Promesas y mentiras
Parece que Burton no se dio cuenta hasta que era demasiado tarde de que, si tenía éxito, la misión de Jack Speke le habría afectado a él un día para mal. Para entonces su «subordinado» —como calificaría siempre a Speke en los relatos que publicó acerca del tiempo que pasaron juntos— se dedicaba a comprar regalos para los jefes de las tribus y a hacer otros preparativos. Speke no se había enemistado con el jeque Said bin Salim, el jefe de su caravana árabe, como le había pasado a Burton, y por consiguiente deseaba tener a su lado a este veterano viajero. El jeque tenía experiencia en negociar con los jefes de las tribus, que exigían cantidades absurdas de mercancías por concederles derecho a pasar por su territorio, y Speke temía no poder llegar nunca al lago sin contar con esas habilidades. Pero inexplicablemente Said bin Salim rehusó acompañarlo. En Inglaterra, Burton diría que el jeque había quedado horrorizado «ante la perspectiva de encontrar la muerte», pero poco después de negarse a ir con él el árabe le dijo a Speke, «de la manera más solemne que el capitán Burton le había prohibido terminantemente que lo acompañara». Al margen de esta alegación, en su ejemplar personal del libro de Speke What Led to the Discovery of the Source of the Nile, Burton garabateó con su letra picuda: «El jeque mintió. ¿Qué ganaba yo echando a perder mi expedición?». Lo que habría «ganado», naturalmente, habría sido impedir que Speke «echara a perder su expedición» haciéndole sombra. Presumiblemente fue también con el fin de desanimarlo y para que no emprendiera la marcha por lo que Burton rechazó la solicitud urgente presentada por Speke de llevarse consigo a los hombres de Ramji. Estos eran además excelente lingüistas y negociadores. Burton los había despedido hacía muy poco a causa de su insubordinación, y dijo que iba resultar demasiado caro volverlos a contratar para el viaje al lago. Pero en cuanto Speke emprendió la marcha, volvió a dar empleo a aquellos mismos hombres para utilizarlos él.
Cuando se internó en la selva, Speke iba dándole vueltas a la idea de que Burton «había hecho absolutamente todo lo posible para disuadirme de emprender la marcha». Pero finalmente Speke se las había arreglado para reunir una caravana de treinta y cuatro hombres, con Bombay y Mabruki como capitanes, un hombre de la región como kirangozi o guía, Gaetano de cocinero, diez beluchos de guardias, y veinte nativos como porteadores, encargados de llevar los regalos y las mercancías. Salieron de Kazeh el 9 de julio de 1858 al atardecer.
La noche siguiente él y sus hombres habían cruzado ya la frontera de Unyanyembe y durmieron en un poblado africano, con Speke hecho un ovillo en una choza llena de humo y sus hombres acostados junto al ganado o bajo el alero de alguna cabaña. Cada día empezaban la jornada antes del amanecer, cuando el aire era tan frío que Speke «sentía un hormigueo en los dedos». Ocasionalmente se regalaba con un «desayuno copioso a base de carne fría, gambas del lago Tanganica en conserva, jalea de hibisco y café», que debía de representar una buena forma de empezar la jornada, al tener que viajar por un «terreno inhóspito, sin agua y cubierto de espinos y bosques». A la hora de almorzar solía tomar tomates y pimientos de la zona con un pollo de corral. Al cabo de muchas horas caminando por un terreno semejante, Speke disfrutaba siempre que llegaba a un poblado y veía a las mujeres moliendo grano en grandes planchas de granito, cantando mientras golpeaban el fruto con piedras más pequeñas que sujetaban con las dos manos. Se dio cuenta de que las vacas eran mucho más pequeñas que las del lago Tanganica. Cada noche, los porteadores cantaban y bailaban una canción compuesta para la ocasión. «Contenía el nombre de todas las personas relacionadas con la caravana, pero especialmente el del mzungu [el hombre blanco].» Con la esperanza de conseguir un poco de leche para beber y algunos huevos, Speke fue a visitar a la jefa de una tribu, que llevaba los brazos adornados con enormes anillos de latón. Después de recibir los alimentos solicitados, estuvo encantado de permitir a «la sultana» —una mujer de unos sesenta años— que «manipulara» sus zapatos, «lo primero que llamaba la atención en aquellas regiones donde todos van descalzos», y luego tocar sus pantalones, la chaqueta y los botones. Permitió incluso que varios cortesanos manosearan su pelo, «comparado con la melena de un león». Como coincidía con Burton en que pocos africanos creían que un viajero fuera «tan estúpido que se atreviera a arrostrar tantos peligros e incomodidades con fines exploratorios y científicos, que ellos sencillamente no comprendían», Speke les hizo creer que iba al lago «para canjear telas por grandes colmillos de hipopótamo».
Escenas de poblado africano.
