Ese sábado Adam fue, a primera hora de la tarde, al monasterio al que se había retirado su amigo Ramzi, que ahora era fray Basile.
—Ya que tu proyecto de reencuentro va tomando cuerpo, a lo mejor ha llegado el momento de ir por allí —le sugirió Semiramis.
—Tienes razón. Aunque Ramez y su mujer no me han dado grandes esperanzas…
—Si nos hacemos demasiadas ilusiones, no podremos por menos de llevarnos una decepción. Dite que vas a verlo para escucharlo, para intentar entender sus motivos y para volver a atar hasta cierto punto el hilo de la amistad. Sólo para eso ya vale la pena ir, ¿no te parece?
Les costó más de hora y media llegar al pueblo de El-Maghawer, «Las cuevas», donde estaba el monasterio del mismo nombre. Para llegar a éste había que tomar un sendero estrecho y cuesta arriba, con unos peldaños irregulares tallados en el acantilado. Sólo se podía ir a pie o a lomos de burro o de mula.
Cuando estaba parando el coche a la sombra de un roble fue cuando le dijo Semiramis a su pasajero:
—Me lo he venido pensando de camino y no voy a subir hasta el monasterio. ¡Solo, te sentirás más a gusto!
Adam no protestó sino con mucha desgana. También él había ido pensando de camino y había llegado a la misma conclusión. No sabía aún cómo iba a abordar a fray Basile; había que calibrar sutilmente todas las palabras, y la presencia de una tercera persona podía hacer que la situación fuese más difícil de encauzar.
—¿Qué vas a hacer mientras tanto?
—Tengo muy buenos amigos en el pueblo. Se alegrarán de verme.
Adam no estaba seguro de que le estuviera diciendo la verdad, pero le venía bien creer en su palabra.
Se caló un sombrero viejo de paja que había cogido prestado en el hotel y se internó por el sendero de piedra.
Adam dejó una narración detallada de esa visita.
El monasterio que ha escogido Ramzi para vivir es evidente que es antiquísimo, y algunas partes están aún en ruinas. Pero han restaurado admirablemente un ala con piedras patinadas y ligeramente irregulares que no hacen daño a la vista ni se dan de bofetadas con el paisaje.
Llamo a la puerta; un monje africano acude a abrirme, un gigante de barba entrecana que habla árabe con mucho acento. Debe de ser un etíope de las mesetas altas de Abisinia. Pregunto por fray Basile. El monje portero asiente con la cabeza y se aparta, luego, para dejarme pasar a una salita sin más muebles que una mesa desnuda, un sillón de cuero muy gastado y cuatro sillas de rejilla. En la pared, un crucifijo de madera de tamaño modesto. Está claro que se trata del locutorio donde estuvo Ramez. Desde mi punto de vista, este lugar recuerda más el ambiente escolar que el universo carcelario.
Estoy a punto de sentarme cuando llega mi amigo. Me sorprende su aspecto, pero no por lo que yo tenía previsto. La última vez que lo había visto había sido en París, en un restaurante gastronómico; había ido a negociar un contrato de mucha importancia y llevaba el traje oscuro adecuado para la circunstancia. Yo pensaba que esta vez iba a verlo con hábito de estameña, un cordel grueso a modo de cinturón y calzado con sandalias. Pero no era así. Ya no llevaba el atuendo del hombre de negocios, pero tampoco se había puesto el de monje tal y como yo me lo imagino. Sólo una sotana de color crema y una calvicie pronunciada que parece una tonsura y que ya no intenta disimular, como antes, con un mechón.
Parece que se alegra de verme. Le pido, pese a todo, que no se enfade conmigo por haberme presentado de improviso. Le explico que sólo estoy de paso, por muy poco tiempo y tras largos años de ausencia.
Me invita a sentarme, se pone del otro lado de la mesa y, luego, tras quedarse un momento mirándome fijamente con ojos divertidos, me dice:
—No has cambiado mucho.
Como, honradamente, no puedo decirle lo mismo, prefiero contestar:
—Y tú pareces cada día más en forma.
