12

El Nilo está solucionado

El inglés fornido y con barba que venía corriendo hacia los dos exploradores con la intención de colmarlos de elogios era Samuel White Baker, el primogénito de una acaudalada familia de Devon. Contaba a la sazón cuarenta y dos años, e incómodamente consciente de ello, Baker no estaba satisfecho de haber fundado una pujante comunidad agrícola en las selvas de Ceilán, ni siquiera de haber escrito dos libros bastante entretenidos sobre este asunto. Desde mediados de la década de 1850 había venido persiguiendo infructuosamente la quimera de la fama como aventurero en África. En 1858 no consiguió convencer al Dr. Livingstone de que habría podido serle útil en el Zambeze, y justo por esa misma época se había sentido muy mortificado al enterarse de que John Speke —que, como él, se había criado en el West Country inglés— acababa de ser elegido para acompañar a Richard Burton a los lagos africanos. Un breve encuentro con Speke a bordo de un barco que los llevaba de la India al Golfo Pérsico en 1854 le había alertado de la atracción del joven oficial por la exploración del continente africano y había agudizado su interés ferozmente competitivo por esa misma actividad.

Pero pasarían seis años antes de que Baker viera cómo utilizar a Speke y colarse de rondón en la búsqueda de la fuente del Nilo. Y lo hizo escribiendo a John Petherick y ofreciéndose a unirse a él en su misión de «socorrer» a Speke y Grant en la última etapa del viaje en el que estos se habían embarcado en la primavera de 1860. Baker abrigaba en secreto la esperanza de que si la pareja de oficiales moría o quedaba detenida en cualquier punto del sur, podría incluso llegar antes que ellos a la fuente. Pero la RGS había vetado su inclusión en la expedición de Petherick y había sugerido que explorara los afluentes etíopes del Nilo Azul para determinar la contribución que hacían estas aguas a la crecida anual del río en Egipto. De ese modo, entre marzo de 1861 y junio de 1862, Baker, que era lo bastante rico para no necesitar el patrocinio de nadie, había explorado el macizo etiópico, descubriendo que las lluvias torrenciales del verano que caían en esta zona cada año explicaban casi por completo las riadas portadoras de vida que acrecentaban el Nilo Blanco entre junio y septiembre, regando todo el valle de la cuenca baja del río. Pero este importante hallazgo científico no había saciado en modo alguno el deseo de Baker de realizar el descubrimiento más brillante de todos.

Antes de ponerse a cartografiar el Nilo Azul y el Atbara, el gobernador egipcio de Berbera le había preguntado adónde se dirigía y él había respondido sin la menor intención de disimular: «A la fuente del Nilo Blanco». Baker había ido acompañado —y todavía seguía acompañado cuando llegó a Gondokoro— de una esbelta mujer blanca, vestida como él con pantalones, polainas y una camisa de hombre. Observando su juventud y aparente fragilidad, el gobernador le había exhortado en inglés a dejarla allí, pues un viaje remontando el Nilo «era capaz de matar incluso al hombre más fuerte». Pero Baker, que estaba encantado de tener a su amante consigo, no tenía intención de seguir su consejo. La forma en que aquella chica de diecinueve años había llegado a vivir con él era una verdadera novela. Baker había adquirido a su «Florence», como él la llamaba, dos años antes en una subasta de esclavos blancos en la ciudad de Vidin, en Bulgaria, bajo administración turca. El verdadero nombre de la joven era Barbara Maria von Sass, y había nacido en Transilvania, por entonces parte de Hungría. Los padres de Florence habían muerto en 1848 en el transcurso de la sublevación de Hungría y la niña había sido criada entonces por un armenio de mentalidad mercantil, que esperaba obtener un buen precio por ella cuando llegara el momento. No se puede saber si fue el deseo o la compasión lo que pesó más en la decisión de Baker de pujar por la chica frente a un montón de turcos acaudalados, pero no tardó en enamorarse de ella, aceptando posteriormente un empleo en Rumanía como director general de los Ferrocarriles del Danubio y el Mar Negro sólo con tal de seguir a su lado. Todo esto lo desconocían por completo las cuatro hijas adolescentes de Baker, que, después de la muerte prematura de su madre, se habían quedado en Inglaterra al cuidado de una tía soltera y que debieron de encontrar absolutamente inexplicable, además de dolorosa, la decisión de su acaudalado padre de irse a trabajar a la remota Rumanía. Pero como viudo respetable, Samuel Baker no había considerado ni por un instante la idea de llevarse a Inglaterra a una amante veinte años más joven que él y sólo un poquito mayor que sus hijas.

