¡Nada podría superarla!
Como no cabía esperar que Petherick permaneciera esperando indefinidamente en Gani, a los diez días de viaje en compañía de Grant se apoderó de Speke la imperiosa necesidad de llegar al desaguadero del Nyanza lo antes posible. Una vez localizada la fuente, tendría libertad para acelerar la marcha hacia el norte con el fin de estrechar la mano a su amigo galés antes de proseguir el viaje con él río abajo hasta Gondokoro. Por desgracia, como la pierna ulcerada de Grant le hacía ralentizar el paso, los dos amigos acordaron que lo mejor sería que Speke y un pequeño grupo de hombres, una docena de wangwana y tres o cuatro baganda, fueran inmediatamente hasta el río emisario mientras Grant viajaba más despacio a Bunyoro con los pertrechos de la expedición y el resto de los hombres. Una vez allí, su tarea consistiría en obtener el consentimiento de Kamrasi para que pudieran atravesar su reino hacia el país de Gani.
En los años venideros los críticos de Speke dirían que en una muestra más de egoísmo se reservó para sí mismo lo que creía que iba a ser el descubrimiento de la fuente del Nilo. Pero Grant siempre lo negaría, diciendo que a él le resultaba «efectivamente imposible caminar treinta kilómetros diarios, por pantanos y terrenos escarpados […] [así que] había cedido a la necesidad de separarse». Nunca reprocharía nada a Speke. Pero aunque Grant creía que habría sido una locura arriesgarse a que su cojera retrasara el encuentro con Petherick con el que soñaban los dos, a los tres días de que Speke y él se separaron, Grant, hombre normalmente de buen carácter, fue presa de un insólito ataque de cólera. Un muchacho que cuidaba las cabras recibió por orden suya veinte latigazos por perder durante un rato de vista su rebaño, castigo sorprendente por una falta tan pequeña.
Speke había sido retenido por Mutesa cuatro meses y medio, cuando estaba apenas a ochenta kilómetros del principal emisario del Nyanza. En este trecho tan corto no se produjo ningún incidente hasta que el grupo tuvo que cruzar un río infestado de mosquitos de casi cinco kilómetros de ancho, que el ganado tuvo que pasar a nado con los hombres agarrados de su cola. Luego, el 21 de julio de 1862, Speke escribiría gozoso en su diario: «Aquí estaba al fin al borde del Nilo; la escena era bellísima. ¡Nada podría superarla!». No había demostrado que fuera realmente el Nilo, pero al ver aquel río de seiscientos metros de anchura corriendo entre dos elevadas riberas cubiertas de hierba, se sintió más seguro que nunca de que había alcanzado el objeto de su búsqueda. Encontraba hermoso todo lo que lo rodeaba. El valle recibía aquí y allá la sombra de árboles altísimos y la hierba suave le recordaba la de los parques de Inglaterra. Alcélafos y antílopes pastaban tranquilamente, mientras de vez en cuando las acacias nubosas y festones de enredaderas lila añadían un elemento exótico a la escena. Cuando, movido por su entusiasmo, Speke sugirió a Bombay que sus hombres y él debían «afeitarse las cabezas y bañarse en el río santo», el africano se encogió de hombros. «Nos contentamos con las cosas más corrientes de la vida», comentó escuetamente, recordando quizá los exóticos santones de cabeza afeitada de la India. El nombre de aquel lugar era Urondogani y, como estaba a pocos kilómetros río abajo del Nyanza, Speke intentó contratar algunos barqueros que lo condujeran junto con sus hombres hacia el sur, remontando la corriente hasta el punto exacto en el que se juntaban el río y el lago, pues había decidido que esa debía ser la fuente. Pero los lugareños se negaron a prestarle ayuda, de modo que se vio obligado a «caminar penosamente atravesando trechos de hierba altísima y de jungla» durante otros tres días hasta el lugar llamado por los baganda Las Piedras.