Ésa es, efectivamente, la impresión que me ha dado, y está claro que le agrada mucho. No tanto, supongo, porque sea un vulgar presumido cuanto porque en el cumplido hay un significado implícito. Lo que da esa impresión de rejuvenecimiento es la serenidad y cierta despreocupación. Es posible que tenga la sensación de ir cargado con todos los pecados del mundo, pero se ha librada de las preocupaciones familiares y profesionales y no pierde en el cambio, por atreverme a recurrir a expresiones mercantiles.
—Esto es un oasis —le digo, a falta de una imagen menos tópica.
—No, es al revés —corrige mi amigo muy seguro de sí mismo, como si hubiera reflexionado ya acerca de esa comparación—. El mundo es un oasis, y aquí estamos en la inmensidad que lo rodea. En los oasis, la gente se pasa el tiempo cargando y descargando las caravanas. Vistas desde aquí, las caravanas son sólo siluetas en el horizonte. No hay nada más hermoso que una caravana cuando la contemplas desde lejos. Pero, cuando te acercas, es ruidosa y sucia, los camelleros se pelean y los animales padecen malos tratos.
No sé si se trata de una alegoría o de un recuerdo, porque Ramzi, en la época en que trabajaba en la península arábiga, tuvo seguramente la oportunidad de ir en alguna caravana. Así que me limito a ir subrayando sus palabras con leves sonrisas y asintiendo con la cabeza, sin decir nada.
Calla un momento, y prosigue luego, con un estilo menos florido.
—En los principios de mi vida, soñaba con construir el mundo y, si echo cuentas, no he construido nada del otro mundo. Me había prometido edificar universidades, hospitales, laboratorios de investigación, viviendas decentes para las personas sencillas y me he pasado la vida edificando palacios, cárceles, bases militares, centros comerciales para consumidores desenfrenados, rascacielos inhabitables e islas artificiales para millonarios dementes.
—No podías remediarlo. Es el dinero del petróleo. No podías influir en la forma de gastarlo.
—No, es verdad; la gente despilfarra su dinero como quiere. Pero no tenemos obligación de dar gusto a sus antojos; hay que tener el valor de decir que no. No, Alteza, no le voy a construir un octavo palacio, tiene ya otros siete que no usa casi. No, señores míos, no voy a construirles esa torre de sesenta pisos que giran por separado; dentro de un año, los mecanismos se habrán llenado de arena fina, estarán irremediablemente agarrotados y ya no les quedará sino una carcasa retorcida que se pasará los cuatro siglos próximos oxidándose y pudriéndose.
Aunque a la noble indignación del monje ingeniero la acompaña una sonrisa, no tarda ésta en ceder el sitio a una mueca de sufrimiento.
—Me he pasado la vida construyendo y, cuando hago balance, no me enorgullezco de nada.
Estoy a punto de hacerle notar que peca de excesiva dureza consigo mismo y de recordarle que ha construido en los países del Golfo un hospital con equipamiento de primera, un notable museo arqueológico —que visité hace tres años con mis alumnos— y también una ciudad universitaria que ponen frecuentemente como modelo en ese apartado. Pero no se puede contestar a angustias existenciales con un catálogo de obras. Decido no decir nada ni preguntar nada, incluso cuando se calla. Respetando sus silencios tanto como sus palabras, dejo que vaya por su propio derrotero mental, convencido de que acabará por responder espontáneamente a las preguntas que no le he hecho. Y, más que nada, a la más evidente de todas: ¿por qué se ha metido monje?
—Lo que cambió en mí —acaba por decirme— no son mis convicciones religiosas, sino las conclusiones que saco de ellas. Me enseñaron desde pequeño «No robarás», y es cierto que nunca he sisado, que nunca he metido la mano en la caja, que nunca he hecho trampa en las facturas ni me he quedado con nada que no fuera mío. En teoría, podría tener la conciencia tranquila. Pero ahora me parece absurdo y cobarde conformarse con esa observancia mínima del mandamiento divino.
»Si hay unos dirigentes que se han quedado de forma indebida con la fortuna de su nación y te dan parte para que les construyas sus palacios, ¿no estás contribuyendo a un saqueo? Si construyes una cárcel donde van a internar a unos inocentes y donde algunos morirán torturados, ¿no estás faltando a la prohibición de matar?