Llevársela a África, donde probablemente no la vería nadie que lo conociera (con la posible excepción de Speke), era por supuesto una cuestión bien distinta. Cuando estaban a punto de zarpar rumbo a Alejandría en febrero de 1861, Baker había sopesado brevemente la idea de si habría sido seguro para la muchacha acompañarlo en su viaje, pero había sido incapaz de soportar la idea de pasar noche tras noche en su tienda sin ella. Allí en Gondokoro, en marzo de 1863 —aunque su plan era engañar a Speke y decirle que había venido a África sólo para ayudarles a Grant y a él a regresar sanos y salvos a casa— todavía no había decidido si presentarles o no a Florence. Pero mientras se acercaba a aquellos viajeros exhaustos, le pareció conveniente posponer una vez más aquella decisión tan delicada, pues Florence se había quedado aquella mañana en su barco, ya que no se había sentido muy bien al levantarse.

Mientras sus compatriotas se acercaban bordeando el río, junto a la larga hilera de barcos amarrados, Baker sintió que lo embargaba una emoción patriótica. Speke, con su pelo rubio y su barba tostada era «el más estropeado de los dos […] excesivamente delgado, aunque en realidad estaba en excelente forma […] Grant llevaba unos andrajos muy honorables; las rodillas desnudas sobresalían de lo que quedaba de sus pantalones, que eran toda una exhibición de tosca destreza en el arte sartorial». Pero aunque «cansados y febriles […] los dos hombres tenían un fuego en los ojos que ponía de manifiesto el espíritu que los había guiado». Sintiéndose humillado por la dilatada extensión del viaje de los dos oficiales desde el hemisferio sur hasta el norte y por el valor que habían demostrado, Baker exclamó: «¡Hurra por la vieja Inglaterra!», mientras corría a su encuentro; pero incluso al abrazar a sus compatriotas, se sintió dolido por no haber podido salvarlos de «algún terrible aprieto» a muchos kilómetros al sur de allí. De repente Gondokoro parecía bastante anodino, aunque él había gastado mucho dinero en llegar hasta allí. Así que cuando Speke y Grant le informaron de que habían visitado el Nilo en suficientes puntos de su recorrido para poder asegurar que nacía en el Nyanza, supuso que su expedición estaba de más y se sintió demasiado alicaído para preguntarse si realmente habían demostrado su teoría.

Pero, haciendo de tripas corazón, dijo alegremente a los exploradores que había venido «expresamente a buscar[los]» y a poner a su disposición un montón de mercancías, más de cuarenta hombres, camellos, asnos, una dahabiya (un barco de recreo típico del Nilo de treinta metros de eslora) y dos embarcaciones más pequeñas. Ante la incomparecencia de John Petherick, Grant y Speke quedaron conmovidos ante aquel buen samaritano que se ofrecía a hacer tanto por ellos pagándolo todo de su propio bolsillo, sin haber recibido ni un penique de dinero público. Baker les contó que Petherick, en cambio, había cobrado casi mil libras reunidas por una subscripción pública abierta para que pudiera «socorrerlos». Aunque otra dahabiya, la Kathleen, y tres cargueros habían sido enviados a Gondokoro por Petherick y de hecho en aquellos momentos se encontraban amarrados allí —y de hecho Speke y Grant dejaron por un tiempo a sus criados y sus mercancías en la Kathleen—, aceptaron la propuesta de Baker de irse a vivir con él en su dahabiya.

En su bien provista embarcación, los invitó a sentarse bajo un toldo y pidió que les trajeran un refrigerio. Durante meses, los viajeros no habían probado cosas tan elementales como el té, el azúcar o el pan. No es, pues, de extrañar que devoraran gustosamente todo lo que les pusieran delante. Cuando salió a cubierta una joven bellísima, Speke quedó aturdido. Creía recordar, según había oído decir, que la esposa de Baker había muerto hacía unos cuantos años. Así que sin pensar le espetó: «Pensaba que su esposa había fallecido». Después de unos minutos de incómodo silencio, Baker afirmó que efectivamente su esposa había muerto y dijo que Florence era su «chère amie». La metedura de pata de Speke, aunque embarazosa para todos, incluida Florence, que en ese momento se encontraba con fiebre, no se vio reflejada en la estima que habían cobrado ya por Baker los recién llegados, que se consideraban a sí mismos hombres de mundo. Contaron entonces cómo había sido su viaje, mencionando, junto a abundante información geográfica, a los jefes y reyes que habían conocido por el camino. Pero eso no fue más que un aperitivo de la sugerencia asombrosamente generosa que vino a continuación.