Speke reconocía en su diario que «la escena no era exactamente lo que me esperaba, pues la extensa superficie del lago quedaba fuera de la vista debido al saliente de la colina, y las cataratas, de unos tres metros y medio de altura y unos ciento veinte o ciento cincuenta metros de ancho, estaban cortadas por las rocas». No obstante, y pese al carácter poco espectacular del sitio, estuvo contemplándolo varias horas, hipnotizado por el agua del lago que corría entre pequeños islotes rocosos y se precipitaba en el río por una dilatada cornisa de piedra, mientras que «miles de peces pasajeros [barbos] saltaban la cascada con toda su potencia». No le cabía duda de que ese era el punto exacto en el que el lago daba salida al «viejo padre Nilo». Hechizado por el lugar, imaginó que no le hacía falta más que «una esposa y una familia, un jardín y un barquito, una escopeta y una caña, para ser feliz aquí para toda la vida». Pensó también que era el emplazamiento perfecto para una misión cristiana. El lugar denominado Las Piedras por los nativos lo llamó él cataratas Ripon, por el primer marqués de Ripon, presidente de la RGS y posteriormente virrey de la India. Al tramo de agua por el que se encauzaba primero el lago lo llamó canal de Napoleón por respeto al emperador de Francia Napoleón III. A diferencia de la RGS, que había honrado a Burton sólo con la medalla de oro de su patrono, la Sociedad de Geografía de Francia había homenajeado a Speke con su Médaille d’Or por su descubrimiento del Nyanza, convirtiéndolo en francófilo para toda la vida.
Speke se entretuvo tres días en «la fuente», observando cómo los pescadores salían con sus barcas y se instalaban en los islotes con sus cañas. Los hipopótamos y los cocodrilos dormitaban en el agua y el ganado bajaba a beber al anochecer. El explorador finalmente levantó el campo y emprendió la marcha río abajo hacia Bunyoro, acompañado de sus quince hombres, en cinco embarcaciones ligeras, poco más que balsas. Sus planes los echaría por tierra Kasoro, el hombre encargado por Mutesa de guiarlo, que quiso asaltar a unos mercaderes wanyoro que iban en unas canoas. Speke supuso inmediatamente que encontraría una actitud hostil por el camino, y ese mismo día se la encontró, cuando «una canoa enorme, llena de hombres bien vestidos y mejor armados» surgió detrás de sus balsas y fue siguiendo sus pasos. A uno y otro lado del río, las orillas iban ganando altura y pronto estarían totalmente bordeadas de hombres que arrojaban sus lanzas contra ellos. La tripulación de la canoa perseguidora se puso a remar cada vez más deprisa y giró la embarcación situándose enfrente de la pequeña lancha de Speke. Aun así, el explorador siguió negando la gravedad de su situación. «No podía creer que fueran en serio […] y me puse de pie en la barca para que me vieran, con el sombrero en la mano. Dije que era un inglés que iba a ver a Kamrasi e hice todo cuanto estuvo en mi mano, pero no logré causar la menor impresión».
Las cataratas Ripon.
Otras canoas llenas de hombres armados surgieron de los juncos que flanqueaban las orillas del río, obligando a Speke a ordenar a todas sus barcas que se juntaran para no perder ninguna de ellas. Pero varios de los pilotos prefirieron irse cada uno por su lado, y una de las embarcaciones fue atrapada enseguida con ganchos. Sus ocupantes no tuvieron más remedio que escoger entre usar sus armas de fuego o ser abordados y morir apuñalados. Speke oyó a sus hombres disparar tres tiros y vio caer a dos guerreros wanyoro, uno de los cuales resultó muerto. Temiendo sufrir una emboscada si continuaban la travesía por el río, el explorador decidió hacer el resto del viaje hasta Bunyoro por tierra. Se consoló pensando que Grant estaría ya en la capital de Kamrasi y que habría establecido relaciones amistosas.