»Podría ir repasando así los diez mandamientos, uno a uno, y, si fuera de mala fe, podría estar en paz conmigo mismo al comprobar que siempre los he guardado. Pero, si voy de buena fe, tengo que admitir que sólo los guardo en apariencia, superficialmente, lo indispensable para "rehabilitarme" ante el Creador. El mundo está lleno de personas lamentables que se imaginan que es posible engañar a Dios y que basta con no robar y no matar para tener las manos limpias.
Por un momento, me pareció que Ramzi me estaba reprochando algo. A mí, que me jacto a veces de haberme alejado a tiempo de mi país en guerra y, precisamente, de haber seguido teniendo las manos limpias, esas palabras me aconsejaban más humildad y menos buena conciencia. Pero creo que no era esa su intención y que, sencillamente, se estaba refiriendo a su propia conducta pasada. Por lo demás, añadió acto seguido:
—Supongo que a quienes me miran desde fuera les doy la impresión de que estoy pasando por una crisis existencial por culpa de la edad, el agotamiento y algunas tragedias íntimas. Yo tengo un punto de vista diferente. Creo que ha sido mi razón la que me ha convencido de que me venga a vivir aquí. Es cierto, no obstante, que las circunstancias de la vida me allanaron esta elección. Mi mujer acababa de morirse, mis hijos ya eran adultos y vivían lejos de mí. A los hombres los atan a veces a su vida cotidiana hilos invisibles. En mi vida, acababan de romperse unos cuantos hilos. No tenía muchas amarras, podía independizarme, y lo hice…
Sin preguntarme en serio si es el momento adecuado, decido meter ahora en la conversación el nombre del que fue su socio.
—Acabo de estar con Ramez y con su mujer. Me hablaron de ti.
No digo nada más. Se prolonga un silencio. Clavando la mirada en el tragaluz que tenemos encima de la cabeza, Ramzi parece a punto de echarse a llorar. Siento la tentación de cambiar de conversación, pero me contengo y prefiero esperar a que se calme.
Acaba por decir, con voz intensa:
—He sido injusto con…
Se calla luego de repente. Está claro que se le ha puesto un nudo en la garganta. Espera un poco más, como para tomar nuevo impulso. Pero, cuando arranca otra vez a hablar, al cabo de largos segundos, lo que dice es:
—Hay una nube que vela el sol, ¿Y se saliéramos a dar una vuelta?
Nos levantamos al tiempo, salimos del edificio y lo sigo por un sendero pedregoso. Era cierto que el sol estaba más flojo y pude seguir con el sombrero en la mano.
Llegamos, tras un buen rato, bajo un árbol grande, un nogal. Mi amigo se sienta en una piedra plana y me indica otra, aún más plana, en la que me siento también.
Digo, para reanudar la conversación, sin repetir el nombre de Ramez:
—Parecía perdido sin ti.
Fray Basile suelta un prolongado suspiro antes de contestarme, con tono más sereno:
—Por el trabajo que hacíamos no tengo preocupación ni siento ningún remordimiento. Estaba acostumbrado a tenerme a su lado en la oficina, ya se acostumbrará a prescindir de mí. Pero debería haberle explicado mi decisión. El problema es que, en el momento más crucial, no me apetecía nada andar argumentando con nadie. No me sentía capaz de explicar mis tumultos internos a alguien de fuera, ni siquiera a mi mejor amigo… Vino aquí un día…
—Me lo ha contado…
—No lo recibí como habría debido recibir al hermano que fue siempre para mí. Era demasiado pronto aún, acababa de venirme al monasterio y estaba claro que él se presentaba con intenciones de llevarme consigo. Tuve que defenderme y me porté con frialdad. Hay momentos en que uno necesita estar completamente a solas con sus propias deliberaciones íntimas y en que la mínima intervención se siente como una agresión. No tenía más opción que rechazarlo. Intenté hacerlo con la mayor suavidad posible, pero debí de herirlo. Seguramente lo hice sufrir, y yo también sufrí, ¿Vas a volver a verlo dentro de poco?
—Sí, tenemos previsto volver a quedar en las próximas semanas.
—Entonces dile… Cuéntale todo lo que acabo de decirte. Dile también que me gustaría verlo y que será bien recibido aquí. Solo o con su mujer.
—Se alegrarán de oírlo, nunca se han consolado de que te fueras y los reconfortará saber que no has dejado de ser amigo de ellos.
