En un Mercedes metalizado llevaron a Adam hasta una casa antigua otomana a la orilla del mar, convertida en restaurante italiano y que se llamaba Nessun Dorma. Le abrió la portezuela un empleado muy respetuoso que lo acompañó al segundo piso sin preguntarle siquiera en qué mesa lo estaban esperando.
Ramez se levantó al ver acercarse a su amigo y le dio un abrazo exuberante antes de decirle en inglés:
—Vamos a saltarnos esa parte de la conversación en que se supone que hay que decir: ¡Estás igual!
Adam le respondió en la misma lengua:
—Tienes razón. ¡No empecemos a mentir tan pronto!
Se sentaron, riendo, ante una mesa redonda en que había ya una fuente inmensa de eruditas y empezaron por mirarse en silencio. Ambos habían cambiado, pero no de la misma forma. A Adam se le había puesto el pelo gris, pero seguía esbelto; no habría costado nada identificarlo en una foto de los años de juventud. Ramez había engordado y se había dejado un bigote de coronel británico, abundante, ancho y elegantemente enmarañado. Curiosamente, era todavía negro, mientras que tenía el pelo gris claro. Si su amigo se hubiese cruzado con él por la calle, le habría costado reconocerlo.
—Tu asistente es encantadora y aterradoramente eficiente.
—Lina es un dechado de virtudes; tengo suerte de contar con ella.
—Hace una hora, todavía me estaba preguntando cómo dar con tu pista para cruzar unas cuantas palabras contigo y resulta que estamos comiendo juntos. Es casi un milagro.
—¡No te imaginas la alegría que me da volver a verte! Pero es quizá el pobre Mourad el que nos ha reunido. Yo he llegado esta mañana para dar el pésame. Ayer tenía una reunión en Atenas y no pude asistir al entierro. Me han contado que había miles de personas.
—Yo tampoco fui al entierro. Aunque vine a eso en cierto modo…
Refirió en pocas palabras su prolongada riña con Mourad, la llamada del moribundo, recibida en la madrugada del viernes, su decisión de hacer el viaje para no apenar a su antiguo amigo en el momento de la muerte. Y, por fin, sus dudas acerca de asistir o no a las honras fúnebres… Ramez lo tranquilizó:
—Hiciste lo principal. Cuando te llamó, diste de lado el enfado para acudir junto a él. Luego fuiste a darle un beso a Tania después de las exequias. Puedes tener la conciencia tranquila.
Se quedó callado un momento y añadió, luego, esta vez en árabe:
—Fui siguiendo por encima el derrotero de Mourad y entiendo que decidieras romper con él. Yo no reaccioné igual, porque en mi trabajo no me queda más remedio que tratar continuamente con personas de fortuna mal adquirida; pero opino de él lo mismo que tú. Incluso si su comportamiento durante la guerra fue como el de otras muchas personas, costaba mucho aceptarlo en uno de los nuestros. Cada vez que oía cómo describían a Mourad como político corrupto o como el brazo derecho de un sinvergüenza, me avergonzaba, sentía una humillación personal.
»Dicho esto, tengo la convicción de que nuestro amigo era en el fondo un hombre honrado; y ésa fue su tragedia. Los golfos que se portan como golfos viven en paz consigo mismos; a las personas honradas que, debido a las circunstancias, se portan como golfos las corroe por dentro la mala conciencia. La enfermedad que ha matado a Mourad estoy seguro de que se la fabricó él con su culpabilidad, su vergüenza y su remordimiento.
»Pero no debería decir estas cosas cuando está recién enterrado… ¡Que Dios tenga misericordia de él! ¡Allah yerhamo! ¡Hablemos de otra cosa!
Enmarcaban la mesa plantas altas y frondosas, sobre todo bambúes que hacían las veces de pantalla y creaban una sensación de intimidad propicia a las confidencias. Había también, acá y allá, unas cuantas palmeras en tiestos. Al pie de una de ellas aguardaba pacientemente el maître con su libretita. Ramez le hizo una seña para que se acercase.
—Empezaremos con dos buenos platos de antipasti, el mío sin jamón, ¿Qué has escogido de segundo, Adam?
—Me tientan los salmonetes sobre lecho de risotto.
—Excelente elección. Yo tomaré lo mismo. ¿Para acompañar, vino blanco?
