El fin casi a la vista
El 19 de marzo de 1866, David Livingstone tenía cincuenta y tres años cuando desembarcó en la costa del este de África, a unos mil kilómetros al norte de Quelimane, para adentrarse en la espesura de la jungla. Aunque bromeaba sobre su sonrisa, comparándola con «la de un hipopótamo», y sobre su propia persona, calificándose de «maldito viejo carcamal», se mantenía en buena forma física para su edad y estaba convencido de que podía cumplir aquel doble objetivo suyo tan ambicioso, a saber, resolver el enigma del Nilo y obligar al gobierno británico a poner fin a las vergonzosas actividades de los traficantes de esclavos árabo-swahilis.
Sus años de infancia trabajando en una fábrica textil escocesa y sus esfuerzos por estudiar hasta convertirse en médico hicieron que Livingstone mirara con desdén a los caballeros que nunca habían tenido que luchar con ahínco para progresar. Como no era consciente de que su capacidad de resistencia era excepcional, se mostraba intolerante con las debilidades de la gente corriente y no podía entender por qué otros exploradores más refinados y cultivados se venían abajo con tanta frecuencia cuando estaban a punto de realizar un gran descubrimiento. Burton y Speke, encontrándose increíblemente cerca de su objetivo, no habían logrado alcanzar el extremo septentrional del lago Tanganica, y tampoco habían navegado el gran Nyanza descubierto por Speke. Livingstone pensaba que en la misma situación no habría dudado en seguir hasta el final, desafiando la muerte, por mucho que escasearan las provisiones y desertaran los porteadores.
Solía olvidarse de que su expedición más importante —la que lo había llevado de Sesheke, en el corazón de África, a Loanda, en la costa atlántica, y luego de vuelta cruzando todo el continente hasta Quelimane, junto al océano Índico— había podido realizarla gracias a la ayuda de los porteadores que le había proporcionado Sekeletu, el jefe de los kololo. Estos hombres habían recibido la orden de servirlo so pena de muerte. Pero en 1866, al comienzo de un viaje no menos ambicioso, Livingstone contrató sólo a cuatro hombres que ya habían trabajado para él en el Zambeze. Como desconocía por completo las costumbres y el carácter de los indios, contrató a doce cipayos y a un havildar (cabo) del Batallón de Marina de Bombay. También suponía todo un experimento su decisión de emplear a ocho antiguos discípulos de la escuela gubernamental de Nasik para exesclavos. A ellos se sumarían diez hombres de Johanna, pero estos isleños tenían fama de vagos y deshonestos. Ya durante el viaje, aproximadamente al cabo de dos meses, Livingstone añadió a su expedición otros veinticuatro individuos. En total disponía de cincuenta y un hombres, número que seguía siendo demasiado bajo para la gran misión que tenía en perspectiva.
Si hubiera optado por comenzar su viaje en Zanzíbar y Bagamoyo, Livingstone habría podido contratar a muchos más porteadores fiables y con experiencia, pero su ambicioso plan lo había llevado a descartar la ruta lógica de aquel viaje a través de Unyanyembe hasta el norte del lago Tanganica para averiguar si alimentaba el lago Alberto por medio del río Rusizi. En cambio, dando por hecho que el Rusizi era un río emisario, se propuso, como primer objetivo, encontrar y seguir el curso del río que debía desembocar en el lago Tanganica. Lo movía en parte la idea poco alentadora de que si el Tanganica constituía realmente la principal reserva del Nilo, Burton se llevaría toda la gloria, a no ser que él (Livingstone) superara su hazaña y al final acabara dando con la fuente del lago. Pero la desventaja de este plan estribaba no sólo en que Livingstone se iba a ver obligado a llevar unos porteadores menos cualificados por empezar su viaje al sur de Zanzíbar, sino también en que era probable que el Tanganica no guardara en realidad relación alguna con el Nilo.