Sin embargo, el 16 de agosto, Speke quedó sorprendido al enterarse de que Kamrasi no había permitido a Grant entrar en su país, y apenas cinco días más tarde se topó con el campamento de su compañero cerca de la frontera. Poco después, aquellos dos ávidos cazadores se encontraron con una gran manada de elefantes que no habían oído nunca un disparo. La alegría de los exploradores duró poco. Grant hirió a una hembra adulta, pero el animal simplemente «corrió a meterse entre los demás que, levantando la cola, empezaron a barritar y a dar bramidos, terriblemente alarmados, sin saber lo que estaba ocurriendo». Los dos hombres quedaron tan impresionados por este espectáculo que dejaron de disparar. «Paré —anotó Speke—, porque no habría podido nunca separar del resto a los animales que había herido y pensé que era una crueldad seguir haciendo daño a más».
Ante la orden de Kamrasi prohibiéndoles entrar en su reino, los exploradores se enfrentaban a un terrible dilema. ¿Debían arriesgarse a pesar de todo a atravesar Bunyoro sin haber sido invitados para llegar al país de Gani, donde creían que Petherick seguía esperándolos con barcos y aprovisionamientos, o debían abandonar la idea de seguir la corriente del río e intentar convencer a Mutesa de que les proporcionara los hombres necesarios para viajar a Zanzíbar atravesando el territorio masai? Cuando estaban a punto de tomar una decisión, llegaron seis guías wanyoro con la maravillosa noticia de que al final Kamrasi estaba dispuesto a ver a los hombres blancos. Poco después, se presentaron ciento cincuenta guerreros de Kamrasi para escoltarlos. Al verlos, los guías baganda de Speke salieron huyendo antes que arriesgarse a ser asesinados por sus enemigos tradicionales. Los baganda se llevaron consigo a veintiocho wangwana que también fueron presa del pánico, dejando a Speke y Grant con apenas veinte servidores, demasiado pocos para garantizarles un viaje seguro hasta Gondokoro, a menos que pudieran localizar a Petherick cuanto antes. Aunque estaba seguro de haber descubierto la fuente del Nilo, Speke sabía que sería tratado con escepticismo a menos que pudiera describir el curso del río hasta Gondokoro. Una vez más parecía que un monarca africano iba a condicionar que su misión pudiera ser terminada satisfactoriamente o no.
Kamrasi, el monarca en cuestión, temía que pudiera ocurrirle alguna desgracia inspirada por fuerzas sobrenaturales si acogía en su reino a los hombres blancos, aunque tampoco tenía ningún deseo de privarse de los regalos que pudieran caerle del cielo. Así pues, prefirió guardar las distancias alojándolos en unas cabañas situadas en «un largo prado de hierba alta que les llegaba a la barbilla y medio hundido en el agua». Esta parcela de tierra inundada estaba rodeada por el río, infestado de cocodrilos, y uno de sus afluentes, el Kafu, lo que obligó a los exploradores a desplazarse en una canoa cuando, después de mucha demora, efectuaron su primera visita a la cabaña de las audiencias de Kamrasi.
La recepción que les concedió el omukama (título tradicional de todos los reyes de Bunyoro) tuvo lugar el 9 de septiembre de 1862, después de nueve días de espera, durante los cuales Kamrasi sopesó los riesgos y los beneficios que suponía verlos. Los saludó fríamente, sin indicar en ningún momento si iba a permitirles o no proseguir su viaje río abajo y visitar Gani. A diferencia del entusiasmo de Mutesa al examinar sus regalos, Kamrasi casi ni miró los suyos. Pareció interesarse sólo un poco por una pistola de doble tambor y un reloj con cronómetro de oro, que vio que Speke se sacaba del bolsillo. El omukama iba vestido con más sencillez que Mutesa, con el manto de corteza de árbol típico de la zona, no con uno de seda o de calicó. Aunque más adusto que el kabaka, resultó ser más humano, pues sólo mandaba ejecutar a los asesinos y dejaba libres a los pequeños delincuentes con una simple advertencia.
Grant y Speke en la corte de Kamrasi.