Grant y Speke agasajados por Florence y Baker en su dahabiya.

De repente, Speke propuso a Baker que fuera él, y no el ausente Petherick, el que intentara «descubrir» el lago Luta N’zige, al que él y Grant no habían podido llegar debido a la prohibición de Kamrasi. Había sido una dura decepción, dijo, pues los dos creían que el Nilo desembocaba en el Luta N’zige y luego salía de él y continuaba su curso hacia el norte. Naturalmente era una conjetura, pues ninguno de los dos había seguido el río hasta el lago ni lo había visto salir de él.

Aunque Speke y su compañero pensaban a todas luces que el Luta N’zige era en el mejor de los casos un depósito subsidiario del Nilo, Baker —siempre optimista— se dijo a sí mismo que a lo mejor resultaba que era «una segunda fuente del Nilo». Al principio, se había vuelto hacia Speke con una sonrisa como si quisiera pedir disculpas y había comentado: «¿No quedará ni una sola hoja de laurel para mí?». Se sintió loco de alegría cuando vio que todavía quedaba tal vez toda una buena rama, si no tenía inconveniente en enfrentarse a un viaje erizado de peligros (aunque sólo de apenas quinientos kilómetros desde allí entre ir y volver). En respuesta a la pregunta de si estaba dispuesto a intentar llegar al lago, Baker entregó su diario a Speke, que lo abrió y escribió tres páginas de instrucciones, incluido un valiosísimo consejo sobre guías e intérpretes.

En el único asunto en el que Speke y Baker discrepaban era en el de si Florence debía o no ir al lago. Según escribe Grant en sus memorias: «Al hablar del asunto con Speke, dije: “¡Qué vergüenza llevar consigo a una criatura tan delicada!”». Speke era de la misma opinión e incluso dijo a Baker en su cara que debía casarse con Florence cuando volviera a Inglaterra. Lo que irritaba a Speke en aquellos momentos mucho más que la situación de Florence era la supuesta traición de su amigo galés, otrora tan estimado, John Petherick.

Speke y Grant sabían que el galés era un cónsul honorario, es decir, sin salario, que para vivir se había visto obligado desde hacía mucho tiempo a dedicarse al comercio del marfil, pero como había cobrado el dinero de la suscripción se irritaron al enterarse de que estaba haciendo negocios al oeste, muy lejos de Gondokoro, en vez de venir a saludarlos. En las instrucciones que había dado la RGS al cónsul se le decía que el dinero allegado por suscripción pública se le entregaba específicamente para «permitir[le] quedarse dos años al sur de Gondokoro […] prestando asistencia a la expedición al mando de los capitanes Grant y Speke». Si los exploradores no estaban en Gondokoro cuando él llegara, Petherick tenía la orden de dejar allí los barcos y dirigirse en persona hacia el sur en busca del Nyanza, Pues bien, aunque el wakil de Petherick había dejado efectivamente tres barcos en Gondokoro, el galés no pondría personalmente pie allí hasta cinco días después de la llegada de Speke y Grant, y desde luego ni él ni su wakil dieron ni un solo paso más hacia el sur en dirección al Nyanza. Baker había estado en contacto con Petherick por correspondencia y (si hubiera querido) habría podido explicar que el cónsul se había retrasado debido a una enfermedad y otras desgracias, pero prefirió no decir nada. Como los ataques públicos de Speke contra Petherick resultarían luego infinitamente más dañinos para su propia reputación que para la del galés, es importante determinar si debe culparse también a Baker de lo que pasó luego.

