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Muerte por la tarde

Sir Roderick Murchison había enviado a Speke una carta trascendental invitándolo a intervenir en el congreso del mes de septiembre de la British Association for the Advancement of Science. La principal atracción de las charlas y debates programados por la sección de geografía y etnología de la asociación iba a ser una discusión acerca de la fuente del Nilo. El 12 de agosto, Speke contestó a Murchison en los siguientes términos: «Estaré encantadísimo de reunirme con Livingstone y de conversar con él [acerca del Nilo], de poner a prueba el asunto con un arbitraje imparcial en términos amistosos». No mencionaba para nada a Burton, pero era impensable que no tuviera que debatir también con él. Pocas semanas después, George Simpson, alto directivo de Blackwood, escribía indignado a su jefe:

Los enemigos de Speke están preparando en el congreso de Bath un ataque feroz contra él, capitaneado por Burton, con la ayuda de Livingstone. ¡Tanto mejor! […] Speke sabrá cómo hacerles frente y volver las cosas a favor de nuestro gallardo, aunque imprudente, amigo.

Speke era imprudente porque, en opinión de Simpson, había hecho en público demasiados comentarios inoportunos acerca de Petherick y Burton. Y peor aún, había ofendido innecesariamente a Livingstone y a Murchison. Cuando Speke se enteró de que Burton decía que el río Rusizi unía el extremo septentrional del lago Tanganica (su propio lago, tal como veía él las cosas) con el Luta N’zige (el lago situado más al norte, cuya investigación acababa de emprender Baker), se irritó muchísimo. Para hacer esa afirmación Burton había tenido que «olvidar» el incómodo hecho de que los tres hijos del jefe de una tribu de la zona les habían asegurado enfáticamente a Speke y a él que el río que había en el extremo norte del Tanganica desembocaba en el lago, no salía de él. Pero como quizá pasaran muchos años antes de que cualquier explorador lograra ver este río con sus propios ojos, parece que Burton calculó que podía invertir tranquilamente el curso del Rusizi y llevárselo donde quisiera, tal vez durante diez años, socavando de paso las teorías de Speke acerca del Victoria Nyanza.

A Speke se le ocurrió que podía responder a este descarado cambio de postura de Burton con un poco de geografía de gabinete. Como ningún viajero había explorado la ribera sur del lago Tanganica ni el extremo norte del Nyasa, situado más al sur, nadie en Europa podía afirmar con seguridad que hubiera un río que uniera ambos lagos de norte a sur. Si lo había, el Rusizi no podía de ninguna manera salir del Tanganica en dirección norte, o el lago habría perdido toda su agua hace millones de años. Por fortuna —desde el punto de vista de Speke— había un río importante (el Shiré) que salía del extremo meridional del lago Nyasa. Por consiguiente, ¿qué podía explicar este poderoso avenamiento hacia el sur mejor que una afluencia comparable de agua en el Nyasa desde el norte? Era un argumento muy sólido a favor de la comunicación de este lago con el Tanganica; pero era también una tesis que, si se utilizaba, corría el riesgo de molestar al famoso Dr. Livingstone, que, aunque había dado media vuelta antes de llegar al extremo norte del lago Nyasa, había comunicado a la RGS que existían cuatro o cinco ríos pequeños que desembocaban en él por el oeste y aportaban agua más que suficiente para explicar el avenamiento del Shiré.