Como Livingstone había abandonado Inglaterra poco antes de que llegara Baker, ignoraba los últimos hallazgos realizados por este en compañía de su amante. Antes de embarcar, había sabido por los telegramas recibidos en la RGS que Samuel Baker había «descubierto» casi con toda seguridad el Luta N’zige (lago Alberto) en marzo de 1864, pero estos mensajes no le aclararon si el explorador había logrado circunnavegar el lago y demostrar que se alimentaba del Tanganica. De hecho, aunque había sido encontrado un caudaloso río que desembocaba en el lago de Baker por su extremo meridional, este hallazgo no suponía una prueba certera de que el río en cuestión tuviera su nacimiento en el Tanganica. Así pues, en vez de dar por hecho la conexión, Livingstone habría debido dirigirse directamente al Rusizi para encontrar la respuesta definitiva.
Pero Livingstone decidió avanzar hacia el interior siguiendo el curso del río Rovuma, para luego, tras cruzar el extremo meridional del lago Nyasa, dirigirse hacia el norte, a la región situada al sur y al suroeste del Tanganica, donde esperaba encontrar las fuentes del Nilo. Cuando sus despachos llegaran a Londres, pensaba, muchos iban a sonrojarse.
Cuando Livingstone y sus hombres dejaron atrás el cinturón costero de jungla y comenzaron a subir por las colinas, el viejo explorador comenzó a sentir la misma excitación con la que había vivido su viaje a través del continente:
El mero placer animal de viajar por un territorio salvaje y desconocido es enorme. En zonas situadas a unos seiscientos metros de altitud, el ejercicio dinámico provoca elasticidad muscular, una sana circulación sanguínea del cerebro, claridad de ideas, buena visión, firmeza de movimientos […] África es un lugar maravilloso para despertar el apetito.
Su optimismo no duró mucho. Enseguida tuvo que empezar a reprender a los cipayos y a los hombres de Nasik por la extrema crueldad con la que trataban deliberadamente a las mulas y los camellos que había querido utilizar para determinar si eran más resistentes a las moscas tse-tse que los bueyes y los caballos. Los de Nasik, imitando a los cipayos, comenzaron a contratar a individuos de tribus locales para que transportaran sus cargas creyendo que el hombre blanco se encargaría de pagarles. También ofrecieron a Ben Alí, el guía somalí del grupo, ropa y dinero para que los condujera a todos de vuelta a la costa. Al final, Livingstone se vio obligado a propinar «unos cuantos azotes correctivos con una vara a uno de los cipayos». Pero esta demostración no bastó para detener los robos e impedir que los animales de carga siguieran recibiendo un trato brutal. Muchas de estas pobres bestias murieron antes de que finalizara mayo; y Livingstone no sabía si esta desgracia se debía a la acción de las moscas tse-tse o a la de los cipayos. Cuando comenzaron a hacerse más evidentes las tensiones entre los miembros del grupo, el célebre explorador empezó a ver pruebas de enorme crueldad a cada paso. El 19 de junio escribió el siguiente comentario:
Pasamos junto al cadáver de una mujer que había sido atada por el cuello a un árbol; los lugareños contaron que no había podido seguir el ritmo de la marcha de un grupo de esclavos y que su amo había decidido que no podía ser propiedad de nadie más si se recuperaba después de descansar un rato.
La gente del lugar reconoció que cuando conseguían rescatar a ese tipo de esclavos, se limitaban a alimentarlos y a cuidarlos para volverlos a vender.
Este testimonio de indiferencia africana hacia el sufrimiento africano no haría más que reafirmar a Livingstone en su determinación de poner fin al tráfico de esclavos. Fue por aquel entonces cuando redactó dos despachos perfectamente documentados dirigidos al ministro de Exteriores británico solicitando el bloqueo inmediato de Zanzíbar y el cierre del principal mercado de esclavos. Contaba detalladamente por qué no creía que semejante acción provocara una gran anarquía en la zona o diera lugar a la aparición en la costa de otros mercados más pequeños dedicados al tráfico de esclavos. Sorprende e impresiona la manera fría y lógica en la que presenta los hechos en una época en la que estaba comprometido con aquella desgracia en absoluto abstracta que vivían aquellos desdichados seres humanos. Cada dos o tres días encontraba los cadáveres de unos cuantos esclavos. Unos habían muerto por un disparo, otros habían sido apuñalados, y otros habían sido atados juntos y abandonados para que perecieran de hambre.