El 29 de julio, casi tres semanas después de su partida, atravesó un paisaje de colinas con valles bien cultivados salpicados de palmeras. El aspecto tropical del paisaje le decía que estaban cerca del lago. De hecho, al día siguiente, 30 de julio, Speke vio a varios kilómetros de distancia una cortina de agua que resultó ser un arroyo del gran Nyanza (como Nyasa, la palabra Nyanza significaba «gran extensión de agua»). Antes de llegar hasta él, el grupo tuvo que cruzar el cauce de un río bastante profundo y fangoso frecuentado por hipopótamos, pero el 1 de agosto empezó ya a bajar de los montes y a seguir el arroyo, que tenía anchura suficiente para dar cabida a varias islas pequeñas. Sus ojos estaban todavía demasiado sensibles para poder viajar sin sus «gafas ahumadas francesas, que llamaban tanto la atención de la multitud de gente de color que seguía la caravana, y que [enseguida se ponía] a observar por debajo de su sombrero de ala ancha para ver mejor aquellos ojos dobles». Para que lo dejaran tranquilo, no tardó en quitárselas y cerrar los ojos mientras Bombay llevaba a su borrico del ramal. Dos días después, con las gafas otra vez debidamente caladas, Speke subió a una pequeña colina y desde su cumbre tuvo el placer de ver «las aguas azul pálido del Nyanza».
Resultó bastante decepcionante no poder hacerse una idea exacta de las dimensiones del lago, pues las islas Ukerewe y Mzita le impedían ver la cantidad de agua que había detrás de ambas en dirección al norte. Pero incluso aquel pequeño archipiélago que pudo ver, con sus playas de arena y sus laderas boscosas, lo hechizó.
Las islas, cada una de las cuales se elevaba a través de una suave pendiente hasta una cima redondeada, […] [se reflejaban] en la serena superficie del lago, en la cual detectaba yo aquí y allá una manchita negra, la diminuta canoa de algún pescador mwanza [sic]. En la llanura que se abría a mis pies en suave pendiente, se veían elevarse ondas de humo azul por encima de los árboles que aquí y allá ocultaban aldeas y poblados, cuyos tejados pardos de paja contrastaban con el verde esmeralda de las matas de euforbia.
Al cabo de tres semanas en la selva, las encantadoras orillas del inmenso lago, que todavía no había visto, lo tenían loco de excitación. Estar allí y ser el blanco que había descubierto el misterioso Nyanza, al cual llamaban «mar» los árabes y con toda con razón, y que era totalmente desconocido en Europa y América, hacía de aquel el momento más placentero de su vida hasta la fecha.
Ya no me cabía ninguna duda [escribiría más tarde] de que el lago que se extendía a mis pies daba nacimiento a aquel río tan interesante, cuya fuente había sido objeto de tantas especulaciones y meta de tantos exploradores. El relato de los árabes quedaba demostrado al pie de la letra. Aquel era un lago mucho más extenso que el Tanganica, tan ancho que no se veía su final, y tan largo que nadie conocía su longitud.
En aquel momento de éxtasis, el sueño de Speke habría sido echarse al agua y habría podido hacerlo si Burton no se hubiera quedado con su barca portátil. Speke tendría, por tanto, que intentar adquirir una embarcación en aquel lugar en el que el tráfico de esclavos de los árabes era habitual y, por consiguiente, la gente desconfiaba, como es natural, de los extranjeros. Speke quería ir a una de las dos islas, a Ukerewe o a Mzita, y poder así tener desde una posición elevada una vista completa de lo que había más al norte. Por desgracia, Mahaya, el jefe de Mwanza —el poblado a orillas del Nyanza al que había llegado— estaba a matar con Machunda, el rey de Ukerewe y Mzita. Esa enemistad provocaría irremediablemente un retraso a la hora de reunir el contingente necesario de hombres y embarcaciones. Además, Speke oyó decir a Mahaya y a un mercader árabe, Mansur, que las canoas de la zona eran demasiado frágiles para viajar por aquel lago imprevisible. La gente nunca intentaba cruzar el lago de este a oeste saliendo a mar abierto, sino que invariablemente se mantenía cerca de la ribera sur. Así pues, ¿cómo era de grande el Nyanza? La esposa del jefe Mahaya juraba y perjuraba que no tenía fin. Uno de sus caciques intentaba corroborar este mensaje asintiendo repetidamente con la cabeza señalando al norte, «y al mismo tiempo alargando la mano derecha y chasqueando una y otra vez los dedos como si quisiera indicar algo inmenso».