Aunque Livingstone cultivara a veces unos aires de santidad, contraatacaba violentamente siempre que algún posible rival discrepaba de sus teorías geográficas. Así, cuando regresó a Inglaterra en julio de 1864 y se enteró de lo que había dicho Speke un mes antes en la RGS acerca del lago Nyasa, al doctor por poco le dio un síncope. La reputación de Livingstone había quedado muy maltrecha tras su desastrosa expedición al Zambeze, pero muchos seguían considerándolo el mejor explorador del país y un hombre capaz de unos actos de autosacrificio extraordinarios. De modo que Speke fue peor que «imprudente» al hacer de él su enemigo y arrojarlo de paso al bando de Burton. De hecho, Livingstone pondría enseguida en duda que el pequeño emisario de Speke que salía de las cataratas Ripon «explicara el nacimiento del Nilo», y diría a su hija mayor que el capitán Speke tenía «unas capacidades mentales tan escasas que lo más conveniente sería que guardara silencio sobre este y otros asuntos». Livingstone detestaba a Burton por su desprecio de los africanos y los misioneros, pero a pesar del desagrado visceral que sentía por él confesó a sir Roderick Murchison que, al igual que Burton, creía que lo más probable era que la fuente del Nilo se encontrara en el lago Tanganica y no en el Victoria Nyanza. Más concretamente, Livingstone empezaba a pensar que la verdadera fuente del gran río seguramente se encontraba al oeste del lago Tanganica, en el que desembocaba para luego salir de él convertido en el Rusizi y continuar su curso hacia el norte hasta el Nilo Blanco a través del Luta N’zige.

Aunque Speke esperaba celebrar un debate con Livingstone, Murchison siempre había pensado que Burton y él constituirían la atracción principal en el gran congreso de Bath. De hecho la colisión que, según se preveía, iba a producirse entre ambos, no tardaría en ser anunciada como «el gran debate del Nilo». Parece que al enfrentarlo con Burton Murchison pretendía castigar a Speke por su supuesta ingratitud hacia la RGS y por no enviar a esta institución un informe como era debido. Se suponía que Livingstone iba a actuar como árbitro extraoficial, mientras que la verdadera batalla debía ser la que lo enfrentara con Burton. Teniendo en cuenta la fama de la que este gozaba como polemista, Speke no habría podido aspirar a estar a su altura, pero estaba firmemente convencido de que había encontrado la fuente del Nilo, y por lo tanto no tenía intención de dar marcha atrás. Según dijo a Blackwood, para él era una cuestión de honor enfrentarse a Burton, algo así como batirse en duelo. Speke no era ningún cobarde, aunque sabía que era vulnerable, y no sólo por no haber cartografiado el Victoria Nyanza.

Desde el incidente con el escarabajo estaba sordo de un oído. La vista también le fallaba, y la situación había empeorado como consecuencia del largo trabajo literario en el que se había volcado. Como se sentía literalmente exhausto, dijo a Blackwood que no pensaba «volver a escribir una narración personal, pues sólo conduce a que lo pongan a uno verde cuando saca a la luz verdades desagradables». A Blackwood le preocupaba que su famoso autor se viera envuelto en debates. Pensaba que en sus declaraciones y cartas a la prensa «las imperfectas aptitudes de Speke a la hora de explicar las cosas [habían] resultado más perjudiciales para él que para otros», provocando a menudo que fuera «considerado lo contrario del hombre sencillo y generoso que en realidad era». Rogó, pues, a Laurence Oliphant que hiciera todo lo posible «por impedir que pusiera el pie allí […] Es una persona verdaderamente buena que necesita un amigo». Pero aunque Speke era de su agrado, Oliphant era muy malévolo, y no hizo el menor esfuerzo por salvarlo del gran debate. Antes bien, azuzó a Burton diciéndole que Speke le había comentado recientemente que si se atrevía a presentarse en Bath, «lo echaría a patadas». Burton había respondido, según su esposa Isabel: «¡Bueno, eso lo arregla todo! Por Dios que va a tener que echarme a patadas». Por supuesto Burton iría a Bath de todas maneras, pues estaba deseando hacer daño a Speke como fuese. Ya había solicitado al Foreign Office una prolongación del permiso sencillamente para poder asistir al congreso.

El debate entre la pareja debía tener lugar el 16 de septiembre de 1864 en el Royal Mineral Water Hospital de Bath; y el día 15, Burton y Speke asistieron a una sesión preliminar, en la que ambos se sentaron en el estrado junto a sir Roderick Murchison. Burton afirmaría algunos años después que le sorprendió lo avejentado que parecía Speke tras sus «arduos trabajos». Se miraron uno a otro como si no se conocieran. A la una y media de la tarde alguien de entre el público hizo una señal a Speke, quien, según Burton, musitó: «¡No puedo quedarme más tiempo!», y a continuación abandonó el edificio.

