Al bajar del monasterio con el sombrero en la mano, Adam se encontró a Semiramis metida en el coche, donde la había dejado, esperándolo, aparcada debajo del mismo árbol, y se avergonzó de haberla tenido abandonada más de dos horas. Ella empezó por afirmar que había ido a ver a sus amigos y que acababa de llegar. Era mentira, y acabó por reconocerlo. El pasajero no pudo por menos de deshacerse en disculpas.
—Para que te perdone —interrumpió ella—, cuéntamelo todo. Del primer minuto al último.
Adam se puso a ello en el acto, esforzándose en que no se le olvidase nada ni en omitir nada.
Hizo una relación tan animada, tan entusiasta, tan emocionada sobre todo al describir la belleza de las antiguas capillas que su amiga se preocupó.
—¡Tranquilízame, dime que no vas a hacerte monje tú también!
—No llegaré a decir que me resulte algo inconcebible, pero no lo voy a hacer. Tengo una profesión que me gusta, unos alumnos que me están esperando, una mujer…
—Una amante —añadió Semiramis con el tono neutro de una enumeración.
—De eso no me acordaba.
—¡Sinvergüenza!
—En cualquier caso, puedes estar tranquila; Ramzi no ha intentado convertirme.
—Pero te ha propuesto pasar una temporada en el monasterio.
—Una noche nada más, para que pueda despertarme en ese entorno.
—¡Yo que tú no me fiaría! Los hombres son más vulnerables de lo que creen. Sobre todo a tu edad…
—¿Vulnerable? Sí, quizá. A veces caigo en ciertas tentaciones. Pero no en todas.
Semiramis le dio una palmada atrevida en el muslo. El contestó con una caricia furtiva en la mano que lo había golpeado.
—Conozco a Ramzi, no es de los que hacen proselitismo. Tiene una fe decente y, ¿cómo decirlo?, educada. Siempre fue un hombre civilizado, y su fe se le parece. Mi temor al venir aquí era, al contrario, que estuviera demasiado reservado, demasiado absorto en la meditación, demasiado distante, como lo estuvo con Ramez. Y me he llevado, más bien, una grata sorpresa. Para ser alguien que ha decidido alejarse del mundo, me pareció, en cambio, más cercano que antes, atento, reflexivo, yendo a lo esencial.
»La religión nunca fue lo mío, pero reconozco que siento consideración y afecto por el hombre en que se ha convertido.
Incluso me reconforta saber que tengo un amigo en un monasterio. Y vendré a verlo otra vez, como le he prometido. Pasaré la noche en una celda como la suya y, por la mañana, subiré con él hasta su «laberinto» para meditar deambulando.
Por el camino de vuelta, el paisaje, más en sombra, había perdido todo su atractivo. La carretera parecía no acabarse nunca. Adam estuvo en varias ocasiones a punto de quedarse dormido, pero luchó contra el sueño por temor a que la conductora se durmiese también y el coche acabase en un barranco.
Llegó un momento en que empezaron a cantar. Semiramis había tenido siempre una voz fuerte y melodiosa que, ya por entonces, embrujaba a sus amigos en las veladas de estudiantes; y contaba con un amplio repertorio. Pasaba sin dificultad del árabe de Egipto al árabe de Irak, del inglés al griego, del francés a la lengua criolla, y después al italiano. Sabía también canciones rusas, turcas, sirias, vascas e incluso algunas hebreas en las que volvía a aparecer continuamente la palabra Yerosha-laim. Adam se esforzaba en acompañarla lo mejor que podía, tarareando la música en sordina y alzando la voz a veces cuando se acordaba de un estribillo. No desafinaba ni cantaba de forma disonante, pero no tenía un timbre de voz melodioso y lo sabía. Así que aquella tarde se contentó, en la mayoría de las canciones, con marcar el compás con los dedos. De no ser por la preocupación de impedir que se salieran de la carretera, lo más seguro es que hubiera ido todo el rato en silencio, quieto, con los ojos cerrados, para dejar que lo arrullase la hermosa voz de su amiga.
En un momento dado, le preguntó:
—¿Nunca pensaste en hacer carrera como cantante?
—Claro que lo pensé —contestó ella sin falsa modestia.
—Y ¿qué pasó?
Semiramis suspiró.
—Pasó que mi padre dijo: «No quiero ver a mi hija meneándose en un cabaré de El Cairo».
—Y ¿ahí se quedó la cosa?