Teniendo en cuenta la temperatura a la que hervía el agua, Speke calculó que el lago estaba casi a mil doscientos metros sobre el nivel del mar. Como sabía que la altura del lecho del Nilo a los 5.º de latitud norte era inferior a los seiscientos metros, llegó lleno de alegría a la conclusión de que «sería desde luego un milagro que este lago no fuera la fuente del Nilo». La altura del Nyanza permitía con toda seguridad que sus aguas cayeran por las numerosas cataratas que, según se decía, existían a lo largo del río más allá del punto más meridional al que habían llegado los traficantes como De Bono. Y Speke tenía otras razones para creer que «este» lago era el nacimiento de «aquel río tan interesante». En Kazeh había oído a los árabes contar que los montes de la Luna estaban situados al oeste del Nyanza, y que en su orilla izquierda desembocaban varios grandes ríos procedentes de esa cordillera. Y la noticia coincidía con el famoso mapa del Nilo de Ptolomeo. En cuanto a las dimensiones del lago, había recibido los parabienes de un nativo de Unyanyembe que le había contado que había visitado «Kitara o Uddu-Uganda —situada, según conjeturaba Speke, a 1.º de latitud norte—, donde el mar tenía tal extensión y los vientos soplaban con tanta violencia que las canoas no se atrevían a surcar sus aguas». De modo que circunnavegar el lago o cruzarlo de norte a sur iba a ser a todas luces una empresa importantísima, que iba a exigir más tiempo del que tenía a su disposición en aquellos momentos. Así pues, el 7 de agosto Speke inició el viaje de vuelta a Kazeh.
Mis pocas ganas de volver pueden imaginarse mejor de lo que yo puedo describirlas. Sentía unas tentaciones tan grandes como las del infortunado Tántalo […] y tanto dolor como sentiría una madre al perder a su primogénito, así que de inmediato me puse a planear que iba a hacer cuanto estuviera en mi mano para visitar de nuevo el lago.
Speke no habría podido expresar mejor los sentimientos de posesión que abrigaba por el lago que comparándolos con los temores de una madre protectora ante las amenazas de su primogénito. Y si el Nyanza era ahora su hijo, sabía demasiado bien que el lago Tanganica era el hijo de Burton, quien indudablemente recurriría por él a todo su talento para la argucia y los sofismas. Speke sospechaba ya que su superior había intentado desanimarlo e impedir que visitara el Nyanza para preservar el esplendor de su lago Tanganica.
Al atravesar las comarcas agrícolas situadas al sur del Nyanza, Speke fue acogido amistosamente por unas gentes que, al parecer, consideraban su «llegada una manifestación de buen augurio». Al ver por primera vez el lago, «el placer de la mera contemplación se esfumó ante las emociones más intensas y estimulantes provocadas por la consideración de la importancia comercial y geográfica de las perspectivas que se abrían ante mí». En efecto, mientras se dirigía a Kazeh, empezaron a preocuparle cuestiones de carácter comercial. Reflexionando sobre por qué aquellas gentes no eran más prósperas, a pesar de vivir en un país maravillosamente fértil y rico en agua, Speke culpaba sobre todo a las guerras intestinas. En efecto, cuando iba camino del lago, su guía había insistido en dar un largo rodeo para no verse enzarzado en esas luchas. Sólo un «gobierno protector», decidió Speke, sería capaz de impedir que los más fuertes —ya fueran árabes o africanos— quitaran siempre a los más débiles lo que quisieran. Pero sería un error, pensaba, que «cualquier potencia extranjera de Europa derrocara esos gobiernos wahuma [africanos]; por el contrario, me gustaría que los mantuvieran el mayor tiempo posible».
Speke se vio obligado a abandonar aquellos pensamientos de un futuro imperial benigno y a plantar los pies en el suelo cuando un grupo de aldeanos borrachos armados con lanzas entraron violentamente en la choza en la que estaba descansando. A pesar de ser invitados a salir, siguieron intentando tocarlo y los beluchos empeoraron las cosas amenazándolos con sus armas de fuego. En ese momento tan peligroso, Speke salió valerosamente de su choza y, con la ayuda de un traductor, dijo a la multitud cada vez mayor que se agolpaba en el exterior que «ahora podían quedarse ahí mirando todo lo que quisieran». Por fortuna para él, eso era todo lo que querían.
A primera hora de la mañana del 25 de agosto, «bajo la deliciosa influencia de una noche fresca y una luna espléndida», Speke y sus hombres recorrieron los últimos treinta kilómetros de su viaje de regreso a Kazeh habiendo completado en cuarenta y siete días un viaje de más de setecientos kilómetros entre la ida y la vuelta. Los habitantes de Kazeh fueron detrás de la caravana vitoreándola con alaridos y cánticos. Era la hora del desayuno cuando Speke llegó por fin al tembe de Burton y fue invitado a entrar.