—Para mí no, gracias. No bebo a mediodía.
—Muy acertado ese principio, vale más no beber a mediodía. Pero hoy es un día aparte, así que, pese a todo, tomaremos un prosecco de la casa para celebrar el encuentro.
El maître aprobó la elección y se fue a entregar la comanda. Los dos amigos volvieron en el acto a la conversación y a los recuerdos interrumpidos con risas. Las de Ramez eran particularmente sonoras. Hasta el momento en que una frase le dio pie a Adam para mencionar el nombre de Ramzi.
El efecto fue inmediato. Al ingeniero se le ensombreció la mirada y se le apagó la voz. El, tan atronador un minuto antes, de pronto ya no daba con las palabras.
Adam se lo quedó mirando unos momentos; luego, soltó el tenedor antes de preguntarle:
—¿Sabes por qué se marchó?
Transcurrieron varios segundos.
—¿Que si sé por qué se marchó?
Ramez había repetido la pregunta cerrando los ojos, como si hablase consigo mismo.
—Cuando un hombre decide retirarse del mundo, es como un suicidio sin violencia física. Hay razones manifiestas; y otras, ocultas, incluso para los más íntimos, y de las que ese hombre no es forzosamente consciente.
Calló, esperando quizá que Adam se conformase con esa respuesta sinuosa. Pero su interlocutor siguió mirándolo fijamente. Entonces, añadió:
—Si tuviera que resumirlo en una frase, diría que llevaba en sí ese sentimiento de que todo cuanto hacía, todo aquello a lo que dedicaba la vida, era inútil e inane.
»A veces, en medio de una conversación, se interrumpía de repente para decirme: "¿Por qué hacemos todo esto?". La primera vez, acababan de encargarnos un proyecto muy importante para construir un palacio. Mientras estábamos inclinados sobre los planos, me preguntó: "¿Por qué necesita este hombre otro palacio de dos mil metros cuadrados? Que yo sepa, ya tiene tres". Sonreía, y yo también sonreí antes de contestarle: "Estoy de acuerdo contigo, pero es un cliente. Tiene más dinero del que necesita. De todos modos, lo malgastará, ¡y prefiero que nos lo dé a nosotros!". Me dijo: "¡A lo mejor tienes razón!", y así se quedaron las cosas. Pero cada vez hacía con más frecuencia comentarios así.
Ramez se calló, como para agrupar las ideas; luego, siguió diciendo:
—Nuestro amigo no podía por menos de hacerse continuamente preguntas acerca de la finalidad de los proyectos que nos encargaban. Una empresa como la nuestra, que trabaja en alrededor de veinte países, construye, por fuerza, mil cosas diferentes. Un puerto, una terminal de aeropuerto, un centro comercial, un complejo turístico, un museo, una cárcel, una base militar, un palacio, una universidad, etc. No todos los proyectos tienen la misma utilidad ni las mismas implicaciones éticas; pero a nosotros no nos corresponde enjuiciarlas, ¿verdad? No soy un cínico y tengo los mismos valores que Ramzi, pero creo que es algo que no nos compete. Esa cárcel que construimos para un déspota es posible que la use hoy para encerrar a sus adversarios. Pero el día de mañana quizá encierren en ella al déspota y a su banda. No se puede uno negar por principio a construir una cárcel. En todos los países del mundo hay cárceles, todo depende del uso que se les dé. El papel que nos corresponde a los constructores es intentar que las cárceles vayan siendo algo más humanas, es todo cuanto está en nuestra mano. Cuando tienes mil ochocientos treinta y siete asalariados, mil ochocientas treinta y siete familias que dependen de ti, hay que sacar todos los meses con qué pagarles el sueldo y no te puedes permitir jugar a los deshacedores de entuertos. ¿No te parece?
Del buen humor del que había hecho gala Ramez al llegar Adam no quedaba ya gran cosa. Ahora parecían agobiarlo mil pensamientos que se le atropellaban en la cabeza. Tragó unos cuantos bocados con demasiada prisa. Luego, añadió:
—Lo que te acabo de decir no es sino un aspecto de las cosas. También hubo lo de las mujeres, nuestras mujeres.
