Un casamiento poco conveniente
En noviembre de 1853, dieciocho años antes de que el Dr. Livingstone, profundamente abatido, se viera obligado a alejarse del río Lualaba, un individuo al que el famoso doctor acabaría detestando por lo que él denominaría «su brutal inmoralidad», se registraba en el Shepheard’s Hotel de la ciudad de El Cairo. Era el teniente Richard Francis Burton, quien tenía la intención de trabajar en un libro de viajes sumamente innovador. Tenía la esperanza, incluso la expectativa, de que este tema lo hiciera realmente famoso. Mientras contaba por escrito su reciente aventura árabe, Burton ni siquiera sospechaba que antes de abandonar El Cairo los objetivos geográficos de su «obsesión por los descubrimientos» —como él mismo describía su ansia de ver mundo— iban a experimentar un cambio decisivo.
A los treinta y dos años, durante un permiso de doce meses recibido mientras prestaba servicio en el 18.º Regimiento de Infantería Nativa de Bombay, el joven oficial había completado el peregrinaje a La Meca disfrazado de buhonero musulmán dedicado a la venta de productos medicinales y horóscopos. No podemos asegurar que su vida hubiera corrido peligro de haber sido desenmascarado, por mucho que Burton así lo dé a entender. Su libro deja entrever que habría podido ser decapitado en una ejecución pública o recibir una puñalada por la espalda. Antes de ponerse en marcha, Burton no sólo había decidido adoptar la identidad de un sufí afgano, sino que, para evitar correr riesgos innecesarios, se había circuncidado. El hecho de que se sometiera voluntariamente a una práctica tan dolorosa no impediría que surgieran voces críticas que calificaran su peregrinaje de farsa teatral.
En honor a la verdad, apenas cuarenta años antes el hajj ya había sido completado con éxito por el explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt, que había entrado en La Meca vestido como un mercader musulmán y había publicado ni más ni menos que cuatro gruesos volúmenes contando su aventura. A lo largo de los siglos, numerosos conversos al islam reconocidos habían realizado tranquilamente el viaje sin ocultar sus orígenes occidentales. Pero la pasión de Burton por los disfraces, facilitada por su talento para las lenguas, era muy profunda. Mientras prestaba servicios en la sección de inteligencia del general Napier en Sindh, en la India, ya había adoptado una identidad falsa: la de un vendedor itinerante de tejidos iraní. Para un individuo que se sentía alejado de sus orígenes británicos, las misiones que exigían asumir distintas identidades habían permitido que pudiera reinventarse como «Dick el Rufián», un tipo eternamente independiente e inconformista. Aseguraría que durante su estancia en el Shepheard’s Hotel de El Cairo se vestía con indumentos árabes para provocar a los demás huéspedes europeos que pensaban que convivían bajo el mismo techo con un árabe. Su desaprobación habría sido mayor de haber sabido que «el árabe» era en realidad un inglés, que acababa de realizar una visita a un burdel de la zona, donde, como él mismo dijo a un amigo, había participado en «una maravillosa escena de depravación […] que había superado de lejos cualquier cuento de las mil y una noches».
Aunque había nacido en la respetable localidad costera de Torquay, en el sur de Inglaterra, Burton había pasado buena parte de su infancia y adolescencia viajando por Francia, Italia y Sicilia, siguiendo los deseos de su hipocondríaco padre, quien, tras retirarse pronto del ejército británico con el grado de teniente coronel, había decidido abandonar Inglaterra por el bien de su salud. A ello contribuyó además el hecho de que sus dos hijos adolescentes comenzaran a frecuentar los burdeles locales y a mantener relaciones con mujeres casadas. En varias ocasiones la amenaza de un escándalo dio lugar a traslados de residencia repentinos, dejando atrás localidades sumamente plácidas.
Richard, segundogénito de Joseph Burton, fue enviado a Inglaterra durante un breve período de tiempo: al principio a una escuela privada bastante mediocre de Brighton, y más tarde al Trinity College de Oxford, donde contribuyó de manera deliberada a su expulsión de este centro universitario para impedir que su padre lo obligara a tomar el hábito. En su país natal Burton se había dado cuenta de que nunca iba a sentirse a gusto entre sus paisanos. En la India se había sentido igualmente a disgusto junto con los funcionarios de la Compañía de las Indias Orientales y de sus esposas, y describía con desdén la «sociedad» de clase media del subcontinente, a la que comparaba con la de «una pequeña ciudad rural que de repente se ha visto encaramada a lo alto de un árbol, perdiendo en consecuencia la cabeza».