Speke esperaba que el interés de Kamrasi por los productos de las fábricas europeas, aunque cuidadosamente disimulado, hiciera que se mostrara deseoso de abrir una ruta comercial hacia el norte y que por tanto no tuviera inconveniente en ayudar a sus nuevos visitantes a viajar al noreste hasta el país de Gani. No obstante, cuando se abordó el tema, Kamrasi comentó despectivamente que todas sus exportaciones de marfil eran enviadas al este, a Zanzíbar, porque a menudo estaba en guerra con las tribus del norte. Y lo que era peor, insistió en que sus «huéspedes» debían contar con tener que permanecer con él tres o cuatro meses. Sólo cuando Speke aceptó separarse de su valioso cronómetro, accedió Kamrasi a permitir que Bombay y una escolta de quince wanyoro se trasladaran a Gani con instrucciones para Petherick advirtiéndole de que esperara un poco más.
Kamrasi explicó a Speke y a Grant que habían sido muy afortunados de que hubiera tenido la audacia suficiente para recibirlos, pues eran los primeros blancos que visitaban Bunyoro, y sus hermanos le habían advertido que no convenía a su pueblo mezclarse con una gente tan imprevisible. ¿Cómo podía estar seguro de que no «practicábamos toda clase de hechicerías diabólicas?». Naturalmente había tomado la precaución de poner un río entre su residencia y la de ellos. El omukama continuó manteniéndolos aislados, aunque Bombay le dijo que sus amos blancos eran los hijos de la reina Victoria. Kamrasi se negó a verlos como otra cosa más que como comerciantes, cuyas armas de fuego eran la mercancía más preciada que poseían. Bunyoro disponía de un floreciente comercio de sal y los árabes de la costa oriental habían llegado al país hacía cuarenta años siguiendo las rutas abiertas por los mercaderes de sal. Así que antes de la llegada de Speke, Kamrasi había adquirido ya algunos mosquetes primitivos de los traficantes árabo-swahilis que se llevaban su marfil a Zanzíbar. Pero, al igual que Mutesa, hasta entonces no había visto escopetas modernas capaces de matar a una vaca de un solo balazo. Ver obrar aquel milagro lo intrigaba y lo asustaba a la vez, haciendo que deseara desesperadamente adquirir uno de aquellos fusiles. Así que cuando Speke le prometió enviarle seis carabinas modernas desde Gani, pareció dispuesto a permitirle marchar. Para acelerar su liberación, Speke dio al omukama quinina y una muestra de todas las píldoras que llevaba encima. Este gesto fue en respuesta a la sincera petición del rey, que le rogó que le diera medicinas para que sus hijos no tuvieran que seguir muriendo. Pero todavía serían necesarias varias largas sesiones de regateo por otros artículos igualmente deseables —un cepillo de pelo, una silla plegable para dibujar, y unos cuantos cuchillos de mesa— antes de que Kamrasi permitiera finalmente a los exploradores salir hacia Gani el 9 de noviembre, exactamente dos meses después de su llegada.
Pero los dos ingleses se sintieron muy decepcionados cuando el omukama se negó a permitirles viajar unos cien kilómetros más al oeste para visitar un inmenso lago (el Luta N’zige, o lago de la Langosta Muerta), que imaginaban que debía de formar parte del sistema fluvial del Nilo. Se decía que el gran río se precipitaba estruendosamente en este lago a través de unas cataratas espectaculares, y que luego salía de él y continuaba corriendo hacia el norte. Pero aunque Speke necesitaba urgentemente rastrear el curso del río en dirección norte y relacionarlo con el Nilo conocido, el regreso de Bombay el 1 de noviembre desde el puesto avanzado donde teóricamente los aguardaba Petherick excluyó la realización de ningún otro viaje excepto el de Gani. Pues aunque Bombay no había visto en realidad al galés en la localidad de Faloro, en Gani había oído decir que se había ido a hacer un viaje de ocho días río abajo y se esperaba que volviera pronto. Así, pues, la prioridad de Speke y Grant sería unir sus fuerzas a las de Petherick, pues, si lo lograban, sus posibilidades de llegar a Egipto vivos aumentarían enormemente.