»Todo empieza como un cuento de hadas. Conozco un día a una chica, Dunia, de la que me enamoro en el acto. Se la presento enseguida a Ramzi. A ella le parece inteligente, divertido y culto; y él, al final del primer encuentro, me susurra al oído: "¡Agárrala de la mano y ni se te ocurra soltarla!".
«Cuatro meses después, Ramzi me cuenta que ahora le ha tocado a él conocer a su alma gemela. Coincidencia turbadora: también se llamaba Dunia. Como si el destino quisiera hacernos un guiño un tanto pesado. ¿Te das cuenta? Ramzi y yo nos llamamos casi igual, fuimos inseparables desde el primer día de facultad, pasamos los días y las veladas juntos, ¡y resulta que nos topamos con dos chicas con el mismo nombre!
»Así que nos la presenta a Dunia y a mí. Es bastante guapa, parece simpática y Ramzi está visiblemente enamorado de ella; y decidimos casarnos el mismo día. No podíamos hacerlo en la misma ceremonia, porque mi Dunia y yo teníamos que pasar por el jeque, mientras que su Dunia y él se casaban por la iglesia, los casaba el obispo de la Montaña, que era ni más ni menos que el tío materno de ella. Pero decidimos organizar una única fiesta de boda. Tú ya estabas en Francia, pero vinieron varios de nuestros amigos comunes, entre ellos Mourad y Tania, y Albert, y Semiramis.
»Por desgracia, nuestras mujeres no se parecían más que en el nombre. La mía entendió en el acto hasta qué punto Ramzi era importante para mí; a la suya, nada más celebrarse la boda, se le notaron los celos que le inspiraba nuestra amistad. Cuando yo tenía alguna preocupación, lo primero que me preguntaba mi Dunia era: "¿Qué opina Ramzi?", y me animaba a que siguiera sus consejos. Nunca perdía ocasión de recordarme que era un amigo de verdad y que yo tenía la suerte de tener un socio tan íntegro, tan inteligente y tan abnegado. Según ella, sólo tenía virtudes. Los celos los habría debido de tener yo al oír a mi mujer hablar tan bien de otro hombre, ¿o no?
»En cambio, la mujer de Ramzi no paraba de decirle que no se fiase de mí y de tomar distancias. Bastaba con que yo le llamase y que estuviéramos unos minutos al teléfono y lo oyera ella reírse de algo que yo le hubiera dicho para que le montase una bronca, bien directamente, relacionada conmigo, bien con otro pretexto. Era grotesco; y era incluso patológico. Quería que Ramzi examinase más detenidamente las cuentas.
Estaba convencida de que yo no le daba a su marido todo lo que le correspondía.
—¿Y Ramzi acabó por creerla?
—¡Ni por un momento! Al principio, no me contaba nada, estaba apenado y avergonzado. Luego, un día, ocurrió un incidente trivial, que no merece la pena contar, pero gracias al cual mi mujer y yo descubrimos hasta qué punto nos aborrecía aquella persona. A la mañana siguiente, Ramzi vino a mi despacho, se disculpó y me habló de las escenas que le organizaba en cuanto tenía que ver conmigo. Para explicar el comportamiento de su mujer, citó la historia de su familia, un padre al que habían estafado sus propios hermanos, un tío que había dejado sin nada a sus propias sobrinas; en resumen, una serie de traiciones que volvieron a su mujer enfermizamente suspicaz. Ramzi dijo que estaba seguro de que, con el tiempo, cobraría confianza y cambiaría de actitud. Yo le dije: «Sí, claro». Pero no lo creía; ni él tampoco, seguramente.
—Supongo que para él sería un padecimiento.
—¡Un padecimiento tremendo! Para mí era una contrariedad; para él, un tormento diario. Me dijo un día, casi llorando, que aquel matrimonio era la peor decisión que había tomado en la vida. Estaba enfadado consigo mismo por no haber visto a tiempo los defectos de aquella mujer. La semejanza de los nombres le pareció en su momento algo así como una señal divina, pero era una trampa que le tendía el Infierno.
»Yo intentaba consolarlo, diciéndole que, en materia de matrimonios, la perspicacia no cuenta gran cosa; que es una lotería a ciegas; que hasta después no descubres si te ha tocado el número premiado o no. No lo decía sólo para consolarlo; lo pienso muy de veras. En los ambientes tradicionales, en que ni siquiera pueden hablar los novios a solas antes de unirse para toda la vida, el matrimonio es como uno de esos caramelos chinos que te ofrecen al final de la comida. Coges uno al azar, lo abres, desenroscas el papel que lleva dentro y te anuncia el porvenir.
