuando la Comisión de la Cámara de los Comunes estaba considerando si debía recomendar o no la abolición del tráfico de esclavos de los árabes por mar. Y así lo hizo en septiembre de 1872, en gran medida debido a la llegada de los testimonios de Livingstone. Ante la amenaza de bombardeo de la Marina Real, el sultán de Zanzíbar cerró para siempre el mercado de esclavos de la isla el 5 de junio de 1873. Fue un gran paso hacia la cura de lo que Livingstone llamaba «esta herida abierta del mundo».

Pero ese triunfo tardaría todavía muchos meses en producirse y en octubre de 1872, ocho semanas después de su llegada a Europa, Stanley empezaba a pensar que había cometido un grave error al no aceptar la invitación de Livingstone de navegar con él por el Lualaba. Tanteó a Clements Markham, el secretario de la RGS, que sólo unas semanas antes había intentado en vano denegarle la medalla de oro de la institución. Ahora Markham rechazó su oferta de regresar a África y resolver el misterio de la cuenca del Nilo, olvidando a propósito decirle que la RGS estaba a punto de enviar en ayuda de Livingstone a un joven oficial de la marina, el teniente Verney Lovett Cameron. En cualquier caso Stanley se enteró del proyecto y se sintió lo bastante desesperado como para escribir humildemente a Cameron ofreciéndole sus servicios. Al igual que Markham, Cameron rechazó la oferta de aquel «americano».

Stanley sabía que el New York Herald no iba a enviarlo otra vez a África mientras hubiera la posibilidad de que Livingstone pudiera resolver el misterio por sí solo o con la ayuda de Cameron. En efecto, una vez que Stanley hubo disfrutado de un prolongado descanso y pronunciado unas cuantas conferencias en América, Gordon Bennett le encomendó escribir un informe sobre una campaña militar británica sin mayor relevancia en África occidental. Convertirse otra vez en un corresponsal de guerra normal y corriente resultaba una dolorosa humillación.

El recuerdo de su felicidad con Livingstone lo perseguía a todas horas. «A través de la tenue, brumosa, cálida y densa atmósfera de África me parece estar viendo siempre el anciano rostro de Livingstone, instándome a darme prisa con su tono amable y paternal». Pero Stanley no veía de qué manera podía ayudar otra vez a su amigo. Durante la travesía de vuelta a Gran Bretaña, pensó que todo lo que podía hacer era esperar con impotencia hasta que Livingstone o Cameron resolvieran el misterio del Nilo. Su carrera como explorador del gran río africano parecía acabada. Mientras había estado dando conferencias en Norteamérica había escrito a Louis Jennings, el redactor del New York Times, implorándole que lo enviara de nuevo a África a resolver el misterio de las cuencas del África central. La respuesta de Jennings cayó como el golpe de gracia asestado a todas sus esperanzas: «Pensamos después de una cuidadosa reflexión que otra expedición africana sería como trillar la paja ya trillada. Una segunda empresa de ese estilo posiblemente no podría igualar el éxito de la primera».