Debido a sus conocimientos del indostánico, el maratí y el gujarati, pudo conocer bien las costumbres de las poblaciones locales, y se vio favorecido asimismo por los ascensos en el seno de su regimiento. Estudió con munshis (maestros indios), y no le desagradaba el hecho de que sus visitas a las casas de estos instructores provocara que lo llamaran el «negro blanco». Le gustaba exasperar a la gente respetable, siempre y cuando su actuación no supusiera una verdadera ofensa para sus superiores militares. La mayoría de los oficiales —y él no era una excepción— tenían amantes indias pero, mientras no se hiciera alarde de ello en público, esta circunstancia no acarreaba estigma alguno. Burton aborrecía los actos ostentosos de piedad y deploraba el hecho de que los misioneros pretendieran convertir a los pueblos colonizados. Pero no era en absoluto un liberal, y su respeto por la cultura india no impedía que tratara a patadas a los criados y se jactara de propinar «palizas bien merecidas». En realidad, creía en la superioridad británica y era un imperialista convencido.
Aparentemente seguro de sí mismo, sus opiniones resultaban a menudo contradictorias o ambivalentes. De hecho, Burton lamentaba que los numerosos cambios de domicilio y de lugar de residencia que habían caracterizado su infancia y juventud lo habían convertido en un hombre sin raíces ni vínculos. Pensaba que, de haber sido enviado por su padre a Eton, su vida habría sido mucho más fácil y placentera.
Como me crie en el extranjero, nunca llegué a comprender verdaderamente a la sociedad inglesa, ni la sociedad me comprendió a mí […] Es una verdadera ventaja pertenecer a algún lugar […] Cuando no se da esta circunstancia, te conviertes en un huérfano, en un descarriado; te conviertes en un haz de luz sin foco.
Encontró su «lugar» y su «foco» cuando se adentró en el mundo árabe y en viajes peligrosos como el de su peregrinaje a La Meca.
Sin embargo, a pesar de sus buenos conocimientos del árabe, el persa y el sánscrito, y de su orgullo justificado por ser un excelente arabista, nunca logró sentirse —ni interior ni exteriormente— un verdadero beduino. Por mucho que le gustara el desierto y vestirse como un árabe, lo cierto es que este placer no hacía más que mermar su naturaleza inglesa, pero sin sustituirla. No se convirtió al islam y tampoco abandonó su carrera militar, a pesar de su continua necesidad de huir de la «vida civilizada» y de las convenciones sociales de su clase. Todo esto dio lugar a una insatisfacción de sí mismo que sólo se vería apaciguada visitando lugares salvajes.
«El hombre quiere ir de un lugar a otro, y debe hacerlo; de lo contrario, morirá», escribió durante su estancia en El Cairo. Como se sentía consternado por no tener en perspectiva ninguna nueva aventura, estalló de gozo cuando un viejo amigo, el Dr. John Stocks, oficial médico que había coincido con él en Sindh, llegó al Shepheard’s Hotel con la noticia de que la Real Sociedad Geográfica estaba dispuesta a financiar una expedición a Somalilandia (en la actual Somalia). Inmediatamente, Burton escribió al Dr. Norton Shaw, secretario de la RGS, al que ya conocía después de que dicha sociedad hubiera subvencionado su viaje a La Meca, comunicándole su disponibilidad a dirigir cualquier futura expedición a Somalilandia. A modo de comentario, Burton mencionaba en su carta que el año anterior el gobierno de Bombay hubiera enviado una misión para explorar África oriental de no haber sido porque en el último momento el hombre encargado de dirigir la expedición optó por «no arriesgarse a perder el escroto». Se contaba que los somalíes tenían «la costumbre de arrancarlo y colgarlo como ornamento alrededor del brazo». Burton aseguraba a Shaw que este alarmante rumor no le preocupaba, y como esperaba estar plenamente repuesto de su enfermedad en unos pocos meses, podría partir para Somalilandia a comienzos de 1854, una vez terminada la estación de mayor calor. Pero había más. Decía que también quería ir a Zanzíbar desde Somalilandia, para luego dirigirse al este, hacia el interior de África.