»En los ambientes más avanzados, los novios se tratan; en teoría, tienen ocasión de calibrarse. Pero, en la práctica, la gente se equivoca casi igual. Porque el matrimonio es una institución desastrosa.
»No soy yo la persona más indicada para decir esto, porque llevo un cuarto de siglo viviendo con una mujer a la que quiero y que me quiere. Pero sigo creyendo que el matrimonio es una institución desastrosa. Antes de la boda, todos los hombres están llenos de atenciones y de detalles; tratan a la joven a la que desean como a una princesa hasta que se convierte en "su" mujer; a partir de ese momento, tardan poquísimo en volverse unos tiranos y en tratarla como a una criada; cambian de arriba abajo y la sociedad los anima a hacerlo. Antes de la boda, es la estación del juego; luego, empiezan las cosas serias y sórdidas, y tristes.
»Las mujeres no se portan mejor. Mientras están intentando encontrar acomodo, son todo mieles. Dulces, conciliadoras, de convivencia fácil; todo para tranquilizar al pretendiente. Hasta que éste se casa con ellas. Sólo entonces dan rienda suelta a su auténtico carácter, que hasta ese momento se habían esforzado en disimular.
»Diré, en su descargo, que en ellas la transformación no es ni tan brutal ni tan sistemática como en los hombres. El enamorado y el marido son criaturas diferentes, igual que el perro y el lobo. Antes de la boda, todos somos perros hasta cierto punto; y, después, todos somos hasta cierto punto lobos; hay grados, pero se trata de una metamorfosis de la que resulta difícil librarse. En algunos ambientes parece algo tan normal como el paso de la adolescencia a la edad adulta.
»En las mujeres, es menos tajante. Hay muchas que no cambian radicalmente, bien porque sean de natural muy afectuoso, bien porque sean malas actrices y se les acabe por notar la forma de ser real antes de que el hombre se comprometa. Desde luego que la mujer de Ramzi no pertenecía a esta categoría. Supo ocultar el juego hasta la boda y mostrarse dulce, dócil y considerada, tratándome como a un hermano; y a mi Dunia, como a una hermana. Luego, al día siguiente mismo, no pudo más y empezó a soltar el veneno. Cuando nuestro amigo cayó en la cuenta, ya era demasiado tarde.
—Habría podido divorciarse.
—Eso es lo que habría tenido que hacer, y lo que habría hecho yo si me hubiera ocurrido la misma desgracia. Pero, sin contar con que el divorcio vuestro, el de los cristianos, es mucho más complicado que el nuestro, Ramzi no era partidario de él por principio. Lo hablamos más de una vez… Prefería aferrarse a la idea de que su mujer iba a cambiar. Me decía continuamente que necesitaba sentirse segura, en confianza, y que era deber suyo rodearla de un entorno que la ayudase a mejorar.
»Luego nacieron los hijos, dos chicos y una chica. Se supone que el nacimiento de un niño es una alegría tremenda. Ramzi intentaba convencerse de que era feliz. Y se aferraba a la idea de que con la maternidad florecería en su mujer toda la ternura que él había intuido cuando la conoció. Yo evitaba llevarle la contraria. ¿Para qué? Pero de esa persona no esperaba ya más que líos y golpes bajos.
»No me equivocaba. La labor de zapa siguió a más y mejor. Las mentiras que su marido no quería oír, se las encasquetaba a los niños: "Papá es un ingenuo que deja que lo manipule su socio". El veneno que destilaba día tras día, año tras año, acabó por producir el efecto deseado. Yo me daba cuenta cada vez que se reunían nuestras dos familias. Ramzi era siempre igual de cariñoso, su mujer representaba un papel, pero los niños no sabían disimular. Yo, al ver cómo se portaban, me daba cuenta de lo que su madre debía de haberles dicho de mí. Cuando intentaba cogerlos en brazos, se echaban hacia atrás. Igual a los diez años que a los cuatro. Era a la vez triste y ridículo.