Burton se sintió realmente aliviado al ver a Speke, pues había oído rumores sobre la existencia de combates cerca del lago. Al principio Speke sólo habló a su superior de las enormes dimensiones del Nyanza, y Burton reaccionó entusiasmado ante la noticia. Pero al término del desayuno, Speke anunció que había encontrado la fuente del Nilo. Naturalmente no podía probar su afirmación, pues no había circunnavegado el lago y por lo tanto no podía estar seguro de que no hubiera varios depósitos hídricos al norte de la isla de Ukerewe. La existencia de una relación con el Nilo seguiría siendo irremediablemente una conjetura hasta que pudiera establecer positivamente que el río Kivira, que, según se decía, fluía hacia el norte desde el lago en dirección a Gondokoro, seguía de hecho ese curso.
No obstante, por sensato que fuera ir dando cautelosamente un paso tras otro, la asombrosa experiencia de Speke lo había catapultado más allá del ámbito de la estricta lógica. Había estado en la orilla de un inmenso océano interior no reseñado en los mapas y había visto grandes bandadas de pájaros sobrevolando sus olas. Había oído el viento silbar en los cañaverales y lo había sentido soplar en su cara, agradablemente fresco después de pasar sobre cientos de kilómetros de agua. Había visto su superficie mansa y cristalina al amanecer y había notado su misteriosa presencia en la oscuridad. Lo más sugestivo de todo para él era el hecho de que toda aquella agua estaba situada justo al sur de los puntos más meridionales de la cuenca del Nilo Blanco reseñados en los mapas. Pero Burton rechazó inmediatamente todo esto calificándolo de especulaciones absurdas, aviniéndose tan sólo, al término de la conversación, a efectuar un breve comentario reticente acerca de la ruta de Speke.
Como si hubiera sido fulminado, Burton era incapaz de presentar argumentos con los que doblegar el atrevimiento de Speke. Su incredulidad era emocional además de lógica. ¿Cómo podía su subordinado, con lo inculto que era, que no había sido capaz de llegar al Wadi Nogal y ni siquiera había tenido ingenio suficiente para alquilar un jabeque en el lago Tanganica, haberse llevado de repente el premio geográfico más grande de todos los tiempos? Parecía algo perverso, imposible y una especie de error garrafal. ¿Cómo podía Burton estar ni siquiera seguro de que Speke había entendido correctamente a sus informadores árabes y africanos a través del indostaní de Bombay? Pero, por más que luchara contra la posibilidad de que Speke tuviera razón, empezaba a temer que la tuviera.
Speke por su parte había presentado su descubrimiento a su oficial superior para obtener su aplauso, y no había encontrado más que una incredulidad desdeñosa. Pero a pesar de haber sido herido en lo más vivo, Speke comprendía el terror a ser eclipsado que sentía su comandante. De hecho, sin que él lo supiera, Burton se preguntaba ya qué podía inventarse «para compartir la gloria ganada por su teniente». Pero «Dick el Rufián» parecía olvidarse del triste hecho de que, para compartir ese descubrimiento, tendría que aplaudir primero la hazaña de Speke y regresar con él al lago para un viaje de reconocimiento más a fondo. Burton no sólo había rechazado la propuesta de Speke de visitar de nuevo el Nyanza, sino que se había negado incluso a considerar la posibilidad de navegar por él hacia Uganda, para comprobar si el río Kivira salía de la ribera norte del Nyanza. Y eso era lo que Musa Mzuri, el principal mercader indio de Kazeh, le había asegurado.
Por supuesto, un viaje tan ambicioso no podía empezar hasta que enviaran de Zanzíbar nuevos pertrechos. Y la necesidad de esperar varios meses a que llegaran supondría superar el período de permiso militar que se les había concedido. Aunque, dadas las circunstancias, la Compañía de las Indias Orientales les habría permitido casi con toda seguridad disfrutar de otros seis meses. Desde luego habían gastado demasiado, pero lo que ahora parecía que tenían al alcance de la mano era ni más ni menos que la solución del mayor misterio geográfico del mundo, que al fin y al cabo era el objetivo último de las órdenes de la RGS. Tras desplazarse hasta el lago desconocido descrito por los misioneros, se les había exigido «continuar hacia el norte en dirección a la probable fuente del Bahr el Abiad [el Nilo Blanco], el siguiente gran objetivo que tienen que descubrir» [las cursivas son mías].
Una vez más, el principal motivo de que Burton se negara incluso a ir al Nyanza era su malísimo estado de salud. Pero teniendo en cuenta que ya había conseguido ir a Ujiji y volver en una litera, ¿no habría podido viajar hasta el lago de la misma manera? Al fin y al cabo, el trayecto no era más largo que el viaje a Ujiji desde Kazeh y, al negarse a hacerlo, Burton estaba tirando por la borda su última oportunidad de ser considerado el codescubridor del Nyanza. Mientras tanto, Speke se quedó dándole vueltas desesperadamente a la idea de que, de no ser por el engorro de tener un jefe enfermo, habría podido ir a Uganda con Musa Mzuri.