Mientras tanto los porteadores de Livingstone avanzaban lentamente, no paraban de robar y amenazaban con desertar. En julio los cipayos se inventaron una historia sobre un tigre que había matado a la única cría de búfalo de la expedición para devorarla. Livingstone preguntó si habían visto el manto estriado del felino. Todos asintieron. Como los tigres africanos no tienen rayas, el gran explorador no los creyó. Al día siguiente, un cipayo amenazó con matar a un hombre de Nasik, y otro robó un gran número de cartuchos y telas de los fardos de provisiones. Al final los cipayos agotaron la paciencia de Livingstone, quien, tras entregarles dieciséis metros y medio de tela, los dejó en una aldea para que esperaran a la siguiente caravana árabe que se dirigiera a la costa.
El 6 de agosto, cuando llegó a las azules aguas del lago Nyasa, Livingstone contempló con entusiasmo el «ímpetu de las olas». En aquellos momentos sólo disponía de veintitrés hombres, esto es, ni siquiera la mitad de los que había tenido a comienzos de mayo. Al cabo de un mes, cuando llegó al lugar desde el que se cruzaba el río Shiré, los diez porteadores de Johanna decidieron abandonarlo. Los lugareños y los traficantes de esclavos árabes les habían contado que el territorio al que se dirigían estaba siendo saqueado por los «mazitu» (ngoni), y como querían volver a ver a su familia, le dijeron a Livingstone que se marchaban. Habían sido tan problemáticos como los cipayos, por lo que el explorador ni siquiera intentó disuadirlos. En 1863 se había encontrado con los «mazitu» en aquella misma región, de modo que sabía perfectamente que el peligro era muy real.
En enero de 1867, poco después de que los encargados de llevar los cronómetros de la expedición resbalaran y cayeran, rompiendo aquellos relojes tan importantes y provocando así que Livingstone no pudiera calcular con precisión la longitud de los distintos lugares, el botiquín del explorador fue robado por un desertor. Con la mayoría de los integrantes del grupo enfermos de malaria y disentería, la desaparición de ese importante maletín fue para Livingstone como el anuncio de una condena a muerte. Pero a pesar de ello, y aunque las lluvias hacían cada vez más difícil el avance, el doctor volvió a concentrarse en su viaje y a entusiasmarse. Estaba dirigiéndose a un lago desconocido que creía que podía alimentar un río que desembocara en el extremo meridional del lago Tanganica. Quedaría entonces demostrado que ese lago era la fuente del Nilo. El 16 de enero contaba en los siguientes términos los hechos típicos de una jornada normal:
Como de costumbre la lluvia obligo a detenernos antes de lo previsto […] Tostamos un poco de grano y lo hervimos, para que nos pareciera café […] Todo el terreno es empinado; es un verdadero lodazal; los pies están siempre mojados […] Los arroyos sólo pueden cruzarse talando un árbol de la orilla y haciéndolo caer al otro lado […] No hay más que hambre, y las consecuencias son evidentes; la gente se alimenta de hongos y hojas. Hemos conseguido que nos dieran un poco de carne de elefante, cuyo estado no era precisamente óptimo. Es muy amarga, pero previene la pirosis.