—Ahí se quedó la cosa. Mi padre, precisamente, se había pasado la juventud en los cabarés de El Cairo. Por lo visto, se emborrachaba todas las noches, cantaba a grito pelado, invitaba a todo el mundo a champán y se subía encima de las mesas. Se enamoró, incluso, de una chica que bailaba la danza del vientre, para mayor desesperación de mis abuelos. El nunca me dijo nada, claro. Se supone que todos nuestros padres fueron unos jóvenes ejemplares, ¿no? Pero me lo contaron otros parientes. No sentó la cabeza hasta que se murió su padre, se hizo cargo de la empresa familiar y se casó. Tuvo tres hijos y se prometió que nunca nos consentiría a ninguno, y menos que a nadie a mí, a su hija, que llevásemos una vida disoluta.
—Hasta ahora no me había vuelto a acordar de que naciste en El Cairo. Lo supe, pero se me había olvidado por completo. Seguramente porque no tienes acento. O, mejor dicho, sí que lo tienes. Si me fijo, oigo, efectivamente, el acento egipcio cuando hablas en francés. Pero en árabe se te nota mucho menos.
—En árabe no tengo acento. En mi familia, casi nunca hablábamos en árabe. Y eso que mi padre era de Biblos; y mi madre, damascena; pero sólo hablaban en francés. Ellos dos, y con sus hermanos, con sus amigos, siempre en francés, como los aristócratas rusos de las novelas del siglo XIX. Sólo hablaban en árabe con el chófer, con el cocinero y con el portero. Ésa era la costumbre en su ambiente. Y algo peor aún: cuando hablaban de la población local, decían «los árabes», como si ellos fueran británicos o griegos.
—Pero cuando tu padre iba al cabaré, de joven, y se emborrachaba como una cuba y se subía a las mesas, no cantaba en francés, supongo, ni en inglés ni en griego.
—No, tienes razón. Seguramente cantaba en árabe. Y cuando se abrazaba a la bailarina, a la que llamaban Noureleyn, seguramente las ternezas se las susurraba en árabe. Tú también, por cierto.
Adam se volvió hacia ella, intrigado.
—Sí, tú también —repitió ella— sólo sabes susurrar en árabe. Nos pasamos la velada hablando en francés, pero en la cama…
—Seguramente. La verdad es que no me doy cuenta. Pero ahora que lo dices, es verdad que todas las palabras cariñosas me salen en árabe.
—¿Incluso cuando estás con una persona que no sepa árabe?
—Ese problema se ha planteado, efectivamente. Cuando conocí a Dolores, a veces me reprochaba que me quedase demasiado callado cuando nos acostábamos. Le expliqué que las palabras tiernas me salían espontáneamente en árabe y que me contenía para no decirlas porque ella no sabía esa lengua. Se quedó pensando y, luego, me dijo: «Quiero que me las digas al oído como si las entendiera». Y eso fue lo que empecé a hacer. Entonces quiso susurrarlas ella también. Al principio las repetía tal cual y me hablaba como si yo fuera una mujer. Pero, poco a poco, conseguí enseñarle las palabras correctas y a pronunciarlas bien. ¡Ahora nos acostamos en árabe y eso crea entre nosotros una ternura singular!
Semiramis soltó una risita y a Adam le entró de repente algo así como un remordimiento aterrado.
—No debería haberte hablado nunca de esto. De todo lo demás, no me guardará rencor. Pero que haya podido hablarte de lo que nos susurramos mutuamente cuando estamos en la cama, eso sí que es una traición auténtica.
—Tranquilo, que no diré nada.
—No basta; tienes que hacerme una promesa solemne.
—Te juro por la tumba de mi padre que nunca revelaré ni una palabra de lo que me acabas de decir. Ni a Dolores ni a nadie. ¿Así te vale?
—Me vale. Disculpa la insistencia, pero estoy enfadado conmigo mismo por haber hablado de cosas tan íntimas. No es algo que acostumbre a hacer.
—Relájate, Adam. Soy Semi, soy tu amiga, una amiga de la que te puedes fiar, puedes bajar la guardia por un rato. Te revelo mis secretos, tú me revelas los tuyos, no tendrá que padecer ninguno de los dos; sólo nos sentiremos más cerca uno de otro.
Le puso la mano en la rodilla a su pasajero, quien se quedó pensativo un ratito antes de preguntar:
—¿Qué edad tenías cuando te fuiste de Egipto?
—Un año apenas. Fue inmediatamente después de la revolución de Nasser. Mi padre había cometido una imprudencia mayúscula y no se atrevió a seguir en El Cairo.
—¿Una imprudencia?
—Una imprudencia mayúscula, sí.