Un visitante diario de la dahabiya de Baker en la que vivían este, Florence y los dos exploradores ingleses, era un traficante de esclavos circasiano, Khursid Agha. Baker se mostró amistoso con él a pesar de que Petherick le había escrito diciéndole que Khursid había participado recientemente en una razia (una incursión en busca de esclavos) contra los dinka, junto con el sobrino de De Bono, Amabile, y el propio wakil de Petherick, Abdel Majid. Baker sabía también que, en su calidad de cónsul honorario británico en Jartum, Petherick había intentado hacer cumplir la ley del jedive contra la caza de esclavos deteniendo tanto a Amabile como a Majid por capturar a cientos de africanos, incluidos dieciocho niños. Como es lógico, Khursid odiaba a Petherick por haber arrestado a sus amigos y haberlos entregado a las autoridades egipcias de Jartum, de modo que probablemente fuera él quien contara a Speke, a bordo de la dahabiya, que el propio Petherick había sido acusado de tráfico de esclavos por algunos comerciantes y diplomáticos de Jartum. Al volver a Inglaterra, Speke utilizaría esta información para lanzar un ataque ligeramente velado contra Petherick por dedicarse a traficar con esclavos. Samuel Baker habría podido impedir a Speke hacer estas torpes insinuaciones admitiendo que creía que Petherick era inocente. Pero Baker quería sustituir al cónsul Petherick como hombre encargado de «socorrer» a los exploradores y además esperaba conseguir que cuando finalmente llegara Petherick, Speke no tuviera la menor intención de permitir que el galés compartiera con él la gloria de encontrar el Luta N’zige. Cuanto menos le gustara Petherick a Speke, mejor iría todo para Baker; o al menos parece que eso es lo que este calculaba.

A pesar de ser seis años mayor que Speke y Grant, Baker se llevó bien con los dos. Los tres tenían muchas cosas en común por lo que respecta a formación e intereses, incluida la pasión que compartían por la caza, la exploración y (al menos con Grant) por la acuarela. Así que cuando el 20 de febrero apareció por fin Petherick, el antiguo ingeniero de minas, acompañado de su esposa Katherine, el trío de caballeros ingleses bien avenidos que vivía en la dahabiya cerró filas frente a los recién llegados. En la versión publicada de su diario Speke afirma que logró mostrarse cortés con el cónsul y su esposa inmediatamente después de su llegada. «Aunque naturalmente me sentía muy molesto con Petherick —pues había salido precipitadamente de Uganda y me había separado de Grant en Kari sólo para ser leal con él—, no quise romper las amistades, sino que cené y conversé con él». En realidad, Speke admitiría luego que le había hablado en tono airado.

Tal como Speke veía las cosas, si no hubiera dado la casualidad de que los hombres de De Bono estaban en Faloro, Grant y él habrían sido asesinados por los bari en cualquier sitio antes de llegar a Gondokoro. Lo que se ocultaba detrás de la ira de Speke era el hecho de que aparentemente Petherick no reconociera la lucha a vida o muerte en la que se habían visto envueltos. Después de una tensa conversación con el galés, Speke dijo que podía aceptar que el cónsul hubiera podido retrasarse debido a una enfermedad o a cualquier accidente, pero no podía entender por qué el wakil de Petherick (que había llegado a Gondokoro con sus barcos) no había continuado la marcha «remontando el Nilo para buscarme». Según el cónsul, la razón había sido la falta de fondos. El dinero allegado mediante la suscripción pública había sido sólo la mitad de lo que se necesitaba. Así que, según Petherick, Abdel Majid y él se habían visto obligados a viajar al Bahr el-Ghazal para comprar allí colmillos «con el fin de efectuar grandes ventas de marfil» posteriormente y poder así allegar más dinero.

Por desgracia, el ambiente reinante en la dahabiya de Baker estaba demasiado cargado para que Petherick contara con detalle los sucesos verdaderamente espantosos que les habían entretenido a su esposa y a él en el Bahr el-Ghazal: como, por ejemplo, el descubrimiento de que Abdel Majid los había traicionado y había llevado a cabo una razia junto con Khursid Agha. Luego su dahabiya se había hundido y habían sido precisos varios centenares de porteadores para salvar sus posesiones y llevarlas junto con el marfil que acababa de adquirir a Gondokoro. Los hombres de la tribu dinka se habían negado a hacer de porteadores, así que Petherick había intentado obligarlos a cargar con la impedimenta a punta de pistola. Se habían enfrentado a él con sus lanzas y el galés no había tenido más remedio que matar a balazos a nueve en defensa propia. Necesitado desesperadamente de porteadores, Petherick había decidido, aunque de mala gana, capturar las reses de una tribu vecina para pagar a los porteadores dinka en la única moneda que estaban dispuestos a aceptar. Este robo a mano armada perpetrado por un cónsul británico indujo a James Murie, el médico que acompañaba a los Petherick, a quejarse de ellos ante Baker. Lo cierto es que el galés —que había sido desviado cientos de kilómetros de su principal centro de compraventa— no había sabido ver de qué otra forma habría podido liberarse de aquella auténtica prisión pantanosa y finalmente había llegado a Gondokoro. Pero, cuando se los contó Baker, aquellos sangrientos sucesos hicieron que Jack Speke, que no había disparado nunca contra los africanos ni había tenido que robarles su ganado, sintiera todavía menos simpatía por el cónsul.