El lugar en el que supuestamente se encontraba el lago Bangweulu estaba rodeado de un enorme pantanal. Con la esperanza de encontrar el río que nacía de él, Livingstone avanzó hacia el norte y se despistó, pasando a casi doscientos kilómetros al este del propio lago, sin darse cuenta cuando cruzó el Chambesi que este río desembocaba en el Bangweulu. Cuando fue consciente de su error, el lago se hallaba a unos ciento sesenta kilómetros al suroeste del lugar en el que el explorador se encontraba. Livingstone estuvo enfermo durante buena parte del mes siguiente; a continuación estalló la guerra entre la población africana local y los traficantes de esclavos árabo-swahili. En consecuencia, no llegó al lago Tanganica hasta abril. Luego volvió a enfermar. La guerra, que seguía adelante, impidió que pudiera averiguar si había un río que desembocaba en el lago Tanganica por el oeste.
Fue por aquel entonces cuando tuvo noticia de la existencia de un gran lago llamado Moreo (Mweru) a unos ciento sesenta kilómetros al oeste del lugar en el que había acampado. Pensó inmediatamente que dicho lago debía de estar conectado con el Bangweulu, y que por lo tanto podía conducirlo al río que estaba buscando. Pero en un momento de la guerra en el que se libraban sus más feroces batallas, le resultó imposible poner rumbo a ese nuevo lago hasta finales de septiembre. En aquellos momentos disponía solamente de doce hombres, y no tuvo más remedio que realizar el viaje en compañía de Hamid bin Muhammad el-Murebi, un infame traficante de esclavos y de marfil apodado Tippu Tip, que estaba a punto de hacerse con el control político y comercial de toda la región.
En noviembre de 1867, justo un año y medio después de su desembarco en la costa de África oriental, Livingstone llegó con Tippu al lago Moero, y, como esperaba, pudo establecer, gracias a la información proporcionada por las gentes del lugar, que dicho lago estaba conectado con el Bangweulu. Y lo que resultaba aún más apasionante, se enteró de que un inmenso río salía del extremo noroccidental del Moero y se dirigía hacia el norte, pero nadie sabía hasta dónde llegaba. El río en cuestión se llamaba Lualaba, y en cuanto Livingstone oyó su nombre, supo que tenía que seguir su curso. Estaba convencido de que o bien desembocaría en el Tanganica, antes de volver a salir por el Rusizi para luego cruzar el lago Alberto y unirse al Nilo Blanco, o bien se dirigiría directamente hacia el lago Alberto sin mantener conexión alguna con el Tanganica. El Lualaba obsesionaría permanentemente a Livingstone durante el resto de su vida.
La falta de porteadores y de provisiones obligó al famoso explorador a quedarse con Tippu Tip hasta Año Nuevo. Livingstone, nervioso, no sabía qué hacer, pues dudaba entre regresar al Bangweulu (para hacer un mapa de este lago y el Moero con el río que los conectaba, el Luapula) o dirigirse a Ujiji, a orillas del Tanganica, donde podría abastecerse de provisiones y contratar a nuevos porteadores. Pero ni Tippu Tip ni Muhammad Salim, otro traficante de esclavos, se atuvieron a los planes que le habían comunicado anteriormente, y, al final, a mediados de abril de 1868, Livingstone, totalmente frustrado, marchó hacia el lago Bangweulu con nueve hombres, cinco de los cuales lo abandonaron el mismo día de la partida. Sin embargo, con los cuatro restantes, se dirigió valientemente hacia el sur, seguido por un mensajero que envió Muhammad Salim para disuadirlo de aquella empresa suicida. Livingstone hizo caso omiso de sus advertencias y continuó su viaje hacia el sur. Tras meses de enfermedad y de vacilaciones, se había recuperado totalmente, casi de una manera sobrehumana. Incluso su corazón se ablandó, y supo perdonar a los cinco desertores: «Desde lo más profundo de mi ser no puedo culparles de haber huido; estaban cansados de andar de acá para allá, y en verdad también lo estoy yo […] Ser consciente de mis propios defectos me vuelve compasivo».