Desde Bath Speke fue a Neston Park, Corsham, que era la casa de John B. Fuller, un tío suyo cuya finca se encontraba a unos quince kilómetros de distancia y con el cual se alojaba. Speke llegó a Neston Park aproximadamente a las dos y media de la tarde y poco después salió a cazar perdices con su primo, George P. Fuller. Iba con ellos un guarda, Daniel Davis, encargado de anotar las piezas cobradas. Durante toda su edad adulta, Speke había considerado la caza una actividad relajante y en aquellos momentos estaba encantado de poder practicarla.

Aproximadamente a las cuatro, John Hanning Speke trepó por un pequeño muro de piedra, sujetando con una mano el cañón de su escopeta de doble tambor, y utilizando la culata a modo de bastón para ayudarse a guardar el equilibrio entre las piedras mal encajadas. Davis, que en ese momento se encontraba unos doscientos metros por delante, vio a Speke encima del murete y al instante oyó cómo se le disparaba la escopeta. Fuller, que estaba considerablemente más cerca, dio media vuelta al oír el disparo y vio cómo su primo se desplomaba hacia delante y caía en el prado; no llevaba el arma en la mano. La escopeta Lancaster de retrocarga se le había escurrido entre los dedos en el momento en que se disparó, y había rodado escandalosamente por el lado del murete por el que Speke acababa de trepar. Perece que el detonador de uno de los cañones, que no llevaba puesto el seguro, se había enganchado en un arbusto y su contenido había impactado en el costado izquierdo de Speke, justo por debajo de la axila. Cuando se recuperó la escopeta, se comprobó que uno de los cañones se había disparado y el percutor del otro estaba amartillado.

Fuller fue el primero en llegar hasta donde se hallaba Speke y lo encontró sangrando profusamente por una herida enorme que intentó restañar como pudo. El explorador murmuró con voz muy débil: «No me muevas», y no volvió a pronunciar palabra. Fuller dejó a su primo donde estaba y fue corriendo a pedir auxilio; Davis fue el que se quedó con el herido, que empezaba ya a perder la consciencia. El explorador murió a los quince minutos de que se disparara el tiro fatal.

Al día siguiente, en Monks’ Park, Corsham —una casa vecina perteneciente a William, el hermano de Speke— el juez de primera instancia de la localidad llevó a cabo las pesquisas pertinentes. George Fuller y Daniel Davis prestaron declaración, así como Thomas Snow, el cirujano más próximo que se pudo encontrar, enviado por Fuller al lugar del accidente, aunque llegó cuando Speke acababa de expirar. Snow dijo al jurado que la herida era «tan grande como la que habría producido un cartucho si el cañón de la escopeta hubiera estado pegado al cuerpo. La bala siguió una dirección ascendente, hacia la espina dorsal, atravesando los pulmones y seccionando todos los grandes vasos sanguíneos situados junto al corazón». El veredicto unánime del jurado fue el siguiente: «El difunto falleció como consecuencia del disparo accidental de su escopeta». No es de extrañar que el fallo hablara de muerte accidental, pues ninguna persona que tuviera intención de suicidarse habría decidido pegarse un tiro mientras saltaba un muro de piedras apiladas y sujetaba su escopeta de un modo que le impedía accionar el gatillo con los dedos. Y desde luego ninguna persona que tuviera intención de suicidarse habría decidido pegarse un tiro justamente debajo de la axila.

Nada de esto impediría a Richard Burton afirmar, en cuanto se enteró de la noticia, que el explorador se había suicidado para evitar «que se revelaran sus errores en lo tocante a las fuentes del Nilo». Decidida a hacer que su marido pareciera más humano de lo que daba a entender semejante afirmación, Isabel Burton lo describe llorando «varios días» por la muerte de Speke. En realidad, las cartas de Burton a sus amigos ponen de manifiesto un estado de ánimo más próximo a la alegría desbordante que al dolor. Dos días antes del entierro de Speke, Burton dijo a un diplomático compañero suyo: «El capitán Speke acabó de mala manera, pero nadie sabe nada al respecto […] Los más piadosos dicen que se suicidó, los menos caritativos aseguran que lo maté yo». Es evidente que la idea de que Speke tuviera un miedo literalmente de muerte ante la incumbencia del enfrentamiento con él en Bath no desagradaba ni mucho menos a Burton.