«Se preguntará por qué ahora prefiero Zanzíbar a Arabia», comentaba en su misiva, antes de explicar que un misionero alemán llamado Krapf acababa de «llegar (a El Cairo) de Zanzíbar, y se habla de los descubrimientos que ha realizado sobre [el nacimiento de] el Nilo Blanco, el Kilimanjaro y los montes de la Luna que recuerdan los de un “de Lunatico”. No lo he visto», admitía Burton, «pero no pienso perderme el espectáculo». A pesar del tono sarcástico de sus palabras, Burton se sentía absolutamente entusiasmado por los comentarios y observaciones de Krapf. Como Livingstone, conocía perfectamente la información proporcionada por Ptolomeo sobre la declaración de Diógenes, quien aseguraba haber localizado «los montes de la Luna, de los que los lagos del Nilo reciben las nieves». Y en aquellos momentos un misionero alemán, el Dr. Johann Ludwig Krapf, afirmaba que en mayo de 1848 un colega suyo, el misionero Johann Rebmann, había sido el primer europeo en ver una cima nevada en el África subsahariana. Su nombre local era Kilimanjaro, y se encontraba en el interior del continente, a unos doscientos ochenta kilómetros de la costa. Al año siguiente, Krapf pudo observar desde la distancia el monte Kenia, otra cumbre nevada situada a unos ciento sesenta kilómetros más al noroeste. Luego Burton se enteró de algo realmente sorprendente que iba contando Krapf. «En Ukumbani [la región de los dos picos] me hablaron de un enorme mar interior, cuyo extremo opuesto sólo puede alcanzarse tras viajar un centenar de días». Así pues, como ya había indicado Ptolomeo, en África oriental había dos cumbres nevadas y también un lago —o tal vez dos—, alimentado posiblemente por aguas glaciares procedentes de los aún no descubiertos «montes de la Luna», situados por el geógrafo griego justo al sur de dichos lagos. Según decían los misioneros, ni en el Kilimanjaro ni en el Kenia nacía río alguno, pero la presencia de cumbres nevadas al sur del ecuador parecía indicar la probable existencia de otras montañas, tal vez de toda una gran cordillera.
Burton decía a Shaw que esos últimos descubrimientos podían convertir a Krapf en su «Juan el Bautista». Esta blasfemia de compararse con Cristo probablemente divirtiera a Burton, de la misma manera que tal vez lo hiciera su arrogante subtexto afirmando que ahora iba a poder completar lo que el misionero se había limitado a empezar. Krapf se detuvo poco tiempo en El Cairo, y es harto improbable que al final Burton lo conociera. De modo que pasarían varios años hasta que tuviera conocimiento de que en territorio masai, Krapf, con su colega Rebmann, se había librado por los pelos de morir a manos de un grupo de guerreros de esa tribu que había asesinado prácticamente a la totalidad de sus porteadores africanos. Pero, en aquellos momentos, Burton sabía por lo menos que en 1844 un joven oficial francés, el teniente M. Maizan, durante un viaje hacia el interior desde la costa, había sido capturado, atado a un árbol, mutilado y luego degollado por los hombres de una tribu: otro claro indicio de que intentar alcanzar las fuentes del Nilo desde Mombasa o Zanzíbar, en lugar de remontar directamente el Nilo desde Egipto, constituía evidentemente una empresa no exenta de peligros.
¿Y por qué no remontar directamente el Nilo? La historia escrita contaba que quien tomaba esa ruta se veía bloqueado por los pantanos del Sudd. Pero en 1841, el virrey de Egipto, Muhammad Ali Pachá, un francófilo modernizador, había enviado una expedición formada por varias barcazas a las órdenes de Selim Bimbashi, un corpulento capitán de origen turco, quien, acompañado de su concubina favorita y un eunuco, había logrado abrirse paso entre las islas flotantes de vegetación acuática, y a continuación había puesto rumbo a Gondokoro, a unos mil doscientos kilómetros al sur de Jartum en línea recta. El Alto Nilo había quedado, pues, transitable para comerciantes, misioneros, cazadores y aventureros. De modo que, durante dos décadas, un grupo variopinto de individuos realizó de manera no coordinada una serie de intentos para llegar al nacimiento del río. Algunos de ellos, como carecían de los fondos necesarios, tenían que adecuar sus exploraciones a unos objetivos comerciales determinados; y otros simplemente se limitaban a desarrollarlas hasta satisfacer sus aspiraciones aventureras. Andrew Melly, un hombre de negocios de Liverpool, tenía mucho dinero, pero realizó su viaje por el Nilo por puro placer en compañía de su hijo, su hija y su esposa. Sus latas de salmón, su champán y otras muchas de sus provisiones habían sido adquiridos en Fortnum & Mason, y ningún miembro de esta familia estaba dispuesto a poner en peligro la vida. No obstante, Melly falleció debido a unas fiebres en Shendi, cerca de Jartum, en 1850.
