Martes, 1° de mayo.
Por la mañana, cuando fray Basile vino a recogerme para que subiéramos juntos al laberinto, el sol estaba aún tras la montaña, pero su claridad estaba por todas partes.
—Es a esta hora cuando se distinguen mejor las piedras negras de las blancas —me explicó mi amigo según nos acercábamos al sitio, hablándome en voz baja como si estuviéramos en una capilla.
Se situó en un lugar preciso, al borde del laberinto, y dio luego un paso como si cruzase un umbral y como si fuera evidente que había allí una puerta de entrada.
Yo lo seguía con la vista. Caminaba muy despacio. La cabeza, gacha al principio, se enderezó poco a poco y se quedó enhiesta, permitiéndole mirar a lo lejos.
No me había dicho nada de lo que tenía que hacer yo, y no me hizo ninguna seña. Sin embargo, acabé por entender que tenía que seguirle los pasos, y entrando por la «puerta» invisible mejor que dando una zancada por encima de las «paredes invisibles».
El recorrido trazado en el suelo no era excesivamente sinuoso; ni el camino que marcaban las piedras blancas, demasiado estrecho; pero, pese a todo, tenía que poner en parte la atención en los pasos que daba para «no salirme del paso». Cosa que, por lo demás, pude hacer sin mayor esfuerzo. Me da la impresión de que la mente humana —la mía al menos— se adapta a este juego con la misma docilidad que cuando, en el teatro, un actor joven se sienta en una silla de rejilla y nos piden que creamos que es un rey anciano sentado en su trono.
Dejé enseguida de pensar en el laberinto por el que iba andando, dejé de buscar con la mirada a fray Basile y sólo noté ya la frescura del aire. Despegué del paisaje como por efectos de un cocimiento que hubiera preparado santa Marie-Jeanne. Mis pensamientos se ausentaron de aquel sitio y de aquella hora para centrarse en una cuestión que me pareció de pronto que era la única importante: «¿Cuál es la razón verdadera de mi regreso a este país tan querido cuyo nombre temo escribir de la misma forma que Tania teme pronunciar el nombre del hombre del que se ha quedado viuda?».
Y se me impuso una peculiar respuesta, de formulación tan cristalina cuanto opaco era su significado: «Sólo he vuelto para coger flores». Y se me ocurrió que ese gesto que consiste en coger una flor y añadirla al ramo que tienes ya en la mano e incluso estrechas contra el corazón es el gesto más hermoso y más cruel a un tiempo, porque rinde homenaje a la flor mientras la mata.
¿Por qué esta imagen? En aquel momento no habría sido capaz de decirlo, y ahora, mientras escribo estas líneas, cuando ya han pasado siete u ocho horas, todavía no tengo seguridad de nada, ¿Había aprensión, un sentimiento de culpabilidad unido a la revelación de tantas cosas íntimas relacionadas con mis amigos, mi país y mi propia persona? El memorialista es un traidor para los suyos o, al menos, un enterrador. Todas las palabras que surgen de mi pluma son besos de muerte.
Pero también notaba serenidad según deambulaba por el laberinto; una sensación de ser invencible que, curiosamente, iba acompañada de humildad más que de arrogancia; y, ante todo, un deseo de silencio.
Había subido hasta allí con la intención de seguirle haciendo preguntas a fray Basile acerca de los cristianos de Oriente, de sus propias creencias, de su propia visión del mundo, de su vida pasada, de su «vuelco», de Ramez; pero, al salir del laberinto, mi estado de ánimo era diferente por completo. Ese recorrido favorece la contemplación, pero en detrimento de cualquier intercambio con los semejantes. Ya no tenía ganas de hablar; y mucho menos de oír. Mi amigo lo sabía, claro, y tuvo buen cuidado de no inmiscuirse en mi recogimiento.
Hasta mucho después, cuando vi que se acercaba la hora en que había quedado con el chófer del hotel para que volviera a buscarme, no sentí la necesidad de hablarle a Ramzi del reencuentro que estaba organizando y preguntarle si estaría dispuesto a sumarse a nosotros. Tuve la precaución de decirle que sería un momento de meditación acerca de lo que habían sido nuestras vidas y lo que le había pasado al mundo, y que quería pedirle que abriese la reunión con una breve oración ecuménica por el reposo del alma de Mourad. Movió la cabeza enigmáticamente sin hacerme ninguna pregunta. Yo seguí hablando y le dije los nombres de los amigos a quienes esperábamos y que el encuentro podría celebrarse el sábado siguiente, a eso de las doce del mediodía.
Hasta ese momento, no había pensado en una cita tan concreta; pero, mientras hablaba a fray Basile, vi claramente que no debía separarme de él sin haberle dicho el día y la hora. Por toda respuesta, me dijo que había tomado una buena iniciativa y que no descartaba sumarse a nosotros. Me alegré de aquella reacción, por muy inconcreta que fuera, y noté que valía más dejar ahí el tema, sin intentar sacarle un compromiso más firme.
Durante el camino de regreso, estuve callado y no crucé con Kiwan más que las palabras indispensables que exige la buena educación. Y, al llegar al hotel, no he llamado a Semi. Me he encerrado en mi cuarto para escribir estas cuantas notas.
Su amiga esperaba, efectivamente, que Adam le contase los detalles de la visita al monasterio, como había hecho la vez anterior. Estaba claro que a él no le apetecía. Y ella no quería obligarlo. Para no «presionarlo», ni siquiera lo llamó, como solía hacer, para preguntarle si pensaba comer, por temor a que pareciera una forma indirecta de hacerle preguntas.
De hecho, Adam se saltó la comida ese día. Tras escribir unos cuantos párrafos y haber picado algo de fruta de la que había en su cuarto, lo invadió el sueño. Y no se despertó hasta que llamó a la puerta Semiramis, a las cuatro de la tarde, para decirle que ya era hora de ir al aeropuerto.