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Un torrente de hombres como un viento tempestuoso

La mayoría de los numerosos biógrafos de Richard Burton han visto en John Hanning Speke un individuo inferior en casi todos los sentidos al personaje objeto de sus estudios, caracterizado por la complejidad y la variedad de sus talentos. Pero el propio Burton no cometió ese error. Casi veinte años después de que se conocieran —para entonces Burton había llegado a detestar a la persona y su memoria—, seguía recordando vivamente la favorable impresión que Speke le había causado.

Hombre de constitución esbelta, delgada, de aproximadamente un metro ochenta de estatura, ojos azules y pelo rubio; el viejo tipo escandinavo, lleno de energía y vitalidad, dotado de un temperamento muy nervioso, prueba de su capacidad de aguante, de miembros largos, fibrados, pero no musculosos, que le permitían recorrer un buen trecho con gallardía.

La figura airosa de Jack Speke, su apostura, que resaltaban su piel clara y rostro agradable, y su actitud segura, pero reservada, contrastaban de manera chocante con la imagen morena, casi oriental, de Burton y su rostro melodramático, de ojos oscuros. Tan alto como Speke, pero más ancho de hombros, Burton, de pómulos marcados, cabello negro y poblado bigote, tenía un aspecto exótico, casi extranjero —agitanado—, aunque había nacido en el seno de una familia inglesa de clase media alta, lo mismo que su nuevo compañero. El rostro de Burton mostraba a veces una expresión de fiero cinismo, que uno de sus biógrafos más recientes ha atribuido al resentimiento hacia sus superiores en la India por no haber sabido apreciar sus méritos. Sus pobladas cejas y su ceño fruncido hicieron que algunos conocidos e incluso amigos suyos dijeran que tenía una apariencia satánica. Pero fue el Richard Burton sociable y no su feroz y combativo doppelgänger el que saludó a Speke al pie de las oscuras laderas del volcán extinguido de Adén.

Jack Speke acababa de visitar al general Outram, quien, en su calidad de residente político de esta avanzadilla británica recientemente conquistada, la gobernaba con un celo paternal y había negado estrictamente al joven oficial permiso para cruzar el golfo de Adén e irse de cacería a Somalilandia y Etiopía, aduciendo que «los somalíes son los más salvajes entre los salvajes de África» y que con toda probabilidad lo habrían matado. Pero si el teniente Speke lograba convencer al teniente Burton de que lo llevara consigo a su expedición, Outram estaría encantado de cambiar de idea e incluso de pedir a la Compañía de las Indias Orientales que le permitiera prestar servicio cobrando toda la paga.

Más tarde Burton afirmaría que en 1854 Speke era un novato sin experiencia, que había llegado sin ninguna preparación, sin conocimiento alguno de Somalilandia ni de su lengua. Se burlaría además del joven (a sus veintisiete años, Speke era seis años menor que él) por haber traído consigo «toda clase de cachivaches baratos e inútiles, pistolas y revólveres, espadas y cuchillería variada, cosas todas que “los negros de África debido a su simpleza” habrían rechazado con desdén». A continuación Burton se burlaría del intento de Speke de contratar como guías a «los primeros ignorantes […] melenudos» que encontrara. Pero en realidad, lejos de aceptar la compañía de Speke por compasión, como luego diría que había hecho, Burton deseaba ardientemente llevarlo consigo en la expedición, y solicitó a Outram que «[le] permitiera enrolar al teniente Speke».