Durante los veintisiete días que tardó Livingstone en llegar a la aldea de Kasembe, situada a orillas del río Luapula, a unos ochenta y siete kilómetros al sur, él y sus hombres avanzaron por «verdaderos lodazales negruzcos», que a veces los cubrían hasta la cintura y emanaban «un horrible olor fecal», y lucharon contra sanguijuelas que «no necesitaban ninguna provocación para morder, sino que se lanzaban a la piel con furia». Livingstone marchó de Kasembe a mediados de junio con Muhammad Bogharib, el único traficante de esclavos árabe al que acabaría considerando un amigo. Siempre creyó que recurrir a los árabes en beneficio de sus objetivos geográficos, aumentaba sus probabilidades de vivir el tiempo suficiente para perjudicar en la mayor medida posible el odioso tráfico de esclavos. En julio, Livingstone volvía a estar a orillas del Bangweulu, realizando nuevos cálculos para determinar su longitud y latitud. El 8 de julio, confiando en que una caravana árabe pudiera llevar su correspondencia a la costa, escribió una misiva dirigida a lord Clarendon, el nuevo ministro de Exteriores:
Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que las fuentes principales del Nilo se encuentran entre los 10 y los 12° de latitud sur o prácticamente en la posición que les había asignado Ptolomeo […] Si Su Excelencia lee el siguiente resumen de mis descubrimientos, observará que hasta el día de hoy las fuentes del Nilo han sido buscadas en una región situada mucho más al norte. Se hallan a unos seiscientos cincuenta kilómetros al sur del sector más meridional del Victoria Nyanza, y por supuesto al sur de todos los lagos salvo el Bangweulu.
En agosto, Livingstone volvió a unirse a Bogharib, que pensaba visitar Manyema en busca de esclavos y marfil. Sin embargo, un cambio de planes hizo que el árabe regresara a Ujiji, a orillas del Tanganica. Fue una suerte para Livingstone, que enfermó poco después de que Bogharib tomara aquella decisión. La pulmonía y la malaria habrían acabado con la vida del explorador si hubiera sido trasladado a Manyema en litera. Pero en el verano de 1869, después de pasar cuatro meses en Ujiji recuperándose, Livingstone empezó a sentirse lo suficientemente fuerte para reemprender el viaje y dirigirse a Manyema. Además, la fortuna volvió a sonreírle: Bogharib había decidido marchar hacia este mismo lugar precisamente en aquellos días.
Livingstone esperaba alcanzar en pocos meses las orillas del Lualaba, que suponía que se encontraba a unos trescientos veinte kilómetros de la costa occidental del lago Tanganica. Sus optimistas cálculos se revelaron lamentablemente erróneos. El célebre explorador había pasado por alto por completo la anarquía y los asesinatos en masa que se producían en Manyema, convertida por aquel entonces en una de las principales fuentes de marfil. Los árabo-swahilis que habían llegado a la zona eran mucho más despiadados que los hombres de la generación de Bogharib, y no dudaban en matar a los nativos que intentaban negociar un precio razonable para los colmillos que vendían. En consecuencia, por toda la región había encarnizados enfrentamientos entre africanos y árabes, y para Livingstone comenzó a resultar muy difícil cualquier desplazamiento en cuanto Bogharib se fue para dedicarse a sus actividades comerciales. El momento más difícil de la vida del explorador no había hecho más que empezar.
Como su intento, entre junio de 1870 y julio de 1871, de convertirse en el primer europeo en llegar al imponente Lualaba y navegar por él siguiendo la corriente es prácticamente un compendio de todas las horribles desgracias que un explorador africano del siglo XIX podía esperar que le sucedieran en toda una vida, he escogido este annus horribilis como tema central del capítulo 1 del presente libro. En él se demuestra gráficamente la determinación casi sobrehumana de no rendirse jamás que caracteriza a los grandes exploradores, incluso cuando están a punto de morir ahogados, de malaria o de fiebres causadas por las garrapatas. Las deserciones, la escasez de alimentos, las sequías, las inundaciones, las cacerías de esclavos, las amenazas de violencia y la violencia real marcaron la vida de Livingstone en 1870 y 1871.