Petherick se consoló un poco al ver que los exploradores seguían guardando algunas pertenencias en su barco, el Kathleen, así que se quedó de una pieza cuando, «sin ninguna explicación de los motivos que lo inducían a actuar de aquel modo, Speke [empezó] a retirar todos sus efectos». El explorador dijo al afligido cónsul que «el amigo Baker le había ofrecido sus barcos», así que no necesitaría utilizar los suyos para el viaje río abajo. Como las embarcaciones de Petherick habían estado esperándolo en Gondokoro entre diciembre de 1861 y mayo de 1862, y luego desde octubre de 1862 en adelante, el cónsul quedó desconcertado ante el juego poco limpio de Baker, que había entrado en acción en el último momento y había usurpado el papel que le había asignado a él la RGS.

John y Katherine Petherick.

En un último esfuerzo por conseguir que Speke cambiara su funesta decisión de utilizar los barcos y las mercancías sobrantes de Baker, los Petherick invitaron a los dos exploradores y a Samuel Baker a cenar con ellos en el Kathleen. Katherine Petherick cocinó un gran jamón que había traído consigo desde Inglaterra, pero esta sabrosa oferta de paz no consiguió persuadir a Speke de que perdonara a Petherick por poner sus actividades comerciales por encima de sus labores de «socorro». Pues bien, cuando estaban reunidos en la cabina de la dahabiya, a la íntima luz de la lámpara, Katherine Petherick se inclinó hacia Speke desde el otro lado de la mesa y le rogó personalmente que aceptara la ayuda de su marido, pero el explorador «replicó recalcando bien sus palabras: “No deseo aceptar un socorro amañado”». Horrorizada ante la insinuación directa de que su marido se había embolsado sin más el dinero de la suscripción, Katherine salió corriendo de la cabina.

Unos meses antes la Sra. Petherick era una mujer atractiva y bien formada, con la cara enmarcada por unos graciosos tirabuzones negros. Ahora ya no. Se había convertido, según sus propias palabras, en «una mujer vestida con unos andrajos impropios de una señora […] con la piel enrojecida y morena, el rostro ajado y demacrado, el cabello chamuscado, y envuelta en un escueto vestido de calicó ordinario». La pareja había estado a punto de morir en el Bahr el-Ghazal y se había visto arrastrada a pelear con los dinka debido a su determinación de llegar cuanto antes a Gondokoro. Milagrosamente habían llegado sólo cinco días después que Speke y Grant, y diecisiete después que Baker, quien había utilizado su ventaja, en palabras de Katherine, «para suplantar a Petherick en la expedición de socorro a los capitanes». Katherine era consciente de que si en Inglaterra llegaba a conocerse que Speke había preferido la ayuda de Samuel Baker a la de su marido, la reputación de este quedaría destrozada. Así que «fue al barco de Baker y le imploró que no ofreciera sus barcos al capitán Speke, pues, como él bien sabía […] nuestros barcos habían llegado antes que los suyos». Fingiendo no entender por qué estaba tan alterada, Baker contestó como el que no quiere la cosa: «¡Oh, Sra. Petherick, para mí será un servicio muy conveniente llevarlo en mis barcos a Jartum, pues mis hombres ya han sido pagados de antemano, y sus hombres me servirán de guardia y de escolta!». Katherine salió de la dahabiya llorando. Después, Speke devolvió a Petherick casi todos los suministros que le había traído. Adjuntó una nota diciendo que Baker ya le había proporcionado todo lo que necesitaba.