Burton y Speke iniciaron el viaje de regreso a la costa el 26 de septiembre de 1858, con ciento cincuenta y dos porteadores reclutados por el hombre de los mil recursos, Said bin Salim. Azotándolos, Burton convenció a los hijos de Ramji, que ahora estaban de nuevo a su servicio, de que cargaran con la impedimenta. Como de costumbre, él era transportado por seis sufridos esclavos, forma de viajar que, según sus cálculos, resultaba treinta veces más cara que hacerlo por tren en Europa.
A primeros de octubre, Speke se vino abajo a consecuencia de una grave enfermedad. Empezó con una sensación de escozor, como si le quemaran con un hierro al rojo vivo por encima de la tetilla derecha. El dolor le pasó luego de ahí al pulmón derecho, luego al bazo y finalmente se instaló en la región del hígado. Bombay llamaba a su afección «los hierrecitos». Probablemente fuera causada por una especie de lombriz que habitaba en la carne de los animales salvajes que Speke había cazado y comido. Tenía unas pesadillas horribles, en una de las cuales «una manada de tigres, leopardos y otras fieras guarnecidas con una cadena de ganchos de hierro, [lo] arrastraban por el suelo con la fuerza de un torbellino», como si quisieran vengarse de los cientos de animales salvajes que había abatido con su escopeta. A veces sufría violentas contracciones de los músculos de brazos y piernas; y en un momento dado se sintió lo bastante enfermo como para pedir papel y pluma y escribir una nota de despedida para su familia. En su delirio, Speke soltó todo el resentimiento que tenía contra Burton por la supuesta acusación de cobardía que le había lanzado este en Berbera y por la forma en que había tratado sus diarios. Burton no habría debido mostrarse tan sorprendido por estos desahogos como fingió estar. Muchos viajeros a África detestaban ver a otro compañero aquejado de cualquiera de las diversas fiebres africanas. Lo cierto es que era habitual que los exploradores dijeran cosas terribles no sólo cuando deliraban, sino también cuando estaban plenamente conscientes. Por ejemplo, uno de los acompañantes blancos de H. M. Stanley aquejado de fiebre intentó pegarle un tiro; y en el Zambeze el Dr. Livingstone la emprendió a puñetazos con su hermano clérigo. Pero Burton daría luego a entender que los desvaríos de Speke se debían al cambio radical de carácter que sufrió en el curso del viaje. Obediente y agradable al principio —sostenía Burton—, Speke deseaba ahora ser el jefe de la expedición y se regodeaba buscando ofensas imaginarias. Hasta ese momento Burton lo había presentado como un personaje gracioso, pero ahora (aunque en realidad no ahora, pues estas críticas las escribiría muchos meses después) su compañero se había vuelto «retorcido y quisquilloso», exactamente el tipo de oficial de rango inferior ambicioso siempre dispuesto a traicionar a su superior.
Con el fin de echar toda la culpa a Speke del desagrado recíproco que sentiría el uno por el otro desde que este último regresara de su viaje al lago, Burton daría a entender que los dos habían sido buenos amigos hasta que las diferencias de opinión acerca del lago lo habían destruido todo. «Jack cambió su modo de comportarse conmigo a partir de esa fecha», escribió Burton. «Permitió que las diferencias de opinión afectaran al compañerismo». Pero los «recuerdos» que tenía Burton de los primeros días de su viaje, cuando un Speke lleno de admiración le había confiado su diario para que se lo corrigiera y habían leído a Shakespeare juntos, como maestro y discípulo, eran pura fantasía. Speke no sólo se había sentido ofendido por la forma en que Burton había utilizado sus diarios somalíes mucho antes de emprender el viaje a Tanganica, sino que además sus gustos literarios campechanos, masculinos (lo que más le gustaba eran las «lecturas políticas, estadísticas o descriptivas») hacían el cuento de la lectura conjunta de Shakespeare totalmente increíble. El biógrafo que más simpatía muestra por Burton, Mary Lovell, nos lo presenta cuidando con la mayor ternura de un Speke enfermo y cada vez más desagradable, aunque quien realmente lo cuidó fue Zawada, una de las concubinas de Said bin Salim. Pocas veces generoso en materia de dinero, Burton quedó tan impresionado por la amabilidad de Zawada que la «recompensó con gran liberalidad» por la dedicación demostrada.