¿Pero realmente sentía Speke un terror mortal ante la proximidad del debate? Dos días antes de su fallecimiento había empezado una carta dirigida a John Tinné, hermano de Alexine Tinné, la exploradora del Bahr el-Ghazal, y en ella explicaba la importancia que tenía para Egipto «así como para nuestros hombres de negocios, la apertura de las regiones ecuatoriales a las actividades comerciales lícitas». Así pues, su última carta está llena de esperanzas, no de temores. George Fuller dijo a la hermana casada de Speke, Sophie Murdoch, que mientras estuvo cazando con él en aquel día fatídico, John le había hablado poco antes del accidente de su plan de convencer a unos misioneros de que lo acompañaran a Uganda y Unyoro, asunto bastante extraño para despertar el entusiasmo de una persona que va a quitarse la vida pocos minutos después. Pero Burton intentaría por todos los medios reforzar la idea del suicidio, no sólo en cartas y conversaciones, sino incluyendo en el capítulo titulado «El capitán Speke» de su libro Zanzibar: City, Island, and Coast (1872) una serie de pasajes deliberadamente sugestivos. «Antes de emprender la marcha [a Somalilandia] declaró [Speke] abiertamente que estaba hastiado de la vida y que había venido a África para que lo mataran». Burton rescató este comentario suicida de su memoria dieciocho años después de que supuestamente lo oyera. No aparece ni en un libro anterior suyo, First Footsteps in East Africa, ni en The Lake Regions of Central Africa, y sólo lo encontramos cuando empezó a insinuar que Speke probablemente se quitara la vida. Pues bien, ¿dijo Speke realmente semejante cosa? Normalmente era un hombre que se guardaba sus pensamientos para sí mismo —de lo que el propio Burton se había quejado a menudo— y por lo tanto es harto inverosímil que en un momento en el que estaba deseando impresionar a Burton —que era su superior jerárquico y al cual acababa de conocer— a Speke se le hubiera escapado decir que a lo mejor se quitaba la vida, decepcionando de paso a todas las personas relacionadas con la expedición. Después de leer el capítulo sobre «El capitán Speke» en Zanzibar, James Grant escribió a Rigby calificando a Burton de «ese libelista asqueroso y falso […] que escupe su veneno sobre la memoria del pobre Speke».

Burton y su esposa serían las únicas personas que con el tiempo llegaran a insinuar que el día anterior a su fallecimiento habían visto en la sala a Speke con aspecto abatido. Otro pasaje fundamental del Zanzibar de Burton —citado muy a menudo por los pocos biógrafos que se muestran propensos a admitir su veredicto de suicidio— dice así:

La desgracia resultaba tanto más inesperada por cuanto [Speke] se caracterizó siempre por la cautela con la que manejaba sus armas. En cierta ocasión insistí en aclarar la costumbre de mi compañero de viaje en ese sentido y comenté que incluso cuando nuestra canoa empezó a balancearse y fue levantada por un hipopótamo, nunca permitió que el cañón de su escopeta mirara hacia él ni hacia ninguna otra persona.

Según la versión de Speke, Burton y él sólo se dedicaron a perseguir hipopótamos juntos en una canoa durante unos pocos días en febrero de 1857, y durante esos días su embarcación no fue nunca levantada en alto ni siquiera golpeada por ningún animal.

Además, ¿realmente era Speke tan maravillosamente experto y prudente en el uso de toda clase de armas de fuego? Su primo, George Fuller, recordaba que durante muchos años Speke había cazado más con rifles que con escopetas. De hecho, al salir de caza el día de su muerte con una escopeta de doble cañón con la que no estaba familiarizado, Fuller comentó que Speke «parece que no tomó las precauciones habituales». Al «darse cuenta de aquel descuido». Fuller y Davis, su guarda, «evitamos acercarnos demasiado a él mientras caminábamos por el campo […] en el que tuvo lugar el accidente».