La firmeza y la determinación que mostró Speke de mantenerse fiel a sus objetivos hacían de él un gran explorador, pero también hacían que fuera muy poco propenso a cambiar de opinión una vez que se hacía una idea de una persona. No obstante, a pesar de lo que le había dicho Baker, poco después de abandonar Gondokoro Speke escribió una carta afable a Petherick con el fin de tender puentes. Quizá le asustara la idea de enzarzarse en otra tormentosa disputa pública como la que había sostenido con Burton. En cualquier caso, en la carta a la que nos referimos daba a Petherick un excelente consejo, que el galés habría hecho muy bien en seguir de inmediato.

Si estuviera usted inclinado a redactar una declaración de las dificultades con las que tuvo que luchar remontando el río Blanco, sería un gran alivio para la opinión de cualquier persona relacionada con los fondos recibidos, y también para mí, pues las lenguas de las gentes no están nunca ociosas en este mundo mediocre.

Speke parecía dispuesto a dar marcha atrás si Petherick ofrecía una explicación convincente de sus problemas y además presentaba unas cifras que justificaran el destino de los fondos ya gastados.

Por desgracia, Petherick y su esposa estuvieron gravemente enfermos durante los meses de junio y julio y por lo tanto no enviaron el informe pedido. El 26 de julio, Katherine Petherick escribió una carta a sir Roderick Murchison diciendo que su esposo seguía aquejado de fiebres, y añadía en tono misterioso:

En estos momentos no me siento justificada para mandarle a usted las cuentas del cónsul Petherick relativas al gasto de las novecientas cincuenta libras de la suscripción abierta para su expedición bajo los auspicios de la RGS, aunque han estado listas desde hace muchos meses […] nos basamos únicamente en nuestra conciencia de haber hecho cuanto hemos podido, realizando increíbles esfuerzos para llegar a Gondokoro.

Pero cuanto más tiempo tuviera que esperar Speke la llegada desastrosamente tardía de las cuentas y de la declaración escrita de Petherick, se volvería más desconfiado. Casi un año después escribiría al secretario de la RGS en los siguientes términos:

Pedí al señor Petherick que me facilitara su informe y sus cuentas para poder traerlas a Inglaterra, pero retrasó su preparación hasta que tuviera más tiempo. Desde entonces, sin embargo, en vez de utilizar su tiempo en preparar las cuentas, se ha dedicado activamente a escribir contra mí.

Como es natural, Speke se preguntaba una y otra vez por qué Petherick había sido tan lento con el papeleo, y no había enviado nunca «hombres a buscarme más allá de ese punto [Gondokoro]». La única respuesta que se le ocurría era que Petherick había utilizado el dinero del «socorro» en beneficio de sus actividades comerciales.

Sin embargo, en febrero de 1863, mientras navegaba río abajo en la dahabiya del «amigo Baker», Speke llevaba otras cosas en la cabeza. Tenía que encontrar las palabras adecuadas para anunciar al mundo su descubrimiento de la fuente del Nilo. Con toda probabilidad, Burton y sus aliados se negarían a admitir que había demostrado su teoría, así que decidió que su anuncio adoptara la forma de un guante lanzado a sus pies. En el consulado británico de Jartum, escribió un telegrama para la RGS con fecha de 27 de marzo:

Informe sir Roderick Murchison que todo va bien, que estamos en la latitud 14º 30’ N en aguas del Nilo, y que el Nilo está solucionado.

En El Cairo, Speke se hospedó en el Shepheard’s Hotel, donde consiguió que sus diecisiete «fieles» wangwana fueran fotografiados individualmente y en grupo, junto con las cuatro mujeres que los habían acompañado. Luego regaló a todos sendas copias de las fotografías para mejorar sus posibilidades de empleo cuando regresaran a Zanzíbar. Les pagó también el salario correspondiente a tres años de trabajo y además les dio un adelanto para que compraran una huerta para su uso y disfrute en Zanzíbar, y les mandó más dinero al cabo de unos meses, de modo que pudieran aumentar su tamaño. Bombay, Mabruki, Baraka y los demás regresaron a su tierra pasando por las islas Mauricio y las Seychelles, gracias a los buenos oficios de Speke conjuntamente con el coronel Lambert Playfair, que había sustituido recientemente a Christopher Rigby como cónsul británico en Zanzíbar. Cuando Speke se despidió de sus hombres en El Cairo, antes de que estos montaran en el tren con destino a Suez, se habría sorprendido mucho si alguien hubiera dicho que no iba a volver a ver a aquellos porteadores wangwana. Desde luego él esperaba estar de nuevo en África dentro de un año o a lo sumo dos.