Durante la marcha de regreso a Zanzíbar —cuando Speke se hallaba también tan enfermo que fue preciso transportarlo en litera—, se produjo un incidente espantoso. El kirangozi apalabrado en Ujiji había quedado rezagado varios días porque a su esclava le dolían demasiado los pies para seguir el ritmo de la caravana. «Cuando se cansó de esperar —anota Burton—, le cortó la cabeza por miedo a que se convirtiera gratuitamente en propiedad de otro hombre». Si este asesinato brutal hubiera sido cometido en una caravana dirigida por Stanley o Baker, el kirangozi habría sido detenido y entregado a las autoridades de Zanzíbar o de Jartum. Livingstone habría hecho lo mismo si hubiera podido contar con la obediencia de los demás porteadores. Pero parece que Burton no hizo nada en absoluto. El hecho resulta bastante enigmático, pues poco antes había quitado a Mabruki un esclavo de cinco años al que pegaba mucho y se lo había dado a Bombay, que era mucho más afectuoso. Los dos europeos estaban todavía demasiado débiles para ponerse en pie y Speke era incapaz por aquel entonces de llevar un diario. Así pues, el estado físico de los oficiales británicos quizá explique por qué no se adoptó ninguna medida punitiva inmediata. Pero dos meses después, parece que Burton había olvidado por completo el crimen cometido. En su informe a la Secretaría de Estado de la India decía que como ese mismo hombre «se había comportado bien animando a sus seguidores a permanecer con nosotros», había «recompensado al kirangozi».
Los dos exploradores llegaron finalmente a Zanzíbar el 4 de marzo de 1859 después de un absurdo desvío de once horas a Kilwa, debido a la insistencia de Burton, a pesar de la cercanía de la temporada de lluvias y de que había una epidemia de cólera en la zona. Parece casi que Burton buscara un pretexto para retrasar la vuelta a Londres, donde evidentemente habría tenido que rendir tributo a la hazaña de Speke. En el consulado británico confesó que estaba «hundido en una profundísima depresión mental y física», por lo que incluso hablar le costaba demasiado trabajo. Sin decir ni una palabra a Speke (ni en ese momento ni después), redactó una carta a Norton Shaw, que debió de resultarle dolorosísimo escribir. Incluía en ella el mapa del Nyanza elaborado por Speke, y decía:
Llamaría respetuosamente la atención del comité sobre este [mapa de Speke], pues hay poderosos motivos para creer que es la fuente del principal afluente del Nilo Blanco.
Después de hacer esta valerosa admisión, Burton se mostraría incapaz de volver a hacerla, y agravó la deshonestidad de guardarse sus verdaderas opiniones para sí mismo lanzándose a una larga campaña cada vez más vengativa de desacreditación de Speke. La acusación de Burton, que perjudicó la reputación de Speke para siempre, fue que había traicionado a su antiguo jefe al volver a Inglaterra… presentándose solo ante la RGS tras haber prometido que habría ido a dicha institución sólo en su compañía. Fue de esa manera solapada, diría Burton, como Speke lo quitó de en medio y consiguió el mando en solitario de la siguiente expedición al Nilo. Esta idea de que Speke se comportó de un modo completamente carente de escrúpulos ha sido creída y repetida por cinco de los seis biógrafos más recientes de Burton, y también por el autor de la única biografía de Speke. ¿Pero fue Speke realmente «un sinvergüenza», como ha subrayado uno de los biógrafos más conocidos de Burton?
Tras zarpar juntos desde Zanzíbar el 22 de marzo de 1859 a bordo del clíper Dragon of Salem, la pareja desembarcó en Adén el 16 de abril, y se alojó en casa de un viejo amigo de Burton, el Dr. John Steinhaeuser, el cirujano civil de la colonia. Más de diez años después, Burton escribiría que Steinhaeuser «me advirtió repetidamente de que las cosas no iban bien», dando a entender que su amigo sospechaba que Speke estaba tramando algún plan maléfico contra él. De hecho, en el mismo párrafo Burton afirmaba que, durante su estancia en Adén, Speke y él «fueron aparentemente amigos». Pensara lo que pensara el doctor, se dio cuenta de que Burton estaba muy enfermo y le recomendó «un prolongado período de descanso». Por consiguiente a nadie le sorprendió que a Burton no se le diera el certificado médico necesario para viajar y que a Speke sí. Llevaban tres días en Adén cuando atracó el buque de guerra Furious, de la Marina de Su Majestad. Tenía que zarpar de nuevo en cuanto se aprovisionara de carbón, así que los dos exploradores debían decidir rápidamente si aceptaban o no la oferta de un pasaje para remontar el mar Rojo hasta Suez. Speke la aprovechó y Burton (probablemente porque no tuvo más remedio) la declinó. Y, al parecer, fue entonces cuando fueron pronunciadas las palabras decisivas que contenían la supuesta «promesa» de Speke. Suele imaginarse que Burton las anotó en cuanto salieron de sus labios.
Las palabras que Jack me dijo y que yo le dije a él fueron las siguientes: «Me daré prisa, Jack, vendré lo antes que pueda», y las últimas que él me dirigió en este mundo fueron: «¡Adiós, viejo amigo! Puedes estar seguro de que no me presentaré en la Royal Geographical Society hasta que salgas adelante y podamos aparecer en ella juntos. Puedes tener la más absoluta seguridad». [En cursiva en el volumen I de The Life of Captain Sir Richard F. Burton, compilado por Isabel Burton.]