La mayoría de los europeos que se dirigían al sur por aquel entonces eran de origen francés e italiano, y esperaban enriquecerse con el comercio del marfil. Sin embargo, casi todos murieron de malaria. Más éxito tuvo un decidido mercader maltés, técnicamente súbdito británico. En 1851, Andrea De Bono, un tipo con un espléndido bigote que nunca dejaba su bastón, contrató a cuatrocientos hombres para trabajar como porteadores y como tripulantes de las embarcaciones de su compañía dedicada al comercio del marfil. De vez en cuando capturaba un león, y vendía el animal a un zoológico o a una casa de fieras. Los enemigos de De Bono juraban que él y su sobrino se dedicaban al tráfico de seres humanos y de animales exóticos. Por aquel entonces De Bono trasladó su cuartel general al sur, de Jartum, la ciudad del comercio de esclavos, a Gondokoro, localidad descrita por un viajero como «aquella Babilonia de prostitución». Desde ese conglomerado de campamentos apestosos e infestados de ratas, dedicados al tráfico de esclavos y marfil que se levantaban junto al Nilo, De Bono y sus amigos y socios comenzaron a remontar el río. Pero una combinación de malaria cerebral, cataratas y africanos hostiles acabó por derrotarlos. En 1853, mientras Richard Burton escribía su libro en El Cairo, sin que él se enterara De Bono volvió a remontar el Nilo y cruzó el país de los bari y los obbo hasta llegar a un punto situado a apenas unos ciento treinta kilómetros del lago Alberto. Unos años después, Julio Verne rendiría homenaje a la hazaña del comerciante maltés en una de sus novelas de aventuras, Cinco semanas en globo, haciendo que uno de sus personajes localizara con la ayuda de sus prismáticos las iniciales de De Bono que el intrépido maltés había grabado en una roca de una isla próxima a Fola Rapids. «¡Es la firma del viajero que más se ha acercado a las fuentes del Nilo!». Aunque no tardaron en realizarse otras expediciones —algunas de las cuales tuvieron un trágico final—, nadie llegaría más lejos que De Bono hasta 1860, cuando el extraordinario erudito italiano Giovanni Miani, autor de varias óperas y tallador profesional de madera antes de iniciarse en el comercio del marfil, fue mucho más al sur, alcanzando la moderna Nimule, junto a la actual frontera con Uganda, antes de verse obligado a dar media vuelta tras contraer una enfermedad y sufrir los ataques de la tribu Madi. Miani moriría en 1872, a los sesenta y un años de edad, mientras seguía explorando en la región del Alto Nilo y sus afluentes. Las últimas palabras que escribió fueron: «Adiós a tantas grandes esperanzas: los sueños de mi vida». Como ni De Bono ni Miani sabían con precisión lo cerca que habían estado de realizar importantísimos descubrimientos, el mundo siguió ignorando sus notables hallazgos.