Cuantas más cosas conocía de él, más cuenta se daba Burton de que su actitud inocente y entusiasta ocultaba la férrea autosuficiencia de un solitario. Había además otra cosa que le llamaba la atención en aquel oficial de trato aparentemente fácil. Aunque bromeaba diciendo que era un masti Bengali («un bengalí engreído»), a pesar de toda esa humorística modestia, «tenía una manera de ser y una voluntad propias» después de ser «durante años su propio señor». Cuando había tenido una temporada de permiso mientras servía en el 46.º Regimiento de Infantería Nativa de Bengala, Speke no había querido regresar a Inglaterra, sino que había preferido viajar a las montañas inexploradas del Tíbet con un par de criados, confeccionando mapas del país y coleccionando ejemplares de la fauna local para el museo que había creado en la casa de su padre. Era un tirador excepcional y un soldado muy capacitado, pues había prestado servicio en la brigada del general sir Colin Campbell durante las guerras Sikh. A diferencia de Burton, bebía poco alcohol, y en sus viajes al Tíbet se había levantado «al amanecer con un frío glacial, había caminado bajo un sol abrasador durante todo el día, matando el gusanillo con el pan de los nativos y cebollas silvestres, y había pasado la noche en la más pequeña de las tiendas “rowtie” (de dos palos)». Como el propio Burton reconocía, Jack Speke poseía unas raras dotes de «singularísima agudeza visual para el país, que no es ni mucho menos un rasgo habitual ni siquiera entre los topógrafos profesionales».

Cuando todavía estaban en Adén, Burton y el nuevo miembro de su expedición mantuvieron una conversación que tendría unas consecuencias trascendentales. El tema fue las «montañas nevadas de Krapf». Burton confió a Speke que dentro de un año o dos pensaba viajar desde Zanzíbar al interior de África para encontrar la fuente del Nilo. Aunque a Speke le sorprendió la noticia de que su jefe tenía en cartera un plan tan ambicioso, declaró que él también estaba interesado. Desde que había visto los montes de la Luna representados en una reproducción del famoso mapa de Ptolomeo, dijo que había deducido que aquellas cumbres nevadas debían de ser las que alimentaban al Nilo, del mismo modo que los glaciares del Himalaya alimentan al Ganges. Pero aunque a Burton debieron de chocarle las palabras del recién llegado, el descubrimiento de que las ideas de ambos iban por los mismos derroteros hizo que no invitara a Speke a acompañarlo a la misteriosa ciudad de Harar. A partir de ese momento, sin embargo, Speke tuvo bien claro que para ser escogido como integrante de una futura expedición a las fuentes del Nilo iba a tener que parecer que mantenía unas relaciones amistosas con Burton, al margen de los sentimientos que abrigara en secreto hacia él.

Mientras tanto, a Speke le sacaba de quicio no tener nada que hacer mientras Stroyan y Herne eran enviados a Berbera con órdenes de arrestar a la caravana del emir de Harar si Burton era hecho prisionero en la «ciudad prohibida». Así que, en vez de quedarse de plantón, Speke «solicitó permiso para viajar en cualquier dirección que [su] comandante considerara oportuno que tomara». Burton decidió mandarlo a una región llamada Wadi Nogal, donde debía recoger ejemplares de la fauna y la flora locales, y comprar camellos para el viaje a Zanzíbar. Como recoger ejemplares era precisamente lo que habría hecho si el general Outram le hubiera permitido ir a Somalilandia solo, Speke se sintió tranquilo, hasta que Burton ordenó a Herne, Stroyan y a él mismo ponerse ropas de árabe. El enorme turbante y la larga túnica ceñida de Speke daban un calor insoportable, y como vestido con aquel atuendo tenía un aspecto estrafalario, era probable que su disfraz contribuyera más a poner su vida en peligro que a protegerla. Burton, sin embargo, estaba convencido de que no le permitirían nunca entrar en Harar si no iba enmascarado, así que «creyó más conveniente», escribió irónicamente Speke, «que nosotros pareciéramos sus discípulos».

Burton se había reído con eso de los ignorantes de Speke; pero por mucho que fuera este quien los contratara, difícilmente habrían hecho peor las labores de guía que Sumunter y Ahmed, los dos escogidos por Burton para que hicieran para él las funciones de abban. En Somalilandia los guías de los extranjeros recibían desde tiempo inmemorial el nombre de abban, que significa «protector» además de «guía». Como la única lengua en la que Speke podía comunicarse con Sumunter era el indostaní, que ninguno de los dos hablaba ni siquiera con moderada fluidez, la comunicación entre ambos era muy discontinua. Sumunter intentó de inmediato engañar a Speke de forma tan descarada que el joven oficial se vio obligado a plantarse y defender «sus bolsas de dátiles y arroz a punta de pistola». Varios nativos se animaron entonces a unirse para robarle. Speke se dio cuenta enseguida de que no iba a llegar nunca al Wadi Nogal. Pero, consciente de que la misión que se le había encomendado era en realidad una prueba de su idoneidad para ser elegido como acompañante de Burton en la futura expedición al Nilo, Speke continuó escribiendo su diario y siguió adelante con su colección de objetos, y llegó a reunir una nueva especie de serpiente, algunos fósiles raros y numerosas cabezas de antílope y ejemplares de aves indígenas.