Pero, sorprendentemente, Livingstone también tuvo sus recompensas durante aquellos difíciles días. En marzo de 1871 quedó impresionado tras contemplar por primera vez las parduscas aguas del Lualaba —en un punto donde alcanza una anchura de casi tres mil metros—, discurriendo lenta y majestuosamente hacia el norte en medio de densos bosques. Como este imponente río no aparecía en ningún mapa, y no había sido descrito en los libros y manuales de las sociedades geográficas existentes en el mundo, su descubrimiento resultaba todavía más emocionante. Como ya contamos en el capítulo 1, después de leer a Heródoto, y tras la aparente confirmación dada al relato del historiador griego sobre las fuentes del Nilo por Josut y Moenpembé —dos grandes viajeros árabes a los que el doctor conoció en Manyema en 1870—, Livingstone estaba convencido de que el Lualaba era en realidad el Nilo. Sus propios esfuerzos por localizar la fuente llevaban a esta conclusión. De modo que el hecho de que sus numerosos intentos por alcanzarla a veces estuvieran a punto de acabar con su vida no era más que un simple reflejo de su certeza de que había llegado su momento, un momento en el que no podía fallar, como habían hecho cuando llegó su gran momento aquellos caballeros distinguidos convertidos en exploradores.
Durante siete frustrantes meses, Livingstone no pudo avanzar hacia el legendario río debido a una pulmonía y a las úlceras tropicales de sus pies que le provocaban grandes dolores. Su precario estado de salud lo obligó a permanecer en la localidad de Bambarre —a medio camino entre el lago Tanganica y el Lualaba— hasta febrero de 1871. En aquellos momentos su séquito había quedado reducido a tres hombres.
Luego, el 4 de febrero, llegaron inesperadamente de la costa oriental diez porteadores que habían sido enviados meses antes por el cónsul Kirk. Aunque estos hombres —con la ayuda adicional de varios árabes traficantes de esclavos— permitieron a Livingstone llegar al Lualaba un mes después, luego hicieron todo lo posible por impedir que siguiera el curso del río. En sus diarios de campaña, el explorador arremete contra los recién llegados, que eran esclavos propiedad de los banian por cuyos servicios se le exigía un precio más elevado que el correspondiente a un hombre libre. Los considera perversos, deshonestos y cobardes, pues se negaban a acompañarlo en una canoa siguiendo el curso del Lualaba. Sin embargo, era comprensible su temor, pues las tribus que habitaban junto a los márgenes del río, tras sufrir las repetidas incursiones de los traficantes de esclavos árabes que operaban desde Nyangwe, solían atacar a todos los extranjeros que navegaban por aquella corriente fluvial. Los «esclavos banian», como los llamaba Livingstone, lograron que no pudiera asegurarse ninguna canoa diciendo a los hombres de la tribu local, los manyema, que el explorador «no quería ni esclavos ni marfil, sino matarlos». Aunque Chuma y Susi, que acompañaban a Livingstone desde 1861 y 1863 respectivamente, sabían lo que habían comentado los esclavos sobre su jefe, nunca se lo dijeron.
Livingstone a duras penas podía controlar a aquellos recién llegados que se ausentaban de su trabajo durante días, y que incluso mataron a tres nativos manyema, emulando aparentemente a los traficantes de esclavos. El explorador estaba horrorizado de que los amos indios de esos asesinos fueran súbditos británicos. Los árabes también se encargaron de hacer todo lo posible por frustrar los planes de Livingstone, y compraron todas las canoas disponibles para impedir que siguiera el curso del río e informara del caos que estaban sembrando al norte de Nyangwe. Sin embargo, no lograron que el explorador siguiera confiando en poder adquirir pronto una canoa de uno de estos traficantes de esclavos.