Burton, desconociendo totalmente los acontecimientos que habían tenido lugar en el Alto Nilo, continuó llevando una vida de placer y ocio en El Cairo durante tres meses, hasta abandonar la capital egipcia a mediados de enero de 1854. Tras llegar a la India a mediados de febrero, esperó hasta abril para presentar al gobierno de Bombay su solicitud de un permiso y de la pertinente autorización para explorar Somalilandia, desde donde pensaba dirigirse luego hacia el sur y adentrarse en el interior de África a través de Zanzíbar. Como no era un hecho insólito que los oficiales más privilegiados pudieran recibir permisos remunerados para emprender viajes que podían contribuir a mejorar los conocimientos de la compañía de las tierras que lindaban con sus territorios, Burton no se extrañó cuando la solicitud presentada recibió la aprobación oficial de la Compañía de las Indias Orientales en Londres, la cual prometió financiar la misión con la suma de mil libras esterlinas. Pero quedó consternado cuando supo que sólo iban a concederle un permiso de un año, pues esto le impedía cumplir su segundo objetivo, tan importante para él: viajar al corazón del continente desde Zanzíbar para hallar la fuente del Nilo. Es fácil comprobar su decepción cuando se lee la siguiente declaración en la solicitud que presentó al gobierno de Bombay. A pesar del exasperante estilo ampuloso de la nota, en ella se aprecia claramente su deseo de resolver el antiquísimo enigma:
Espero que me permitan puntualizar que no puedo contemplar sin entusiasmo la posibilidad de llevar mi brújula para orientarme en el Jebel Hamar, esos «montes de la Luna» […] una blanca cordillera con nieves eternas incluso en pleno verano africano, la supuesta madre del misterioso Nilo […] un territorio revestido de todo el romanticismo de las fábulas fantásticas y de la antigüedad más remota, y que hoy sigue siendo el asunto [más] loable al que el hombre pueda dedicar su energía. Durante siglos y siglos, los exploradores han tratado de alcanzar las ignotas fuentes del «Río Blanco», desplazándose y viajando literalmente contra la corriente. Seré el primero que intentará tomar un camino mucho más factible para llegar a la cabeza del río.
La idea de encontrar las fuentes del Nilo se convirtió entonces para Burton en «el mot de l’enigme, la manera de conseguir que un huevo se quede de pie, de correr el velo de Isis», y, por supuesto, la manera de alcanzar una fama mucho mayor que la que jamás podría otorgarle su viaje a La Meca. Pero para lanzarse a esta aventura tendría que esperar hasta que lograra convencer a quien le pagaba el jornal de que le concediera más tiempo. No obstante, un año podía ser lo suficientemente largo para acumular una gran cantidad de información nueva sobre Somalilandia y sus gentes; suficientemente largo, tal vez, para persuadir a los magnates de la Compañía de las Indias Orientales de la conveniencia de enviarlo en busca de las fuentes del Nilo.
Con el fin de prepararse para su expedición, Burton llegó al puerto de Adén, en la costa meridional de Arabia, antes que los hombres que había elegido como acompañantes. Más tarde afirmaría que fue simplemente por consejo del cauto general James Outram, ministro residente británico, por lo que decidió viajar sin sus compañeros oficiales hasta el sureste de Etiopía para visitar Harar, por aquel entonces considerada la cuarta ciudad más santa del islam, después de La Meca, Medina y la Cúpula de la Roca de Jerusalén. Pero lo cierto es que nunca tuvo la intención de ir con ningún colega, pues su idea era reclamar para él toda la gloria por haber sido el primer europeo en entrar en aquel lugar fanáticamente religioso, del que se decía que estaba prohibido a los visitantes extranjeros, y al que, por lo tanto, era sumamente peligroso acceder. El hecho de que Burton deseara eclipsar a sus compañeros en una repetición de su aventura a La Meca poco habría importado si uno de ellos no hubiera estado destinado a convertirse en su acompañante en el siguiente y más importante de sus viajes por África oriental en busca de las fuentes del Nilo.
Burton había querido llevar a Somalilandia a su amigo John E. Stocks, cirujano militar, que, según se cree, fue quien lo circuncidó antes de marchar a La Meca. Pero el Dr. Stocks había tenido una vida muy intensa —«un muchacho excelente, pero chalado y desmadrado», según su amigo— y murió repentinamente de una hemorragia cerebral, de modo que Burton tuvo que buscar en el último minuto un sustituto. Eligió a los tenientes William Stroyan, de la Marina India, y G. E. Herne, que ya habían trabajado con él en sus misiones en el Sindh. Luego, la pura casualidad puso en su camino al hombre que sería su castigo, y cuyo merecidísimo lugar en el panteón de los grandes exploradores del mundo Burton trataría de ocultar más tarde. En el momento preciso, el teniente John Hanning Speke —«Jack» para los amigos— desembarcó un caluroso día de mediados de septiembre de 1854 en Steamer Point, Adén, de un vapor de la P&O procedente de Calcuta. Uno de los casamientos menos convenientes de la historia estaba a punto de tener lugar, sin que ninguna de las partes sospechara los grandes problemas y dificultades que se avecinaban.