El funeral de Speke se celebró en la pequeña iglesia de Dowlish Wake, al sur de la finca de su familia. Con las lágrimas rodándole por las mejillas, su padre encabezó el cortejo que recorrió las callejuelas otoñales flanqueadas por aldeanos y trabajadores de la finca. Dentro de la iglesia se encontraban también sir Roderick Murchison, David Livingstone y James Grant, que «depositó una pequeña “corona” de violetas y reseda sobre el ataúd cuando pasó por delante» de él. Livingstone negaría más tarde que Grant se pusiera a sollozar sonoramente y que «bajara a la cripta» detrás del ataúd, como afirmaron varios periódicos. Speke tenía treinta y siete años el día de su muerte y dejó en herencia menos de cinco mil libras, correspondientes casi en su totalidad a las ganancias de sus dos libros.

En la necrológica publicada por The Times se admitía que en último término era probable que Speke hubiera encontrado la fuente del Nilo, pero en otros periódicos no había unanimidad sobre este punto. Livingstone dudaba que hubiera sido encontrada la fuente y explicaba por qué, al igual que Burton, quien envió una carta de protesta al Times alegando que la cuestión del Nilo no estaría solucionada hasta que no se demostrara o se refutara la existencia de una relación entre su lago Tanganica y el Luta N’zige. Así pues, con dos grandes exploradores y varios geógrafos menores, entre ellos el Dr. Charles Beke, beneficiario de una medalla de oro, poniendo en entredicho las tesis de Speke, la reputación del difunto parecía condenada a permanecer en una especie de limbo, quizá durante décadas. Incluso las ventas de sus dos libros —clásicos de la literatura de viajes del siglo XIX— empezaron a disminuir, y la segunda edición de What Led to the Discovery of the Source of the Nile tendría que esperar varios años a hacer su aparición. No habiendo ningún explorador sobre el terreno que pudiera ofrecer una rápida respuesta a la cuestión de si Speke había encontrado o no la verdadera fuente, la incertidumbre respecto al valor de sus descubrimientos se generalizó. Sir Roderick Murchison, quien, pese a afirmar en The Times que sus amigos y él proponían «llevar a cabo la erección de un monumento adecuado», sugirió en Bath a Livingston que volviera a África a resolver el enigma del Nilo. Al principio Livingstone se negó a comprometerse, fundamentalmente porque la simple búsqueda de la fuente de un río —por más que se tratara del río más largo del mundo— no habría conseguido por sí sola convencer a la opinión pública de que volvía al «continente negro» llevado por las motivaciones propias de un misionero. Tampoco quería parecer demasiado deseoso de rivalizar por la obtención de premios geográficos con individuos tales como el impío Richard Burton, aunque se tratara del premio más importante.

Dos meses después de la muerte de Speke, Burton pronunció en la RGS el discurso que había pensado dar en Bath. «Entiéndase claramente que […] no me presento como un enemigo del difunto», aseguró a su público. Pero no engañaría a muchos. Arremetió contra las tesis de Speke alegando todos los viejos motivos y también algunos nuevos. Un mes después publicaría su discurso como primera parte de su libro The Nile Basin, en el que afirmaba que el lago Tanganica era la fuente primordial del gran río, aun a sabiendas de que la altura de dicho lago sobre el nivel del mar era por lo menos casi cuatrocientos metros inferior a la del Victoria Nyanza. Despreciaba además los testimonios africanos que habían recogido él mismo y Speke, acerca de la dirección en que corría el Rusizi. Al margen de las deficiencias que pudiera tener Speke como geógrafo —entre otras la imprecisión de los cálculos incluidos en su primer libro, que lo llevaron a presentar al Nilo discurriendo cuesta arriba durante un breve trecho—, Burton se dedicó a hundirlo utilizando argumentos absurdos de su propia cosecha, como por ejemplo la afirmación de que en medio del Victoria Nyanza había unos montes y un camino que lo atravesaba.