»Pero lo más grave fueron las mentiras que esa mujer les metió en la cabeza acerca de la empresa que habíamos creado su padre y yo. Construimos un imperio, y nuestros hijos tenían que heredarlo. Pero tanto les repitió que a su padre lo manipulaban, lo explotaban y le robaban que crecieron con un odio tenaz por todo lo que hacíamos. Resultado: ninguno de ellos quiso estudiar ingeniería o arquitectura y ninguno quiso trabajar con nosotros.
»Y lo que empeoró las cosas fue que un día su madre cayó gravemente enferma. Un cáncer especialmente virulento que se la llevó en año y medio. La enfermedad la volvió aún más venenosa y más rabiosa. Por más que Ramzi la atendía abnegadamente, no dejaba de soltarle vituperios. Según ella, nunca la había querido, siempre había puesto por delante a la empresa y a mí, su socio, en detrimento de su mujer y de sus hijos.
»Como estaba muy enferma y sufría atrozmente, su marido no le llevaba la contraria, claro está. Para calmarla, le prometía ocuparse algo menos de los negocios y dedicarle más tiempo a la familia. Sus hijos —que tenían por entonces trece, dieciséis y diecisiete años— oían todo aquello y veían a su madre como a una mártir y a su padre como a un monstruo de frialdad.
»Luego la pobre mujer se murió. Sólo tenía cuarenta años, o cuarenta y uno. Sus hijos convirtieron su dolor en odio a su padre, como si fuera ésa la expresión más lógica de su fidelidad a la memoria de su madre. Acabaron por irse de casa los tres. Ahora viven en los Estados Unidos; la chica en Nueva Jersey, uno de los chicos en Carolina del Norte y el otro no me acuerdo ya dónde. Hace años que no tienen contacto alguno con su padre. Dudo mucho incluso de que le hayan dado sus señas.
«¿Querías saber por qué Ramzi se apartó del mundo? Así es como lo explico yo. Es posible que pasase también por una crisis mística, pero en su tragedia familiar había ya todos los elementos necesarios para que un hombre honrado decidiera dejarlo todo y encerrarse en un monasterio.
—¿Hace mucho que se fue?
—La última vez que vino a la oficina fue en febrero del año pasado.
—Catorce meses, entonces.
—Para mí es como si hiciera catorce años.
—¿Y lo has vuelto a ver desde entonces?
—Sólo una vez. Fue…
Ramez se calló de golpe y miró el reloj de pulsera.
—¡Ya son las tres y media! Se me ha pasado el tiempo sin sentir. ¡Lo charlatán que puedo llegar a ser cuando hablo de él!
—¿A qué hora sale tu avión?
—A la que queramos. El avión es mío y la tripulación está en standby, esperando a que la avise.
De pronto, le animó el rostro una ancha sonrisa.
—Se me acaba de ocurrir una idea estupenda. ¡Te vienes conmigo a Ammán!
—Te agradezco la invitación, pero no puede ser.
—¡Adam, no juguemos a los hombres de negocios sin tiempo para nada! Por primera vez en veinte años estamos juntos tú y yo, hablando como cuando éramos jóvenes. Es una bendición este momento, no dejemos que se nos escape. Tienes aún que contarme miles de cosas, y yo también. ¡Hagamos como antaño! No necesitábamos abrir las agendas para quedar. Pasabas bajo mi balcón, tocabas la bocina y nos íbamos al café, o al cine, o a casa de Mourad… ¡Vamos a olvidarnos por una vez de las conveniencias, vamos a olvidarnos de la edad que tenemos! Estamos almorzando. Al acabar de comer, te digo: «Vente a casa y pasamos la velada juntos; te presento a mi mujer y mañana te vuelvo a traer». ¡Me pongo de pie, te pones de pie y nos vamos! ¿Llevas el pasaporte?
—En el bolsillo. Tengo esa costumbre.
—¿Y tienes que tomar algún medicamento esta noche?
Adam comprobó que los llevaba encima.
—Muy bien, lo demás no tiene importancia —zanjó Ramez—. Podemos irnos.
—Pero si no llevo ni una camisa para mudarme, ni el neceser de aseo.
—Tranquilo, que de esas cosas me ocupo yo. Vamos.
Dicho lo cual, apoyó ambas manos en la mesa para levantarse y Adam hizo otro tanto tres segundos después.