Si todas las palabras arriba citadas fueron escritas a la vez —y no hay motivo para pensar que no lo fueran— esa vez tuvo que ser después de la muerte de Speke en 1864, pues la afirmación de que fueron «las últimas que él me dirigió en este mundo» no deja lugar a dudas. Pero en 1864 habían pasado cinco años desde que se separaran en 1859, lo que hace que resulte bastante inverosímil que Burton recordara aquel diálogo verbatim. Ocho años después de la muerte de Speke, Burton diría, como corroboración del «diálogo», que Speke le escribió desde El Cairo en abril de 1859 —cuando iba camino de Inglaterra— «reiterando su compromiso y rogándome que me tomara todo el tiempo y el descanso que necesitara mi salud maltrecha». Ningún biógrafo ni estudioso de archivos ha visto nunca semejante carta. Resulta sospechoso, porque en los libros de cartas de Burton, en la actualidad en la British Library, se ha conservado lo que parece una serie completa de la correspondencia de Speke con él. Teniendo en cuenta todos los factores, parece muy poco probable que existiera esta carta trascendental, que Burton habría estado especialmente deseoso de conservar. Interesarse por estas cosas no significa buscarle tres pies al gato. La supuesta «traición» de Speke a Burton en aquel momento se ha pensado que demostraba que Speke era un hombre taimado y sin escrúpulos, que engañó a un compañero confiado y honesto. La verdad sobre si hay que echar o no la culpa a Speke de esa terrible enemistad que haría un daño tan duradero a su reputación como hombre y como explorador, depende en gran medida de lo que prometiera en realidad, si es que prometió algo. La versión que favorecen los historiadores es que Speke prometió no presentarse en la RGS a su regreso a Inglaterra, como no fuera acompañado de Burton, pero que luego hizo justamente lo contrario de lo que había jurado no hacer, consiguiendo así respaldo para su propia expedición a África y quitando de en medio a su antiguo jefe. Por eso es por lo que los testimonios de la «promesa» merecen un escrutinio atento.
Cuando leí la única biografía que existe de Speke y luego las seis vidas más recientes de Burton, me sorprendió no encontrar ni una sola mención a la versión de Speke acerca de lo sucedido en Adén. Daba la impresión de que no hubiera escrito nunca nada sobre el tema. Pero lo increíble es que sí escribió su propia versión de los hechos, que por lo general ha sido ignorada hasta que en 2006 se publicaron algunos detalles de ella en un pequeño libro de un profesor americano jubilado. La revelación más importante de la versión de Speke se contiene en una sola frase concerniente precisamente al punto en cuestión: lo que Burton le dijo en el momento de separarse. Como el que no quiere la cosa, después de tratar otros asuntos aparentemente más importantes, Speke señala que justo antes de que zarpara el barco, «el capitán Burton dijo que no iba a ir a Inglaterra hasta dentro de muchos meses, pues tenía intención de visitar Jerusalén». Luego, después de unas cuantas frases dedicadas a su certificado médico y a su viaje de regreso a la patria, Speke añade: «Quince días después de desembarcar en Inglaterra, llegó inesperadamente el capitán Burton […]». La diferencia entre las dos versiones no puede ser mayor. Así pues, ¿cuál es la verdadera? ¿La de Burton o la de Speke?
El hecho de que las famosas líneas del diálogo de Burton no aparecieran impresas hasta 1893, tres años después de su muerte, debería restarles credibilidad. Los diarios originales de Burton fueron destruidos por su viuda, de modo que no pueden utilizarse como punto de comparación. Por consiguiente, el famoso diálogo se encuentra sólo en la biografía de su esposo que publicó Isabel Burton, volumen que contiene muchos pasajes de diálogos dudosos y numerosas falsedades. Lo cierto es que la denigración de Speke que hace la señora Burton habla de la posibilidad de que la propia Isabel fuera la autora de ese diálogo (o al menos la encargada de corregirlo). El propio Burton, en cualquier caso, nos proporciona el mejor motivo para dudar de la autenticidad de la conversación. Empezaba su memorable carta a Norton Shaw (la carta en la que admitía que el lago de Speke podía ser la fuente del Nilo) comunicando que debido a su mala salud pensaba salir de Adén «poco tiempo» después que Speke. Y a continuación añadía: «El capitán Speke, no obstante, pondrá a su disposición mapas y observaciones, y dos documentos, uno de ellos un diario de su travesía del lago Tanganica […] y otro su exploración del lago Ukerewe o del Norte». Esto es, lejos de esperar que Speke aguardara a que él regresara a Inglaterra para presentarse en la RGS, con lo que en realidad contaba Burton era con que Speke hiciera todo lo contrario. Pero mientras que este pasaje desautoriza la idea de que Speke prometió no presentarse en la RGS como no fuera acompañado de su antiguo jefe, la afirmación que hace Burton a Norton Shaw anunciándole que iba a estar en Londres «poco tiempo» después de que llegara Speke, echa por tierra la tesis de que hubiera tenido alguna vez la intención de volver a Inglaterra pasando por Jerusalén. O sea, ¿era Speke tan poco de fiar como Burton y se sacó de la manga el proyectado viaje de este a Tierra Santa?