Somalilandia y el Cuerno de África.

Al cabo de dos meses de lo que Speke llama «este viaje inútil», se reunió con sus compañeros en la costa y zarparon rumbo a Adén para volver a aprovisionarse de cara a la segunda fase de la expedición, que además era la más importante. Aunque Speke estaba ansioso por olvidar la humillación infligida por la insubordinación de su abban, Burton decidió que Sumunter fuera procesado, pues había tratado de la misma manera a otros viajeros. El abban fue juzgado debidamente y, habiendo sido hallado culpable, fue condenado a dos meses de cárcel. Después del juicio, Burton se manifestó en público en contra de los abban diciendo que el sistema estaba ya maduro para su abolición. Tanto el juicio del abban como los comentarios de Burton causaron gran indignación entre los somalíes de Adén y las noticias acerca de la conducta vengativa de los oficiales británicos no tardaron en propagarse a Berbera y a la costa de Somalia. El coronel R. L. Playfair (el asistente político de Outram) diría luego que las críticas al sistema de abban vertidas por Burton fueron «la termini causa de todos los contratiempos que se abatieron sobre la expedición».

Pero por el momento, lo único que preocupaba a Speke era no haber podido llegar al Wadi Nogal. Y se sentía todavía peor porque Burton había logrado entrar en Harar y había vuelto para contarle la historia a todo el mundo, o por lo menos todo lo que de ella considerara pertinente para dar de sí mismo una imagen heroica. Lo que no sabía Speke era que Harar había decepcionado a su comandante desde el punto de vista arquitectónico y cultural y como «ciudad prohibida». Lejos de sufrir amenazas y de ser encarcelado, Burton había podido abandonar aquel lugar decadente con tanta libertad como había tenido para entrar en él. Si Burton hubiera hecho saber a Speke que consideraba su misión un fracaso, este mismo no se habría molestado tanto con los comentarios despectivos de su superior acerca de su incapacidad para llegar al funesto Wadi Nogal.

Speke tampoco sabía que las experiencias de Burton en su viaje a Harar habían destruido una parte importante de la imagen que tenía de sí mismo, concretamente su fe en su talento para disfrazarse de «nativo». En esta ocasión, sus criados somalíes lo habían calado fácilmente y habían declarado su identidad a todos los extraños que habían encontrado por el camino. Antes que convertirse en un hazmerreír, Burton había preferido quitarse el turbante. Si no podía hacerse pasar por somalí, menos iba a poder pasar desapercibido entre los africanos de piel más oscura, de modo que tuvo claro que en adelante tendría que viajar como oficial inglés. Unos años más tarde reconocería con insólita honestidad que había ido a Harar principalmente «para hacer ostentación de savoir faire a la hora de viajar», pero que en realidad había «demostrado» lo contrario.

«Privadamente y entre nous —dijo a Norton Shaw, de la RGS, pensando en el viaje épico que esperaba que seguiría al que acababa de realizar—, quiero zanjar de una vez por todas la cuestión de Krapf y de las “nieves perpetuas”. No cabe la menor duda de que el Nilo Blanco está por allí cerca. Y estará usted encantado de saber que existe una ruta abierta a través de África hasta el Atlántico. He oído hablar de ella en Harar».