La segunda parte del Nile Basin era todavía peor, pues se trataba simplemente de una reimpresión de la reseña publicada en el Morning Advertiser por James McQueen (el octogenario geógrafo de gabinete y amigo de los Petherick) del Journal of the Discovery of the Source of the Nile de Speke. Esta reseña sería elogiada por Burton por su «agudeza y la mordacidad de su estilo», pero en realidad era un ataque calumnioso contra la persona de Speke. La descripción que hacía el explorador de la forma en que había medido a las orondas mujeres de la corte de Rumanika —no mucho peor que otros episodios similares de mediciones, como las de los penes, incluidas en las Lake Regions de Burton— contenía elementos humorísticos de bastante mal gusto. Pero el pasaje no daba a entender, como deducía McQueen, que Speke se hubiera sentido atraído sexualmente por aquellas mujeres descomunales. Tampoco la sinceridad de Speke en lo concerniente a su respeto por la madre de Mutesa, a pesar de su exagerada afición a la bebida, significaba que «aprobara la escena» de la Reina Madre y sus ministros completamente ebrios. Y en honor a la verdad tampoco cabía deducir que su simpatía por el pueblo buganda significara que disculpaba la actuación brutal de Mutesa.

Todos los detalles de la historia de amor de Speke con Méri habían sido eliminados de la versión publicada del libro, pero McQueen siguió jugando procazmente con la idea de que Speke se había dedicado sin reparos a «mezclar la sangre de la humanidad». No sería de extrañar, afirmaba el anciano geógrafo, que en un tiempo no muy lejano «en una cabeza mitad negra y mitad blanca se vea una cabellera como la de Speke». Prudentemente, dada su vulnerabilidad en este campo, a Speke no se le pasó nunca por la imaginación demandarlo por libelo. Que a McQueen le fascinaban las ideas relacionadas con toda clase de líos sexuales —y especialmente los diminutos «mbugus» triangulares de corteza de árbol que eran todo lo que ocultaba a la vista los genitales de las mujeres de la corte— queda patente en la enorme cantidad de «mbugus» que adornan su texto. Pero aunque este detalle resulte evidente a cualquiera que lea la reseña hoy día, no habría estado tan claro en una época en la que la hipocresía sexual constituía toda una forma de vida. McQueen consiguió que la gente se preguntara si semejante libertino habría llegado a tener realmente el dominio de sí mismo necesario para resolver el misterio geográfico más inabordable de la historia.

La decisión de arremeter de un modo tan escabroso contra un hombre notable por todos esos conceptos al poco tiempo de su fallecimiento dice poco a favor de la sensatez de Burton, aunque sus palabras fueran menos ofensivas que las de su anciano coautor. La feroz crítica de The Nile Basin, por lo demás excesivamente partidista, que publicó Laurence Oliphant en el Blackwood’s Magazine en enero de 1865 tiene demasiados resabios de cólera y antipatía:

Sólo podemos ver la verdadera faz del capitán Burton demostrando que el objetivo que realmente perseguía al publicar la presente obra […] era desacreditar no ya los descubrimientos de un explorador, sino la memoria de un compañero de viaje difunto. ¿No habría sido acaso el instinto de un alma generosa dejar que la controversia se calmara, en vez de atizarla más aún con el desprestigio de una persona que ya no está viva y por lo tanto no puede defenderse?

Pero Burton no tardaría en ponerse otra vez a escribir, en esta ocasión en el Athenaeum, para continuar denigrando y distorsionando la figura de Speke. En 1873 el Dr. Georg Schweinfurth, el explorador alemán del Alto Nilo, publicó un mapa en el que aparecía la zona del Victoria Nyanza salpicada de cinco pequeños lagos. Fue un día feliz para Burton y triste para el recuerdo del hombre cuya familia no supo guardar ni un solo fragmento de papel relacionado con los primeros veintisiete años de su vida. Una nube de oscuridad acabaría enseguida rodeando a John Hanning Speke, antes incluso de que el Dr. Livingstone partiera con destino a África y de que Samuel Baker regresara a Inglaterra convertido en el nuevo héroe del momento. Ahora que aquellos hombres de talla descomunal y bien documentados se habían lanzado a la búsqueda de las fuentes del río, parecía que el futuro debía pertenecerles a ellos.