Sonrió y se quedó callada. Adam dejó que ordenase los recuerdos.
—Claro está que yo no me acuerdo de nada, pero me han contado la historia tantas veces que me da la impresión de haberla vivido conscientemente.
»En los tiempos en que mi padre era estudiante, es decir, en la década de los años cuarenta, había una gran efervescencia política. El nunca fue de ningún partido, pero entre sus amigos de la universidad había comunistas, islamistas, monárquicos y nacionalistas. Me contaba también que había días en que aparecían decenas de estudiantes vestidos de amarillo o de verde, que se esforzaban por avanzar en formación gritando sus consignas. Entonces se enteraba la gente de que acababan de fundar otro partido político. En general, esos grupos eran más ridículos que amedrentadores y desaparecían al cabo de algunos meses.
»Mucho más serio era el movimiento de los Hermanos Musulmanes, los Ikhwan. Los jóvenes se afiliaban a miles y, cuando ocurrió el golpe de estado de los Oficiales Libres, en 1952, todo el mundo creía que Nasser, Sadat y los demás eran Ikhwan de uniforme. Según mi padre, algunos lo eran; pero, ya en el poder, se distanciaron del movimiento; se dedicaron incluso a mermar la influencia que tenía en el país, hasta tal punto que, en 1954, el año en que nací, unos militantes islamistas desengañados le dispararon unas cuantas balas a Nasser mientras pronunciaba un discurso. Fallaron por poco y se les vino encima una represión feroz. Detuvieron a miles de militantes y a varios de sus dirigentes los ejecutaron tras juicios sumarísimos.
»Uno de los conjurados se llamaba Abdessalam, tenía diecinueve años y era el hermano pequeño de un gran amigo de mi padre. El joven consiguió huir tras el atentado; la policía y el ejército le andaban pisando los talones y no cabía duda de que, si lo cogían, lo ahorcarían en el acto. Entonces mi padre decidió esconderlo en casa.
—¡No me digas que escondió en su casa al hombre que intentó asesinar a Nasser!
—Una imprudencia mayúscula, ¿verdad?
—¡Algo más que una imprudencia mayúscula! ¡Una auténtica locura! ¿En qué estaba pensando un honrado burgués católico para arriesgar su vida y la de su familia al esconder en su casa a un asesino que, encima, era islamista?
—Precisamente la cuenta que se echó fue que a las autoridades no se les ocurriría nunca buscar a Abdessalam en casa de un honrado burgués cristiano. De hecho, peinaron los barrios populares y las mezquitas, pero nunca se les pasó por las mientes registrar nuestra casa.
—Pero ¿por qué lo hizo? ¿Simpatizaba con los Hermanos?
—Ni por asomo. Los aborrecía antes de esta historia y los siguió aborreciendo hasta el fin de sus días. Si dio refugio al tal Abdessalam fue porque tenía diecinueve años y tiritaba de miedo y porque su mejor amigo le rogó que lo hiciera.
—¿Y a tu madre le parecía bien?
—Mi padre no se lo preguntó. Su amigo vino una noche y trajo a su hermano. Para disfrazarse se había afeitado la barba y parecía un adolescente impúber con ojos de liebre acosada. Vivíamos en una planta baja y mi padre tenía en el jardín un estudio donde pintaba en los ratos de ocio. Hacía cosas muy bonitas, por cierto, estoy segura de que si hubiera vivido en Europa se habría dedicado a la pintura. Resumiendo, tenía ese estudio y en él se escondió el muchacho sin salir nunca de allí. Mi padre le llevaba comida en secreto. La cosa duró unas cuantas semanas y nadie de la familia notó nada en absoluto. Ni siquiera mi madre, que nunca ponía los pies en el estudio de su marido.
»Cuando se calmaron las cosas y las autoridades renunciaron a encontrarlo, el fugitivo se marchó. Mi padre supo más adelante que consiguió salir del país e irse a Alemania Oriental, que se había convertido por entonces en el lugar principal de reunión de los Hermanos Musulmanes en el exilio.
»A mis padres nunca los molestó nadie. Pero mi padre no las tenía todas consigo. Se decía que antes o después aquello acabaría por saberse y que las autoridades le harían pagar tanta solicitud con sus enemigos. Así que vendió la casa, la empresa, todo cuanto tenía, cogió a su mujer y a sus hijos y se fue.
—¿Y tuvo que lamentar su imprudencia?