Burton llegó a Berbera el 7 de abril de 1855, a tiempo para unirse, junto con sus compañeros, a la caravana del Ogaden antes de que esta emprendiera la marcha hacia el sur desde Berbera la segunda semana de abril. Pero para mayor desgracia, poco después de llegar al citado puerto somalí cambió de idea, y prefirió correr el riesgo de dirigirse al sur solo. El motivo que alegó para permanecer acampado a las afueras de Berbera fue que era preferible quedarse allí el tiempo suficiente para recibir los «instrumentos y otros artículos necesarios [que debían llegar] a mediados de abril en el correo procedente de Europa». Pero también influyeron otras consideraciones, acaso más profundas. Entre ellas estaba su deseo de «asistir a la clausura de la feria de Berbera», acontecimiento memorable, a decir verdad, al que asistían miles de compradores y vendedores de esclavos, camellos, marfil, telas, metales, abalorios y cuernos de rinoceronte, aunque no era un espectáculo por el que valiera la pena arriesgar la vida o sufrir cualquier lesión.

De ese modo, mientras la inmensa caravana del Ogaden se alejaba serpenteando hacia el sur —con varios millares de camellos, quinientos esclavos encadenados, y tres mil cabezas de ganado—, los cuatro oficiales británicos permanecieron en sus tiendas, alineadas una detrás de otra en el pequeño poblado marinero de Kurrum, a las afueras de Berbera. Allí permanecieron haciendo tranquilamente los preparativos necesarios para su eventual partida. Tras una amabilidad aparente, la población local ocultaba una profunda antipatía hacia ellos. A su juicio, los ingleses habían venido a recoger información acerca del tráfico de esclavos, probablemente como medida previa a su abolición, consecuencia que indudablemente habría causado el empobrecimiento de toda la región. Muchos lugareños estaban todavía dolidos por las críticas vertidas públicamente por Burton contra el sistema de abban. Pero ni él ni ninguno de sus oficiales sospechaba que estaban en peligro. Speke sabía perfectamente que los somalíes que visitaban Adén eran considerados tan peligrosos que las autoridades los desarmaban habitualmente, pero lo curioso es que ni Burton ni él creyeron oportuno poner más que dos centinelas de vigilancia por la noche. Les parecía inconcebible que la gente de la localidad se atreviera a atacarlos y atraer sobre sí un bloqueo naval del puerto de Berbera. ¡Qué equivocados estaban los jóvenes ingleses!

Aproximadamente a las dos de la madrugada del 19 de abril, su campamento fue invadido por unos doscientos somalíes armados. «Al oír aquel torrente de hombres, como un viento impetuoso», Burton saltó de la cama y gritó a su sirviente que le pasara el sable. Mandaron a Herne salir en la oscuridad a investigar y volvió a entrar en la tienda como una flecha tras disparar con su Colt unos cuantos tiros contra los atacantes que se acercaban. En la tienda que ocupaba él solo, Speke oyó a Burton mandar a Stroyan que se levantara y sintió también los tiros, pero al principio pensó que iban dirigidos contra unos intrusos imaginarios por los centinelas, demasiado aficionados a apretar el gatillo. Pero al oír pasos en las proximidades de su tienda, saltó de un brinco de la cama y salió corriendo hacia la de Burton. Mientras intentaba hacer lo mismo, Stroyan recibió una herida en la cabeza con un sable y luego murió de una sola lanzada en el corazón.

En la tienda que compartían, Burton y Herne tuvieron que pelear a brazo partido para salvar sus vidas mientras los somalíes disparaban a través de la lona y arrojaban pesadas picas por la puerta de entrada. Aunque Burton era un extraordinario espadachín, el sable no servía de nada allí, de modo que cuando llegó Speke con su revólver, le tocó a él defender la tienda. A Herne se le acabó la pólvora y no consiguió encontrar ni el frasco en el que la guardaba ni ninguna otra arma alternativa.