Nos quedamos callados los dos mucho rato. Luego, se levanta y me hace una seña para que lo siga. Nos adentramos por un sendero de piedra que parece la prolongación del que tomé para subir al monasterio. Pero ahora lo tenemos a nuestros pies y seguimos subiendo. Empiezo a quedarme sin resuello, pero mi amigo, aunque es corpulento, sigue brincando despreocupadamente de piedra en piedra como un chivo joven.
Nuestros pasos nos llevan hasta algo así como una oquedad excavada en el acantilado.
—¡Ven por aquí! ¡Sígueme!
La puerta es baja y entra doblando la espalda. Le voy pisando los talones. Dentro está oscuro, pero poco apoco se nos van acostumbrando los ojos a la oscuridad. Luego, Ramzi abre un postigo pequeño de madera que tapa un tragaluz. La cueva se ilumina.
Me quedo quieto con los ojos como platos, la boca abierta y un nudo en la garganta. En las paredes hay frescos donde están representados muchos personajes con las cabezas rodeadas de nimbos redondos u ovalados. Se ven muy bien las manos, primorosamente dibujadas y extendidas como para una ofrenda; los ojos están muy subrayados, como si los llevasen pintados, y los rostros son barbudos y tristes. También hay animales con aureolas de santo, en particular un león y un águila, que representan a los evangelistas.
—Hay siete salas como ésta, pero no están en muy buen estado que digamos. La humedad, el vandalismo, la ignorancia, el descuido. Y además el paso de los siglos, sencillamente, Ésta debe de ser probablemente del siglo Mi: un tesoro, ¿verdad? Y pensar que la mayor parte de la gente ni siquiera sabe que existe este sitio.
—Para mayor vergüenza mía, me cuento entre esos ignorantes. O, al menos, me contaba hasta esta tarde.
—Y yo también hasta hace tres o cuatro años. Un día me pidió el obispo de la Montaña que fuera a ver este monasterio viejo y destartalado para decirle qué habría que hacer para que no acabara de caerse del todo. Vine, me di una vuelta por los alrededores y, cuando vi estas cuevas, decidí quedarme aquí. No diré que fuera ésta la única razón para que lo decidiera, pero si fue el detonante. Esta mezcla de belleza, de devoción y de fragilidad me conmocionó. Le dije al obispo que me ocuparía personalmente de la restauración, que la costearía y que me gustaría contar con una celda pequeña para dormir de vez en cuando en el lugar de las obras. Y así empezaron las cosas. Reforcé las viejas paredes, hice unos cuantos arreglos, cerré las cuevas para protegerlas de la intemperie y de la malevolencia, ¿Puedes creerte que algunos visitantes grabaron sus nombres con navajas encima de las pinturas murales? ¡Mira esto! ¡Y esto! ¡Y esto!
Había, efectivamente, nombres, corazones y también simples laceraciones, vulgares, gratuitas, rencorosas.
Al salir de la cueva, Ramzi cierra la puerta con llave, se mete el llavero en el hondo bolsillo de la sotana y me lleva, luego, por un sendero hacia un terreno llano, algo así como una explanada desnuda: veo en el suelo un curioso enlosado hecho con piedras negras y blancas colocadas formando dibujos geométricos. Fray Basile me dice que es un laberinto de meditación y que lo hizo con sus propias manos el verano anterior. Me pregunta si he visto, ya que vivo en Francia, el de la catedral de Amiens, o el de la de Chartres. Le confieso que no los conozco. Me explica entonces que la finalidad de ese recorrido es tenernos ocupada la inteligencia en la tarea práctica de «no salirse» del paso para que, así, la mente, liberada, pueda navegar por otras esferas.
—La próxima vez que vengas a verme, te quedas a dormir en el monasterio y, al amanecer, subes conmigo a esta explanada, vas siguiendo el laberinto despacio por las piedras negras y notarás el resultado.
Le contesto, con cierta solemnidad:
—Acepto la invitación. Volveré.
Miro el reloj de pulsera.
—Ya son las cinco y media. Debería irme.
Bajamos entonces hasta la puerta del monasterio.
—Quedo a la espera de tu próxima visita. Comerás con nosotros y te quedarás hasta el día siguiente.
—¡Sí, eso haré, prometido!
Le alargo la mano para despedirme, pero me abraza y me estrecha con fuerza y mucho rato.