—¡Pues no, fíjate, nunca tuvo que lamentarla! Al contrario, siempre se congratuló de ella. Por ese incidente se apresuró a vender cuanto tenía. Pocos meses después llegaron las primeras nacionalizaciones y, luego, la guerra de Suez. Los primos de mi padre, los hermanos de mi madre y, en general, todos los forasteros, o aquellos a quienes consideraban tales, tuvieron que irse de Egipto de mala manera y abandonar sus bienes. Los griegos, los italianos, los judíos, los cristianos levantinos… Les incautaron las fábricas, las tierras, las tiendas, las cuentas bancarias. Lo perdieron todo. Mi padre, por aquella imprudencia mayúscula, lo había vendido todo antes del «diluvio» y, por lo tanto, salvó su fortuna. Lo que le permitió comprar terrenos al llegar aquí y edificar varias casas, en particular esta en la que estamos y que he convertido en hotel.
»Oí mil veces a los emigrados de Egipto darle a mi padre la enhorabuena por su clarividencia y su olfato. Y, de esa forma, por eso que has llamado "auténtica locura", tuvo hasta el fin de sus días reputación de hombre muy sabio y prudente.
—Supongo que nunca les contó a esas personas por qué se fue de Egipto de forma tan precipitada.
—¡Desde luego que no! Cuando llegamos a este país, a Nasser lo consideraban un semidiós; había fotos suyas por todas partes, lo adoraban más aún que en Egipto. Como te puedes imaginar, mi padre no iba a irse jactando de haber concedido asilo al hombre que había querido asesinar al héroe de la nación árabe. ¡Lo habrían hecho papilla! No empezó a mencionarlo hasta la década de los ochenta, cuando Nasser estaba ya muerto y olvidado.
—¿Y tu padre volvió a ver Egipto?
—No volvió nunca a pisar por allí. Una cosa muy rara, por cierto. Cuando hablaba de Egipto, se le iluminaba la cara y no se cansaba de repetir que era el país más hermoso del mundo. Pero nunca volvió ni nunca quiso que fueran sus hijos.
—¿Así que tú no has ido nunca?
—Sí, pero después de morir él. Quería volver a ver la casa donde había nacido y de la que tanto me habían hablado. Y la vi, pero no sentí nada. Creía que, después de todo lo que me habían contado de pequeña, me iba a conmover. Pero nada. Ni lágrimas, ni nudo en la garganta. Lo que sí me emocionó fue el Alto Egipto, Luxor, el Valle de los Reyes, los frescos en las paredes. Ahí sí me quedé sin voz. Entendí de repente por qué tantos hombres soñaron con ese país: los conquistadores, los viajeros, los poetas… Pero las nostalgias de mis padres me dejan fría. Vivieron en Egipto como forasteros, y como a forasteros los trataron.
—Las cosas no son nunca tan sencillas.
—Sí, así de sencillas son. Cuando desdeñas a la población local y te niegas a hablar su lengua, acaban por expulsarte. Si mis padres hubiesen querido seguir viviendo en Egipto, deberían haberse hecho egipcios, en vez de confraternizar con los británicos y los franceses.
Tenía en la voz el eco de una ira antigua que nunca se había extinguido. Tras unos segundos de silencio, añadió:
—Para ser honrada, no debería meter a mi padre y a mi madre en el mismo saco. El me decía exactamente lo que te acabo de decir, a saber, que habría sido necesario integrarse con la población local; por lo demás, tenía amigos —y también amantes, lo más seguro— en todos los ambientes. Pero era uno de los pocos que se portaban así. En su familia, y más aún en la familia de mi madre, la mayoría de las personas se sentían forasteras y actuaban como colonos. Cuando pasó el tiempo de los colonos, tuvieron que hacer las maletas. Puede decirse que cosecharon lo que habían sembrado…
—No soy yo quién para salir en defensa de los tuyos, pero en cuestiones así los errores son siempre compartidos. A esa frase que has usado se le puede dar la vuelta perfectamente: si se portaron como forasteros, fue porque siempre los miraron como a forasteros. Cuando las personas se niegan a integrarse, es también porque la sociedad en la que viven es incapaz de integrarlos. Por su apellido, por su religión, por su aspecto, por su acento…
Se quedaron pensativos mucho rato los dos. Luego Adam añadió con tono más alegre:
—Volviendo a ti, la verdad es que podrías haber hecho carrera en la canción sin contonear las caderas en los cabarés de El Cairo.