Empezaron su viaje bajando en una gran chalupa por el río Kafu, que desembocaba en la corriente principal al cabo de pocos kilómetros. «Era la primera vez que navegaba por el Nilo», anotó entusiasmado Grant, sin dudar ni por un momento que el río llamado Kivira por los nativos era el sagrado río de Egipto. Con más de quinientos metros de anchura, poblado de hipopótamos y bordeado de altas matas de papiro, su aspecto desde luego parecía justificar ese optimismo. Después de navegar río abajo durante cuatro días sobre lo que Grant llamaba «las aguas sagradas», abandonaron el río, que doblaba hacia el oeste y se precipitaba por las cataratas de Karuma. Las orillas escarpadas de las que sobresalían los árboles y los reflejos ocasionales del agua blanca recordaban a Grant «nuestros ríos más bravos de Escocia». Ni Grant ni Speke dejaron una explicación en profundidad de por qué prefirieron no seguir la corriente del río en este punto trascendental. Pero después de numerosas muertes y deserciones, en aquellos momentos sus primitivos sesenta y cinco servidores wangwana habían quedado reducidos a veinte, y por tanto dependían básicamente de los cincuenta y seis porteadores que estaban a las órdenes de Kidwiga, el jefe de la escolta proporcionada por Kamrasi.
Parece, sin embargo, que fue la obsesiva determinación de Speke de no poner en peligro su encuentro con Petherick lo que le indujo a decidir no seguir el gran río hacia el oeste hasta el Luta N’zige. Speke había dejado ya una laguna muy significativa en su mapa del río y sabía que, cuando regresaran a Inglaterra, a Grant y a él les dirían que no habían demostrado que existiera un vínculo con el Nyanza, ni siquiera hasta Karuma. Pero al saltarse el lago desconocido en el que se decía que desembocaba el río iban a dejar abierta una laguna todavía más grande.
Por lo que escribió Grant queda patente que, si hubieran pedido a Kidwiga que los acompañara al Luta N’zige, se habría negado a hacerlo, pues Rionga, un hermano de Kamrasi, era su enemigo más encarnizado y vivía cerca del lago. Naturalmente, si se hubieran propiciado a Rionga y hubieran conseguido llegar al Luta N’zige con sus veinte hombres, su posición cuando llegaran a Inglaterra habría sido casi irrebatible. ¿Por qué, pues, no se arriesgaron? Tal vez porque la lucha entre los hombres de Rionga y los de Kamrasi databa de hacía años y lo más probable era que ellos hubieran acabado muertos. Además, Speke sabía perfectamente que los hombres de Kidwiga habrían insistido en volver a Bunyoro en unas pocas semanas. Este pensamiento reforzaría su determinación de reunirse cuanto antes con Petherick. Si llegaba demasiado tarde a Faloro, corría el riesgo de tener que viajar hacia el norte sólo con veinte hombres a través de unas regiones en las que las incursiones de los esclavistas habían hecho que las tribus locales fueran peligrosamente hostiles.
A partir de este momento la ruta seguida por los exploradores sería directamente hacia el norte a través de Acholilandia hasta Gani. Casi de inmediato se vieron obligados a pelear a brazo partido con unas praderas de hierba altísima, de hojas afiladas que les llegaban hasta la cabeza y que amenazaban con saltarles un ojo al menor descuido. Bajo sus pies, el suelo era pantanoso, lleno de piedras y baches invisibles que les hacían tropezar a menudo. Como los dos ingleses estaban algo enfermos y absolutamente agotados, ansiaban que se produjera un cambio de paisaje. Al final, salieron a un terreno bajo, llano, de hierba amarillenta. Resultó toda una sorpresa, después de los civilizados atavíos de Buganda y Bunyoro, ver a las mujeres llevando sólo una tira de hojas colgada de la cintura y por detrás un taparrabos de hierba más o menos del mismo estilo. Los hombres, igualmente desnudos, concentraban sus energías sartoriales en adornarse unos a otros la cabellera con conchas, abalorios y plumas. Sus poblados de chozas cilíndricas surgían cada pocos kilómetros en medio de la pradera llana. Para ayudar a los nativos, Speke mató un búfalo de un balazo y se apartó mientras ellos lo despedazaban con sus lanzas «a lo salvaje, como era habitual en ellos».