Fue por aquel entonces, concretamente el 15 de julio, cuando Livingstone fue testigo de la matanza de más de cuatrocientos africanos vecinos de Nyangwe. Unos cayeron abatidos a tiros en el mercado, y otros perecieron ahogados al caer al agua cuando huían presos del pánico. Después de este hecho atroz, Livingstone se desmoronó y perdió la ilusión de seguir el curso del río. Ya no podía hacer de tripas corazón y suplicar a Dugumbé y a otros cabecillas árabes que le vendieran las canoas que necesitaba desesperadamente. De modo que su única opción era regresar a Ujiji, al este del Tanganica, donde esperaba encontrar nuevas provisiones enviadas desde la costa por Kirk. El 20 de julio de 1871 se despidió del río y, profundamente deprimido, empezó una marcha de más de trescientos kilómetros rumbo al este. De sus catorce hombres, diez eran esclavos banian. Con el grupo también iba un número desconocido de mujeres con las que cohabitaban dichos esclavos.
Durante los tres meses siguientes, el célebre explorador sobrevivió a dos intentos de asesinato por parte de unos lanceros africanos que lo confundieron con un traficante de esclavos. El 7 de agosto estaba «enfermo y el dolor lo mataba a cada paso». No sólo sufría de hemorroides, también padecía una diarrea crónica, que lo consumía y lo debilitaba. Debía haber sido operado en Inglaterra, pero había estado muy ocupado recaudando fondos para su expedición, y no había tenido tiempo para someterse a la intervención quirúrgica. Consiguió reforzarse un poco cuando a mediados de septiembre pudo comprar harina de sorgo a los nativos, aunque su estado de salud continuaría siendo muy precario.
Me sentía morir. El dolor me mataba a cada paso, había perdido el apetito, y un poco de carne me provocaba violentos vómitos; mi espíritu, profundamente deprimido, reaccionaba en el cuerpo. Todos los traficantes regresaban pletóricos de éxito: sólo yo había fracasado y había conocido la inquietud, la frustración, la perplejidad, cuando tenía casi a la vista el fin al que anhelaba llegar.
Livingstone, que estaba ya «prácticamente en los huesos», cruzó el Tanganica en una canoa alquilada y llegó a Ujiji el 23 de octubre. Al cabo de un par de horas se enteró de que las provisiones enviadas por Kirk desde la costa habían sido robadas y vendidas por el hombre encargado de traerlas y por otros mercaderes árabes de la ciudad. Estaban valoradas en seiscientas libras esterlinas, y todas habían desaparecido. Lo único que le quedaba con lo que poder comprar algo de comida eran unos cuantos metros de calicó. Después de haber huido de Nyangwe para no tener que depender de los árabes, resultaba cruel e irónico que se viera condenado a suplicar a los traficantes de esclavos árabes de Ujiji para sobrevivir. Para empeorar las cosas, Sherif Bosher, el individuo que había vendido todas las provisiones, había utilizado sus ganancias para la compra de un marfil que todavía estaba en la ciudad guardado bajo llave. Pero ninguno de los tres principales de Ujiji permitiría que Livingstone reclamara lo que había sido adquirido con sus bienes robados. Parecía realmente que no iba a poder pagar las cabras lecheras, la harina de trigo y el pescado necesarios para su restablecimiento. En cuanto al Lualaba, regresar a este río era como un sueño imposible. En una carta a un amigo el explorador reconocería que «parecía el hombre que fue de Jerusalén a Jericó, pero ningún buen samaritano iba a aparecer por los caminos de Ujiji».
Aunque parezca increíble, lo cierto es que estaba equivocado. No había transcurrido ni una semana cuando un joven galés, haciéndose pasar por americano, acampó en una colina situada a unos pocos kilómetros de Ujiji. Desde la altura contemplaba, «como si fuera un cuadro, el inmenso lago […] en un marco de montañas vagamente azuladas». Eran momentos de éxtasis para él. La manera en la que este hombre acabó convertido en explorador y luego cambió la vida de David Livingstone, e incluso su lugar en la historia, constituye un relato verdaderamente curioso. También constituye un capítulo esencial de la odisea que supuso resolver por fin el enigma del Nilo.