En aquel momento, Speke, que había mantenido a raya a los atacantes impidiéndoles acercarse con su revólver Adams de cinco balas, fue herido en la rodilla de una pedrada. Como el dosel de la entrada de la tienda le molestaba la vista, se agazapó debajo de este resguardo para ver con más claridad a los asaltantes. Burton no entendió el significado de aquel movimiento repentino y gritó: «¡No retroceda o creerán que nos retiramos!». Furioso por lo que pensó que era una velada acusación de cobardía, Speke, según su propia versión, dio «un paso temerario hacia delante y disparé a quemarropa al primer hombre que encontré ante mí». Hizo lo mismo, afirma, con otros dos individuos con los que se topó en su camino, y a continuación puso el cañón de su pistola «al pecho del hombre de más talla que encontré y apreté el gatillo, pero en vano; el tambor había dejado de girar». Entonces recibió un golpe de porra en el pecho que lo hizo caer al suelo. «Al cabo de un instante […] tenía a quince somalíes encima».

Burton pensó que Speke había sido presa del pánico, sin saber que había avanzado valerosamente disparando en todas direcciones en respuesta a aquellas palabras suyas dichas de manera impulsiva. A aquellos dos hombres les aguardaban todavía cosas terribles, pero para Speke el reproche de Burton sería el recuerdo más doloroso. Mientras los somalíes intentaban derribar la tienda, con la intención de atrapar a Burton y Herne entre sus pliegues, los dos ingleses salieron precipitadamente; Burton blandía su sable a diestro y siniestro. En la oscuridad, confundió con un atacante al somalí que hacía de factótum para él y a punto estuvo de acuchillarlo si el grito de alarma del buen hombre no hubiera hecho temblar a su señor. «La vacilación de aquel instante permitió a un lancero abalanzarse sobre mí y clavarme su arma en la boca». La lanza penetró por una mejilla y salió por la otra, partiéndole el velo del paladar y arrancándole dos muelas. Intentando vencer la debilidad cada vez mayor causada por el dolor y la pérdida de sangre, Burton logró llegar no se sabe cómo a la orilla del mar, donde seguía amarrada una embarcación, precisamente aquella cuya tripulación le había traído el correo de Adén dos días antes. Allí al menos pudieron arrancarle la jabalina de la boca y vendarle la herida.

En el suelo, respirando ansiosamente, Speke sintió que unos hombres le ataban las manos a la espalda y que unos dedos exploraban sus genitales:

Noté que se me ponían todos los pelos de punta; y no sabiendo quiénes eran mis adversarios, temí que pertenecieran a la tribu llamada de los eesa, famosos por las crueles mutilaciones que gustan practicar. Mi alivio fue indecible cuando descubrí que en realidad aquellos hombres estaban registrándome, a ver si llevaba un puñal entre las piernas, al modo de los árabes…

Al amanecer, los somalíes saquearon el campamento, mientras Speke permanecía amarrado a una cuerda. Luego, según cuenta, de improviso, el hombre que lo mantenía atado «se acercó a mí y me pinchó fríamente con su lanza». Después recibió otros pinchazos en el hombro, uno de los cuales estuvo a punto de darle en la yugular. Se libró de recibir una lanzada en el corazón parando el golpe con las muñecas atadas, en las que sufrió profundas cortaduras hasta el hueso, al chocar con el cual se rompió la punta del arma. El siguiente puyazo fue dirigido a sus muslos, y pudo oír cómo la punta de la lanza rechinaba al dar en el hueso. Para salvarse, Speke agarró la lanza con sus manos, pero un fuerte golpe en el brazo asestado con una porra lo hizo caer con estrépito al suelo. Entonces pudo ver a su captor:

[Arrojó] el cabo de la soga, retrocedió diez o doce pasos, se precipitó sobre mí con una furia salvaje y hundió la lanza en el suelo atravesando la parte más carnosa del muslo; la hoja pasó entre el fémur y el gran tendón situado debajo […] Viendo que mi muerte era inevitable si permanecía allí tumbado por más tiempo, me puse de pie de un salto y propiné al infiel un revés tan fuerte en la cara con los dos puños juntos, que perdió la presencia de ánimo y por un instante me dio la oportunidad de salir huyendo […] Yo iba medio desnudo y prácticamente descalzo, pero corrí sobre los guijarros de la playa hacia el mar como una exhalación. El hombre me siguió durante un trecho, pero viendo que era más rápido que él, arrojó la lanza como si fuera una jabalina, aunque no llegó a darme […] Entonces cesó en su persecución. Todavía tenía que pasar por lo menos ante cuarenta hombres, diseminados por todo el lugar, buscando qué podían robar […] No obstante, logré regatearlos a todos y escabullirme […] agachándome cada vez que arrojaban sus lanzas contra mí, hasta que llegué a la orilla.