El 3 de diciembre llegaron a Faloro, un emporio comercial situado a unos treinta kilómetros del río, que, aunque los exploradores no lo supieran, salía del Luta N’zige a poca distancia de allí en dirección al norte. Allí Speke y Grant pensaban estrechar alegremente la mano a John Petherick. «El corazón nos saltaba de alegría en el pecho, sentimiento que sólo pueden conocer los que han salido de un prolongado destierro […], ante la idea de volver a encontrar gente civilizada y reunirnos con viejos amigos». Pero había algo que iba mal. Speke no podía entender la presencia de tres grandes banderas turcas al frente de la procesión que salía en aquellos momentos del campamento al son de las flautas y los tambores. Si Petherick hubiera estado de verdad allí, ¿las banderas no habrían debido ser británicas? Y aquellos pocos centenares de personas tampoco tenían el aspecto de ser los servidores de un cónsul honorario británico. No había dos que fueran vestidos de la misma manera, y la mayoría de sus arcaicas escopetas eran también diferentes unas de otras. Parecían egipcios o sudaneses de origen africano, presumiblemente enviados al sur como mercaderes de marfil. Había muchos esclavos de muchas tribus distintas.
Speke mandó parar a sus hombres justo antes de que la procesión llegara adonde se encontraban.
[Lo cierto es que] un hombre muy negro, llamado Mohammed [Mohammed Wad-el-Mek], vestido con uniforme egipcio, armado de una espada curva, ordenó a su regimiento que se detuviera y se echó a mis brazos, con la intención de abrazarme y besarme. Un tanto abrumado ante estas inesperadas manifestaciones de afecto, yo le di un apretón a cambio de su abrazo, pero levanté la cabeza por encima de sus labios, y le pregunté quién era su señor. «Petrik», fue su respuesta. «¿Y dónde está ahora Petherick?». «¡Oh, enseguida viene!». «Entonces, ¿cómo es que no llevas los colores ingleses?». «Son los colores de De Bono». «¿Quién es De Bono?». «Lo mismo que Petrik».
Speke sólo podía conjeturar qué era lo que significaba todo aquello, no sabiendo quién era Andrea De Bono, y no dándose cuenta todavía de que todos aquellos hombres pertenecían al mercader maltés, y no a Petherick.
Mohammed no tenía órdenes escritas, pero dijo que era el wakil (agente) de De Bono y había recibido instrucciones suyas de que condujera a los dos exploradores a Gondokoro y que se dedicara a hacer acopio de marfil mientras esperaba su llegada. Entonces, ¿dónde estaba John Petherick? ¿Y por qué, si no había podido venir él en persona, no había mandado a sus hombres a buscarlo en vez de mandarlo a él? Se había recaudado una contribución de dinero público para que Petherick o sus hombres estuvieran en disposición de ayudar a los dos oficiales. ¿Los habría traicionado el galés? Hasta que apareció Mohammed, Speke había dado por seguro que Petherick se hallaba en el campamento. Ello se debía a que Bombay —que había sido enviado a Gani por Kamrasi— había vuelto al cabo de un mes trayendo la noticia de que había encontrado las iniciales de Petherick grabadas en el tronco de un árbol no lejos de Faloro. Así que Speke y Grant quedaron sorprendidísimos al comprobar que Mohammed no sabía nada de que Petherick hubiera hecho tal viaje. En realidad, pensaba que «Petrik» estaba en aquellos momentos en uno de sus puntos de venta a veinte días de marcha o más hacia el norte. Speke quedó aterrado al oír aquello, después de haber renunciado a su intento de llegar al Luta N’zige en gran medida por su deseo de reunirse con Petherick cuanto antes.