—Mi padre era intratable; no merecía la pena andar argumentando. Pero no le guardo rencor, era hombre de sus tiempos y creía que lo hacía por mi bien. De todas formas, no tenía de verdad la ambición de hacer carrera en la canción. Me gusta cantar para mis amigos, me siento halagada cuando me dicen que tengo una voz bonita, pero no lo habría dejado todo para poner mi destino en manos de un empresario. De joven, tenía una ambición muy diferente. Quería ser cirujana.
Ahora se acordaba Adam. Cuando la conoció estaba, efectivamente, en primero de medicina.
—Había leído no sé dónde que no había casi cirujanas y quería ser una pionera. En la facultad, todos intentaban desanimarme, tanto los profesores como los estudiantes, diciendo que los pacientes que ponían sus vidas en manos de un cirujano precisaban una figura tranquilizadora, es decir, masculina. Dicho de otro modo, estaban las carreras que no eran dignas de mí, la de cantante; y las carreras de las que yo no era digna, la cirugía. Pero eso no bastó para disuadirme, estudiaba con mucho empeño, rabiosamente, quería ser la mejor de mi promoción y lo fui hasta el segundo trimestre.
—Y luego te cansaste…
—No. Y luego conocí a Bilal. Luego nos quisimos como locos. Luego se murió. Y estuve tres años en estado de postración. Cuando salí de ese agujero negro, ya estábamos en guerra y ya era demasiado tarde para volver a estudiar medicina. Tenía la impresión de que se me había olvidado todo lo aprendido y de ser incapaz de memorizar nada. No volví a estudiar y ahora me veo de patrona de un hostal.
—Señora del castillo —rectificó Adam.
Ella sonrió.
—Disculpa; se me había olvidado ese título que me has concedido.
—Señora del castillo, sí. Mi amada señora del castillo.
—Me ha sentado bien que volvieras al país, aunque sea por una temporada corta. A lo mejor tendría que agradecerle a Mourad que te llamase. Tardarán mucho en olvidárseme nuestras cenas con champán.
La voz era triste. Su amigo se volvió para mirarla. Tenía lágrimas en los ojos.
—¿No te parece que es aún algo pronto para despedirnos? —le dijo—. No estoy a punto de irme. Todavía voy a quedarme con la habitación una temporada…
Semiramis sonrió y se quedó esperando un momento. Pareció titubear antes de decirle.
—Esta mañana he tenido una larga conversación con Dolores.
—¿Has vuelto a llamarla?
—No, esta vez me ha llamado ella. Acababas de irte de mi cuarto precisamente. Fue como si hubiera sentido que habíamos pasado la noche juntos. Y…
Se interrumpió. Hizo una pausa muy larga. Adam tuvo que empujarla a hablar.
—Y ha quedado decidido que, a partir de ahora, tú dormirás en tu habitación y yo en la mía.
—Ha quedado decidido —repitió su amigo como un eco, con una sonrisa tan ambigua como los sentimientos que lo alteraban.
—Se suponía que no debía decirte nada —se disculpó Semiramis—, y tienes que hacer como si no hubiéramos tenido esta conversación. Pero necesito que me ayudes a respetar mi compromiso.
Como Adam seguía callado, ella insistió con voz a la vez irritada y contrita:
—Olvida por una vez tu orgullo masculino y dime sencillamente: te ayudaré.
Adam refunfuñó antes de resignarse a decir, con un ruidoso suspiro:
—De acuerdo, te ayudaré.
La conductora añadió, poco después, con tono muy diferente, animado y pícaro:
—Lo cual no excluye en absoluto las apetencias, los deseos, los cumplidos, la ternura e incluso un poco de cortejo. Sí, todo, salvo…
El pasajero esperaba con aprensión las palabras crudas que vendrían después, pero Semiramis no añadió nada. Ya había acabado la frase.
—Todo salvo todo salvo todo salvo —repitió él entonces intentando dar a esas palabras un tono muy cómico.
Al dejar constancia de esta charla en la libreta, Adam comentó:
Durante la conversación he tenido buen cuidado de no confesarle a Semiramis que yo había llegado ya a una conclusión semejante después de mi cruce epistolar con Dolores. La buena educación me obligaba a fingir decepción y, sobre todo, a que no se me notara que, en cierto modo, sentía un cobarde alivio al no tener que ser yo quien le comunicase a mi amante mi decisión de interrumpir el idilio. Una vez más, la complicidad de estas dos mujeres me ha evitado tanto las desazones del remordimiento como las de la grosería.
Me prometo respetar ese compromiso de abstinencia; pero, si he de ser honrado, no tengo la absoluta seguridad de poder atenerme a él a todas horas, en todos los lugares y en todas las circunstancias.
Dejaré que la vida me guíe.