El único motivo de que Speke se inventara esta historia habría sido hacer que, al exagerar el tiempo que Burton le había hecho creer que iba a estar fuera de Inglaterra, pareciera menos deshonrosa su visita a la RGS rompiendo la promesa que había hecho a su antiguo jefe. Pero como Burton esperaba efectivamente que Speke fuera a la RGS sin él, semejante hipótesis se cae por su propio peso. Es más verosímil que el mentiroso fuera Burton, al decirle a Speke que iba a regresar pasando por Jerusalén sin tener la menor intención de hacerlo. Fingiendo que iban a pasar muchos meses antes de que volviera a Inglaterra, puede que esperara engañar a Speke haciendo que se imaginara que tenía mucho tiempo por delante y que no hacía falta que se presentara en la RGS inmediatamente después de desembarcar. Luego, si cogía el próximo vapor que zarpara hacia Inglaterra y suponiendo que Speke se hubiera ido al campo a descansar con su familia, Burton sería el primero en presentarse en la RGS y en hacerse con el mando de la próxima expedición.
El motivo más evidente para dudar de la veracidad de la alusión de Speke a Jerusalén es que nunca la publicó en ningún libro ni artículo, y por lo tanto no habría tenido que defenderla en público. Pero hay cartas que demuestran que Speke quiso publicar el detalle en 1864 y que sólo se abstuvo de hacerlo porque su editor, John Blackwood, hombre de carácter paternalista, y su madre, deseosa siempre de controlarlo, lo presionaron mucho para no añadir a su próximo libro una coda o «cola» de ocho páginas que contenía lo del viaje a Jerusalén y algunas críticas a Burton referentes a las dos expediciones. Pero aunque Speke permitió al principio que se suprimiera la «coda», en el verano de 1864 estaba haciendo campaña para incluirla en la segunda edición de su libro What Led to the Discovery of the Source of the Nile.
A Blackwood no le preocupaba lo más mínimo la descripción que hacía Speke de su despedida de Burton en Adén (ni de lo que se dijeron o dejaron de decirse uno a otro), pero aconsejó insistentemente a Speke que no se enzarzara en una disputa pública con Burton sobre si había pagado o no puntualmente a los porteadores. Cuatro de las ocho páginas de la «Coda» se dedicaban a contar detalles acerca de la mezquindad de Burton con sus empleados africanos. Blackwood temía que, ahondando en esta disputa, Speke pareciera demasiado vengativo. Las otras cuatro páginas hablaban sobre todo de que Burton no había sabido darse cuenta de la enorme importancia de dirigirse al norte, a Uganda, antes de abandonar África. Speke defendió apasionadamente la publicación de la «Coda», pero al final su editor logró convencerlo de que la retirara de todos los ejemplares, excepto de unos pocos volúmenes editados especialmente para ser regalados a tres o cuatro miembros de la familia de Speke. Pero a mediados de agosto de 1864, Speke había decidido publicar la «Coda» en la siguiente edición de What Led to the Discovery of the Source of the Nile, fueran cuales fuesen las consecuencias, y ordenó a George Simpson, director gerente de Blackwood, que la incluyera en la segunda edición. Hizo saber a Simpson que «las señoras» (su madre y sus tías) estaban ahora de acuerdo con él en que «la mejor política es decir la verdad y poner en evidencia al diablo», o sea Richard Francis Burton. Al mismo tiempo, en un intento de tranquilizar a Blackwood, Speke le dijo que «podía demostrar todo lo que decía». De modo que Speke había estado dispuesto a defender sus afirmaciones acerca del desvío de Burton por Jerusalén.
El único motivo de que no apareciera la «Coda» en la segunda edición (ni en ninguna otra) de What Led to the Discovery of the Source of the Nile fue que Speke murió antes de que llegara a hacerse una nueva reimpresión. Luego, una vez fallecido, su afligida madre y sus hermanos no tuvieron ganas de publicar nada que los enzarzara en una disputa pública con Burton acerca de unos porteadores no pagados o de sus deficiencias como explorador. De modo que durante casi ciento cincuenta años la «Coda» seguiría existiendo sólo entre las tapas de esos tres o cuatro ejemplares.
Aunque lo más probable es que Speke no hiciera ninguna promesa a su antiguo jefe, las quejas de traición de Burton se basaban también en lo que supuestamente se hizo en Londres entre mayo y junio de 1859. «Llegué a Londres el 21 de mayo —escribiría—, y me encontré con que ya lo habían hecho todo por mí. O mejor dicho, contra mí». ¿Pero qué habían hecho?