Burton calificaría la huida de Speke de «asombrosa por todos conceptos», y efectivamente lo fue. Los tres oficiales supervivientes (Herne fue el único que salió ileso) zarparon rumbo a Adén al día siguiente en el pequeño barco de vela al que habían logrado subir después del ataque. Durante la travesía, el cadáver de Stroyan empezó a oler tan mal que la tripulación convenció a Burton de que lo enterrara en el mar en vez de llevarlo de vuelta a Adén, como era su deseo. La muerte de aquel colega, que había sido amigo suyo en la India, resultó muy dolorosa para Burton. Entre otras cosas porque quedaba claro ante todos que, si se hubiera atenido a su plan original de unirse a la caravana del Ogaden, Stroyan seguiría vivo y ni Speke ni él yacerían heridos en la cubierta de popa de la embarcación. Cuando Speke llegó a la colonia, el cirujano civil examinó la profundidad de las heridas y lesiones de sus miembros, que en aquellos momentos se habían contraído y asumido una postura grotesca, y anunció que tardaría tres años en recuperarse por completo. El mismo cirujano expresó sus esperanzas de que Burton se curara más deprisa. A la hora de la verdad, Speke caminaría ya apoyándose en un bastón cuando tomara el barco de regreso a Inglaterra tres semanas más tarde, y Burton se quedaría inválido varios meses.

Speke huye de sus captores (frontispicio del libro del propio Speke, What Led to the Discovery of the Source of the Nile), [«Qué llevó al descubrimiento de la fuente del Nilo»]).

El resentimiento de Speke contra Burton por suponer que había reculado en el momento culminante del ataque no era el único motivo de queja que tenía contra su superior. Como jefe de la expedición, se había apropiado del diario del joven oficial y, aunque Speke no pudo poner ninguna objeción a que enviara una copia a las autoridades de Bombay, sabía que Burton era un escritor y sospechaba que podría hacer un uso personal de la copia que se había quedado. También se sorprendió mucho cuando Burton le dijo que estaba obligado, según las órdenes recibidas, a enviar al Museo de Historia Natural de Calcuta todas las cabezas de animales y demás especímenes que había recogido. Speke abrigaba la esperanza de enviar al menos algún duplicado al museo privado que tenía en casa de su padre. No obstante, cabría decir a favor de Burton que al menos intentó hacer cuanto estuvo en su mano por devolver las quinientas diez libras que había perdido Speke, junto con otras mil perdidas por otros miembros de la expedición durante la destrucción del campamento. Speke fue consciente en todo momento de la necesidad de seguir manteniendo buenas relaciones con su superior para que lo invitara a acompañarlo en su próxima expedición. Así que no hizo ningún reproche a Burton por no negociar con la Compañía de las Indias Orientales una compensación, por mínima que fuera.

Durante su estancia en Kurrum, Speke había oído hablar de la existencia de un gran lago en el interior que «los somalíes decían que era igual en extensión que el golfo de Adén». Esta noticia hizo que sintiera aún más deseos de seguir en contacto con Burton, aunque era innegable que la expedición a Somalilandia había sido «un error de inexperiencia tan notable» que probablemente hubiera perjudicado demasiado las reputaciones de ambos e hiciera que subvencionar un nuevo viaje se considerara poco práctico como plan. Pero al menos Burton había llegado a Harar, de modo que su credibilidad no había quedado arruinada del todo. Sin embargo, aun suponiendo que Burton lograra obtener apoyo de las fuentes necesarias, Speke dudaba que su anterior jefe quisiera volver a África con un hombre que no había escrito ningún libro, que no sabía árabe y que no había sido capaz de llegar al objetivo que se le había asignado.