Resultaba exasperante pensar que mientras que lo lógico hubiera sido que Petherick hiciera todo cuanto estuviera en su mano por ayudarles a llegar a Gondokoro, esta tarea no estaba ni mucho menos entre las prioridades de Mohammed. Por el momento, la necesidad más acuciante del mercader era conseguir seiscientos africanos que hicieran de porteadores y cargaran con la inmensa cantidad de marfil que él y sus hombres habían arrebatado al pueblo madi. Para obligar a los lugareños a alistarse como porteadores, Mohammed les amenazaba con matar a sus familias, quemar sus cabañas y robar todas sus posesiones. Y para demostrar que hablaba en serio, quemó algunas cabañas y asesinó a varias personas (cerca de una decena en esta ocasión). Robó además cien vacas, pero necesitaba muchas más. Más al sur Mohammed había capturado a unos doscientos individuos, entre mujeres y niños, para venderlos como esclavos, y ahora no iría a ninguna parte hasta no haber reunido suficientes reses para dar de comer a todos esos esclavos y mantener su valor. De modo que durante cinco semanas y media absolutamente frustrantes tuvieron que quedarse de plantón en Faloro, donde ni siquiera las maravillas locales, como unas mariposas raras y unas ciruelas enormes, les procuraban placer alguno. Cuando Speke pidió que le proporcionaran guías para que Grant y él pudieran salir de inmediato con sus veinte hombres y recorrer a pie sin ayuda de nadie el país de Bari, Mohammed se negó a suministrárselos, diciéndoles que los asesinarían si cometían la locura de viajar antes de que lo hiciera toda la caravana. Les advirtió que, si dormían al aire libre, aunque sólo fuera una noche, podrían morir alanceados. Esos ataques de «venganza», como descubrieron luego los exploradores, se debían directamente a la brutalidad de los traficantes de esclavos como el propio Mohammed. En ningún otro lugar de África había visto Speke a los habitantes de poblados enteros salir huyendo ante la llegada de una caravana.
Por fin, el 11 de enero de 1863, se pusieron de nuevo en marcha, y dos días después llegaron a Appuddo (Nimule), que estaba incuestionablemente a orillas del Nilo Blanco, según confirmó Mohammed. El árabe llevó a Speke y a Grant hasta el río, en un punto en el que corría entre varias islas pobladas de árboles, y les mostró las iniciales grabadas en el tronco de un tamarindo. Su autor, dijo, había sido un hombre blanco de barba, que en 1860 había seguido el Nilo río arriba desde Jartum, sin abandonarlo ni un solo día. La corteza había vuelto a cubrir las letras, oscureciéndolas casi por completo, y dejando sólo dos claramente legibles: MI. Evidentemente no tenían nada que ver con Petherick. Los exploradores se enterarían varios meses más tarde de que el viajero en cuestión había sido Giovanni Miani, un mercader y aventurero veneciano, que había seguido adelante a trancas y barrancas unos cuantos kilómetros más al sur de aquel punto antes de abandonar su intento de llegar a la fuente del Nilo.
Cuando los mil servidores de Mohammed plantaron su campamento a unos pocos kilómetros de Gondokoro, los bari se pusieron a tocar sus tambores y prendieron fuego a la hierba de los alrededores, anunciando que tenían la intención de aniquilar a sus enemigos a la mañana siguiente. Por fortuna para Speke y Grant no fue más que una fanfarronada, y al día siguiente, poco después del amanecer, entraron en Gondokoro sin mayores percances. Su primera tarea fue localizar a John Petherick y hacerse cargo de las mercancías y los barcos que había comprado para ellos. Pero cuando los dos oficiales fueron a visitar a un mercader de la localidad, Khursid Agha, y le preguntaron dónde podían encontrar al galés, «se produjo un misterioso silencio». Speke y Grant se preguntaban qué podía estar haciendo el cónsul que fuera más importante que venir a felicitarlos después de uno de los viajes más importantes por África hecho por unos europeos. Los dos seguían aferrándose a la esperanza de encontrarlo allí.
Tras pasar ante las embarcaciones amarradas a lo largo de la orilla, el explorador llegó a la casa abandonada de la misión austríaca y vio que venía corriendo hacia él un hombre blanco con barba. Por un momento pensó que era Petherick. Pero cuando el hombre se acercó, se quitó el sombrero y le tendió la mano, Speke se dio cuenta de inmediato de que era una persona completamente distinta.